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31 mayo, 2017

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Museo Nacional de Arte de Cataluña (MNAC), fotografía de MB
El calor ha aparecido con fuerza en el primaveral mayo, pero no nos ha impedido seguir escribiendo ni que vosotros nos sigáis leyendo. Con unas visitas en torno a las 21000 mensuales, este mes también ha sumado catorce nuevas entradas. Seguimos en la línea de los últimos meses y sumamos seguidores en Blogger, uno más hasta los 173, y en Twitter, donde hemos llegado a los 621 con cuatro más respecto a abril. En nuestra página de Facebook nos mantenemos en los 175.

Hemos tenido un mes repartido entre literatura y cine de nuevo, con algunos ejes comunes. Así, hemos centrado algunas entradas en el tema de la parapsicología, tanto en la sección Otros mundos con el libro La parapsicología en profundidad como en El autocine, donde hemos podido conocer varias películas españolas sobre el tema, tanto de Sebastián D'Arbó como de Eugenio Martín.

Eugenio Martín
A su vez, hemos iniciado un ciclo sobre Spiderman de cara al próximo estreno de Marvel, con reseñas de las dos primeras entregas de la trilogía de Sam Raimi: Spider-Man y Spider-Man 2. También hemos continuado nuestra travesía por la trilogía literaria de Joe Abercrombie, Mar Quebrado, deteniéndonos en su segunda novela, Medio mundo. No han faltado tampoco los clásicos literarios, con una muestra de poesía, con Gibrán Jalil Gibrán y Espronceda con El estudiante de Salamanca, y otra de teatro, en este caso cervantino: Numancia.

En junio finalizaremos algunos de estos ciclos además de continuar con más cine y más literatura. Ya conocéis este rincón del ciberespacio donde compartir impresiones e ideas sobre la cultura, ¡esperamos vuestros comentarios!

Un saludo del administrador,
Luis J. del Castillo

PD: Este mes os hemos hablado de la serie Lou Grant, de la que os dejamos su primer capítulo en versión original. 


"El que escucha música siente que su soledad, de repente, se puebla."
                  -Robert Browning


¡A ponerse series! (XXVIII): Lou Grant

29 mayo, 2017

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El periódico del que es redactor jefe Lou Grant (Edward Asner) no está al servicio de ninguna cleptocracia política, ni es el altavoz de una prediseñada propaganda partidista, ni está quebrado, ni comulga con determinados jueces y fiscales, ni ha puesto la mano en el fuego por político alguno, para tener que pasar luego por la unidad de quemados. Es un diario que ayuda a hacer opinión, pero sin tergiversarla con ánimo de hacerla coincidir con el ideario de algún grupo mediático.

En La Tribuna de Los Ángeles pueden presumir de ser independientes. Hasta el punto de llegar a rechazar un prestigioso galardón, de esos que procuran una notable promoción, al constatar que este no se financia con fondos y patrocinadores enteramente respetables (en el episodio Fuegos artificiales).

Como habrán podido adivinar, estamos nuevamente en el ámbito de la ficción pura y simple, pero lo hacemos de la mano de una de las más memorables e inteligentes series de los años setenta y ochenta, que no solo de actualidades debiera vivir el televidente o el youtuber.


Lou Grant (CBS, 1977-1982) nos muestra los avatares de un grupo de periodistas, con sus más y sus menos inevitables, tratándose de seres humanos. Su causa política es el respeto a la libertad del periodista y el lector, aunque, naturalmente, haya momentos en los que esta predisposición corra peligro. En La Tribuna se procura no confundir opinión con información, aunque cuente con opiniones muy respetables. Cada uno de sus integrantes posee su propia forma de pensar y conducirse, pero está al servicio de esta idea vertebradora.

Ciertamente, está en la condición humana el querer mandar sobre los demás (sientas en un sillón a un sujeto predispuesto y ya se cree lo que haga falta). Pero quienes piensan que puede existir democracia sin respeto a la ley, o a la libertad individual -algo a lo que algunos nos quieren acostumbrar, en favor de no sé qué rancia ideología-, se encontrará de frente con las coetáneas y, me temo, cada vez más escasas, Tribunas de Los Ángeles.

Creada por Allan Burns (1935), James L. Brooks (1940) y Gene Reynolds (1923), Lou Grant se abre con una reconocible entradilla musical de Patrick Williams (1939), que caracteriza unos títulos de crédito que, en las temporadas iniciales, daba comienzo con la imagen de un pájaro en la libertad del bosque, y concluía con la de otro pájaro, esta vez enjaulado, bajo el que se colocaba, en una bandeja, el producto extraído de uno de los árboles de ese bosque: la hoja de un periódico.


Lou es buen amigo del editor y director Charlie Hume (Mason Adams), a quien conoce desde hace tiempo y al que debe su nuevo puesto como redactor jefe de la sección de actualidad; pero también entablará buenas relaciones con su adjunto en la redacción, Arthur Donovan (Jack Bannon) y con los reporteros Joe Rossi (Robert Walden) y Billie Newman (Linda Kelsey). La dueña y editora principal (publisher) del periódico es la viuda Sra. Pynchon (Nancy Marchand), en cuya mesa de despacho tiene un lugar reservado su perrito Barney, que observa circunspecto, con algún que otro ladrido de aprobación o desaprobación, lo que por allí acontece.

En el capítulo piloto, Lou, que aunque se ha formado en el mundo de la prensa ha pasado los diez últimos años trabajando en una cadena de televisión, mostrará sus cualidades innatas. Así, al destaparse un nuevo escándalo en el que están relacionados algunos policías (algo de lo que el público ya está cansado: cambien el asunto por el de una más genérica corrupción), se ve en la necesidad de apartar a un veterano periodista que ha ocultado información (Peter Hobbs), enseñando de paso a Rossi a no cebarse en una noticia que la conviene ideológicamente, o a la mismísima señora Pynchon -buena fajadora- que una cosa es publicar una historia y otra lo que le conviene al periódico.

Sorteando el riesgo que conlleva siempre la imagen, constructora de afectos pero no necesariamente de conocimiento, Lou conoce la importancia de un buen texto y de una buena fotografía. Sabe que, con ambos elementos, texto e imagen, algunos pueden manipular a la “opinión pública”, descontextualizando el dolor o convirtiendo la piedad en un espectáculo. En el referido capítulo piloto (Cophouse), Lou va tomando contacto con el entorno de un Los Ángeles al que acaba de llegar, desde la ventanilla del autobús y a través del periódico. Una de las primeras cosas que va a cambiar será el trato y las (des)ocupaciones de parte del personal. Es, en palabras de su amigo Charlie Hume, un líder nato, además de un profesional independiente.


No es, por lo tanto, nada gratuito el que cada día dediquen estos periodistas parte de su tiempo a decidir qué noticas van en portada y cuáles no, así como el carácter, dimensiones y ubicación de los artículos. Lo que a veces conlleva la responsabilidad de convertir una información de aspecto banal en una noticia importante, comprometiendo la fiabilidad de las fuentes de información (Engaño), o el mostrar cómo ha de hacerse un buen reportaje de investigación (Nazi). Algo que, a su vez, a veces “invita” a ponerle rostro, además de nombre, a los personajes de una noticia, o por otra parte, desvela la soledad del propio reportero, en una vida en la que es difícil mantener una pareja, pues su dedicación casi plena no invita al compromiso (El barrio).

