Los cuatrocientos golpes, de François Truffaut

30 julio, 2023

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La infancia y su pérdida en el camino hacia la madurez es uno de los temas predilectos de los relatos que se nos han transmitido. El camino (Miguel Delibes, 1950), Edad prohibida (Torcuato Luca de Tena, 1958), Los peces no cierran los ojos (Erri de Luca, 2010) o Matar a un ruiseñor (Harper Lee, 1960) son algunos de los libros que lo abordan de una forma u otra. También a través del cine se ha consolidado una mirada personal hacia esa etapa de la vida, ligado sobre todo a la forma de plasmarlo del director. Además, suele ser habitual que nazca en nosotros la necesidad de relatar nuestra propia vivencia, aquella que determinó nuestra propia infancia. De forma reciente lo hemos podido comprobar con Belfast (Kenneth Branagh, 2021) y Los Fabelman (Steven Spielberg, 2023). Pero si tenemos que acudir a una de esas piezas clave en esta temática, no podemos más que llegar a Los cuatrocientos golpes (François Truffaut, 1959), una de esas obras que habla de la desestructura y el desencanto, el mismo que encontrábamos en El guardián entre el centeno (J.D. Salinger, 1951).

Es vox populi para los amantes del séptimo arte que a través del personaje de Antoine Doinel, François Truffaut realizó una serie de cinco películas de inspiración autobiográfica. Recorrió con el mismo actor, Jean-Pierre Léaud, distintas etapa de la vida de ese personaje, finalizando casi veinte años después con El amor en fuga (1978), de forma similar al proyecto que dio vida a la película Boyhood (Richard Linklater, 2014). No obstante, la que alcanzó mayor éxito y renombre fue la primera. También es de sobra conocido que Truffaut se adscribió a la Nouvelle vague con esta película, dedicándola incluso a André Bazin, uno de los fundadores de Cahiers du Cinéma, fallecido un año antes del estreno.

Pero no nos llevemos a engaño. Los movimientos artísticos han dado a luz a una ingente cantidad de obras que no han trascendido. El cine de autor al estilo de la Nouvelle vague es una corriente más, pero el propio Truffaut fue depurándose hasta encontrar una trayectoria personal. Las obras, por tanto, hay que analizarlas según el resultado que aporten, y no por su adscripción a uno u otro movimiento.

El valor de Los cuatrocientos golpes reside en la combinación de contenido y forma. Sin contar una historia rebuscada ni una trama excesivamente impactante, consigue ofrecernos un retrato agridulce de la infancia de su protagonista mostrándonos, a su vez, una visión crítica de la familia, la escuela y la sociedad francesa de mediados de siglo. Además, logrando trascender, porque muchos de los problemas retratados persisten en nuestras sociedades, incluso mutados o derivados en otros.


Antoine Doinel es un muchacho con una vida corriente. No destaca en los estudios y la severidad de los maestros suele recaer sobre él, vive como hijo único en un pequeño apartamento con sus padres, durmiendo en la entrada de la casa, en un saco de acampada. Mantiene con ellos una relación de tira y afloja, entre el reproche y la ternura. Truffaut nos hace partícipes de esos momentos de alegría y complicidad que todos hemos compartido con nuestros padres: alguna confidencia entre padre e hijo, un detalle en forma de dinero para que te compres alguna cosa, acudir juntos al cine, llegar tarde a casa montando alboroto o, simplemente, que te dejen dormir en su cama porque estás enfermo. Pero Doinel no deja de percibir distancia, una distancia que marca Truffaut en pantalla: todo se agrieta en su vida conforme descubre que la injusticia existe o que las mentiras no reciben castigo entre los adultos.

Los cuatrocientos golpes del título pueden entenderse de manera doble. Como la expresión coloquial francesa que hace referencia al cúmulo de trastadas que una persona puede realizar, pero también como los golpes que va dándole la vida a nuestro protagonista. De esta forma, Antoine comete algunas travesuras infantiles que van in crescendo, como una bola de nieve de la que ya no puede escapar. Omitiré los detalles más relevantes para el espectador que quiera verla, pero mencionaré ejemplos menores. Si la película abre con una fotografía erótica que los niños se van pasando y que el profesor caza en manos de Doinel, de manera fortuita, luego él será el responsable de escribir en la pared del aula y ser cazado por tal acto. De la misma forma que hace novillos por iniciativa de un compañero de clase, luego es incapaz de volver a casa por miedo a que lo descubran. Es capaz de mentir, pero con miedo y sin astucia, un pobre niño que trata de salir indemne de las consecuencias, pero estas siempre llegan.


Los remordimientos son una constante en el personaje, pero este se ve incapaz de superar la tentación y tampoco encuentra en ninguna figura adulta el sustento moral y el cariño para sentirse vinculado. Todos lo tratan a partir del miedo, la represión, las promesas materiales (y vacías), la distancia o, incluso, la violencia. Este contraste entre la ternura y la represión es el que provoca que, cuando veamos el destino de nuestro joven protagonista, no podamos más que compadecernos de un niño que ha madurado caminando un sendero errático donde ha pesado más el castigo que la auténtica voluntad de educarlo. La tragedia se hace patente en la escena en que Doinel, entre la sombra y la luz, derrama una solitaria lágrima, consciente del lugar al que ha llegado por ese camino.

También en este sentido, una de las escenas más reveladoras es aquella en la que Truffaut encuadra al protagonista narrando su propia vida, desvelando al espectador datos desconocidos que sirven para adoptar otra postura sobre lo visto. En efecto, con ese monólogo Truffaut nos revela cómo los niños son personas conscientes de su entorno, capaces de razonar sobre sus propias emociones y sobre las relaciones que tienen y que les han llevado a un destino u otro.


Los adultos que rodean al protagonista son imperfectos y actúan conforme al sistema establecido en la época. Un sistema que demandaba nuevas perspectivas sobre la situación de los niños catalogados como delincuentes, del fracaso escolar o de la forma de impartir disciplina, pero que ha acabado derivando en la problemática contraria dentro del sistema familiar y educativo. Es decir, hemos huido de un extremo, el retratado por Truffaut, para ir al otro, pero sin haber solucionado nada, pues prosiguen los problemas, salvo porque cada vez cuesta más encontrar el arrepentimiento o la inocencia que nos maravilla hoy de Antoine Doinel.

Al final, todos dejamos atrás a nuestros padres y a la escuela, pero es indudable que la marca que nos deja nuestra relación con ambos es indeleble en el tiempo, tanto para bien como para mal. Truffaut nos regaló un retrato justo y no idealizado de la infancia a través de esta película. Una infancia difícil, de las que dejan huella, invadida de los errores que cometió el niño y, sobre todo, los adultos. Pues el fracaso de Antoine Doinel apunta a otro fracaso mayor. Por eso, Los cuatrocientos golpes sobrevive hoy con la fuerza de su época.

Escrito por Luis J. del Castillo



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