Animando desde Oriente (XXVII): El chico y la garza, de Hayao Miyazaki

05 noviembre, 2023

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Nos vemos obligados a aceptar cambios en nuestra vida sobre los que no tenemos control. Aunque nos hemos convencido de que llevamos las riendas del transcurrir de nuestros días, una serie de casualidades ajenas a nuestra decisión pueden derrumbar el frágil castillo de naipes que habíamos levantado. David Fincher nos lo mostró en la sugerente y trágica secuencia en la que el sueño de bailar se quebraba para Daisy en El curioso caso de Benjamin Button (The Curious Case of Benjamin Button, 2008). Sobre afrontar esos cambios se han narrado cientos de historias, en muchas ocasiones centradas en la superación. Pero si hay una etapa de nuestra existencia en la que somos más vulnerables a estos cambios, por no tener aún el control que desearíamos, es la infancia. De niños rotos, llevados por el devenir de los acontecimientos, tratando de seguir adelante después de una grieta insondable, también hemos encontrado relatos dispares: la esperanza rota que nos trasladaba La tumba de las luciérnagas (Hotaru no Haka, Isao Takahata, 1988), la incertidumbre de Los cuatrocientos golpes (Les Quatre Cents CoupsFrançois Truffaut, 1959) o la calidez de El niño y la bestia (Bakemono no KoMamoru Hosoda, 2015).

Sin embargo, si ha habido un ojo narrativo que ha sabido captar los procesos de transformación del ser humano con belleza y acierto, lo encontramos en Hayao Miyazaki (1941-). Ha retratado siempre a través de sus películas el crecimiento de los personajes centrados en una vivencia única y fantástica a partes iguales. La madurez de Chihiro para rescatar a sus padres, la entereza de Ashitaka para sanar la enfermedad que devoraba a la naturaleza en La princesa Mononoke (Mononoke Hime, 1997), la capacidad de Sophie para transmitir sus ganas de vivir a los demás mientras ella misma las recuperaba en El castillo ambulante (Howl's Moving Castle, 1986). Incluso la magia en los recodos de lo cotidiano como refugio de dos niñas que esperan recuperar a su madre en la tierna Mi vecino Totoro (Tonari no Tótoro, 1988), la vida independiente que trata de conseguir Kiki en Nicky, aprendiz de bruja (Majo no takkyubin, 1989) o el descubrimiento de un nuevo mundo y la confianza que adquiere Ponyo en Ponyo en el acantilado (Gake no ue no Ponyo, 2008).

No nos debía extrañar que volviera a relatarnos una historia de superación ante la adversidad en su última -aunque ojalá no fuera así- película, El chico y la garza (Kimitachi wa dô ikiru ka, 2023) -engañoso título en su traducción-. Mahito Maki es un niño de doce años que se unirá a la lista de los pocos protagonistas masculinos de Miyazaki. Nada más comenzar la película, es testigo de un incendio en el que fallece su madre y así su vida cambia drásticamente. Japón se encuentra en guerra, su padre se dedica al comercio de aviones y decide trasladarse al campo, al pueblo en el que ha instalado su nueva fábrica y donde también trata de formar una nueva familia junto a la embarazada Natsuko, la hermana menor de su esposa fallecida. Mahito tratará de ocultar sus auténticas emociones, reprimiendo lo que siente y ofreciendo una fachada seria y taciturna, a pesar de los esfuerzos de su nueva madre por mostrarle afecto. Sin embargo, los misterios que rodean a la casa, especialmente una torre abandonada y tapiada que hay cerca, y la insistente garza real que le persigue, le llevarán a descubrir un mundo secreto.


No estamos ante una película fácil de comprender en un único visionado, porque los detalles que arroja Miyazaki a lo largo de su narrativa apenas son suficientes para entender la envergadura de lo que significa todo lo que estamos viendo. Es más, estamos seguramente ante su obra más silenciosa y parca en explicaciones. Si en El viaje de Chihiro (Sen to Chihiro no kamikakushi, 2001) acompañábamos a su protagonista para comprender cómo funcionaba ese universo paralelo al que había entrado, en esta ocasión se opta por dejar entrever a medias, actuando más mediante la imagen que mediante la palabra. La magia funcionará porque así es la fantasía, no requiere de mayor explicación.

Aún así, debemos señalar que hay dos partes bien diferenciadas en la película, destacando incluso en el tono y el pulso narrativo. La primera abarca el mundo real, arrastrando los problemas cotidianos de Mahito. Da inicio como un prólogo que se sitúa como uno de los inicios más espectaculares de la trayectoria de Miyazaki, dándole un sentido al arte digital que incluye en su mezcla con el arte tradicional, con la deformación dantesca de los personajes, la manera de captar la velocidad y el sufrimiento del protagonista y ofrecernos la angustia y la desazón en trazos difuminados que van in crescendo conforme inunda la pantalla el rojo, ese fuego que luego tendrá una presencia continua en la película. 


