El autocine (XCIX): El exotismo en el cine II. El embrujo de Shanghái y Una aventurera en Macao, de Joseph von Sternberg, y Tambores de África, de James B. Clark

15 julio, 2022

| | |

La luz y el rostro son dos elementos esenciales y bien delimitados por los grandes cineastas de la etapa clásica del cine, entre los que se cuenta el vienés americanizado Joseph von Sternberg (1894-1969). El rostro es portador de un lenguaje múltiple, por lo que expresa, consciente o inconscientemente, y por lo que mantiene oculto e inescrutable. También el rostro lo dice y lo calla todo en El embrujo de Shanghái (The Shanghai Gesture, United Artist, 1941), escrita por el propio Sternberg, en colaboración con el más esporádico, como guionista, dramaturgo húngaro Geza Herczeg (1888-1954), y el a todas luces excelente Jules Furthman (1888-1966), en torno a una obra teatral de John Colton (1887-1946). Curioso autor este, responsable de los guiones de Orquídeas salvajes (Wild Orchids, Sidney Franklin, 1929) y Bajo la lluvia (Rain, Lewis Milestone, 1932), inolvidable adaptación de Somerset Maugham (1874-1965), así como Atormentada (Under Capricorn, Alfred Hitchcock, 1949), respecto a la pieza de Helen Simpson (1897-1940); junto a las muy reivindicables y atmosféricas El lobo humano (Werewolf of London, Stuart Walker, 1935) y El poder invisible (The Invisible Ray, Lambert Hillyer, 1936). O sea, que Colton evidenció una personalidad más que interesante. La fotografía de la película corrió a cargo de Paul Ivano (1900-1984), la edición de Sam Winston (1877-1965) y los decorados, imprescindibles, son del ruso afincado en EEUU Boris Leven (1908-1986). La lista de películas en las que este intervino y ayudó a definir resulta abrumadora.

Volvemos al terreno de lo exótico. En la excelente El embrujo de Shanghái, título mucho más bonito en español que en inglés, la urbe es una urdimbre de conexiones no siempre perceptibles a simple vista, o sintomáticas, si se prefiere. Un refugio de gentes que querían vivir al margen de las leyes y las costumbres, como relata la siempre bienvenida voz en off; a oscuras, pero que sale a esta luz y es dueña de un narrador omnisciente. Una moderna Torre de Babel. Espejo distorsionado a la fuerza, independiente incluso en época de conflicto bélico (la Segunda Guerra Mundial [1939-1945]), con sus calles atestadas, donde se encuentran, sin darse cita, el zalamero Omar (hora es ya de reconocer la adecuada labor de Victor Mature), el banquero sir Guy Charteris (Walter Huston, magnífico como siempre), Madre Gin Sling, la enigmática dueña del principal casino de la zona (Ona Munson), y los restantes personajes que citaré a continuación.

La ambientación en estudio deviene maravillosa, y no hace sino acrecentar tal categoría de realismo difuso y alegórico. De alarmante presteza interior y elegantes maneras, que apenas encubren la frustración y el carácter de espabilados, supervivientes y listos que acaban mordiendo el polvo, cada uno a su manera. Atmósfera y disposición que se pueden concentrar en la imagen iniciática de un guardia urbano al que nadie parece hacer caso en plena vía de desarrollo o involución. O en el ama de casa Amah (Maria Ouspenskaya), que no suelta prenda verbal, pero que con su presencia lo enuncia todo.

Generalmente, el acercamiento a tierras indómitas y exóticas lo procura la llegada de un personaje nuevo. Aquí se cumple y paladea el requisito por partida doble. Partida de muy distintos resultados y con un marcado acento femenino. Por un lado, Dixie Pomeroy (Phyllis Brooks), zagala de Brooklyn (Nueva York, EEUU), con aspecto de escapada de casa; por otro, Victoria “Smith”, apodada Poppy, que, aunque es residente desde hace algún tiempo, no resulta menos extranjera. Esta última, interpretada por la inigualable Gene Tierney (1920-1991). En suma, la “vulgar” y la “sofisticada”, que se hace acompañar esporádicamente por un ¿amigo, conocido? llamado Percival Montgomery (John Abbott), especialista en joyería.


