Para el sábado noche (CXXXIII): No mires ahora y otros relatos inquietantes, de Daphne du Maurier, y adaptación de Nicolas Roeg

01 noviembre, 2023

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En su día, dediqué un artículo a la autora inglesa Daphne du Maurier (1907-1989). Recalo nuevamente en ella para hacer hincapié en su inquisitiva prosa y, como es mi costumbre en este blog, comentar una de sus adaptaciones que cumple años. En concreto, el volumen al que me voy a referir es No mires ahora y otros relatos, publicado por La Biblioteca de Carfax en 2018, en traducción de Miguel Sanz Jiménez (-).

El primero de los relatos es el que da título a la recopilación, No mires ahora (Don’t Look Now, todos los textos son de 1971). Se alimenta de la tradición de la literatura gótica en un escenario que, a su vez, nos retrotrae a la hermosa costumbre del Grand Tour Europeo (imperdible el volumen dedicado por Taschen), en su vertiente más literaria; en concreto, en su acepción de libros de viajes (Alejandría de Forster [1879-1970], Egipto de Flaubert [1821-1880], los viajes por España de Richard Ford [1796-1858], y un extenso etc.) Costumbre establecida a partir del siglo XVII, por no retrotraernos al XVI y a Andrea Navagero (1483-1529), cuando el viaje era una aventura más romántica, calmada y reflexiva, en lugar de una experiencia tan uniforme, mecánica y aborregada, envuelta en un perpetuo selfie, individual o colectivo.

En la narración de Daphne du Maurier, destaca igualmente cierta tensión entre lo racional y lo emocional. No en vano, ¿en qué ámbito podemos delimitar, si tal concreción existe, el aspecto sobrenatural? ¿A lo meramente sensitivo, al encuadre científico? Lo más sensato parece combinar ambos. En cualquier caso, al anhelo espiritual y necesidad de sentirse confortado, se ha unido siempre el peligroso equilibrio entre lo real y lo irreal, o expresado de otra manera, y desasiéndonos ya de los manejos fraudulentos, entre lo visible y lo no visible.

Como en todo, se trata de una decisión individual, casi nunca grupal, pues la sensibilidad en este apartado tan íntimo es personal y pocas veces transferible (ahí está la proliferación de sectas y grupos mesiánicos de todo pelaje y condición, que brotan como setas con cada periodo cíclico convulso). La búsqueda ha de ser, por esto mismo, lo más objetiva posible, aun partiendo de nuestra subjetividad, como en el caso de los antiguos gnósticos, místicos y eremitas.
 

Hecha esta introducción, vamos con el primero de los relatos. El homónimo. John y Laura se hayan en Italia. El matrimonio disfruta de unos días de relativa calma tras el desgraciado fallecimiento de su hija Christine. Existe otro hijo menor que se haya en un internado, Johnny. El relato de Du Maurier comienza con una escena en un restaurante en Torcello, con la contemplación de dos hermanas gemelas, una de ellas ciega, encuentro visual y después físico que va a polarizar la visita y la relación entre los cónyuges. Esta mirada es recíproca, del matrimonio a las hermanas, de cierta edad, y de las hermanas al matrimonio; además de bifocal, consciente de que la realidad no ha de ser la misma para cada uno de los participantes. No en vano, John y Laura han comenzado la velada inventando un jocoso juego de falsas identidades respecto a las ancianas, viajeras como ellos.

Existe otro aspecto narrativo definidor: conocemos a Laura a través del diálogo y a John por sus propios pensamientos. Pero la voz narrativa es otra, la omnisciente. Si tomamos un mayor contacto con Laura es por lo que de ella piensa su marido, por cómo la ve. Una reciprocidad que queda en el aire, pues desconocemos las reflexiones de la esposa, que entran a formar parte de la idea que se forje cada lector. En lo más profundo, él no conoce completamente a ella, y seguramente al revés. Esto no lo concierta Daphne du Maurier porque sí. Precisamente, John va a ser el personaje que no está en sintonía con los acontecimientos, con el talante sobrenatural que estos adquieren. De regreso a Venecia, en otro restaurante, la hermana ciega advierte a John de que también él posee la facultad de la videncia, como a ella misma le sucede, pero que, como tantas personas con un don oculto, aún no ha desarrollado su potencial (potencial individual, que puede ser puesto al servicio de los demás, pero que nunca se circunscribe a un conjunto, vuelvo a aclarar). Las pobladas calles y los callejones menos transitados de Venecia se convierten así en un sorpresivo y atosigante escenario. Algo que sabrá trasladar a imágenes la película. Una Venecia, donde transcurre el resto de la acción, desangelada no solo por la lluvia, pues esta puede favorecer su encanto, sino por el estado de ánimo de John. Libro y película son la descripción de dicha atmósfera interna, trasladada al exterior. Romántica, en el sentido de ser el talante el que envuelve la contemplación del entorno.