Pero el tiempo y las circunstancias mandan, y como recuerda Lou, nuestra misión es publicar la noticia, no podemos sopesar cada artículo. Lo cual no va en detrimento de la honesta elaboración de dicho artículo, con toda la información disponible y sin ceder al sensacionalismo (Reconocimiento médico). Al fin y al cabo, realidad e inmediatez no son la misma cosa; o como expresa la señora Pynchon, deseo verdad, no velocidad (La primicia).

Una verdad que, a veces, sucede que la tenemos delante de nuestras narices, sin percatarnos de ello (Rehenes). O, por el contrario, se muestra diáfana. Como especifica Joe Rossi en cierta ocasión, vamos a luchar contra la clase de persona más difícil de vencer: un loco con poder; en un capítulo, El Juez, donde más escalofriante aún es constatar cómo el jurado popular y un alguacil se dejan llevar, entre chascarrillos, por la corriente de la impunidad. Y este es solo el último eslabón de una cadena forjada por inspectores, abogados y otros funcionarios del estado… Un entramado del que, para medrar -que no es lo mismo que prosperar-, hay que formar parte sí o sí. De hecho, al que no se le puede comprar, se le amenaza.


El trabajo en equipo llevado a cabo en La Tribuna no perjudica la personalidad de cada uno de sus integrantes. Cuando surge un problema, por ejemplo, en un avión en el que viaja la hija de Charlie, destaca la buena comunicación entre los compañeros (Avión de pasajeros), siempre capaces de eludir el equívoco corporativista. La propia dueña del periódico, para poder mantener su independencia personal y laboral, asegura sufrir las presiones de los políticos, los sindicatos, las iglesias, las escuelas, los italoamericanos, la comunidad polaca o la mexicana; a lo que se sumarán las coacciones familiares por parte de dos sobrinos desaprensivos (Cophouse).

Esta relación laboral entre colegas también pone al descubierto, como ya he señalado, la íntima soledad de muchos de estos profesionales “a tiempo completo” (Héroe). Un “mal menor” entre el marasmo de situaciones que irán planteándose en la redacción del periódico a lo largo de una serie que, sin duda, cuenta con un amplio conocimiento de causa. Asuntos como lo arriesgado de publicar informaciones no contrastadas debidamente, sacando conclusiones aventuradas (La primicia).

Todo ello, sin obviar el necesario sentido del humor. Como el choteo que provoca la lista de palabras obscenas permitidas o a evitar, según sentencia judicial (El ingreso de Rossi), o las apuestas por los temblores de tierra (junto con las cucarachas que lo predicen) en La réplica y El apagón. Sin excluir algún que otro guiño cinéfilo, como el de El bazar de las sorpresas (The Shop Around the Corner, Ernest Lubitsch, 1940), en el episodio El gallinero, u otro tipo de amenazas, como el cortejo a Margaret Pynchon, en pos de una absorción que denota el peligro de pasar a depender de un monopolio, o un duopolio; situación en la que se pone de manifiesto que quien más poder tiene no es el que atesora más votos (más acciones), sino el que ha sabido convertirlos en cruciales (Apropiación).


Esto nos lleva a una de las características más destacadas de la serie, como es su huida de los tópicos narrativos y argumentales. Lo que la convierte en una obra plenamente vigente. Así ocurre, por ejemplo, con la visión del totalitarismo en Nazi. O con los malos tratos, con todo lo que nos resulta tristemente familiar, y sin falsos ternurismos, en La inauguración. Desde el insulso reportaje que esconde una “bomba informativa”, a la verificación de que las apariencias engañan: los desheredados de la fortuna que resultan ser unos inconscientes primero, y unos aprovechados después (ambos ejemplos en el capítulo Navidad).

Algo que sucede, igualmente, cuando se tiene al enemigo en casa, en forma de todo aquello que va en contra de los principios éticos del periodismo y de la independencia del lector (en el excelente Deportes), cuando un hijo abraza la causa de una secta (La secta), o respecto a las razones por las que el quiosquero Earl (Robert Earl Jones) no quiere dejar el apartamento en el que ha pasado buena parte de su vida y que va a ser demolido (Renovación).

En otras ocasiones, se ha de mantener la independencia respecto a las llamadas agencias de seguridad del estado (CIA, en este caso), cuando se comenta que casi todos los periódicos no la tienen (Espías). Esta agencia presiona a La Tribuna para que deje de investigar un asunto relacionado, aparentemente, con las drogas… aparte de que cunde el rumor de que existe un infiltrado de la organización en el periódico. En la esclarecedora charla con un colega, Lou asegura que la CIA emplea sus contactos para enfocar las noticias a su conveniencia. Aunque los acusados por posesión de narcóticos son finalmente exculpados, no por ello deja de ser cierta la manipulación de esta agencia gubernamental. Una presión federal y estatal que se deja sentir nuevamente, como los temblores de la Falla de san Andrés, en Veneno, capítulo donde se testimonia la mala gestión de una central nuclear (no la conveniencia o no de esta fuente de energía), así como el sometimiento de algunos políticos y el miedo de los trabajadores a perder sus puestos de trabajo. Lo mejor del episodio es el alivio de Joe Rossi al poder contar, finalmente, con las pruebas que se enfrentan con todo ello, y permiten a los muertos descansar en paz.


Especialmente interesante -me parece a mí- es Fantasmas, que transcurre en el misterioso escenario de un accidente con resultado de muerte -un posible asesinato-. Un lugar en el que se dice que suceden cosas extrañas.

La escéptica Billie se hace cargo de la investigación para acabar descubriendo, entre otras cosas, que los profesionales que investigan los hechos paranormales no lo son menos que los que se ocupan de los delictivos. Como ejemplos, advertirá que la médium del grupo de científicos no cobra por sus participaciones, y que lo que el ojo no puede captar puede ser impresionado por la cámara fotográfica. En última instancia, averiguará, junto a su colega fotógrafo Dennis Price, apodado Animal (Daryl Anderson), que el que haya habido un crimen muy terrenal no anula la posibilidad de lo extraño (como se ratifica al final del capítulo), por mucho que esta haya sido empleada como coartada.

Además, como Billie ya sabía de antemano, los entes extraños no se caracterizan por martirizar aparatosamente al personal, haciéndole daño de una forma directa. En el episodio, se pone el mismo rigor a ambas investigaciones, la criminal y la psíquica, cosa que lo honra. De este modo, el vidrioso asunto de la casa Shepard y el caso Kraft deriva en las fuerzas psíquicas desatadas y reconducidas por una testigo del crimen. Al fin y al cabo, no será la primera vez que uno de los personajes principales se topa con lo insólito. Como refiere la señora Pynchon, después de su recuperación de una hemiplejia, no puedo negar lo que me sucedió a las puertas de la muerte (en el mismo capítulo).


Por descontado que la serie nos permitirá ir conociendo bastante más acerca de cada uno de los personajes, como la simpática pretenciosidad, además de valía profesional, de Joe Rossi, la impulsiva sagacidad de Billie Newman, o la campechanía y sinceridad de Lou Grant, de igual modo, emotivo y sensible. Por fortuna, se trata de personajes y no de roles políticamente correctos. Un detalle excelente, en este sentido, lo hallamos en los momentos en que Lou se incomoda cada vez que una aduladora colega le regala el oído (El escándalo).