Yin y yang no desdoblado en estas dos mujeres, sino concentrado en cada una de ellas. Puesto que los roles se invertirán. En tanto, los dimes y diretes pasionales se amalgaman a su vez en un espacio conciso, aunque abierto a múltiples experiencias y niveles de realidad, el citado casino de Madre Gin Sling. Nunca cierra. Que es como decir que sus efectos duran toda la vida. La vorágine del entorno se traduce entonces en los juegos de azar, de los que la vida parece el más dificultoso. La señora Fortuna viste aquí distintos ropajes, masculinos o femeninos, en una confortadora pero letal androginia. Peristas, crupieres, cajeros, bármanes, cleptómanos, ludópatas, dragones disfrazados de personas, un ambiente decadente que se alimenta de una familiaridad extraña, en aprensión de Poppy. Gente sin país. Gobernadores, especuladores, alcahuetes. Acierto de Sternberg es introducir en su calculado desvarío, como materialización y nuevo desdoble, las figuras de porcelana que representan el físico y entendimiento de los comensales convocados a una velada presidida por Gin Sling (nombre de cóctel, máscara y subterfugio), cuya tapadera es la celebración del Nuevo Año Chino (hacia finales de enero o comienzos de febrero).

Las identidades permanecen veladas y en secreto la mayor parte del tiempo, hasta que las circunstancias hacen que emerjan a la luz antes de ir a dar a un mismo arroyo. Una luz oscurecida, de falsos oropeles, y que rara vez indica la puerta de salida.

Así lo atestigua la decadencia vertiginosa de Poppy (mote, avatar o nick, enlace con una juventud del presente), en sintonía con su supeditación a Omar. Hoy se contaría esto -ya se ha hecho-, de forma más gráfica y desagradable, pero no mucho más eficaz. Es el embrujo de la oscuridad. Pero tamizado por la elegante cámara de un cineasta expresivo y personal.


Es el exotismo como escenario de las alturas y bajezas de la condición humana, donde la venganza es un plato que se sirve frío y se atraganta. También está el cine, como elogio de la luz. Esta, como iluminadora u oscurecedora de pasiones. Y la pasión, consumada o abortada, como marca no siempre visible del rostro que de manera dislocada llevamos a cuestas. Al fin y al cabo, para Sternberg, lo fatal está en la belleza, y no en la mujer o el hombre per se.

Once años después, en 1952, y pese a las incorporaciones en la realización de directores de distinto cuño como Robert Stevenson (1905-1986) y Nicholas Ray (1911-1979), Sternberg filmó y firmó Una aventurera en Macao (Macao, RKO Films). Escrita por Bernard C. Schoenfeld (1907-1990), que acabó colaborando en La dimensión desconocida (The Twilight Zone, 1959-1964) y para Alfred Hitchcock (1899-1980), y por Stanley Rubin (1917-2014), a propósito de una historia de Bob Williams (1924-1976). La película, que es un arrebatador divertimento, cuenta con estupendos actores de soporte como Gloria Grahame (1923-1981) y Thomas Gómez (1905-1971), e incorpora a la trama canciones como One for My Baby (1943), del espléndido Harold Arlen (1905-1986), con letra del no menos provechoso Johnny Mercer (1909-1986), y Ocean Breeze y You Kill Me, de Jule Styne (1905-1994) y Leo Robin (1900-1984), que tampoco andaban mancos. Los decorados fueron dispuestos esta vez por ese genio que fue Albert d’Agostino (1892-1970), en colaboración con Ralph Berger (1904-1960).

De nuevo el recurso de la voz que puntúa y matiza el relato, correspondiente al locutor Truman Bradley en el original (1905-1974), nos pone en antecedentes. Macao es una fabulosa mancha en la superficie de la Tierra, junto a la costa sur de China. Antigua colonia portuguesa, se trata de la encrucijada y el Monte Carlo del lejano oriente. Un espacio con dos caras. Paraíso de los fugitivos, donde hay zonas en las que la policía no osa penetrar. Esto nos recuerda vivamente las descripciones preliminares de las distintas versiones de Pepe le Moko (Pépé le Moko, 1931), de Henri la Barthe (1887-1963). Pero también otras posteriores incursiones, como la formidable Saint Jack, el rey de Singapur (Saint Jack, Peter Bogdanovich, 1979), aunque en este caso, la vivaz y sórdida descripción correspondía en su totalidad a la cámara. El exotismo ampliando su campo de acción a lo impúdico y desastrado no habría sido posible, empero, sin los ejemplos que estamos retratando.

