El autocine (CXIII): El hombre con rayos X en los ojos, de Roger Corman, y Están vivos, de John Carpenter

14 agosto, 2023

| | |

Se suele repetir que la realidad depende del color del cristal con que se mira, en sabias palabras concretadas por Ramón Campoamor (1917-1901). Aunque se supone que para ver bien todos necesitamos una visión decente, que no siempre enfoca con la necesaria pulcritud. Si no, que me expliquen cómo es posible que medio país haya decidido suicidarse de forma voluntaria, justificando las acciones de unos gobernantes con el nivel más patético de la historia de una democracia, que para colmo pretende demolerse. Andanzas sostenidas por una desinformación rampante que, a la vista está, demasiada gente padece, pese a hallarnos en plena “era de la información”. No debería ser una cuestión de ideología, sino de rigurosa y responsable objetividad. Que la manipulación de la realidad es cada vez más posible, y que el “público” la acoge con mayor alegría e inconsciencia, es lo único que parece estar claro. 


El doctor James Xavier (el estupendo Ray Milland) también tiene su forma de ver las cosas. Es cierto que estas se van a ir modificando, pero como le sucedía al protagonista de El increíble hombre menguante (The Incredible Shrinking Man, Jack Arnold, 1957), del que nuestro doctor es un claro heredero, James irá tomando posesión de la sustantividad en detrimento de quienes le rodean -que no alcanzan ese nivel-, e incluso de su propia entidad corpórea y aspecto físico, su organismo.

El plano de un ojo anticipa los títulos de crédito psicodélicos, estigma gustoso de la época, en El hombre con rayos X en los ojos (X, Alta Vista & American International Pictures, 1963), escrita por Robert Dillon (1932), posterior firmante de Cuando el río crece (The River, Mark Rydell, 1984), y Ray Russell (1924-1999), a su vez, autor de cierto renombre responsable de la notable Íncubo (Incubus, John Hough, 1981). Como ya hemos adelantado, la película fue producida para AIP, por los emprendedores James H. Nicholson (1916-1972), Samuel Z. Arkoff (1918-2001), y el mismo realizador, el gran Roger Corman (1926).

De este plano del ojo, como inquietante símbolo físico y alegórico, pasamos a los de Ray Milland (1907-1986), en su papel de James Xavier. Está siendo reconocido por un colega, el doctor Samuel Sam Brant (Harold J. Stone). En esta primera escena de la película se pone sobre el tapete que para James el movimiento se demuestra andando, lo que traducido a su ámbito quiere decir que está dispuesto a experimentar en primera persona. Advierte que el ser humano tan solo es capaz de captar un diez por ciento de la onda espectral. Somos prácticamente ciegos. A lo que Sam le advierte que solo Dios lo ve todo. Aquí se introduce la llamada de atención habitual al peligro que supone, para sí y para todo el mundo, que el científico se crea lo que no es, y actúe por encima de sus atribuciones morales (las técnicas están permitidas, siempre que se supediten a las otras). Al espectador también se le recuerda, en palabras de James, que vemos con el cerebro. La intención, incluso el destino, de este arrojado descubridor, también se expone de forma diáfana. Quiero dar mayor sensibilidad al ojo humano.


A este proceso, en su fase inicial (y final), asiste la doctora Diana Fairfax (Diana van der Vlis), un personaje decidido e independiente, compañera competente que representa a la fundación que pretende financiar los trabajos de experimentación de James. El desarrollo de unas hormonas-enzimas alteradas en su estructura molecular, y extractadas en un suero tópico aplicado a los ojos, en el que podemos considerar uno de los retos más sugestivos de toda la medicina cinematográfica.

Dicho y hecho. Ante el protagonista se van desvelando nuevos mundos que están es este, evidenciados, con todas las limitaciones, pero con todo el interés floreciente, por la fotografía difuminada del sólido Floyd Crosby (1899-1985), y la expresionista música del versátil Les Baxter (1922-1996).

La narración es, como de costumbre, rápida, lo que no quiere decir que acelerada; sincrética, que no descuidada. En lo que ha de ver la labor de edición de Anthony Carras (1920-2007). ¿Cuándo empezamos?, le pregunta Diana a James acerca de las primeras pruebas. Ahora, contesta el médico.

Así, el catorce de agosto (tal día como hoy, en que se publica este artículo), da comienzo el arriesgado experimento, en principio, con la supervisión de Diana y Sam. Un cualitativo salto al vacío del que James va a ir apartando, progresivamente, todas las redes que lo aferran al mundo conocido. El peligro existe, pero el deseo de adentrase en lo ignoto, sabiéndose un pionero, es más poderoso. No obstante, ¿y si se altera la vista de una forma irreversible?