Y porque hay cosas que no cambian en la profesión, destaca, así mismo, la importancia del teléfono, como hilo conductor vital entre el reportero y la redacción del periódico (pese a existir la telefonía móvil en forma de motorolas y otras unidades, es significativa la necesidad de acaparar los aparatos de toda la vida).

Por todo ello, Lou Grant seguirá estando de plena actualidad, aunque solo sea para quitarnos de encima esa sensación, cada vez más atenazadora, de que existen periodistas que escamotean más que hablan, o que solo están para lustrarle las botas al poder (o a quiénes aspiran a este, que lo mismo da).

Escrito por Javier C. Aguilera

Próximamente: Por trece razones








Spider-Man 2, de Sam Raimi

27 mayo, 2017

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En la mayoría de historias de superhéroes, si no en todas, se da algún punto de inflexión sobre lo que supone ser ese superhéroe y sobre lo que, a la vez, se sacrifica por serlo. Una reflexión que suele darse de forma estrecha con los orígenes, sobre todo por suponer el primer impacto de cambio, o con algún hecho traumático para el personaje. En Spider-Man 2 (2004), Sam Raimi, con el guion de Alvin Sargent tras valorar distintas propuestas anteriores, propone seguir un camino ya iniciado en Spider-Man (2002): el conflicto que supone para la vida de Peter Parker ser Spiderman.

Han pasado dos años desde que el superhéroe arácnido se dio a conocer derrotando al Duende Verde. Ahora, Peter Parker (Tobey Maguire) mantiene un difícil equilibrio entre sus dos identidades, pero distintas decepciones producidas en su vida cotidiana provocarán que decida abandonar la máscara. Sin embargo, un nuevo peligro encarnado por el Doctor Octopus (Alfred Molina) sitúa a sus seres queridos como objetivos y le obligarán a hacer frente a la amenaza para salvar la ciudad de una destrucción inminente.

Así, si en la primera entrega, Peter Parker debía afrontar su nueva identidad y convertirse en el héroe para sanar tanto sus propias heridas como las de la ciudad, en esta segunda entrega debe afrontar los problemas que supone tener una doble identidad, viendo cómo ambas se entorpecen mutuamente. No en vano, la anterior película marcaba varias ideas sobre esta cuestión: el peligro que suponía para sus allegados, como su tía May (Rosemary Harris) o Mary Jane (Kirsten Dunst), las consecuencias nefastas de sus aventuras, como las muertes de su tío Ben o de Norman Osborn (Willem Dafoe), padre de su mejor amigo, o el hecho de tener que rechazar al amor de su vida.


Todos estos eventos vuelven a estar presentes en esta secuela, dado que son primordiales para la evolución de todos los personajes. Pero, precisamente, el problema es dual, dado que no es Parker quien falla a sus amigos, sino él mismo al ser Spiderman: Harry Osborn (James Franco) le considera un asesino y Mary Jane cada vez perdona menos sus ausencias. El punto culmen en esta película será la confesión a tía May sobre su culpabilidad por la muerte del tío Ben. En este sentido, Raimi logra que todas las subtramas y heridas abiertas tras la primera película y las mostradas en esta segunda se cierren o continúen hacia un futuro incierto, como en el caso del hijo de Norman, en Spider-Man 3 (2007).

Así pues, a lo largo de la obra, nuestro protagonista deberá afrontar estos problemas y hacerles frente, en ocasiones de la forma más inesperada, otras siendo él quien de manera valiente desvele sus auténticos sentimientos. Todo el impacto emocional le provocará una inexplicable ausencia de poderes, momento en el que se desaprovecha la oportunidad de mostrar la parte más inventiva del personaje con, por ejemplo, la creación de sus telarañas artificiales. No obstante, deberá retomar las riendas de su vida y, a cambio, obtendrá las razones por las que debe seguir siendo el héroe que todos esperan, algo representado por esa agradecida escena del tren, donde los ciudadanos ven a la persona frágil (si es solo un chiquillo, podría ser mi hijo...) que les ha salvado la vida. Lamentablemente, no podemos dejar de notar una falta de evolución en su personalidad respecto a la primera entrega.


Esta dualidad también la encontramos en el Doctor Octopus. Este personaje no es un villano en sí mismo, sino que sufre una transformación a partir de un hecho traumático acompañado de cierto mecanismo neuronal que le nubla la conciencia. Descrito así, nos recuerda al mismo cambio que se produce con Duende Verde en la anterior entrega y lo cierto es que ambos personajes tienen un mismo desarrollo y final. Lamentablemente, este personaje está menos trabajado que el interpretado por Dafoe, se echa en falta cierta expresión de su tormento personal por lo acaecido y aunque nos entrega algunos momentos de acción junto a Spiderman, no acaba de sentirse como una auténtica amenaza. Por así decirlo, el centro de interés de esta entrega será siempre el superhéroe y su debate interno, por lo que quizás no se le presta suficiente atención el antagonista.

Y dentro del apartado del espectáculo, debemos recordar las secuencias del tren, que hemos nombrado antes, el atraco al banco o la explosión del invento de Otto Octavio. Junto a estas secuencias, debemos volver a mencionar la herencia del cine B que se ejemplifica en la violenta escena de los brazos electrónicos actuando y asesinando con vida propia. El tramo final resulta algo confuso a nivel visual y también hay momentos de cierta ridiculez que quizás auguraban el mayor de los defectos de la secuela. El esquema argumental reitera lo que ya ofrecía la anterior entrega, variando tan solo los datos concretos. Ahí tenemos de nuevo las dudas de Peter, el rescate que revaloriza a Spider-Man para la opinión pública, el secuestro de su tía, a Mary Jane en peligro y un villano que, en realidad, es víctima de sí mismo.


Sin embargo, logra ofrecer sensación de evolución, algo lenta, pero de cambio y reafirmación en las ideas finales de la anterior entrega, es decir, la aceptación de su identidad. Incluso se alcanza cierta redención personal y se asienta una de las tramas a explotar en el futuro, la del propio arco evolutivo de Harry Osborn. Quizás lo que se echa más en falta es una evolución en el aspecto más divertido y sarcástico del superhéroe, más fidedigna a las aventuras gráficas, dado que Raimi sí supo mostrar con las dos primeras entregas una buena versión de la torpeza social de Peter Parker.

Si bien no se trata de una joya del cine y podemos considerarla algo reiterativa, sí estamos ante una película de superhéroes bien construida, que humaniza a su villano y muestra los conflictos internos de su protagonista de forma centrada. Incluso anticipa o muestra a diferentes personajes que se erigen como posibles enemigos futuros de la tercera entrega, en el caso de Lagarto, que al final no sería, o un nuevo Duende.


Clásicos Inolvidables (CXXXI): Numancia, de Miguel de Cervantes

25 mayo, 2017

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Que las obras dramáticas de Miguel de Cervantes (1547-1616) no constituyeran un éxito clamoroso para el público de su época, no les resta valor. Anterior en su ejecutoria y dinámica al advenimiento del Fénix, es decir, a Lope de Vega (1562-1635), Numancia (también conocida como El cerco de Numancia, o incluso por La destrucción de Numancia, como específicamente la tituló Cervantes en un principio; c. 1581), en edición del hispanista francés Robert Marrast (1928-2015) para Cátedra (Letras Hispánicas, 1984-2010), supone un loable intento -y resultado- de dignificar la escena con los recursos, temas y estructuras más clásicos.