Ese prólogo antecede a un desarrollo pausado y bastante silencioso. Mahito se adentra en un terreno desconocido, el pueblo en el que su padre espera prosperar y recuperar lo perdido. Pero el niño, aún manteniendo el respeto y la dignidad esperables en la cultura japonesa, no puede evitar tener accesos de tristeza e ira, en plena superación del duelo por su madre, cuando aún no comprende las decisiones de los adultos ni es capaz de acostumbrarse a esa nueva realidad. Seguramente, la parte más destacable de la película por lo sugerente que es, la manera en que genera tensión mediante sus pausas y los momentos íntimos que se entremezclan con lo onírico. En todo momento Miyazaki juega con si el elemento fantástico ha sido una ensoñación del protagonista o realmente es algo real, cuestión que incluso él duda. Entre las escenas más destacables, el sueño que tiene Mahito al caer rendido en la cama nada más llegar, que finaliza con sus lágrimas en la realidad, la decisión que toma tras visitar por primera vez la escuela, con la sangre como protagonista, el primer vuelo de la garza real, acompañado por tres notas de la banda sonora que se irán reiterando en sus apariciones, o la secuencia en la que la magia empieza a hacerse evidente, tratando de hacerle frente con un bokken, la tradicional catana de madera.

En todas estas escenas, destaca el cuidadoso trabajo artístico, por ejemplo, al realizar el travelling descendente para mostrarnos la envergadura de la vivienda, en un cuadro detallado y hermoso; o, también, el interior de la casa, que ofrece la sensación de un espacio abierto al estilo nipón tradicional, que contrasta con la vivienda europea en la que reside la familia del protagonista, en un marcado contraste que también diferencia a Mahito del resto de niños; después de todo, hay también una diferencia social, la familia del protagonista se encuentra en una posición privilegiada, pudiendo tener productos que otros codician. En este sentido, hay una división clara no solo producida por la pérdida de su madre, sino también por su estatus social, con un padre que tiene una posición de poder, como demuestra en sus intervenciones. Un poder inútil para sanar el auténtico dolor de su hijo. Mencionábamos antes su primer sueño en la casa, una muestra de cómo reprime su tristeza y también la impotencia de no haber podido salvar a su madre. Pero como ya no es un niño pequeño, sabe lo que significa la muerte y por eso tampoco aceptará al principio la llamada de la garza real, a la que tacha de mentirosa: no cree que su madre esté viva.


La pausa y el sosiego con el que se había afrontado esta primera parte chocan frontalmente con el ritmo rápido y a veces atropellado de la segunda. Aunque se habían ido dando detalles antes de llegar a este punto, la fantasía lo inunda todo de manera repentina y abrupta. Una fantasía desbordante, fruto de la imaginación más genuina de Miyazaki, que mezcla referencias y culturas para mostrarnos un universo propio y diferente, que ofrece pocas explicaciones y al que debemos aceptar tal y como aparece, porque no hay más. Luego entenderemos por qué. Y quizás este refugio, este mundo mágico, junto al objetivo claro de volver a casa tras rescatar a su tía, es lo que nos ofrece un renovado Mahito, capaz de hablar de forma más directa y de arrojarse de valor para tratar de comprenderlo todo, asumiendo el peligro. En este mundo creado por Miyazaki destacan las aves. Aparte de la garza real, encontraremos a los pelícanos, un símbolo del autosacrificio en la cultura judeocristiano, aquí convertidos en voraces destructores de almas puras y nonatas, quizás una representación de la guerra que se vive en el mundo real, una guerra que destruye futuros y que siempre ha estado en el fondo de los relatos del japonés, como muestra de su antibelicismo. Baste recordar la descripción que se hace de la guerra en la ya mencionada El castillo ambulante. Y otra de las aves serán los periquitos, esos pájaros tan inofensivos y domésticos que se convierten aquí en un ejército devorador de humanos, una representación de esa masa social que vive arrasando con todo y liderados por un rey que ansía cada vez más poder, aunque eso pueda conllevar el final de todo.

En este terreno, será la garza real quien se convierta en su inesperado aliado. Como mencionaba antes, en esta parte se encuentra un ritmo más atropellado, que no permite fraguar la relación entre los personajes y todo se va desarrollando sin un hilo narrativo claro. También puede llegar a resultar incluso frío. Frente a lo emocional que podían llegar a ser ciertas escenas en la primera parte, aquí Miyazaki toma más distancia, permite a Mahito ser curioso y hasta más infantil en su trato con otros personajes, pero no demasiado emocional. Toda la paciencia desplegada en los silencios de la primera parte es sustituida por escenas cortas, en las que se hacen revelaciones importantes sin que parezcan afectar al protagonista, como la presencia de una chica capaz de controlar el fuego y de la que cabría esperar más. Resulta interesante el juego de las puertas que permiten llevarnos a distintas épocas en el tiempo, pero que es apenas un recurso de fondo. El motivo del viaje del protagonista finaliza en una confusa secuencia sin resolución, para dar paso a otro tema imprevisto que tiene más relación con la intención original de Miyazaki que con el relato en sí mismo.


