Toda guerra tiene víctimas, pero no solo en el campo de batalla. Aún cuando ya hemos visto muchas muestras de rechazo a la guerra y a la violencia, siguen existiendo actos beligerantes en nuestro mundo, hechos a los que no podemos ignorar. No importa realmente el bando o las ideologías, siempre habrá víctimas que ni siquiera entiendan las razones o motivos por el que sus casas son bombardeadas, incendiadas, incluso suenan absurdas cuando ves desaparecer tu mundo, constituido por tus seres queridos, y todo cambia, no de forma natural, sino de una manera brutal e irreversible.
No hay en La tumba de las luciérnagas (1988) una imagen del campo de batalla, de la guerra en sí, sino de las consecuencias en la zona civil dentro de la infancia rota de los denominados niños de la guerra. Y contra la guerra va este canto de animación que demuestra que no solo existe por y para niños, sino que se pueden contar historias profundas y adultas desde este sector.
La advertencia nos la da el protagonista, Seita, desde el principio: él murió en 1945, moribundo y vagabundo en una estación, una vez acabada la guerra. Será su espíritu el que recorra ese último año catastrófico y determinante en su vida en un flashback, evidenciando algunos de los fallos de la cultura japonesa, pero perfectamente trasladable a cualquier otra época o lugar en guerra.
Una historia por la supervivencia donde Seita lo dará todo, incluyendo la moralidad aprendida, por salvar a su hermana Setsuko, aunque el inicio ya presuma la tragedia que vamos a presenciar.
La advertencia nos la da el protagonista, Seita, desde el principio: él murió en 1945, moribundo y vagabundo en una estación, una vez acabada la guerra. Será su espíritu el que recorra ese último año catastrófico y determinante en su vida en un flashback, evidenciando algunos de los fallos de la cultura japonesa, pero perfectamente trasladable a cualquier otra época o lugar en guerra.
Una historia por la supervivencia donde Seita lo dará todo, incluyendo la moralidad aprendida, por salvar a su hermana Setsuko, aunque el inicio ya presuma la tragedia que vamos a presenciar.
El film está basado en la novela homónima de Akiyuki Nosaka, basándose en sus propias vivencias infantiles durante la Segunda Guerra Mundial. El encargado de trasladar esta historia dentro del conocido estudio Ghibli fue Isao Takahata, cofundador del mismo, que anteriormente había realizado series conocidas mundialmente, como Lupin III (1971), Heidi (1974), Marco (1976) o Ana de las Tejas Verdes (1979), además de haber sido productor de algunas de las películas de Hayao Miyazaki, como El castillo en el cielo (1986).
Isao Takahata |
Realismo, crudeza y tristeza serían las tres palabras que mejor reflejarían La tumba de las luciérnagas, que no tiene ningún miramiento en mostrarnos la tragedia a través de sus imágenes, que además pasean por el film sin ningún punto álgido de tragedia, sino enmarcado todo en un ir y venir de unos niños huérfanos y sin tierra, rechazados, que solo buscan la felicidad y permanecer juntos, pese al desprecio de quienes los acogen. La responsabilidad que recae sobre Seita por su hermana Setsuko será el verdadero detonante de evolución del personaje, intentando simular un mundo feliz para ella, pero sin poder evitar que la muerte sea también visible para ella. Resulta curioso que el protagonista también falle o no asuma sus responsabilidades hasta que le es inevitable, y aún entonces por culpa de orgullo no es capaz de redimirse, resultando un retrato verdaderamente humano.
Destacan las imágenes que, a través de la música de Michio Marmiya, nos enfocan la verdad que realmente silencian los personajes reforzando esta idea con unos tonos rojos, bastante violentos, pero solemnes entre el negro. Resulta también muy efectivo la comparación entre la felicidad del fin de la guerra, con imágenes coloristas, música occidental (Home Sweet Home interpretado por Galli-Curci) y el regreso de un tiempo primaveral frente a la alegoría de la pérdida representada por las escenas evocadas de Setsuko en la última vivienda de los hermanos, imágenes preciosistas, potenciadas también con la música, que sirven para acercarnos irremediablemente a las palabras finales de Seita.
Su mundo, su futuro y su vida se hacen cada vez más pequeñas en el film, acabando finalmente en ese símbolo que resulta ser la caja roja de caramelos, muestra de un pasado feliz y de una niñez rota. Incluso cuando ese símbolo es saqueado al inicio, donde desconocemos su importancia, ya se nos da muestra del egoísmo y el desinterés que la guerra promovió en las personas, cuestión que se irá agravando según avancemos en el film y del que dan buena muestra los personajes de la tía de los niños o del médico que les atiende en la recta final del metraje.
No esperen redención o salvación en esta película, podría haber sido diferente, pero no lo es: estaba determina a ser triste y dura, y ya lo muestra desde el inicio. Hay dos versiones con actores con la misma idea, una de ellas un remake de este film de animación, pero sigue siendo completamente recomendable su visionado como una de las grandes películas animadas japonesas de todos los tiempos.
Escrito por Luis J. del Castillo
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