Tras dieciséis años de cerco romano, la población que contiene la fortaleza de Numancia está al límite de sus fuerzas y anhelos, toda vez que Escipión Emiliano (185-129 a. C.) ha llegado a la península de Hispania para tomar el mando de las tropas. Interesante es constatar cómo Cervantes da la batalla por perdida, pero la historia por ganada. A tal punto, incluye entre sus dramatis personae a las figuras alegóricas de la Guerra, la Enfermedad, el Hambre y la Fama, destinadas a proclamar el valor y eternidad de aquellos que, en el último acto de la obra, y sabedores de su destino, deciden escribir el postrero capítulo del relato de sus vidas por sí mismos. De este modo, al perecer por propia mano, y no manu militari, niegan a Escipión la posibilidad de una proclamación victoriosa.

Estos elementos alegóricos, pero palpables, a los que se suman España y el río Duero, son figuras morales que personifican la dignidad de los caídos y de la historia, como una responsabilidad que no debe ser olvidada. Por ello, todos los personajes forman parte de una crónica en progreso, pero que ya ha sido sentenciada; que sigue en marcha, pero ya muestra un funesto punto de llegada.

Numancia (1880), de Alejo Vera Estaca
Además, otros elementos llaman la atención en Numancia, como el hecho de que los habitantes de la fortaleza cedan ante la fuerza incontrastable de los hados. Los ingredientes fantásticos no son, por lo tanto, un vistoso añadido más, sino parte de la realidad cotidiana de los protagonistas. Determinan la inevitabilidad de unos acontecimientos que, como señalábamos, parecen fijados de antemano, y pertenecen al ámbito mágico numantino, no siendo una exclusividad romana (sin duda, un acierto de Cervantes).

Estos aspectos telúricos están encarnados por los sacerdotes numantinos, a los que se suma el hechicero Marquino. Parte de la configuración histórica que se desprende de la obra se sustenta por medio de esos componentes mágicos (por lo que, restar interés o suprimir dicho factor narrativo de relatos como El Quijote [1605-1615] es desnaturalizar, en parte, las creaciones del autor, siempre entre lo fantástico y lo fantasioso). Pero no es esta la única faceta a destacar. De hecho, ambas culturas en liza, íberos y romanos, conforman el sustrato hispano. En este sentido, el final de la obra representa, de algún modo, el término de una disgregación.

Representación de Numancia
Esta atmósfera mágica depara momentos espléndidos, como la aparición de un demoñuelo o la charla con un resucitado. Incluso Cervantes no elude la incorporación de algún que otro elemento truculento, siendo especialmente remarcable la conversación entre una madre y su hijo hambriento en la jornada tercera. Por estas razones, el sacrificio de los numantinos no es en vano, pues como digo, ambos pueblos están destinados a fusionarse. Una unión que fructificará pero que, de momento, huye con su sacrificio de toda esclavitud y sometimiento.

Así, en la jornada primera, Escipión arenga a sus tropas e intervienen las figuras alegóricas de España (sic) y el río Duero (junto con otros congéneres). En la jornada segunda, se produce la consulta de los astros y un sacrificio al dios Júpiter. Los vaticinios no son positivos y los numantinos lo saben, pero como contraste netamente humano, el dispuesto Marandro proclama su amor hacia la joven Lira, tal y como le relata a su amigo Leoncio, que finalmente asegurará que, en esta vida, todo son ilusiones, quimeras y fantasías.

En la jornada tercera, Cervantes introduce el lamento de las esposas, en tanto Marandro parte a por provisiones, mientras el resto de los numantinos va arrojando al fuego todas sus pertenencias. Como conclusión a todo este abatimiento, se determina el suicidio colectivo, aunque un último resistente quedará, no para eludirlo, sino para glorificarlo. Este suicidio múltiple responde tanto al valor de los cercados como a la necesidad de escapar de la hambruna.

Ruinas de Numancia
Por último, en la jornada cuarta, la crueldad de la batalla es sustituida o, mejor dicho, transmitida, por medio de una elipsis no menos lacerante, señalada por el paso de la jornada precedente a la presente (aunque se trata de un recurso que el autor tiene muy en cuenta en el resto de los actos). De este modo, conoceremos lo que fue de Marandro y de Leoncio, tal cual le es relatado a Escipión. Y de forma directa, también el desenlace del joven Bariato, último superviviente que yace a los pies de Escipión, quedando erigido en imperecedero símbolo gracias a Cervantes.

De este modo, es Numancia una obra sobre la aceptación de la fatalidad y del destino aciago, además de una historia envuelta en la leyenda, como aliada de la realidad histórica, y no como su enemiga. Más que un pie en lo clásico y otro en la perspectiva moderna, Cervantes mantuvo los dos en ambos enfoques, es decir, en la modernidad de lo clásico, convertida finalmente en tradición.

Escrito por Javier C. Aguilera




Clásicos Inolvidables (CXXX): El estudiante de Salamanca, de José de Espronceda

23 mayo, 2017

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En muchas ocasiones, desde una óptica heredada de la experiencia académica más superflua, se tiene una visión reducida de lo que fue el Romanticismo. Por ejemplo, considerarlo tan solo como un conjunto de obras amorosas o trágicas, sin percibir que detrás de esa elevación de los sentimientos, del lado más irracional del ser humano, se halla también la reflexión de una serie de intelectuales. Pero además, el Romanticismo nos ha dejado textos muy atractivos y que han llegado a calar en la imaginería popular, sin olvidar su influencia en el cine o incluso en nuestra forma actual de entender las relaciones humanas.

En España podemos considerar que el movimiento sufrió cierto retraso y aunque no nos legó una vasta obra narrativa, a diferencia de las grandes y entretenidas novelas escritas tanto en Reino Unido como en Francia, sí dejó una huella innegable en el teatro y, sobre todo, en la poesía. Una poesía que no puede quedar reducida tan solo a las -ya postrománticas- Rimas de Bécquer (1836-1870); al contrario, no debemos olvidar la obra de autoras como Rosalía de Castro (1837-1885) o Carolina Coronado (1823-1911), a las que deseamos tratar en próximas reseñas, o a la del gran poeta que fue José de Espronceda (1808-1842).

Como sucediera con José Zorrilla (1817-1893), la vida de Espronceda fue apasionante. Hijo de un militar, ya de niño bordó la picaresca y a la joven edad de quince años trata de inmiscuirse en política junto a unos amigos, jugando a las conspiraciones y a las sociedades secretas. Poco tiempo después viajará por Europa, llegando a convertirse en un exiliado liberal. 

A su regreso a España tras la amnistía de María Cristina en 1833 se sumergirá en la vida política mientras mantenía un idilio con Teresa Mancha que finalizará cuando ella fallezca en 1839. Apenas tres años después finalizará la vida del poeta a causa de la difteria, dejando inacabado su poema El diablo mundo. No obstante, su trayecto vital no finaliza aquí, dado que gracias a la fama que había adquirido llegará a convertirse en personaje en la pluma de otros autores, incluyendo su presencia en los Episodios Nacionales de Pérez Galdós (1843-1920).

Aunque llegó a escribir prosa y teatro, su obra más destacada es la poética, en la que encontramos varios ejemplos que han trascendido a la cultura popular, como su célebre Canción del pirata (1835), reflejo de rebeldía y búsqueda de libertad, sin olvidar también la forma en que dejaba constancia del fracaso de la sociedad en poemas como El verdugo o El reo de muerte. En esta ocasión, nos acercamos al que ha sido considerado su mejor poema: El estudiante de Salamanca (1840).