Por una parte, la intensa conversación que mantienen Natsuko y Mahito en este tramo les permite revelar aquello que ocultaban y liberarse de su dolor, aunque personalmente creo que apenas hay construcción para llegar a este momento, por buena que sea la escena. Igual que sucede con otros elementos del terreno más fantasioso, que llegan a ser comparsas sin demasiado recorrido, lo que impide que alcancen el carisma de otros secundarios de Miyazaki. La excepción podría ser Kiriko, en sus dos vertientes, que ofrece un refugio y un momento de calma en la vorágine de la aventura de Mahito durante el segundo acto. Y el encuentro con otro personaje femenino durante su travesía debería haber sido más emotivo y crucial, pero transcurre con cierta ligereza, a pesar de que la propuesta era interesante y se enmarca dentro del proceso de crecimiento y superación del protagonista de su conflicto interno y su duelo. 

El punto álgido en el que Miyazaki interactúa directamente con un alter ego, el tío abuelo del protagonista, nos lleva a secuencias que parecen extraídas del surrealismo y de ciertos procedimientos iniciáticos muy simbólicos. Me han recordado, por ejemplo, al cortometraje Destino, fruto de la colaboración -inconclusa- entre Walt Disney (1901-1966) y Salvador Dalí (1904-1989). Por cierto, la historia de trasfondo que se ofrece sobre este personaje, se incluye la obsesión por la lectura y cómo desapareció mientras leía un libro, como si hubiera perdido la cabeza, cuestión que me recordó, inevitablemente, a nuestro Quijote. En cierta forma, se siente como un añadido a la aventura de Mahito, que sirve para explicar el contexto y origen de este mundo de fantasía en el que se ha embarcado. Y que convierte la película en un mensaje directo al espectador, un testamento del propio director. Ahora es el joven Mahito quien tiene la potestad de crear un nuevo mundo de fantasía, llenándolo de bondad. La respuesta del protagonista, admitiendo sus propias faltas y arrepentimiento, marca el final del proceso de cambio o madurez en el que se había embarcado. La fantasía ya no le es necesaria, no quiere refugiarse de la realidad, sino afrontarla, aunque el mundo sea injusto y decadente, sobre todo en el contexto de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945).


Las películas de Miyazaki nos han permitido refugiarnos en una fantasía exuberante, pero nunca han olvidado su conexión con el mundo real: el cuidado del medio ambiente y las críticas a la contaminación, el pacifismo contrario a las guerras, la relación positiva del ser humano con la naturaleza han sido ejes temáticos tópicos en su narrativa. Ese es su legado, su mundo de fantasía en el que descubrirnos. Es la voz del director interactuando con quienes quieran seguirlo, siendo consciente de que se acaba, de su siguiente extinción. A nivel narrativo, este paso final no tiene tanta fuerza porque toda la trama se encaminaba hacia la superación de un duelo y la aceptación de una nueva realidad, lo que provoca que se sienta algo forzado y menos intenso a nivel dramático. A pesar de lo cual, trasciende y sirve de cierre a la trayectoria del gran director japonés. Un cierre que Mahito es capaz aún de recordar cuando vuelve a la realidad.

Como suele ser habitual en sus películas, la conclusión es abrupta. Los personajes se despiden y continúan sus vidas habiendo cambiado, pero no seremos testigos de más de lo justamente necesario. Si no se han dado explicaciones previas, tampoco hay espacio para reflexiones finales, que quedan para el espectador.


Pájaros, aviones, guerra, naturaleza, fantasía como medio de escape, un viaje de madurez para que el protagonista cambie. El chico y la garza reúne los elementos esperables de Hayao Miyazaki. Su capacidad para adaptar una obra literaria insuflándole su espíritu e intereses, su gran calidad visual, esa forma de unir narrativa y dibujo con gran acierto y belleza, el buen saber hacer del veterano Joe Hisaishi en la banda sonora o la capacidad de emocionar desde la sobriedad. Contiene secuencias que impregnan la mente del espectador sin lugar a dudas. Pero no puedo dejar de pensar que no alcanza la maestría de otras obras del director. Su ritmo irregular, su parco desarrollo de los personajes secundarios y ese mundo de fantasía que se siente inerte y atropellado lastran un planteamiento maravilloso.

Escrito por Luis J. del Castillo



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