El arqueólogo y profesor en dicha materia Matthew Corbeck (Charlton Heston) se encuentra en Egipto dirigiendo unas excavaciones, con el deseo de hallar la tumba de una fascinante y misteriosa personalidad histórica, intitulada -y tachada de- la Reina sin nombre. Tachada porque su recuerdo trató de borrarse de la historia del antiguo Egipto, como en otras tantas ocasiones (y cuando no se logra, a tergiversar toca).
Matthew ha puesto su interés profesional (más que sus ojos, al menos, en principio) en su colaboradora Jane Turner (Susannah York), que le apoya en la posibilidad real de este descubrimiento. Para cerrar el triángulo, Anne (Jill Townsend) representa a la estereotipada esposa insatisfecha (con el trabajo del marido) y algo tostón. En suma, el matrimonio hace aguas. Pero si cuando una puerta se cierra otra se abre, de forma armónica en el aspecto sentimental, en el laboral sucede otro tanto, aunque desde un punto de vista más desestabilizador. Anne se muestra completamente ajena a los intereses del marido, y tras un accidentado parto, lo abandona a su suerte (aunque no por eso deja de estar ligada a él). Matthew contrae nuevas nupcias con Jane.
El despertar (The Awakening, EMI-Orion-Warner Bros., 1980) toma su coartada argumental (más que su configuración) de la recomendable novela de Bram Stoker (1847-1912) La joya de las siete estrellas (Jewel of Seven Stars, 1903; una buena edición la tuvimos en Siruela, 1997). Pero si en esta la trama transcurre casi en su totalidad en el interior de una vigorosa mansión victoriana, en pleno corazón de Londres, en la adaptación, el escenario se traslada directamente a El Cairo, y a sus solo aparentemente despobladas inmediaciones. Después de Egipto, la película retorna a la -de igual modo- tan solo en parte civilizada urbe londinense. Se trata de un cambio que no estropea las intenciones de la película, por mucho que varíe el contenido estructural del original y se trueque a los protagonistas principales (a ver si acabamos de una vez con esa tontada de que una película ha de ser necesariamente el calco visual de su matriz literaria). Por el contrario, la dirección del inglés Mike Newell (1942) muestra un buen ritmo en la exposición, como confirma la secuencia que acontece en la zona de excavaciones sita en el Valle de los Reyes. La escritura corrió a cargo de unos competentes Allan Scott (Allan Shiach de auténtico nombre; 1939), Chris Bryant (1936-2008) y Clive Exton (1930-2007), y es cierto que bebe de las caudalosas fuentes consanguíneas del reciente cine de terror de los setenta. Otra estrella de esta joya, no del todo refulgente pero sí decorosa, puede ser la correcta fotografía del veterano Jack Cardiff (1914-2009).
Siguiendo la pista de un arqueólogo holandés, Matthew concluye con éxito sus pesquisas y descubre una tumba inviolada al más puro estilo Howard Carter (1874-1939)-Lord Carnarvon (1866-1923). Allí yace la Innombrada, con la particularidad de que esta parece que sí quiere ser encontrada y volver a la vida (o al menos sobrevivir), por medio de la reencarnación (también cabría decir que de la apropiación: o la personalidad de la portadora “despierta” o es reemplazada por la de la vetusta intrusa). Por supuesto, una maldición entra en juego, en forma de antiguo jeroglífico grabado en piedra. Las complicaciones en el embarazo y posterior parto de Anne Corbeck, coinciden con la apertura de la tumba. El montaje en paralelo resulta efectivo, de la misma forma que resulta interesante el contraste entre el proceso de reencarnación y la posibilidad de otra vida inmaterial tras la muerte (ambos escenarios se contemplan y solapan). Yo sé lo que soy, declara Margaret Corbeck (una eficaz Stephanie Zimbalist), tengo un cambio de personalidad.
En efecto, la chica está adquiriendo conciencia de quién es y transformándose (primero psicológicamente). La asociación de la “joya de siete estrellas” con la Osa Mayor, es otro elemento bien traído, siendo la gema una disposición celeste, un destino. Algo que también afecta a Matthew, cuando se cuestiona los límites de la naturaleza. No en vano, los antiguos egipcios anhelaban convertirse en el “sol estrella”, es decir, resucitar en la inmortalidad del firmamento; si bien, en este caso, este hacerse luz desemboca en las tinieblas.
Para más señas, el cumpleaños de Margaret coincide con una rotunda alineación astral que no se repetía desde los tiempos de la reina Kara (el verdadero nombre de la inhumada), y que además completa un círculo. El ritual en el interior del Museo Británico (no en la mansión, como sucede en el libro), proclama tal cúmulo de singularidades.
Margaret, que hasta ahora ha estado viviendo con la madre, siente de pronto la necesidad de presentarse formalmente a su padre en Londres. A tal efecto, se produce el reencuentro, en un momento en el que la joven está accediendo a la mayoría de edad, la misma que tenía Kara cuando fue depuesta y anatemizada. No es difícil rastrear aspectos ya expuestos con anterioridad en películas como La profecía (The Omen, Richard Donner, 1976), aparte de algunas gotas de los incipientes slashers, narraciones con asesinatos cruentos que ayudaron a despedir la década y dar la bienvenida a la siguiente. Poco importa, pese a que, hablando de innombradas, a El despertar Heston ni la nombra en sus sustanciosas memorias (In the Arena, Ediciones B, 1997). Si bien es cierto que un libro de tales características no es irremediablemente un exhaustivo repaso filmográfico; de modo que, sobre otras contribuciones al cine, apenas pasa el actor de puntillas.
Más aspectos llamativos se suman a la trama, como el ensimismado estado de Anne tras el parto, o la escena de Matthew y Jane explorando por primera vez la intrincada tumba. Un momento que posee la necesaria atmósfera, junto a las estimulantes imágenes de los restos arqueológicos que reposan (¿en paz?) en el Museo del Cairo, y que sirven de transición al presente histórico, lugar donde la película adquiere las antedichas tonalidades del género de terror, sobrenatural o psicológico, ya que los personajes también parecen sufrir una fuerte sugestión, merced a lo casual y lo causal de los acontecimientos, como le sucede a Jane.
Al punto de que el arqueólogo anhela obsesivamente el retorno a Egipto. Su visita junto a la hija está bien resuelta, en un primer momento, por medio de imágenes sin diálogos (que con toda probabilidad no iban a aportar nada), con lo que ella se va integrando en el escenario de sus raíces (terrenas y herméticas). El regreso a la tumba de Kara es, en realidad, un redescubrimiento por parte de ambos. Si el destino está, de alguna manera, escrito, el de la joven Margaret / Kara se pone de relieve a partir de este trascendental momento (recordemos que toda referencia escrita y visual sobre su devenir fue afanosamente destruida).
A su vez, la música del estupendo Claude Bolling (1930) es premeditadamente triste, incógnita y con algunos pasadizos aterradores, entre melancólica y levemente épica. Lo que se puede trasladar a la imagen cuasi icónica (Spielberg [1946] se encargaría de eso un año más tarde) de la figura de Charlton Heston (1923-2008) recortada por el sol. Resulta mítica, pero también abocada a un destino fatal.
Escrito por Javier Comino Aguilera
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