En estas estamos, cuando la fundación, en palabras del señor Sayer Browhead (el característico Morris Ankrum), rechaza proseguir con una ayuda que resulta fundamental para, sino el éxito, sí la continuación de los experimentos. Los riesgos se concentran en un progresivo daño del cerebro. Primero psicológico, derivado en la obsesión con llegar a desvelar lo que nos está velado, por medio de nuestros limitadores sentidos.


Vi esta película por primera vez en televisión. Se emitió en 1983, pocos días antes de mi décimo cumpleaños, en el espacio juvenil Pista libre de TVE (1982-1985), que por aquel entonces contaba con un cine-club para chavales. Se me quedó grabado el final, y otros tantos fragmentos de la película. Luego descubrí la poderosa voz de la que Ray Milland hacía alarde. ¡Quién no ganaba con el doblaje de José Guardiola (1921-1988)!

Inolvidable es la escena de la fiesta de los amigos de Diana a la que acude James. Las situaciones cotidianas de la vida ya se han convertido para él en una extensión de sus experimentos. De este modo, las consecuencias de la nueva visión, que diría David Cronenberg (1943), se bifurcan. Como advierte James, el efecto es acumulativo. Y crea adicción. Algo así como un suero de la verdad. Yo solo miro, y digo lo que veo. Pero es que, además, modifica sensiblemente el aspecto de los globos oculares. El efecto óptico es demoledor. El protagonista comienza a no reconocer lo que ve. Le sucede con Diana, cuando ambos personajes se reencuentran tras una serie de vicisitudes. James se ve incapaz de reconocerla, salvo por la voz. Pese a todo, continúa con la necesaria sangre fría como para seguir dictando por audio un diario: la actitud científica hasta sus últimas y más dramáticas consecuencias.

Y si aquella presunta ofensa a Dios se acaba por concretar, la Biblia será la responsable de proporcionar el doloroso remedio. Una especie de regreso al “seno materno” en forma de cita, como muchas veces sucede con el libro sagrado (Xavier recala en una comunidad protestante), interpretada al pie de la letra.

Hay que anotar la participación de Dick Miller (1928-2019) y Jonathan Haze (1929), actores que ayudaron a definir el cine de Roger Corman, en una feria. Escenario afín al fantástico, desde La parada de los monstruos (Freaks, Tod Browning, 1932), pasando por El carnaval de las almas (Carnival of Souls, Herk Harvey, 1962), hasta la muy eficaz La casa de los horrores (The Funhouse, Tobe Hooper, 1981). Un espacio que alberga entre sus lonas lo mejor y lo peor del ser humano (la diversión y la explotación, en los casos más extremados).


Cierto es que estamos en un proceso mundial de cambios. Parece que siempre lo estamos, aunque ahora de forma más acusada (y acusadora). Hasta la astrología lo predice, ya que hablamos de “temas raros”. Pero ello no debería servir para que, los de siempre, se queden con todo el pastel, cocinado por nosotros con esmero, las más de las veces, justo es reconocerlo, no sabiendo integrar los ingredientes de lo aprendido.

El caso de Están vivos (They Live, Alive Films & Universal, 1988) es similar al de El hombre con rayos X en los ojos, pese a los años que separan una propuesta de otra. John Carpenter (1948) contó en esta ocasión con actores poco conocidos, dotando de eficacia alternativa y sorpresa subliminal la narrativa. La película fue adaptada por el propio Carpenter según el relato de Ray Nelson (1931-2022), Eight O’Clock in the Morning, de 1963, el mismo año de la pieza de Corman.

El predicador invidente (Raymond St. Jacques) que atenaza la trama, tiene razón. Nos han cegado con la mentira. ¿Por qué les rendimos culto? Nos tienen controlados.

Se refiere a los líderes seudo religiosos y a los políticos (que pueden perfectamente ocupar el lugar de los primeros); a aquellos que viven de un cargo público desde su más tierna adolescencia, sin apenas ostentar otros lugares y estudios donde caerse muertos, y a quienes han convertido los medios de comunicación más visibilizados en unas –muy eficaces, por cierto- correas de transmisión ideológicas, naturalmente subvencionadas desde el aparato del poder. ¡Qué frescos e insensibles se deben sentir desde estas presuntas alturas!