Cuando Johnny, el hijo que permanece en Reino Unido, es diagnosticado de apendicitis, el matrimonio decide regresar. Al no haber más que una plaza libre en el avión más inmediato, es Laura la que parte, dejando a John a la expectativa, de regreso por carretera. El desconcierto de John ante la precipitada marcha de su esposa, y su acción abortada, pues su regreso se frustra al reconocer a Laura en un vaporetto junto a las gemelas, constituyen un intríngulis de precisa pero brumosa definición. Al menos, en el ámbito del realismo, pues aunque realistas son los ropajes, la mirada que los reviste es siempre romántica (me refiero al citado romanticismo). Más tarde, Laura dará sus propias señales de vida en Londres. Esto coincide con la presencia en la ciudad italiana de un asesino en serie, cuya identidad es un misterio añadido. La niña a la que John protege de un presunto agresor, resulta ser otra malformación en la visión e interpretación de la realidad. Una fatal coincidencia entre mil, que solo puede ser ajustada por el destino. Desgraciadamente, el más funesto. Una mala pasada de un mal aprovechado don. La pérdida de la hija ha supuesto para John y para Laura un cambio sustancial en la percepción visual y psíquica de los dos, pero cada uno ha de gestionar su propio destino.
 
Imagen de Venecia
 
La siguiente narración es El manzano (The Apple Tree). En ella, la afanosa y algo cargante Midge y su marido, del que no llegamos a conocer su nombre de pila, se evitan. El matrimonio se ha precipitado en el hastío, sobre todo por parte de él. Tras una neumonía, nuestro narrador queda viudo y jubilado. Pero siendo esto un alivio, encuentra una tormentosa transferencia entre Midge y un retorcido y viejo manzano. Nadie más lo ve así, pero para él la correspondencia es casi diabólica. Incluyendo los frutos que el árbol proporciona. Así, lo que los demás (una empleada de hogar y un jardinero, principalmente) admiran en el frutal, fortaleza, afán de renacimiento y superación, capacidad de agradar desde la senectud… él es incapaz de verlo, por asociarlos en cuerpo y alma con su difunta esposa. Una vez más, la visión interna ofusca y retuerce el paisaje externo. ¿O es que, tal vez, el narrador de estos hechos tiene razón y la correspondencia existe? Hasta el ramaje que se cierne sobre él a modo de reproche parece atestiguarlo. ¿Son los hechos fruto de su percepción? ¿Personificación o transmigración? ¿Proyección o simbiosis?

La capacidad para el detalle de la pasada vida en común de estos dos personajes es la cotidiana pero inquieta baza de Du Maurier, como destellos que regresan a la mente del protagonista. Ir hacia lo que le gustaba con su propio tiempo. De hecho, la autora parece relacionarse mejor con la psicología masculina en todos estos relatos. Su voz narrativa se corresponde con sus interioridades. Salvando un final algo previsible y rebuscado, de naturaleza redentorista, sobresale dicha indefinición, como en todo buen relato que roza lo fantástico, en su vertiente fantasmal más abstracta. Con M. R. James (1862-1936) a la cabeza y Edgar Allan Poe (1809-1849) en las extremidades. Esta deriva no hace olvidar todo el cúmulo de sensaciones compartidas e identificaciones que el lector establece con el personaje. Al contrario, las realza. Me da la impresión de que la autora entiende bien el sano ejercicio de la soledad deseada.
 

En No después de medianoche (Not After Midnight), el narrador, Timothy Grey, es un maestro de escuela. Pero ha abandonado el último trimestre a causa de un virus. Un virus muy particular. ¿Dónde lo habrá cogido? Es soltero, tiene cuarenta y nueve años y enseña a los clásicos (filosofía, arte, historia, literatura). Está en esa fase de la vida en la que se empieza a dilucidar y clarificar eso de las relaciones y afanes personales. El defecto, si es que se puede considerar así, es la aversión a implicarme con la gente. Amigos sí tengo, pero en la distancia. Comentario que demuestra su inteligente independencia.

