Animando desde Oriente (XVII): Nicky, aprendiz de bruja, de Hayao Miyazaki

06 abril, 2020

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Empezar a vivir es también empezar a distanciarse. En los procesos vitales de una persona, su primer entorno es el familiar, pero de este entorno acabaremos alejándonos para crear nuestra propia senda. A veces, más pronto, a veces, más tarde, pero de forma irremediable. Aunque seguramente en muchas ocasiones habite en nosotros la duda y la inseguridad, el temor por lo desconocido, el miedo a la soledad. Nos hemos acostumbrado a pensar que eso llega con la madurez, cuando estamos preparados, pero serán pocos los que digan que no han experimentado estas sensaciones cuando se han visto solos en un nuevo hogar, cuando todo lo que les rodeaba ha dejado de estar ahí para dar paso a una nueva realidad, a una independencia en la que la guía de tu vida la colocas tú. Esa etapa de transición hacia lo que realmente significa la madurez y, también, la vida.

Nicky (Kiki en el original) apenas tiene trece años y, como toda bruja, debe separarse de su familia para formarse en una ciudad nueva, que tendrá que hacer suya. Está empezando en la adolescencia con la ilusión que otorga aún la infancia, pero tendrá que hacer frente a una serie de cambios que la harán crecer y llegar a ser mejor, pero sin abandonar su identidad ni sus raíces. Sobre ello versa Nicky, aprendiz de bruja (Majo no Takkyūbin, Hayao Miyazaki, 1989), adaptación de una novela infantil homónima escrita por Eiko Kadono (aunque no de toda la saga, que ha continuado con seis volúmenes en total hasta 2009).


Con este planteamiento, nos adentramos en una película que tiene cierto carácter episódico. Podría deberse al hecho de que adapta una novela que forma parte de una saga, aunque es algo que sucede en otras producciones de Ghibli, dado que podemos sentir que sus historias no suelen tener una conclusión definitiva, sino que se quedan abiertas, a veces incluso de forma abrupta. No obstante, este hecho suele ser menos evidente en sus obras más célebres. En esta caso, da la sensación de que nos encontramos ante varios capítulos unidos de una serie sin finalizar, como un largo episodio piloto. Tanto es así que algunas de las cosas que se plantean en sus tramas así como algunas ideas sueltas no llegan a ningún término. Algo que sucede porque suelen centrarse en completar una idea central, la que para ellos fundamenta la obra, importándoles lo demás solo por su implicación con esta piedra angular. Por ejemplo, en realidad no seremos testigos del aprendizaje mágico de Nicky (es más una excusa para motivar la película que un fin) y se recurrirá usualmente a la elipsis para omitir cómo se desarrolla su empresa de transporte de mercancías. Lo realmente importante reside en el crecimiento de la protagonista y en cómo el encuentro con otros personajes la enriquecen.

La película aborda dos tópicos: la historia de formación, por una parte, y el éxodo rural, por otro. Una joven que debe abandonar el campo, el pueblo en el que vive, para adentrarse en una ciudad que tiene otro ritmo de vida. Es una versión mágica e idealista de la inquietud que asolaba, por ejemplo, a Daniel, el protagonista de El camino (Miguel Delibes, 1950), pero a la vez es la historia posterior a esa inquietud. En realidad, no sabemos cómo ha sido la infancia de Nicky o su vida en el campo, ni siquiera hay anhelo por ese pasado, aunque se intuye bien el ambiente feliz en que se ha criado, por las breves apariciones de sus padres y de algunos vecinos. En apenas dos detalles, Miyazaki nos muestra su carácter intrépido, aunque torpe, por ejemplo, con las campanillas colocadas en los árboles donde suele chocarse.


