El autocine (XVII): La invasión de los ladrones de cuerpos, de Donald Siegel

10 septiembre, 2015

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La invasión de los ladrones de cuerpos (Invasion of the body snatchers, Allied Artist, 1955; estrenada un año más tarde) es una de esas películas cuya inteligente trama favorece la eclosión de interpretaciones, tanto de orden político como sociológico, psicológico o hasta exobiológico. Cada cual puede escoger la que mejor le cuadre, aunque me parece que lo más acertado es compendiarlas en un conjunto fantástico.

A su vez, Donald -o Don- Siegel (1912-1991) fue uno de esos realizadores con los suficientes conocimientos del medio como para legar una filmografía harto interesante, por la sencilla razón de que, antes de convertirse en director, y al contrario de lo que suele ser habitual, su formación se inició “desde abajo” en lugar de “desde arriba” (lo que conlleva delegar el resto de funciones y aspectos cinematográficos de una producción). En su caso, Siegel comenzó ejerciendo labores de edición, como le sucedió a Robert Wise, y en otros ámbitos a otros muchos. Este escalonado aprendizaje le permitió conocer todos los mecanismos y entresijos de que se compone una película, y poder pulsar cada resorte de la forma más adecuada, a pesar de la premura del tiempo (en el caso que nos ocupa, un rodaje de veintitrés días) o de no disponer siempre del guión más agradecido.

Además, conviene rendir el merecido homenaje al productor de la película, Walter Wanger (1894-1968), responsable, a su vez, de que La diligencia (Stagecoach, John Ford, 1939) llegara a buen destino; así como al autor de esa citada riqueza narrativa, el interesante guionista Daniel Mainwaring (1902-1977) que, en esta ocasión, se basó en unos relatos del escritor Jack Finney (1911-1995) publicados en la conocida revista Collier’s.

Don Siegel, primero a la derecha
En un mundo sin sentimientos, ni positivos ni negativos, sino indiferente, donde todo es relativo -además del tiempo-, parece sencillo el hecho de procrear para dejar una descendencia, esto es, “replicar” humanos con el fin de perpetuar la especie (pensamos ingenuamente que para perpetuarnos a nosotros mismos). Pero lo realmente engorroso reside en la responsabilidad de saber transmitir aquellos legados no genéticos, es decir, los valores culturales, científicos y éticos por los cuales se distingue una civilización o cultura (aspecto cada vez más relegado a las máquinas o a los centros escolares).

En definitiva, el conflicto continuo del ser humano consiste básicamente en una huida del planeta de la uniformización, mantra con el que es continuamente bombardeado, cuando es consciente de ello, claro está, en una personal lucha por no ser clasificado y embutido en unos patrones (pre)determinados. Y es que ya hemos comentado en otras ocasiones cómo en una estructura de serie “B” podían tener cabida aspectos incluso más comprometidos y sugerentes que en una “A” (no siempre era así, desde luego). Lo que sí parece claro es que la talla profesional de aquellos nada tenía que envidiar a la de estos.


La invasión de los ladrones de cuerpos se articula en base al terror que provoca la posibilidad de un lavado de cerebro en el que el sujeto pierda la capacidad de poder amar u odiar; en suma, de disponer de la suficiente libertad como para tomar decisiones por uno mismo. Cuando esto no es así, el envoltorio humano puede continuar siendo el mismo, por lo que el único modo de distinguir al invadido consiste en hacer aflorar su obsesión por convertir a los demás; por la idea fija y fanática.

Lo corrobora la imagen del buen doctor Miles Bennell (Kevin McCarthy) observando a sus vecinos por la ventana de su clínica “como cualquier sábado por la mañana”; indicación o diagnóstico seguido de un estremecedor e instintivo plano general de la plaza en la que se concentran muchos ciudadanos. Las imágenes de distribución de las imitadoras vainas muestran una maniobra inquietante encaminada a aniquilar la ocasión de poder desarrollar una personalidad distintiva, con voluntad para razonar en cada asunto y ocasión, en lugar de que nos lo den todo razonado.