Timothy, pintor aficionado aunque competente, es otro de los personajes de Du Maurier que se haya de viaje, esta vez, en la isla de Creta, en Grecia. Ha “tomado posesión” de un recoleto bungaló con estupendas vistas al mar, que anteriormente estuvo ocupado por un inquilino del complejo hotelero que murió ahogado, el señor Charles Gordon. Curiosamente, también aficionado a la arqueología. Durante su estancia, Timothy también entra en contacto, a su pesar, con el desagradable matrimonio Stoll. Lo que no aumenta su deseo de entablar relaciones. Lo mejor de aquel lugar era la ausencia de vecinos.

El relato prosigue penetrando en los resquicios de la historia clásica y mitológica con el artificio de un supuesto brebaje infernal del sonriente dios Dioniso, que convertía a sus seguidores en víctimas de la embriaguez, pero sobresale mucho más cuando Timothy se encuentra a solas consigo mismo. Por otro lado, es sugestiva la habilidad de la autora a la hora de entreverar los aspectos más realistas, físicos y hasta psicológicos, con esa otra parte fabulosa y legendaria de la vida, en la que muchos de sus protagonistas se entremezclan con las ficciones ideadas por los propios hombres.

En este sentido, El estanque (The Pool), vuelve a hacer hincapié en los aspectos más alegóricos, esa otra realidad que por lo general no percibimos. Que, con suerte, tan solo intuimos. Pues para la niña protagonista, Deborah, la seguridad de la casa de sus abuelos, se opone al mundo secreto que cobijan el bosque y el estanque. Con la curiosa connotación de que lo que desprende seguridad se convierte en antipático, en tanto que lo arcano, semeja un lugar reconfortante y alternativo.

El último relato contenido en el volumen es Las lentes azules (The Blue Lenses), del que creo recordar que también hablé en el artículo anteriormente citado. La paciente Marda West ha sido sometida a una delicada operación de cirugía, con objeto de recuperar la visión (una vez más, la corriente narrativa de la visión). Solo que la vista que recupera no es la que tenía prevista, por mor de unas lentes transitorias, mientras fortalece sus ojos tras la delicada operación. Con renovada soltura, la autora nos sumerge en el ámbito figurativo de la suplantación, incluso la personificación de seres animales, unos híbridos. La realidad transmutada en elementos de apariencia grotesca, algo que no esperábamos y que desprende una alta dosis de angustia ¿Se trata de una conspiración contra la paciente? No parece tener sentido, salvo que, algo en el proceder de su marido y una de las enfermeras, nos hace atisbar una explicación. Nuestra visión, a la par de la de la protagonista, no es completa. Nunca lo es.

Las citadas lentes proporcionan la particularidad en Marda de ver a cada persona con la fisonomía de un animal. A cada una de ellas se le atribuyen unas características y rasgos animales, no de forma metafórica, como muchas veces hacemos mental y mecánicamente (es un cerdo, menudo cabrito, es una víbora, como las ovejas, etc.), sino con ínfulas de realidad. Los símiles son muy diversos. El que les (nos) corresponde por apariencia, carácter, intención o intuición. El relato también posee una lectura alegórica. Estaba sola en un mundo animal.

A mí, Las lentes azules me parece claramente influida por los libretos de La invasión de los ladrones de cuerpos (Invasion of the Body Snatchers, Don Siegel, 1956) –hay un momento en el que, de forma literal, la gente se vuelve y mira con extrañeza a Marda-, Plan diabólico (Seconds, John Frankenheimer, 1966), o la recientemente comentada en este blog, Están vivos (They Live, John Carpenter, 1988), cuyo relato base fue publicado en 1963.
 