Sea como fuere, un apretado nudo gordiano es compartido por todos estos argumentos. El de que, en esta ley de la calle, la justicia, el destino, que suele ser lo mismo, le suele alcanzar a uno (salvo que se controle desde un infecto gobierno). Dependerá muchas veces de a cuánta distancia se sea capaz de lanzar un cuchillo y guardar la ropa. Algo que ya ha comprobado en propias carnes el teniente de la policía Daniel Lombardi (John Daheim), hallado en el río, y no nadando precisamente. Procedente de Nueva York (EEUU), Lombardi se hallaba de incognito, lo que no ha sido óbice para ser descubierto y ejecutado. ¿Por quién?

El comandante Martin Stewart de la policía internacional en Macao (Edward Ashley), trata de averiguar el nombre del asesino, o rizando el rizo, el nombre de quien dio las órdenes al asesino.


De nuevo interviene el azar. Tres pasajeros se conocen tal que así. Y por una necesidad que les va a unir incluso con riesgo de sus vidas. Son Julie Benton (Jane Russell), cantante itinerante, viajera anímica y ocasionalmente ladrona, según lo requieran las circunstancias del hambre que aprieta; Nick Cochran (Robert Mitchum), aventurero que aún no ha perdido su sentido particular del honor, y el vendedor trotamundos Lawrence C. Trumble (William Bendix). Volver a confiar en alguien es para todos ellos el mayor escollo a sortear.

En un mar donde aflora la fortaleza de carácter. Así, Julie parece en principio incapaz de quitarse a un moscón de encima. Parece, porque en seguida nos demuestra que sí es muy capaz, y no solo de eso, sino de (re)conducir su vida. Al cabo de muchas calles, Julie va a confirmar, si es que no lo sabía ya, cómo a veces resulta más difícil recoger velas que izarlas. Pero también que, hasta un viaje en paquebote, sampán, junco o rickshaw, puede resultar fascinador. Sobre todo, si está salpicado por un diálogo chispeante. Todo depende de la compañía.

Estos tres personajes convergen en Vincent Halloran (Brad Dexter), dueño de un casino y de casi todo Macao. De hecho, Vincent es un remedo del referido Pepe le Moko. No puede traspasar un límite geográfico fijado en tres millas sin peligro de ser extraditado. Incluso presenta algunos rasgos del Rick de Casablanca (Íd., Michael Curtiz, 1942), pero en su acepción menos benevolente. Su apostura no deja de recordar que sus intereses son soterradamente mezquinos.

Juntos entrarán en contacto con esta nueva Babel, autorizada más que legislada por el teniente José Sebastián (el excelente Thomas Gómez), o la crupier y acompañante Margie (Gloria Grahame), persona de confianza para Vincent, aunque este calificativo siempre venga grande. Margie también puede ejercer de sugestiva carcelera, por la gracia de los dados.

Independientes y seguros de sí mismos, pero nunca de los otros, estos personajes solo se muestran vacilantes y movedizos cuando el amor anda de por medio. Gran y anhelada incomodidad. Por su parte, el dinero es un bien tan escaso como volátil. No presenta más importancia que la de conocer el nombre de la próxima estación. A veces, ni eso.


Junto al hecho de que los actores están geniales en sus cometidos y desparpajos, hay que señalar que, en Una aventurera en Macao, se sabe sacar provecho de los contados pero primorosamente dispuestos decorados de Albert d’Agostino. Habitaciones de hotel con mimbres, helechos y gustosas veladuras. La realización es fina y dinámica, sin apenas mover la cámara. La progresión narrativa, modélica. Por ejemplo, intuimos el peligro que acecha a Nick antes de que se materialice, al esclarecerse la identidad de otro de los personajes (de cara al espectador). Cuando estos se van conociendo entre sí, es cuando los chascarrillos e ingeniosidades van cediendo terreno a ese algo más indefinido que llamamos atracción y luego amor, auspiciados por la súbita expresión hablas en serio, ¿verdad? No en vano, para los protagonistas, los pasados pesan como una losa en el presente. Sin embargo, aún les queda el futuro.

Una aventurera en Macao es, en suma, el romance, bellamente tamizado por un guión y una cámara, de dos personalidades fuertes, decididas y supervivientes. Puede que no se encuentre entre las obras más vanagloriadas de Joseph von Sternberg, pero sin duda es definidora de su bagaje. Y a mí me encanta.