Era la época en la que estaba en boga la publicidad de la tele por cable y las antenas parabólicas, como opuesto a las sempiternas crisis económicas, inflaciones y recesiones que creaban –y siguen creando- un núcleo de pobreza difícil de estabular, aunque en la película este se encuadre en unos metros cuadrados. Entre los nuevos desheredados se cuenta John Nada (el actor y luchador profesional Roddy Piper), trasunto en español de Juan Nadie que, tras algunos infructuosos intentos, acaba encontrando empleo como obrero de la construcción. Allí entabla amistad con su compañero de fatigas -y más que vendrán- Frank (Keith David, visto en La cosa [The Thing, 1982]).

Pero hay algo que distingue a John como protagonista. Pese a la mala situación que está atravesando, este asegura en un determinado momento que yo creo en América y respeto las reglas. Es decir, que sigue teniendo claro el basamento democrático y no se avergüenza de su bandera.


Nada es el clásico héroe solitario. Decidido y con un código ético de valor. Dispuesto a sacrificarse por defender la causa de su libertad, que es la que redunda en la de los demás. Un concepto clásico del cine norteamericano que a muchos se les ha atragantado históricamente, y que, con frecuencia, ha sido malinterpretado por algunos críticos de la vieja escuela, más pendientes de la razón ideológica que de la cinematográfica. John Nada aspira a que su suerte cambie, a ser posible, sin depender del proteccionismo estatal ni la red clientelar. Se debate entre enfrentarse a las circunstancias o crear las suyas propias, en la medida que estas nos son permitidas, en nuestro cada vez más cercado círculo de libertad individual.

La mencionada preminencia de la televisión (en 1988) es solo comparable a la que hoy detentan las llamadas, en un alarde eufemístico, redes sociales (y subrayamos lo de redes). Una interferencia parece cosa habitual (como lo eran entonces los cortes de emisión, que algunos recordamos). Pero esta que muestra la película es distinta. En la pantalla se nos aparece el rostro cuasi crispado de quien desea darse a conocer (John Lawrence), y le es negado tal derecho (el speech’s corner no basta). ¿Estamos a las puertas de otra demonizada teoría de la conspiración? El interferente lucha por visibilizarse, mientras que John Carpenter, haciéndose partícipe de la deuda contraída con el gran género clásico de la ciencia ficción, aspecto que comparte con otros muchos colegas de generación, inserta en el televisor imágenes de la estupenda The Monolith Monsters (íd., John Sherwood, 1957). El mensaje admonitorio ahonda en el terror. Están acabando con nuestra adormecida clase media. Cada día hay más pobres. E igualmente aterrador, ya no tenemos identidad.

De la película se desprenden tres parámetros vitales. Se hace indispensable la necesidad de información (no manipulada); están entre nosotros -a estos dos parámetros responde la imagen (casi) final de los presentadores de un telediario, al descubierto-, y por último, el individuo haciéndose fuerte, conforme va accediendo a los fragmentos de información que se van desvelando, en progresión paralela -y mortal- a la de Ray Milland. También como esperanza del bien común (nada que ver con el egoísmo que tantos atribuyen a la individualidad, en favor del sometimiento colectivo). Mostrar cinematográficamente las fallas para, de alguna manera no invasiva, concienciar, espolear el libre albedrío del espectador sin aniquilarlo. De ahí nace una resistencia en el descampado donde malvive un nutrido grupo de desalojados, en todos los sentidos. De hecho, esta parte de la ciudad tiene su epicentro en una iglesia adyacente, rodeada por grandes edificios (que de alguna manera semejan los monolith monsters).

De nada servirían todas estas buenas intenciones sin la limpieza de la filmación: los planos compositivos y el montaje de John Carpenter son estrictamente clásicos. No hay un movimiento de la cámara que carezca de significado. Pienso en el despliegue policial que siega las casuchas del descampado. Algo más que arrasar el chabolismo, en este caso.


A esta toma de conciencia personal responde Carpenter con la ironía del ataque “indiscriminado” en el banco, donde su tocayo John se encarga de disparar contra los invasores (que son vistos como personas normales y corrientes por los demás), en lugar de contra seres humanos. O el ansia de dinero y poder de tanta gente, vista como un afán extraterrestre, una marcianada, Así mismo, John Carpenter juega muy hábilmente con la idea de los cómplices humanos, afines a los infiltrados. Unos particulares “afrancesados”. Al igual que le sucedía al protagonista de la película anterior, para Nada y Frank el efecto de las gafas que portan es como una droga, te dejan hecho polvo. Ambos anti-héroes clásicos -insisto- entablan relación con Holly Thompson (Meg Foster, y actriz por lo general desaprovechada), ayudante de programas en una cadena de envergadura, el canal 54. Este nuevo acceso al siguiente nivel de visión no está exento de traumatismo, somatizado en la escena fordiana de la pelea, algo alargada, entre Frank y Nada, donde sobrevuelan golpazos a cascoporro. De alguna manera, vagabundos somos, y en vagabundos nos convertiremos (si es que sobrevivimos).