Como antes adelanté, No mires ahora no es tan solo un relato sobre la doble visión que casi todos poseemos. La videncia también se traslada al modo en que percibimos la realidad más inmediata. A ello se ancla John Baxter (Donald Sutherland), incapaz de emprender su personal y demandado viaje al más allá, por encima de lo que percibimos como racional. Con ello no quiero decir, por supuesto, que lo racional deje de tener presencia, sino precisamente, que esta ahoga la amplitud de visión: John no explora las capacidades que le son sugeridas. No es culpa suya, al menos de forma consciente. Su rechazo de esta doble visión, de su aproximación al terreno de lo sobrenatural, se fundamenta en la falta de un guía metódico, interno o externo, que no permite que dé ese salto (al vacío: lo dará igualmente, pero sin conocimiento de causa; dicho de otra manera, sin constatar que la realidad se expande). Nada es lo que parece, asegura John a Laura (Julie Christie) al comienzo de la adaptación escrita por Alan Scott (1939) y Chris Bryant (1936-2008), dirigida por el peculiar director de fotografía británico Nicolas Roeg (1928-2018). Uno de esos cinematographers que pasaron a la dirección, con resultados dispares. Entre los mejores de estos profesionales siguen estando Karl Freund (1890-1969), Jack Cardiff (1914-2009), Freddie Francis (1917-2007), Mario Bava (del que nos ocuparemos prontamente, 1914-1980) o Peter Hyams (1943). Scott y Bryant son, además, los responsables de la entretenida e injustamente menospreciada El despertar (The Awakening, Mike Newell, 1980).

Amenaza en la sombra (Don’t Look Now, British Lion - Paramount Pictures, 1973), que no es un mal título en español, es fiel en lo esencial al relato original, con algunas leves salvedades que especificaré. Visualmente resulta más simbólica y compleja (una muñeca varada en el escalón de uno de los canales venecianos). A veces fría, geométrica o asimétrica, según se mire, contemplativa y distorsionada, preciosista entre visillos e inoportunos zooms, extraña de definir. Unas veces ensimismada (la escena en la cama), otras desconcertante, como si su intencionalidad fuese más captar dicha atmósfera desasosegada y disconforme que explicarla o seguir una argumentación deductiva. Para el espectador. Este dispone de todas las piezas, pero le será relativamente arduo unirlas sin la ayuda previa del relato escrito. A lo que se suma, por suerte de forma esporádica, una puesta en escena de carácter nervioso (aunque pertinente), con la ayuda de la cámara en mano.
 

Pero aun siendo llamativa la visualización que se arremolina en torno a esta amalgama de inquietudes y sensaciones, no es la única zona interesante de la película. Es el guión el que sabe reconstruir de manera pulcra el ambiente descrito en el cuento. Ambas vertientes no siempre parecen encontrase, como le sucede a John con su propio destino, pero no dejan de intentarlo.

Al inicio contemplamos al matrimonio en su casa de Inglaterra. John repasa una serie de diapositivas de vidrieras. Es él, y no Laura (Julie Christie), quien intuye que algo fatídico pasa. Nicolas Roeg, invocado por sus guionistas, ha avanzado una premonición destinada al personaje de John. La tragedia familiar se sucede a continuación, potenciada de forma dramática por el aspecto visual, por supuesto. En este caso, el color rojo del chubasquero de la niña (Sharon Williams). Casi diríamos que un rojo Minnelli. Portador de una intencionalidad muy específica, identificar la figura de cara a las supuestas apariciones de la pequeña en Venecia. La imagen fija el foco entre el verdor neblinoso del paraje inglés, en el interior de un plano que da la impresión de congelarse. Pese al distanciamiento que parecen portar los dos principales protagonistas, el accidente de la niña los afecta profundamente. Acierto es, en este sentido, introducir dicha figura de color en el contexto de las diapositivas que observa John para su trabajo. En concreto, una persona con un impermeable rojo en una antigua iglesia. Imagen, sino premonitoria, sí inquietantemente correlativa.

Otro dato significativo que varía respecto al texto de origen, pero que en nada aturde su significado, es el hecho de que el matrimonio Baxter está establecido en la ciudad de Venecia. No se haya de visita. John es un restaurador que trabaja en la Iglesia de San Nicolo dei Mendicoli. Es decir, ambos están instalados, pero aún no forman parte del paisanaje, son unos apátridas emocionales. Incluso el contacto con las gemelas escocesas Heather (Hilary Mason) y Wendy (Clelia Matania), que cuida de la primera, es igual de proceloso para John que en el relato impreso. Heather es la vidente invidente. Su capacidad física está mermada, no así su capacidad psíquica, altamente desarrollada.
 

Todos parecen haber cumplido un periodo en la vida y asomarse a otros derroteros, sino distintos, complementarios del primero. Incluso el hotel en el que se aloja el matrimonio (Hotel Europa) parece haber cumplido su anual ciclo. Cierra por fin de temporada. Las estaciones climáticas se solapan con las vitales; al fin y al cabo, andamos sometidos a ellas.