La obra tiene un carácter narrativo desplegado en cuatro partes que dividen sus 1704 versos de manera desigual. La historia que Espronceda transmite en el poema es la de don Félix de Montemar, un donjuán que tras deshonrar a la joven Elvira y provocar su muerte, afrontará un castigo procedente del mundo espectral. Su argumento procede del mito del Don Juan creado por Tirso de Molina en El burlador de Sevilla (1630), que tan bien recuperaría Zorrilla posteriormente con su Don Juan Tenorio (1844). Sin embargo, lo más interesante no es su versión de la historia, sino su elaborado trabajo poético.

Así pues, a nivel de contenido encontramos una mezcolanza que reúne diferentes elementos de la tradición literaria que pasan por el prisma del romanticismo gracias a Zorrilla. Así encontramos imágenes semejantes al descenso a los infiernos de Dante (1265-1321) en la Divina comedia, también estrofas que reflejan una danza macabra al estilo de las que encontramos en textos medievales, algunos elementos procedentes del teatro barroco, incluyendo la desdicha de la amada que provoca su fin, como sucede con Ofelia en Hamlet (William Shakespeare, 1601) o el ya mencionado Don Juan.

Danza macabra, grabado de Wolgemut (1434-1519)
Las tres primeras partes resultan similares en tamaño, aunque distantes en contenido y forma. El inicio recrea el ambiente nocturno y espectral que imbuirá toda la obra, mostrándonos el fin de un duelo entre desconocidos y finalmente las descripciones de don Félix de Montemar como un segundo don Juan y Elvira, su última víctima. Sobre ella ahonda la segunda parte, mostrándonos cómo creyó las promesas de Félix y se entregó a él, tras lo cual descubrió su traición y fue incapaz de seguir viviendo. Además de describir a la dama y su congoja, el poeta también cede la voz a la mujer ultrajada mostrándonos un estilo epistolar. No será la única vez que incluya dentro de la obra un estilo diferente, pues en la tercera parte empleará sus dotes teatrales, convirtiéndola de forma completa en una escena dramática en verso.

Esta tercera parte narra un juego de cartas al que llega Félix para participar, llegando a apostar algunos de los objetos que había obtenido de Elvira, incluyendo su retrato. Hacia el final, aparecerá don Diego para retar a muerte al arrogante estudiante con el fin de vengar a su hermana Elvira, momento en el que el personaje muestra su cinismo, llegando a ironizar sobre el suicidio de la joven. De esta forma, mantiene la distancia con el sentimentalismo más propio de un estilo novelesco, algo que también hará con el espiritualismo del final. Gracias a estas tres partes, el poeta no solo consigue presentar a los personajes y la situación concreta que desemboca en la cuarta parte, sino que también realiza una genuina e interesante mezcla entre los géneros literarios. También consigue entremezclar distintos tipos de versos, cuestión que llegará a su culmen en el desarrollo de la última parte.


La cuarta y última parte es la más larga, prácticamente la mitad del poema, y la que proporciona la unión idónea entre narrativa, teatralidad y la lírica más sugestiva. Podemos incluso señalar cómo el poema llega a alcanzar una cadencia musical que junto a algunas de las imágenes descritas han servido a varios críticos para marcar la influencia de la Sinfonía fantástica (1830) de Hector Berlioz (1803-1869). Espronceda elide el desarrollo del duelo para dejarnos directamente con su conclusión, enlazando a la perfección con el inicio del poema, ya que el duelo entre desconocidos era un principio in media res que después nos arroja a un flashback fragmentado hasta que en esta cuarta parte concluye el círculo y nos deja en el presente. A partir de ese momento se nos narrará el viaje de don Félix persiguiendo a una dama velada para tratar de conquistarla. Una travesía que se nota pesaroso, interminable, y que atraviesa parajes desconocidos hasta desembocar en la misma ciudad, pero en el entierro del propio Félix. Estamos ante un tenebroso viaje donde el escenario va cambiando grotescamente hacia el reino de la muerte, donde el protagonista seguirá manteniendo su libertad y su carácter mordaz.

En todo momento, el personaje seguirá a la dama sin que esta le incite o acaso le obligue; incluso ella le avisará de que a cada paso que avanzáis / lo adelantáis a la muerte. No se da ninguna explicación concreta a la curiosidad o al ansia del protagonista, pero en varias ocasiones se le presentará la oportunidad tanto de dejar este viaje como de abandonar su actitud arrogante. No será el caso. Al contrario, don Félix seguirá siendo osado. Por ejemplo, volverá a ironizar sobre la muerte de Elvira ante el espectro de don Diego, y aunque se sorprenderá y llegaré a sentir cierto temor ante su propio entierro, momento que sirve a Espronceda para incluir la duda del doble o doppelgänger, lo asumirá con cierto coraje e irreverencia, queriendo enfrentarse finalmente al Dios o al diablo. Finalmente, de nada le servirá su fútil repulsa, momento del clímax en el que se desvela el rostro de la dama de blanco y se produce la boda prometida.


Todo el camino se puede interpretar como un castigo hacia el carácter negativo de don Félix, como su donjuanismo, su rebeldía o su cinismo. No obstante, como ya advertíamos, el trayecto comenzó debido a su carácter, sin ser una obligación de alguna justicia ajena. Por último, de forma original, con una cadencia propia, Espronceda comienza a reducir la longitud de los versos para simular cómo se disipa la vida del protagonista. Tras lo cual, amanece y regresa la vida. Toda la ciudad despierta y se sella el paso del tiempo: el hombre muere, quizás por haber perseguido sus ansias, quizás por simple curiosidad estudiantil, pero el mundo sigue su curso. 

En su conjunto, El estudiante de Salamanca sintetiza los géneros en boga durante el Romanticismo mostrando el gran dominio literario de Espronceda. Y este hecho se refleja tan solo en las tres primeras partes, mientras que el cuarto desarrolla todo un viaje alegórico que puede interpretarse de variadas formas, aunque sin duda narra hechos inquietantes, que bien podrían encontrarse en una novela de terror o enlazarse con las obras góticas que ya estaban presentes en la literatura inglesa. No en vano se percibe la influencia de Lord Byron (1788-1824). Un viaje a los infiernos metafísicos de un personaje que peregrina en la libertad de su individualidad, admitiendo con ello cualquier consecuencia.

Escrito por Luis J. del Castillo



Spider-Man, de Sam Raimi

21 mayo, 2017

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Cuando pensamos en un superhéroe, es habitual pensar en sus grandes capacidades, en la seguridad con la que se desenvuelve y en cómo sale victorioso de los retos que van surgiendo en su vida. En la mayoría de casos, ha habido diversas historias sobre sus orígenes, mostrándonos sus primeras aventuras, su crecimiento y también sus fallos. En el caso de Spiderman, su historia en los cómics ha sido casi siempre la historia de ese crecimiento. Aunque es cierto que ha llegado a obtener su cénit como superhéroe, en él siempre ha jugado un factor bastante determinante la dualidad entre su vida privada como Peter Parker y el héroe arácnido de Nueva York. No en vano, en sus inicios era tan solo un adolescente que se convertía en un superhéroe por su cuenta y riesgo en una época en la que los adolescentes aparecían en los cómics como ayudantes o aprendices de otros superhéroes, al estilo de Robin con Batman.

