Para el sábado noche (CXVIII): El juez de la horca y Fat City (Ciudad dorada), de John Huston

02 julio, 2022

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El juez de la horca (The Life and Times of Judge Roy Bean, National General Pictures- Warner Bros., 1972) propone el tema, que ya podemos considerar clásico, del establecimiento violento de la ley. Es decir, la conjunción de las armas y las letras, pero por vía de la socarronería. Algo que, de forma más dramática, se contenía en títulos como Incidente en Ox-Bow (The Ox-Bow Incident, William A. Wellman, 1943), Camino de la horca (Along the Great Divide, Raoul Walsh, 1955), La ley de la horca (Tribute to a Bad Man, Robert Wise, 1956), El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shot Liberty Valance, John Ford, 1962) o Cometieron dos errores (Hang ‘em High, Ted Post, 1968). ¿Hasta qué punto les leyes han de ser sostenidas, no ya por el empleo de la violencia, sino por el empleo de la fuerza? Como siempre, el ser humano tiene la respuesta.

Los límites de la civilización en Texas los marca el Río Pecos, un largo brazo acuoso que discurre entre Nuevo México y Texas (EEUU). Al oeste de este último estado, andaban algo escasos de ley. Por eso era un buen refugio para todo tipo de forajidos. Entre los que se cuenta Roy Bean (Paul Newman), que ha traspasado esos límites geográficos y éticos. Aunque para él, esta barrera es tan elástica como el propio río.

Lo que sabemos de Roy Bean (1825-1903), como personaje histórico, es que su figura ha trascendido como epítome quintaesenciado de una actitud arbitraria y expeditiva que, pese a todo, correspondería a otros nombres que mejor se ajustan al relato de los hechos, sean estos reales o fantasiosos. Sea como fuere, Bean comenzó trabajando como camarero sirviendo whisky y cerveza helada a los obreros del ferrocarril, prosperando mediante el contrabando de armas durante de Guerra de Secesión (1861-1865), siendo sus hermanos Sam (-) y Joshua (1818-1852), sheriff en Nuevo México y primer alcalde de San Diego (California), respectivamente. Joshua tan solo por unos meses, pues murió asesinado. Cosas de la política. Nombrado Juez de Paz del Condado de Pecos, Roy acometió el cargo con desparpajo y sentido del humor revestido de sentido del honor. Lo cierto es que fue reelegido en el cargo en multitud de ocasiones. Dato tan real como el de la presencia de la actriz y cantante británica Lillie Langtry (1853-1929), a la que idolatraba y que, tan merecedora era su vida de ser retratada, que en 1978 se efectuó una serie titulada Lillie (Íd., London Weekend), protagonizada por Francesca Annis (1945). Convertida en ciudadana estadounidense, aficionada a las carreras de caballos, se codeó con personalidades del calibre del Príncipe de Gales Albert Edward (1841-1910) y Oscar Wilde (1854-1900), fue dueña de una bodega que producía vino tinto, ya asentada en los EEUU, y escribió tanto teatro como su propia autobiografía.


Ojo por ojo, dice la Biblia (Éxodo 21:24, Levítico 24:20 y Deuteronomio 19:21). Es el principio jurídico tradicional de la Ley del Talión, recogido por el Código de Hammurabi (Babilonia, s. XVIII a. C.). Guía para la impartición de justicia en este territorio por domesticar, a cargo del auto-nombrado juez de la zona. Y si “ejemplar” va a resultar esta justica, lo cierto es que la decisión se produce después del no menos modélico tiroteo inicial en una suerte de fonda, filmado con ejemplar limpieza… de maleantes. El burdel y tasca se va convertir a partir de ese momento, de forma absolutamente irónica, en la sede de justicia y vivienda del juez Roy Bean. Impostura idéntica a la que padecen algunas habitantes dedicadas al “esparcimiento” de los lugareños, como se verá. El enclave se halla en Vinegaroon, que hace referencia a una especie de escorpión, y va a pasar a ser conocido como Nido de águila. En adelante, yo seré la ley en esta región. De algún modo, bendecida con la esporádica y temprana visita del misionero Lasalle (Anthony Perkins). De hecho, casi todos los personajes que desfilan por estas tierras por desbravar, y que, por lo general, no van a salir vivos para contarlo, nos ofrecen a cambio sus impresiones por medio de la voz en off. Aunque la principal, la más integradora, o hilvanadora, por así decirlo, será la del posadero y amigo de confianza Tector Crites (el estupendo Ned Beatty).

El primer ajusticiado es Sam Dobb (Tab Hunter). Un pobre hombre, pero que ha cometido asesinato. Desde el punto de vista humorístico de la narrativa, lo gracioso del asunto es que Roy y sus alguaciles se toman la ley muy en serio, de manera igualitaria y progresista, en el sentido más impertinente de ambos términos. Como progresiva será la locura taxativa, o falta de humanidad, de su principal adalid, Roy Bean.