En el caso de los Baxter, de estar estancada su relación, esta comienza a fluir. Por un lado, porque Laura se muestra pletórica con la buena nueva, esto es, la posibilidad de una vida ulterior para su hija. Por otro, porque John le deja hacer. Si ella es feliz, también lo es él. Otra cosa será lidiar consigo mismo. El rechazo al que antes me refería tiene más que ver con su desconocimiento y alejamiento del tema sobrenatural, que con su incapacidad para afrontarlo. Al fin y al cabo, como vaticina Heather a Laura, también él posee el don.

En la película, eso sí, se produce una mayor interacción con las hermanas. En una narrativa algo deslavazada, pero sin perder la compostura enigmática, pues lo mostrado se basa más en actitudes y sensaciones que en hechos constatados sobre un suelo firme. Hasta la ciudad de Venecia responde a esta misma apreciación. Asistimos a acciones paralelas que se atraen y se repelen, con estética verité de la época, en a veces confusa amalgama. Pero el espíritu del libro -y de la niña- no decae. No parece haber vuelta atrás, tan solo avance por multitud de entresijos y recovecos (la materialidad física). Y aunque nos dé la impresión de que somos responsables de nuestro avance, la impresión se amplía con la sensación de estar siendo dirigidos (la materialidad emocional). De este modo, la amenaza en la sombra se cierne sobre John o su hijo Johnny, sin que sepamos con exactitud cuál de los dos está en peligro. Lo cual tiene sentido, habida cuenta del desenlace, exactamente igual en el libro que en la película, y en el que el uno no puede representar su destino sin el otro.

El percance del pequeño Johnny se respeta. Pero el progenitor no está excluido, en modo alguno.
 

Filmando en la inigualable ciudad italiana, el realizador Nicolas Roeg requirió a un compositor veneciano para su película. E hizo bien, pues este resultó ser Pino Donaggio (1941). Su música acentúa aún más una Venecia descompuesta entre andamios, fascinante y desportillada. Precisamente, la brumosa amenaza comienza a materializarse con la descomposición de uno de dichos andamios. Nuestras vidas dependen de hechos casuales, con frecuencia, al albur de los mecanismos que nosotros mismos fabricamos. Somos más frágiles e impredecibles de lo que nos gusta admitir.

Novedad de la adaptación es la congruente incorporación del empleador de John, el obispo Barbarrigo (Massimo Serato). Así mismo, capaz de presentir un peligro. Esto lo hace Nicolas Roeg con exquisito minimalismo, a base de alguna mirada o gesto del personaje. Más tarde, el apercibimiento de que algo va a suceder lo visita en la soledad de su espartano dormitorio.

Dentro de esta aflicción sustantiva, recojo empero un matiz de enojo. El inserto de las ancianas partiéndose de risa no sé a qué viene, salvo que se trate de una apreciación denigratoria por parte de John, que piensa que todo esto no es más que un fraude organizado para impresionar a su esposa. En cualquier caso, tal y como está dispuesto en la película, genera una confusión innecesaria: las facultades para la videncia de Heather son expuestas, para bien de la armonía narrativa de la película, como una realidad. Explicada o no. Y por muy inasible que se pretenda dicha armonía. Jugando con esta ambigüedad, que me resulta más ilusoria que real –en los mimbres del libro no cabe tal-, puede dar la sensación de que el afán de las hermanas es fraudulento, cuando no es el caso. A ello se opone la propia imagen de Heather entrando en trance violento. Esto hace que la vertiente narrativa del asesino en serie parezca un macguffin, un pretexto para el resto de derivadas. O su sustento. ¿Seguirá el asesino haciendo de las suyas? Lo cierto es que Amenaza en la sombra se hace fuerte hurgando en los callejones de la mente y de la urbe.
 

Entre la ficha técnica de la película observo el detalle curioso de la participación del futuro realizador australiano, efímero pero grato, Graeme Clifford (1942), como responsable de la complicada edición. La fotografía, supervisada, me figuro, por Nicolas Roeg, fue ofrecida al excelente Anthony B. Richmond (1942), antes de que el desorientado Kenneth Brannagh (1960) desamortizara las intrigas venecianas con el nefasto pináculo de su sobrehormonada trilogía de Hercules Poirot.
 


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