Por ello, sin duda resultaba interesante acercarse a Spiderman desde esa perspectiva dual por la que seríamos testigos de cómo un tímido y solitario Peter Parker adquiría sus poderes y se convertía en el célebre amigo y vecino (o amistoso vecino) Spiderman, con mayor carisma y excentricidad, quizás por ser el refugio perfecto a la timidez de su alter ego. 

Y esa fue seguramente una de las ideas principales que recorre la trilogía dirigida por el director Sam Raimi (1959). Un cineasta que por entonces era conocido por sus películas de terror de cine B, entre las que se sitúa su célebre saga de comedia de terror The Evil Dead, iniciada en 1981, así como por haber participado en series de televisión de aventuras en las que trabajó en los noventa, como Hércules: Sus viajes legendarios (1995-1999) o Xena, la princesa guerrera (1995-2001). A colación del tipo de películas que pudieron influir en Spider-Man (2002), cabe rescatar también su película Darkman (1990), que podemos considerar una mezcla entre el argumento usual de una cinta B y una aventura de superhéroes.

Sam Raimi durante el rodaje
La historia nos lleva a la vida del introvertido Peter Parker (Tobey Maguire) está acabando su último año en el instituto. Su forma de ser junto a sus aficiones provocan que se convierte en víctima de la marginación de otros estudiantes, mientras que vive enamorado de su vecina desde que era un niño: Mary Jane Watson (Kirsten Dunst). Durante una excursión, una araña modificada genéticamente le morderá provocando que adquiera superpoderes. Tratando de aprovecharse de ellos, descubrirá que todo acto egoísta conlleva una consecuencia, y a partir de entonces tratará de emplear sus poderes para mantener a salvo a Nueva York como Spiderman. De manera paralela, Norman Osborn (Willem Dafoe), padre de Harry (James Franco), el mejor amigo de Peter, decide someterse a una prueba experimental a uno de sus productos con tal de no perder un contracto millonario con el gobierno. Ignorando las advertencias de sus científicos, provocará que una parte de él se convierta en el temible Duende Verde.

El argumento se desarrolla en tres apartados. El primero nos presenta a los personajes más relevantes y da origen tanto a Spiderman como al Duende Verde. Podríamos considerar que esta primera parte funciona como prólogo, incluso teniendo lugar de forma algo apartada a Nueva York, escenario permanente del resto de la película. Su conclusión supone la justificación de la vida heroica que decide adoptar Peter, mientras que las siguientes suponen la fama que adquiere como superhéroe y su primer encuentro con el villano antes de concluir en un tercer tramo dedicado a su enfrentamiento final, tras lo cual se sitúa un epílogo que cierra la película. 


De esta forma, podemos considerar que estamos ante una historia sobre los inicios de Spiderman unidos al origen de Duende Verde. En las siguientes entregas, también se trabajará el origen de los distintos villanos, mientras que sobre Peter Parker se seguirá tanteando la importancia que supone ser un héroe. El protagonista es una persona torpe e introvertida, considerado la figura un tanto nerd, aunque la película no desarrolla en exceso su cercanía a la ciencia, y que sufre acoso por todo ello. En este tipo de perfil encaja bastante bien la actuación que proporciona Maguire con cierto tono patético, que no resulta tan adecuado para lo pícaro que llega a ser el superhéroe cuando está enfundado en su traje. En esta situación descrita, sin tener ningún trauma o historia especial a sus espaldas, adquiere superpoderes con los que empieza practicando y, finalmente, jugando para conseguir un fin concreto y lúdico. Sin embargo, su irresponsabilidad le llevará a provocar una situación que le marcará profundamente, creándole un sentimiento de culpabilidad, como se reafirmará en Spiderman 2. No será el único efecto negativo que su nueva vida como héroe le provoque, dado que el propio final de la película supone otro hecho por el que aumentar su pesar.

En cuanto a Norman Osborn, estamos ante el usual enfrentamiento entre Jekyll y Mr. Hyde, que también pudimos ver en el personaje de Gollum. Como un empresario sin demasiados escrúpulos, su ambición le lleva a forzar un experimento que saldrá mal y que le arrastrará hacia un ansia de venganza y destrucción. Curiosamente, se trata de un personaje cercano a Peter que se vuelve maligno de forma indeseada y casual, cuestión que seguirá estando presente en toda la trilogía. Aunque la construcción del personaje resulte interesante, dado que la obra le otorga su propio espacio para desarrollarse y le otorga un final interesante, hay ciertos elementos cutres y grotescos, como su vestuario, o algo ridículos, como el histrionismo que llega a alcanzar en determinadas escenas la actuación de Willem Dafoe. Con todo, se convierte en uno de los elementos más reconocibles de esta primera aventura del hombre araña.


Ambos serán los personajes que más atención reciban y que más evolucionen, mientras que el resto resultarán excesivamente planos o arquetípicos. Será el caso de Mary Jane, que tan solo funciona como damisela en apuros, es decir, como justificación para que Spiderman se arriesgue en su empresa. En ese intento de relación romántica entre ambos personajes encontramos falta de química unida a unos diálogos que dejan bastante que desear. Además, aunque se le intenta dar un trasfondo con una familia rota o con un deseo de prosperar como actriz, nunca se pondrá el foco en la película en estos aspectos de forma determinante. Curiosamente, no será la única dama en apuros, dado que debemos sumar aquí a la tía May (Rosemary Harris), que también ejercerá como guía o conciencia en determinados momentos de la trilogía.

Junto a ellas encontramos a Harry Osborn, el hijo que se siente rechazado por su padre y que a pesar de ser amigo de Peter, se convertirá en una especie de rival romántico. Su desarrollo será mejorado a lo largo de la trilogía, hasta otorgarle un sentido más profundo del rol más estereotipado que tiene en esta primera entrega. Por último, debemos mencionar al tío Ben (Cliff Robertson), esencial por su legado moral a Spiderman, sin más, y a J. Johah Jameson (J.K. Simmons), que podemos incluir como el tipo de jefe cruel y despótico, casi paródico por entregarnos varios gags.


En el estilo que Sam Raimi despliega para esta primera entrega de su trilogía podemos percibir la influencia de su trabajo en series televisivas de la segunda mitad de los noventa. Por ejemplo, en el montaje notamos algunas escenas que tienen un evidente carácter televisivo, como el fundido entre varias tomas de la cara del protagonista superpuesta. Lo podemos percibir también en su nivel de acción, que en comparación a otras películas de superhéroes o a sus propias secuelas, es bastante flojo y artificial, incluyendo un prematuro CG y combates excesivamente coreografiados, cuestión usual en las series de aventuras.

Sobre los efectos especiales, encontramos buena una combinación entre los efectos realizados por ordenador y los artesanales, gracias a la preferencia de Raimi por este terreno donde se sentía más cómodo frente a los novedosos medios. No obstante, la parte realizada por ordenador ha envejecido bastante en determinadas secuencias donde no contaba con apoyo real. En otro orden de cosas, la música fue compuesta por Danny Elfman, habitual compositor de las películas de Tim Burton que ya había colaborado con Raimi anteriormente. Entre los composiciones de la cinta encontramos un tema principal que entremezcla la épica con cierto sentir esperanzador, siendo usuales los in crescendos que pueden remitirnos a los movimientos del propio Spiderman. De la misma forma que a los temas relacionados con el Duende Verde le otorga gran presencia a la percusión. No obstante, no resulta innovador y recurre a varios recursos seguros.