Otra idea visual brillante consiste en que el título de la película, They Live (Ellos viven), se sobreimpresione a modo de un grafiti. Uno más de los que se pueden encontrar por la calle. A esto se añade el adecuado recurso del cambio de fotografía, que pasa del color al blanco y negro a lo largo del metraje, en un efecto pleno de significado; al revés de lo que sucedía en la reciente Oppenheimer (íd., Universal, 2023) de Christopher Nolan (1970). Como curiosidad añadida, en un quisco visitado por Nada, junto a nombres como los de Lawrence Sanders (1920-1998) y Edgar Cayce (1877-1945), distingo en el expositor un ejemplar de El Triángulo de las Bermudas (The Bermuda Triangle, 1974; Pomaire, 1974) de Charles Berlitz (1914-2003). Libro que supuso un hito, en número de ventas y paroxismo mistérico, que por lo visto es consentido por los invasores. Tal vez porque lo han revestido de infantilismo y superchería, y porque emplean dicho misterio para aleccionarnos a través de mensajes ocultos, en otro irónico retruécano.

En una sociedad así, ¿qué será lo siguiente? ¿Cambiarle el nombre a las cosas para que parezcan novedosas y funcionales? ¿Subvencionar –es decir, pagar nosotros- el separatismo y la inversión lingüística? ¿Presentar a condenados por terrorismo en las listas electorales, cayendo en la vergonzosa trampa semántica de llamar lucha armada a lo que es un asesinato? ¿Qué la gente se acostumbre a ver todo esto como algo normal? No se alarmen, tan solo estoy exponiendo ejemplos de pura ciencia ficción.


Pues ahí estaremos, dando la batalla a nivel individual, que es la mayor fuerza con que cuenta la colectividad. Al fin y al cabo, también Campoamor ha sido tergiversado, o cuando menos, ninguneado. Recuerdo que en la Universidad de Filosofía y Letras no solo no era leído, sino que era abiertamente menospreciado. Culpa suya, por no dedicarse a la política más “comprometida” con harto afán, como ha de hacer todo autor de bien. En el panteón de los sacrificados refulgen muchas llamas.

Escrito por Javier Comino Aguilera


0 comentarios :

Publicar un comentario

¡Hola! Si te gusta el tema del que estamos hablando en esta entrada, ¡no dudes en comentar! Estamos abiertos a que compartas tu opinión con nosotros :)

Recuerda ser respetuoso y no realizar spam. Lee nuestras políticas para más información.

Lo más visto esta semana

Aviso Legal

Licencia Creative Commons

Baúl de Castillo por Baúl del Castillo se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported.

Nuestros contenidos son, a excepción de las citas, propiedad de los autores que colaboran en este blog. De esta forma, tanto los textos como el diseño alterado de la plantilla original y las secciones originales creadas por nuestros colaboradores son también propiedad de esta entidad bajo una licencia Creative Commons BY-NC-ND, salvo que en el artículo en cuestión se mencione lo contrario. Así pues, cualquiera de nuestros textos puede ser reproducido en otros medios siempre y cuando cuente con nuestra autorización y se cite a la fuente original (este blog) así como al autor correspondiente, y que su uso no sea comercial.

Dispuesta nuestra licencia de esta forma, recordamos que cualquier vulneración de estas reglas supondrá una infracción en nuestra propiedad intelectual y nos facultará para poder realizar acciones legales.

Por otra parte, nuestras imágenes son, en su mayoría, extraídas de Google y otras plataformas de distribución de imágenes. Entendemos que algunas de ellas puedan estar sujetas a derechos de autor, por lo que rogamos que se pongan en contacto con nosotros en caso de que fuera necesario retirarla. De la misma forma, siempre que sea posible encontrar el nombre del autor original de la imagen, será mencionado como nota a pie de fotografía. En otros casos, se señalará que las fotos pertenecen a nuestro equipo y su uso queda acogido a la licencia anteriormente mencionada.

Safe Creative #1210020061717