No resulta baladí el detalle del control de población por vía de los medios de comunicación, como sucede con la intervención del teléfono. La amenaza se incrementa en el sentido de que los invasores, de alguna manera, saben que uno no es de los suyos, siendo una terrible realidad aquel aserto que asegura que el que no está conmigo está contra mí. Una clave que el propio doctor Daniel Kauffmann (espléndido Larry Gates), el psiquiatra del pueblo, desvela, cuando recuerda a Miles que se ha olvidado de algo muy importante: que ahora ya no puede elegir.


Por ello, solo cabe, o bien disimular las emociones -los pensamientos independientes-, o el ostracismo de una interminable huida campo a través. Pero, ¿es el doctor Miles Bennell un perturbado conspiranoico que sufre en su psiquismo o, por el contrario, su experiencia ha sido real, más allá de lo constatado por su mente?

La epidemia que poco a poco se va adueñando del pueblo de Santa Mira, como vórtice hacia otros peldaños más elevados (las grandes ciudades) es un ataque frontal al albedrío en favor de una seguridad presuntamente igualitaria y servil; es la visualización del concepto de “solucionar el mundo” a golpe de sometimiento. El propio Miles comenta que a lo largo de su carrera ha venido observando cómo algunas personas “se endurecían”, aunque se trataba de un proceso menos repentino.

Pero antes de esta dolorosa constatación, a su regreso a la población, el médico había restablecido el contacto con un amor frustrado de su pasado. En este sentido, el personaje de Vecky Driscoll (Dana Wynter) no consiste en la convencional y funcional acompañante, sino que se erige en el de una joven que demuestra, con decisión y arrojo, su (personal) inteligencia. Por ejemplo, será la primera persona en preguntarse qué les sucede a los cuerpos “originales” una vez se ha producido la réplica.


Expresivo es el travelling que los muestra a ambos cruzando la calle principal del pueblo, como angustioso resulta su ascenso por unas empinadas escaleras a las afueras del mismo, cuando tratan de escapar de sus convecinos. Como ejemplo de anormalidad, sobresalen los encuadres cenitales y, sobre todo, la utilización de la luz, o mejor dicho, su ausencia, en un empleo de la oscuridad cercano al cine negro (un tratamiento de la imagen de Ellsworth Fredericks [1904-1993]).

Enrarecida atmósfera que también logra distinguir a los personajes de reparto, como por ejemplo, la desconcertada Vilma (una estupenda Virginia Christine), que ha advertido que ya “no queda sentimiento ni emoción”. Como si el dejar traslucir los afectos costara realmente un gran esfuerzo (aún siendo momentáneo): pese a su sonrisa de circunstancias, al tío Ira (Tom Fadden) lo contemplamos desarrollando una actividad puramente mecánica (cortar el césped). De forma sarcástica, el mencionado psiquiatra reduce los hechos a la consabida “histeria colectiva”.

Otro detalle interesante estriba en que los primeros en darse cuenta de que algo extraño está sucediendo son los niños, siempre más perceptivos, en la figura de Jimmy Grimaldi (Bobby Clark). Así como las huellas dactilares de la réplica hallada en casa de Jack (King Donovan) y Teodora (Carolyn Jones). Igualmente, hemos de mencionar el restaurante al que acuden Miles y Vecky para cenar, y que está prácticamente vacío, lo que proporciona una sensación tanto de romántico aislamiento como de cercana inquietud. En este sentido, también es destacable el momento en que Miles encuentra un compartimento secreto en un sótano, gracias al temblor que le proporciona la llama de una cerilla.


Dejando al margen un epílogo tranquilizador (aunque no del todo), añadido cuando el resto de la película ya había sido ultimada, imprescindible es comentar dos secuencias determinantes y excelentemente filmadas por Siegel. La primera es la del invernadero, lugar en el que los personajes entran en contacto –directo- con el vértigo del vacío.

Y la segunda, la que transcurre en la mina donde Miles y Vecky se han refugiado temporalmente, con un uso bastante elocuente del recurso visual del plano-contraplano, por el que se constata hasta qué punto podemos llegar a depositar buena parte de nuestra humanidad en un beso. Irónicamente, Miles había comentado con anterioridad que “el amor es cosa de especialistas”.

Implacable secuencia a la que se incorpora una melodía que resuena por los campos, como último vestigio de una creatividad que se apaga por momentos, y que tiene su correspondencia en la solitaria tonada que Miles y Vecky comienzan a bailar en el referido restaurante.

Escrito por Javier C. Aguilera


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