Sin duda, la película tiene un carácter bastante cercano al cómic, incluyendo la exageración de ciertos personajes que parecen tanto en actuación como en caracterización caricaturas de personas reales. También se nota la influencia del cine B en el uso de algunas técnicas, incluyendo ángulos poco naturales, o incluso en el argumento, con la presencia de científicos locos que también tendrá su correlato en la inmediata secuela. 

Todo ello lo convierte en una aventura entretenida y simpática, fácil de seguir, quizás típica y algo naif pero disfrutable, que no pretende simular lo que no es, ni aparentar más profundidad de la que tiene. Con el drama justo, el toque romántico de una relación que permanece entre tiras y aflojas y la dualidad de un protagonista bastante bien manejada.

Escrito por Luis J. del Castillo


Para el sábado noche (LX): Solo el cielo lo sabe, de Douglas Sirk

18 mayo, 2017

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La señora Scott (Jane Wyman) es viuda, no pertenece a ningún club social y sus hijos están estudiando fuera. Como tal situación es casi intolerable en la comunidad apacible de la que forma parte, no falta la buena amiga, Sara Warren (Agnes Morread), que trata de aliviar su soledad y consolarla, arreglándole citas con gente disponible. El problema es que a Cary Scott no le apetece compañía alguna, y menos la que le proporcionan los conocidos.

Pero las circunstancias cambian, y la viuda al fin se siente atraída por alguien que le gusta, y no solo en el sentido acostumbrado. No diré de nuevo que existe un problema, pero el caso es que Ronald Kirby (Rock Hudson), no solo es jardinero (en realidad, especializado en arboricultura), sino que es un hombre más joven. A la pareja no le importan en absoluto estos inconvenientes cuando, después de unos breves titubeos, decide establecer una relación duradera, pero, como queda dicho, estamos en una comunidad habitada por gentes que han instaurado un comportamiento estanco y rígido (de puertas para afuera). Las hay rencorosas y chismosas, pero también sensatas, como el médico del pueblo, Ben Hennessy (Hayden Rorke), o, finalmente, la misma Sara Warren.

No por casualidad, Kirby es definido como un tipo independiente y, por lo tanto, blanco del colectivo social. Precisamente por saber lo que quiere, será él quien tome la iniciativa a la hora de emprender y defender esta relación, ante las previsibles dudas “de entreacto” de Cary. Su toma de contacto ha respondido a cierta impulsividad, pero no a la típica, como antes señalaba, sino a la que nace de una necesidad de amistad y desemboca en el amor de dos personas, con todo lo que ello comporta (es decir, más allá del deseo, sin tener que prescindir de él, o superando objeciones como la diferencia de edad).


Tras los títulos de crédito iniciales, la cámara desciende desde un campanario, y en alguna otra ocasión empleará Douglas Sirk (1897-1987) esta perspectiva, materialmente ajena a los personajes, pero movimiento sumamente personal -moral, habría que decir-, que abarca a todos los habitantes del contorno. La amabilidad, la atención, la sinceridad, la intimidad y, finalmente, el amor, parecen pobres recursos cuando se han de enfrentar a las apariencias, los prejuicios y el yugo comunitario.

Entre los metomentodo están los propios hijos de Cary, Ned (William Reynolds) y Kate (Gloria Talbott), cuyo interés, en un principio, es que la madre actúe conforme a su edad y contraiga matrimonio con el único soltero de los alrededores, el educado pero fastidioso Harvey (Conrad Nagel). Ambos vástagos responden al canon del egoísmo adolescente, sobre todo el primero, pues solo a ellos les está permitido el coqueteo que conlleva el paso a la madurez, más evidente en la intelectual Kate que en el ingrato Ned. Los dos tienen derecho a buscar su lugar en el mundo; algo que niegan a la madre.

Pero para Kirby también habrá un recorrido. De hacer vida de soltero en una vivienda-invernadero, que es comparada con una urna, este pasará a la ilusión de una vida compartida, que la guionista Peg Fenwick (-) y el realizador expresan mediante la remodelación de un viejo molino que Kirby pretende convertir en un hogar para ambos. De forma simbólica, el resuelto pero maduro joven señala que una persona impaciente no puede cultivar árboles.


La puesta en escena de Douglas Sirk es siempre dinámica, en consonancia con el ánimo de los protagonistas más relevantes. Por ejemplo, Sara es activa e incisiva, y ataca la hipocresía de quienes resultan ser éticamente peores. De tal modo que, a la maestría del director, auspiciada por la producción de Ross Hunter (1920-1996), se avienen la edición de Frank Gross (1905-1960), el guión antes mencionado, en torno a un relato de Edna (1890-1964) y Harry Lee (-), con algún retruécano dramático hacia el final; la música de Frank Skinner (1897-1968) y, sobre todo, la espléndida fotografía en technicolor de Russell Metty (1906-1978). Este último ejemplifica cómo los árboles señalan el final de las estaciones, pese a lo cual, en la población, el tiempo parece detenido, aunque todo en él se repita cíclicamente, las visitas al club de campo y el trato con las amistades.

Este paso del tiempo y de las conductas anquilosadas, resulta mucho más cruel gracias al montaje, que contrapone las nuevas actitudes a las viejas. El precio de la aceptación es la espera y la resignación. Incluso, el dejarse dirigir por unos hijos que pretenden exigir la ejecución de lo conveniente a los demás. Al menos, hasta que el doctor Hennessy receta a la madre eso de que nunca es demasiado tarde; la mejor medicina cuando la gente le defrauda a uno.

Al hábil empleo de los colores y de los contrastes, entre lo sombrío y lo solar, se suman escenas magníficas, como aquella que culmina con un plano de Cary, viéndose así misma reflejada en la pantalla de un televisor, en lo que es una aterradora premonición o visión del futuro.


Por eso, la referencia a Henry David Thoreau (1817-1862) es de lo más pertinente. La trascendencia e independencia de juicio del escritor (del que pronto tendremos ocasión de hablar en este blog) casa bien con las perspectivas y aspiraciones de Ronald Kirby y sus amigos.

En otro buen apunte del guión, Ronald y Cary conocen de antemano que su relación no va a ser tarea fácil, y ella solicita la ayuda de él en este sentido. Debería ser tan sencillo, dos personas que se quieren, comenta la prevenida madre. Al fin, la fortaleza de su unión les hará enfrentarse a todas las dificultades, aunque Cari Scott se dará cuenta de que no ha pasado gran parte de su vida sacrificándose por los demás para acabar recibiendo semejante trato. En este sentido, la historia desarrollada en Solo el cielo lo sabe (All that Heaven Knows, Universal, 1955) es tanto amorosa como el retrato que muestra el dificultoso logro de Cary Scott en pos de su libertad.