A su vez, en la producción de Ghibli, tiene su obra paralela de Isao Takahata (1935-2018): Recuerdos del ayer (Omohide Poro Poro, 1991). En aquella película, una mujer acude al campo para encontrar su camino y allí encuentra la felicidad. Es habitual en Ghibli este retrato ameno de la naturaleza que tanto nos recuerda a los tópicos grecolatinos de Beatus ille o el desprecio de corte y alabanza de aldea. Hay una apuesta por la vida natural y una crítica al estilo de vida contemporáneo más contaminante y urbanita. Precisamente, el paisaje inicial de Nicky, aprendiz de bruja es bellísimo y remite a un estilo pictórico muy marcado, de tonos suaves. De ahí se traslada a una ciudad invadida de tecnología, de coches, de personas ocupadas que apenas muestran asombro ante la magia de Nicky (salvo excepciones remarcadas) o que tienen una vida frívola (el culmen será la nieta de una clienta de Nicky). Por contra, los trabajos tradicionales se ven reivindicados, como la familia panadera que le da cobijo, con Osono a la cabeza, o la pintora Ursula, que es ejemplo de riesgo y valentía, así como los ancianos, que sí admiran la magia de la protagonista y que encuentran agradable su carácter y forma de ser. En cierta forma, la película apuesta por dignificar el esfuerzo y la amabilidad de la protagonista en contra del carácter más ocioso o frívolo de otros personajes de su edad, que se fijan más en la vestimenta, en los amoríos o en disfrutar sin más. De ahí el choque inevitable entre Tombo y Nicky, estando Tombo a medio camino entre lo que la protagonista representa y la vida social de los jóvenes urbanos.

No obstante, enfrentarse a la manera en que se vive en esta ciudad, el cruce de intereses contrarios con personas de su edad, la sensación de rechazo y otras circunstancias similares son las que provocan que Nicky acabe siendo devorada por las circunstancias, debilitándose y perdiendo el rumbo y parte de su magia. La escena más simbólica y cruel para mostrar esto es su conversación frustrada con su gato negro Jiji. Solo el retorno a cierto ambiente natural le permite recuperarse; en este caso, gracias a una pintora algo extravagante que también busca su camino personal. Es tan evidente la apuesta por esta naturaleza que uno de los máximos exponentes de la tecnología urbana, el dirigible que aparece, acaba siendo motivo de catástrofe. En relación a este dirigible, que nos lleva a considerar que todo se ambienta en el primer tercio del siglo XX, nos muestra otro de los rasgos habituales de la narrativa de Miyazaki: su pasión por la aviación, que aquí aparece representada por esa capacidad de volar que tiene Nicky, y que nos regala secuencias bastante bellas e incluso trepidantes, y por el personaje de Tombo, al que le encanta todo lo relacionado con la aviación, como muestra su entrenamiento para ser piloto, su admiración declarada a Nicky o su ilusión por visitar el zeppelin.


En cuanto a la calidad artística, podemos considerar no solo que su dibujo está muy bien realizado, sino que desprende belleza y minuciosidad. Es rico en detalles y nos permite vislumbrar una ciudad de cierto halo italiano o, en definitiva, europeo, pero también paisajes muy hermosos. No es de extrañar teniendo en cuenta que Hayao Miyazaki colaboró en proyectos como Heidi (Arupusu no Shōjo Haiji, 1974) o Marco (Haha o Tazunete Sanzenri, 1976) de Takahata, o dirigió la versión perruna de Sherlock Holmes (Meitantei Hōmuzu, 1984-1985). Incluso retomaría este ambiente europeo en El castillo ambulante (Howl no Ugoku Shiro, 2004) frente a los paisajes más japoneses de La princesa Mononoke (Mononoke Hime, 1997) o El viaje de Chihiro (Sen to Chihiro no Kamikakushi, 2001). De toda la película, destaca tanto el detallado ambiente urbano como las secuencias de vuelo en la escoba. Por no olvidarnos de la imprescindible música de Joe Hisaishi, tan reconocible como habitualmente y ligado necesariamente a toda la obra del estudio.

En definitiva, Nicky, aprendiz de bruja es un bonito cuento, un cuento que siembra sin intención de recoger, que se contenta con aventuras a pequeña escala pese a desplegar grandes medios y varias posibles tramas a explorar, pero que desprende magia de forma indudable. Con una técnica al nivel propio de este célebre estudio y con la simpatía y ternura que caracteriza a las obras más alegres e infantiles de Miyazaki.


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