Nuestra tercera película para este artículo es Tambores de África (Drums of Africa, MGM, 1963), en la línea de otras modestas y algo estrafalarias crónicas aventureras como Tanganica (Tanganyka, André de Toth, 1954), Jivaro (Íd., Edward Ludwig, 1954), Harry Black y el tigre (Harry Black and the Tiger, Hugo Fregonese, 1958) o El aventurero de Kenia (Mister Moses, Ronald Neame, 1965). Dirigida por el apenas conocido James B. Clarke, principalmente editor de películas tan señeras como Qué verde era mi valle (How Green Was My Valley, John Ford, 1941) o Tú y yo (An Affair to Remember, Leo McCarey, 1957). No tiene el poso de La reina de África (The African Queen, John Huston, 1951), el morbo de Mogambo (Íd., John Ford, 1953) o la indumentaria de Hatari (Íd., Howard Hawks, 1962), porque su radio de acción es otro, el del Autocine. En cambio, sí posee la solidez del desparpajo y el tomarse en serio la profesionalidad del esparcimiento.

En efecto, también el territorio africano ha servido como escenario de lujosos pasatiempos exóticos y aguerridos melodramas pasionales. Espacio más abierto y aireado que los previos, Tambores de África nos pone a cambio en contacto con la estrechez de miras, no solo telescópicas, de algunos de los protagonistas. Antes de consignarlos, anotar como curiosidad que la actriz principal, Mariette Hartley (1940), linda y luminosa, es bien conocida entre los trekkies como yo, debido a su participación en el capítulo cardinal Todos nuestros ayeres (All Our Yesterdays, Marvin Chomsky, 1969), de la serie original.

Pues bien, estamos en 1897, en África ecuatorial del este, si bien las posturas y los peinados son de los años sesenta. Tanto da. Nos adentramos en la espesura de una etapa en la que el negocio de los ferrocarriles, el internet de aquel tiempo, unía o distanciaba a las gentes con igual desenvoltura. Un encuentro inicial con hipopótamos sirve de marco a la presentación del ingeniero de caminos pedregosos y caballos de hierro, David Moore (el televisivo Lloyd Bochner), y el sobrino del adinerado financiero sir Gerald (que no aparece), Brian Ferrers (Frankie Avalon). Brian es algo patoso y ha estado a punto de fenecer de las formas más peregrinas desde que pisó suelo salvaje. Verbigracia, cuando se pone a hacer monerías a una mona en la que es su primera expedición por tierra.

A estos se une, muy a su pesar, Jack Courtemayn (el sensacional característico Torin Thatcher), considerado como el mejor guía del África oriental. Pero Courtemayn, Court para los amigos, está en contra del progreso sistemático y de la presencia en general del “hombre blanco” sobre el “continente negro”. Salvo contadas excepciones, como la de la joven misionera Ruth Knight (Mariette Hartley).


Esta diferencia de criterio será el punto de fricción entre los protagonistas. Y está bien considerado. El progreso mecánico, industrial y cultural, frente a la posible pérdida de los valores y tradiciones más ancestrales (se supone que bellos). El punto intermedio estriba, como es razonable suponer, en la necesaria capacidad de elección del indígena, a la hora de ser capaz de tomar sus propias decisiones, una vez entiende las distintas posibilidades que el nuevo mundo le ofrece; o por el contrario mantenerlo en la “pureza” del adanismo agreste. Progreso que puede ayudar a un pueblo a salir de la Edad de Piedra, como le recuerda el líder y guía Kasongo (Hari Rhodes) a Court. Le aprecio a usted y quiero a África, pero deseamos la posibilidad de poder avanzar.

Court mantiene unas relaciones amistosas con los nativos. Con Kasongo por bandera. Trato diferente al de otros guías blancos, oportunistas y trapaceros, como Antonio Viledo (Michael Pate), que ni fija ni da esplendor. Si bien esta relación benéfica -y estancada, hasta ahora- no queda exenta de una actitud paternalista, de egoísta señorío, pues para Court el nativo es básicamente un ser pobre, sin educar y supersticioso. El reto consiste en vencer en buena lid el primitivismo del buen salvaje sin por ello renunciar a las esencias y herencia africanas.