Hasta que le son bajados los humos. Lo que no implica únicamente a Roy, sino también a las damas respetables a las que hacía alusión, que ejercieron la prostitución antes de sentir la llamada de la respetabilidad. No en vano, junto a las armas y las letras, están la Liga de la Moralidad y el pan ganado con el sudor de casi cualquier parte del cuerpo. Difícil es zafarse de los extremos y disfrutar del término medio. Como ocurre con esta reconversión sarcástica de las que ahora son las esposas de los alguaciles, (i)letrados y ejecutores: Bart Jackson (Jim Burk), Nick, el Rufián (Matt Clark), Fermel Parlee (Bill McKinney) y Lucky Jim (Steve Kanaly).


En cualquier caso, para que quede claro que Roy Bean no es “el malo de la película”, y que no está exento de buena intención, pese a sus procedimientos, el realizador John Huston (1906-1987), en connivencia con su guionista John Milius (1944), notable pareja, introducen la figura del pérfido Bob, el Malo (Stacy Keach), cercana al ámbito del tebeo, que ciertamente actúa como villano puro, sin moral, aunque insisto, participando de un relato que no escatima en incorporaciones jocosas, como la de un bullanguero oso, legado de un viajero itinerante, llamado precisamente Oso Gris (Grizzly) Adams (John Huston), y que es adoptado como mascota del grupo de “pioneros”.

Más peso posee la figura del taimado abogado Frank Gass (Roddy McDowall), albacea del difunto propietario de la taberna del primitivo poblacho. No obstante, antes de que este se desarrolle, Huston intercala la bella escena en la que Roy y la lugareña María Elena (Victoria Principal), juntos en el atardecer de la pradera, elucubran sobre el futuro de la región, y entonan la sugestiva y estrambótica balada Rosa amarilla de Texas, cantada en la banda sonora original por el propio Paul Newman (1925-2008) y, de manera más oficial, por el excelente crooner Andy Williams (1927-2012).

Interesante es, así mismo, la relación de Roy con la historia, sobre todo con los clásicos. Al personaje le gusta aprender y citar lo que puede de esta historia universal, las anécdotas significativas, que las más de las veces le sirven de contrapunto a sus sentencias. Así, el voluminoso libro de leyes que atesora, es para él como el Diccionario de Autoridades (1726-1739), con enxiemplos libres de interpretación pero valiosísimos. Y con la prerrogativa de arrancarle alguna que otra página, si la ley no se ajusta a sus principios y temperamento. Patrones de los que él es el modisto, y episodios (Life and Times) que hacen que sintamos simpatía por el personaje y su deriva.


Por ejemplo. Su forma de enfrentarse a la muerte es muy distinta, según atañe a los ajusticiados o a alguien que le es muy querido. Esta última circunstancia le produce gran sorpresa y consternación.

A este ámbito íntimo pertenece la presencia omnipresente de la popular Lilly Langtry (Ava Gardner), a través de su retrato. No se hará cuerpo presente hasta el colofón de la película. Como sucede con muchos ídolos y sus fans, los separa el tiempo y el espacio, pese a ser contemporáneos.

El caso es que el negocio de la ciudad prospera. Gass es nombrado alcalde, en ausencia de Roy, que ha ido a ver una actuación de Lilly Langtry a la ciudad, sin conseguirlo. Las dos cosas resultan frustrantes. Al punto que Gass se adueña de todo. No solo bienes materiales, también gananciales y mentales: de la mente de las antedichas damas y de los flamantes inversores y comerciantes, gracias a su conocimiento de la “ley real” y sus triquiñuelas. El progreso llama al progreso, aunque prevalezca la diferencia entre ley y justicia que Tector recuerda a Rose, la hija ya adulta de Roy (Jacqueline Bisset). Una generación de víboras con el juez en el exilio. Es de reseñar, en este sentido, la panorámica con las cruces de ajusticiados que desemboca en un poblado que, en efecto, se va desarrollando, gracias a la mejora de las instituciones civiles, como reza de nuevo la voz en off de Tector.

En cierta medida, asistimos a una saga, la Conquista del Oeste, pero “por la puerta de atrás”, con algunos aditamentos sardónicos –más que paródicos–, que se corresponden con la venida de la civilización. Motora, principalmente; esto es, del progreso de las máquinas en detrimento de las humanidades, con todo el retorcimiento que estas conllevan. Ni mejor ni peor que la recesión cultural en que nos desenvolvemos hoy. El desierto -material y humano- reclamaba lo que era suyo, vuelve a explicar Tector.

Finalmente, se produce el reencuentro de Roy con sus ex compañeros y jugadores de póker. Ya no es frecuente ver a un hombre a caballo, dice Tector al vislumbrar su efigie, a las puertas del próspero pueblo y de la agradecida leyenda.

Decadencia y caída del Imperio Vinegaroon, entremezclada con la caída y auge de Reginald Perrin (1975), de David Nobbs (1935-2015), El juez de la horca me ha ido creciendo con cada visionado. Cuenta con un cuidado vestuario de Edith Head (1897-1981), la fotografía árida y airosa de Richard Moore (1925-2009), y la vivaracha o melancólica, según se tercia, música de Maurice Jarre (1924-2009).