Escrito por Javier C. Aguilera



Clásicos Inolvidables (CXXIX): Gibrán Jalil Gibrán

15 mayo, 2017

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El estar con uno mismo es un lujo cada vez más escaso y valioso. Pero lo que entendemos como paz del espíritu no es algo que tenga que estar reñido con la rutinaria ejecución de las obligaciones diarias, ni haya de proponer la renuncia hacia todo aquello que, de bueno, nos presenta el mundo actual. La amenaza proviene, más bien, del colectivismo más rancio, de las ideologías de la manada, que desembocan en la imposición de determinados tópicos intelectuales y morales que, bajo la dictadura de lo cultural y políticamente correcto, obliga a la aceptación de estos principios -más bien finales- bajo pena de ex comunión académica o social.

No sé hasta qué punto occidente se ha desespiritualizado, y no me refiero a ninguna creencia religiosa en concreto, sino al conocimiento e información que proporcionan la cultura y la historia (en las que se enmarca la deriva de las religiones), pero lo que sí sé es que es tarea de cada persona el tratar de formarse lo mejor posible. Frente a esos menesteres de la vida está el placer de lo “pequeño” y lo cotidiano. Por ejemplo, entre lo mejor de internet se encuentra el acceso a la información libre; entre lo peor, la manipulación de dicha información, o el que muchos ignorantes y aburridos hayan hallado en el medio su lugar en el mundo, por vía de la impunidad.

Junto a ello, el autoconocimiento es algo que se anhela en todas las culturas. No en vano, se cuenta que los discípulos de Brahma instaban a este a preservar el alma de los humanos, ora bajo tierra, ora bajo las aguas. Pero Brahma observaba que, tarde o temprano, estos darían con ellas a través de sus avances tecnológicos, y que, por lo tanto, convenía preservarlas mejor. De este modo, decidió que el lugar idóneo sería el interior de cada uno: allá donde ningún ser humano se atreve a mirar.

Como nos recuerda la contraportada del libro dedicado al poeta árabe Gibrán Jalil Gibrán (1883-1931), editado por Valdemar (Club Diógenes, 2004), la primera obra literaria del autor fue quemada en una plaza pública, siendo él mismo desterrado por el gobierno de su país y excomulgado por su iglesia. Sucedió en los tiempos en que El Líbano fue invadido por los turcos. Dotado para el dibujo y la pintura, las obras en prosa más relevantes del escritor libanés se hayan contenidas en dicho volumen.

Estas son El loco (1918), El profeta (1923), Arena y espuma (1926), y las póstumas El vagabundo (1932) y El jardín del profeta (1933). Todas ellas, en traducción de Mauro Armiño (1944), que recuerda en su prólogo la personal búsqueda de la felicidad de Jalil Gibrán, así como la de un dios individual del que todos formamos parte. Hasta el amor carnal está trascendido por dicho espíritu.

Comenzando por El profeta, diremos que este responde al nombre de Almustafá, pero también al del buscador de infinitos, externos e internos. A través de su conocimiento, personal pero transferible, las personas que se reúnen en el puerto para despedirle, extraerán las últimas gemas de sabiduría de quien aún continua con su búsqueda. Tales como que el matrimonio constituye la memoria silenciosa de Dios o que es necesaria, sin detrimento de una buena educación, la plena libertad de pensamiento de los hijos.

A través de los conceptos visuales que proporcionan algunas imágenes, como las de unos pilares o unas flechas, Almustafá reflexiona acerca de cómo no puede haber libertad en tanto uno se humilla ante un tirano o ante aquello que nos tiraniza. El profeta explica que el yo es un mar infinito, y pone de manifiesto las múltiples facetas del placer o la religión. De tal modo que, el buen maestro no obliga a que entréis en la casa de su sabiduría; os guiará hasta el umbral de vuestro propio espíritu. No en vano, cada uno de vosotros ha de estar solo en su conocimiento de Dios y en su conocimiento de la Tierra, pues Dios está en las cosas buenas que nos rodean, como la naturaleza; lo que sois vosotros habita en las montañas y vaga con el viento.

A su vez, los relatos breves pero intensos de El loco representan la complementariedad de unos opuestos que se dan la mano. Razón que explica que la libertad pueda derivarse, incluso como condición sine qua non, de la soledad (de una soledad no forzada, naturalmente). La sutil ausencia de diferencias entre locura y razón (por parte del que medita) es el irónico núcleo reflexivo del que emergen, entre otras, la alegoría de la guerra, y más aún de la llamada guerra santa, que se agazapa en una ciudad tenida por tal. O entre los mencionados opuestos, el antagonismo que se profesan el “dios del bien” y el “dios del mal”, para los humanos que los increpan o reverencian.


En efecto, para el “loco” la naturaleza humana es bipolar, ambigua, nunca granítica, como evidencian narraciones como la de los dos sabios que detestan el saber del otro (Los dos eruditos), así como Los dos ángeles guardianes o Los dos cazadores. Unas naturalezas humanas desincronizadas entre sí e insatisfechas (Cuerpo y alma, de El vagabundo), pero que aún han de enfrentarse a un mundo de sensaciones, estados y capacidades, contemplados como entidades vivas (tales como la tristeza). Todas ellas aportan una valiosa experiencia, si sabemos apreciarlas, aunque nuestros sentidos nos condicionen y, a veces, no se presten a ello, como nos muestra el relato El ojo. No se trata este último de un símbolo más. Precisamente, para los ojos de El vagabundo, las apariencias son siempre engañosas y los vaivenes de la suerte, un eterno descontento. Los extremismos son reprendidos y la bondad se revela particular y discreta.

De este modo, el ser humano y la naturaleza que lo envuelve vertebran El vagabundo, anécdotas y fábulas de un caminante, relatadas a la familia que lo acoge. Un pensamiento admirable recorre este libro y fulmina todo el colectivismo ideológico: no hay gobernantes, solo existen los gobernados que se gobiernan a sí mismos (El rey). Pese a todo, y prosiguiendo con las dualidades, en El vagabundo la historia es cíclica y nunca escarmentada. Solo queda la contemplación lúcida de una naturaleza fabulosa, en su doble acepción de fabulada y sorprendente (relato El loco).

Una verdad poliédrica que vuelve a aparecer en La tierra de Zaad o en Lady Ruth, cuando esta es inventada. Al igual que sucede con la primordial búsqueda de la divinidad, en Encontrar a Dios (y otros tantos relatos).


Todo un recorrido que desemboca y se condensa en los pensamientos y aforismos de Arena y espuma, nueva dualidad y, al mismo tiempo, complementariedad. Arena y espuma es un compendio de literatura sapiencial, por medio de máximas y recetas morales.

Finalmente, en El jardín del profeta, Almustafá ha regresado a su isla de origen. Allí queda, solo, en el jardín de sus padres, antes de darse nuevamente a los demás. Entre otras cosas, para advertir: compadeceos de la nación fragmentada y troceada, y en la que cada trozo se juzga así mismo una nación. El profeta prosigue su viaje iluminando otros territorios y trayectos. Ojalá que fuerais menos perezosos para encontrar senderos hacia vuestros yos más vastos; (…) os enseño a conocer vuestro yo más amplio, ese yo que contiene a todos los hombres.

Y sin pedantería, pero de forma harto inteligente, frente a quiénes equiparan dedicación y auto conocimiento a indigencia e inmaterialidad, Almustafá les recuerda que… me dicen: Has de elegir entre los placeres de este mundo y la bienaventuranza en el otro. Y yo me digo: He elegido los placeres de este mundo y la bienaventuranza en el otro, porque en mi corazón tengo por cierto que el Supremo Poeta solo escribió un poema de ritmo y rima perfectos.

Escrito por Javier C. Aguilera


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