Luego están los cazadores furtivos y los esclavistas. A diferencia de los recién llegados, estos se mimetizan con la selva. Buena definición por parte de Ruth, de la que pronto vamos a saber que Court está secretamente enamorado. No obstante, la diferencia de edad, supondrá un impedimento por ambas partes. Oriunda e hija de europeos (bien podría serlo de Katharine Hepburn [1907-2003] y Humphrey Bogart [1899-1957]), será más penoso para Court ceder en este terreno, que apartarse de todas las hectáreas de la sabana africana. Él es el hombre maduro que, habiendo renunciado a muchos lujos, tampoco se puede permitir el de expresar abiertamente sus sentimientos hacia alguien más joven, porque piensa que es algo que no le corresponde, o porque la veteranía y experiencia no son un grado en esta tesitura.

A esta intimidad dolorosa le corresponde la quietud y sosiego que proporciona la noche africana. Tiempo para un romance alternativo, además de una canción a la luz de los candiles. De igual modo que a la muerte amorosa le sigue la corporal, que no tarda en materializarse. Hay dos: la de un elefante que embiste por herida de bala, y la de otro elefante que se deja morir porque sabe que está herido tras su lucha con el entorno.


Mientras cada uno se aclimata a su destino, el grupo se dirige a un lugar denominado Ambutu, donde más que llegar, lo importante es avanzar. Y donde en lontananza prevalece el lenguaje de los tambores, cuyo contrapunto son los cánticos guturales de las amarguras y alegrías del ser humano.

De entre las muchas películas filmadas o ambientadas en suelo africano, se me ha ocurrido rescatar esta, porque pese a que aún es merecedora de una cuidada edición o restauración, destaca por su entretenida sencillez. Y porque, la verdad, me encanta Frankie Avalon (1940).

La fotografía fue de Paul Voguel (1899-1975), el maquillaje del sempiterno profesional William Tuttle (1912-2007), la música del inspirado y reivindicable -buen intérprete y compositor de jazz- Johnny Mandel (1925-2020), y los mimbres dialógicos de Robin Estridge (1920-2002), según la historia proporcionada por él mismo y Arthur Hoerl (1891-1968). La canción que canta Avalon, y a la que antes nos referíamos, es la hermosa balada The River Blue, de Mandel, y está recogida en la banda sonora editada por FSM (Vol. 12, nº. 4, 2009). La dirección resulta correcta, con las transparencias e insertos fotográficos de rigor, y algunas bonitas estampas y decorados, de consabidos cambios de contraste lumínicos, perpetrados en el estudio (Metro-Goldwyn-Mayer), pero que dan aliento florido al conjunto.

Escrito por Javier Comino Aguilera


0 comentarios :

Publicar un comentario

¡Hola! Si te gusta el tema del que estamos hablando en esta entrada, ¡no dudes en comentar! Estamos abiertos a que compartas tu opinión con nosotros :)

Recuerda ser respetuoso y no realizar spam. Lee nuestras políticas para más información.

Lo más visto esta semana

Aviso Legal

Licencia Creative Commons

Baúl de Castillo por Baúl del Castillo se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported.

Nuestros contenidos son, a excepción de las citas, propiedad de los autores que colaboran en este blog. De esta forma, tanto los textos como el diseño alterado de la plantilla original y las secciones originales creadas por nuestros colaboradores son también propiedad de esta entidad bajo una licencia Creative Commons BY-NC-ND, salvo que en el artículo en cuestión se mencione lo contrario. Así pues, cualquiera de nuestros textos puede ser reproducido en otros medios siempre y cuando cuente con nuestra autorización y se cite a la fuente original (este blog) así como al autor correspondiente, y que su uso no sea comercial.

Dispuesta nuestra licencia de esta forma, recordamos que cualquier vulneración de estas reglas supondrá una infracción en nuestra propiedad intelectual y nos facultará para poder realizar acciones legales.

Por otra parte, nuestras imágenes son, en su mayoría, extraídas de Google y otras plataformas de distribución de imágenes. Entendemos que algunas de ellas puedan estar sujetas a derechos de autor, por lo que rogamos que se pongan en contacto con nosotros en caso de que fuera necesario retirarla. De la misma forma, siempre que sea posible encontrar el nombre del autor original de la imagen, será mencionado como nota a pie de fotografía. En otros casos, se señalará que las fotos pertenecen a nuestro equipo y su uso queda acogido a la licencia anteriormente mencionada.

Safe Creative #1210020061717