Fat City (Columbia Pictures), subtitulada en español Ciudad dorada (y no es mal epígrafe, como veremos), se filmó en 1971, pero se estrenó el mismo año que El juez de la horca.

El retrato es muy distinto. Empezando por Stockton, una ciudad de California (EEUU). Del óleo de El juez de la horca pasamos al carboncillo o la acuarela desvaída de Fat City.

John Huston presenta la ciudad, en primer lugar, por medio de planos encadenados de personas, transeúntes o sedentes, hasta que se detiene en la figura de Billy Tully (Stacy Keach), tumbado en la cama de su desvencijado cuarto.

Buena producción con ribetes sociales pero caracteres individuales, puesta en marcha por el destacable Ray Stark (1915-2004), con edición de Margaret Booth (1898-2002) y banda sonora supervisada por Marvin Hamlisch (1944-2012), la película se basa en la novela de Leonard Gardner (1933) de igual título (1969). Un autor natural de Stockton, que asume asimismo la tarea de elaborar el guión. La puesta en escena es igual de rigurosa que en el ejemplo anterior, pues desenfado histórico y realismo -cercano al naturalismo-, son para John Huston objeto del mismo tratamiento profesional. En Ciudad dorada, se asoma al boxeo, deporte que él mismo practicó, pero desde un punto de vista que combina lo amateur, o self-made, con las dificultades de los difusos inicios. El ahogo del establecimiento, no ya por parte de las normas escritas o no escritas por dicho deporte, sino por la actitud y buen mantenimiento físico y psíquico de cada personaje. Ese carácter individual al que antes me refería, y que, para bien y para mal, afianza nuestro destino.


El retrato en cuestión es el de los dos principales protagonistas, y el resto de desafortunados que pululan alrededor; lo otro, es el paisanaje. Bares, cuadrilátero, apartamentos, vehículos… Pintura de perdedores cara a John Huston. O de ganadores a su manera, si se prefiere, según el caso. El veterano Billy y el incipiente Ernie Wilbur (Jeff Bridges) se conocen entrenando en un gimnasio de barrio. Antes, del barrio se podía salir. Y se podía volver. Lo sé porque pertenezco a uno. Ahora prima la incultura sostenida por la inmovilización del móvil, la indiferencia general -y subvencionada-, la insolencia choni y el embrutecimiento chanderil. Contra eso trata de enfrentar su mejor ataque y defensa Ciudad dorada. La expresión original hace referencia a un “paraíso en la Tierra”, o el logro de una situación privilegiada, en el argot del boxeo o de los ciudadanos de color, según las fuentes. Incluso como pseudónimo de la propia ciudad de Stockton, del que Gardner se hace eco. Lo más parecido a construir castillos en el aire. Por eso decía que el subtítulo propuesto en español no es desacertado.

Sorprendido por este primer encuentro, quizá porque se ve a sí mismo con menos años, o alcanza a ver las potencialidades que ya le flaquean y hacen alarde en el joven, Billy pone a Ernie en contacto con su ex entrenador y representante Rubén Luna (Nicolás Colasanto). Bien encauzado, el muchacho puede llegar a ser un campeón.

Pero el novato no parece estar por la labor. Yo hago esto para divertirme, explica Ernie. Es la moda gym. Pero le pica la curiosidad, así que se presenta a Rubén, que no ha brillado especialmente como mánager. Aun así, los veteranos se proyectan en los jóvenes, como maestro y alumno de cualquier disciplina.

Billy Tully sobrevive trabajando como jornalero en los campos de recolección o en conserveras, a disposición de pagas eventuales. En tanto Ernie se entretiene con su novia Faye (Candy Clark), antes de decidir si desea el compromiso de formar un hogar. Por su parte, John Huston prefiere elaborar escenas de larga duración, o set-pieces, como la de Billy y su amiga Oma (Susan Tyrrell) en un oscuro bar, y luego, en el exterior, en una calleja no menos desalentadora. Golpe de efecto del maestro es que, durante el combate final, o mejor dicho, último de la película, Huston intercale un plano detalle de los ojos de Billy. No hay ilusión en ellos.


Más que enfrentarse Oma, Ernie o Billy a la vida, la vida no sabe cómo gestionarlos a ellos. Un combate aquí, un combate allá. Pero el gran combate vital siempre queda postergado.

Sus vidas corren paralelas, pero no juntas. Ojalá me equivoque, pero me temo que vamos a volver a encontrarnos con muchos Billies, Fayes, Omas y Ernies en adelante, en estos renovados y convulsos tiempos, ausentes de cultura y con una acuciante incertidumbre económica. La escena final de la película es brillantemente ilustrativa, incluso edificante, a este respecto. Billy congela el espacio en que se encuentra. Otro barucho. Basta con fijarse en la gente, mayor o de mediana edad, que vemos por doquier. ¿Qué vida han tenido? ¿Qué futuro les espera? ¿Habrán sido realmente jóvenes alguna vez? ¿Por qué no los imaginamos nunca así? Por otra parte, ¿sabrán los nuevos jóvenes hacer frente al futuro que les aguarda, aparte del que ellos construyan o pretendan?

Escrito por Javier Comino Aguilera


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