Toca pasar otra pagina definitiva en el calendario y despedirse de 2018. Podemos afirmar con seguridad que el blog, que se inició como un proyecto universitario, ha madurado conforme ha pasado el tiempo. Tenemos acumulados una gran cantidad de artículos y pensamos seguir escribiendo sobre cultura en el futuro, aunque hayamos bajado el ritmo por otras responsabilidades. En toda esta travesía hemos alcanzado las 1340000 visitas, sumando en torno a las 170000 visitas en todo este año. En cuanto a nuestros seguidores, nos mantenemos en los 183 en Blogger tras varios altibajos a lo largo de 2018, en Facebook contamos con 176 me gustas y nuestro perfil de Twitter cuenta con 645 seguidores. A todos, sin importar vuestra procedencia, os agradecemos el interés por la cultura y por nuestra labor desinteresada. Y especialmente a esos 61 comentarios que nos habéis dejado en nuestros artículos en estos últimos doce meses.
Por supuesto, nada sería posible sin el trabajo de nuestro equipo. Tras varios años, faltan las palabras para agradecer todos los artículos que Javier Comino Aguilera ha proporcionado a este blog y que ha continuado a lo largo de este año con gran constancia y tino, sobre todo en el terreno cinematográfico. También debo agradecer las ocasionales intervenciones de Mariela B. Ortega, centradas sobre todo en el terreno de la psicología. Seguramente, todos hubiéramos podido aportar más, algo que sucede en mi caso, que por cuestiones laborables no he podido escribir tanto como hubiera deseado. Aún así, hemos continuado con clásicos literarios y cinematográficos, con últimos estrenos, con música, con psicología... hasta alcanzar más de un centenar de artículos que se unen a los ya publicados en todo nuestro recorrido.
Concluye 2018 y damos paso a un 2019 donde seguiremos recordando, analizando y comentando obras artísticas de todos los tiempos. Allí os esperamos.
Un estimable saludo, el administrador,
L.J.
PD: Para cerrar este balance, hemos elegido la primera parte del profundo análisis de El señor de los anillos que ha realizado Jordi Maquiavello en su canal de Youtube.
"No hay otra forma de arte que vaya más allá del conocimiento ordinario como lo hace el cine, directo a nuestras emociones, profundamente al cuarto oscuro del alma."
Durante toda nuestra vida tratamos de definir quiénes somos. Es una constante búsqueda que nunca nos ofrecerá un resultado satisfactorio, porque una respuesta simple no nos debería valer nunca. Ahora bien, si hay un período de la vida en que se nos empuja a buscar esa solución o, por lo menos, a iniciar el camino que deberemos atravesar durante toda nuestra vida es la adolescencia. Lo habitual en ese principio del camino es que nos trate de orientar, aconsejar o incluso obligar a ir en alguna dirección. Tener voz propia para tomar nuestras decisiones y romper con las barreras que la sociedad, nuestras personas cercanas o nosotros mismos nos imponemos, es complicado, pero a veces necesario para acabar obteniendo la ansiada solución del desarrollo personal más satisfactorio. Este es el tema principal de la exitosa película Billy Elliot (Stephen Daldry, 2000).
Nos situamos a mediados de los años ochenta en el condado de Durham (Inglaterra), en un barrio obrero que vive en tensión por la huelga de los mineros. Una de esas familias son los Elliot, marcados por la ausencia de la madre, fallecida, y por la huelga, dado que tanto el padre, Jackie (Gary Lewis), como el hermano mayor, Tony (Jamie Draven), son mineros que se manifiestan y que, por tanto, obligan a la familia a sobrevivir con lo básico, al no disponer del sueldo habitual, a lo que se suma la demencia de la abuela (Jean Heywood). El retrato de esta situación se marcará desde el principio mostrando el interior de una casa pequeña y modesta, donde todo se apila en desorden. En medio de este ambiente gris encontramos a Billy (Jamie Bell), el hermano pequeño de once años que tiene un carácter más sensible y que trata de encontrar su identidad y su propia voz, aunque con cierto miedo y frustración.
Mandado por su padre, Billy acude a clases de boxeo, a pesar de que, como comentará con su mejor amigo, Michael (Stuart Wells), no le agrada. En una de esas sesiones, por pura azar, contemplará una clase de ballet que imparte la profesora Georgia Wilkinson (Julie Walters). Tras quedar fascinado por la danza, se unirá a sus sesiones sustituyendo el boxeo por el ballet a espaldas de su padre. Gracias a su constancia y esfuerzo, mejorará día tras día, pero sin poder impedir debatirse entre el miedo a ser descubierto, las dudas sobre lo que está haciendo, al romper con las estrictas (y tontas) divisiones establecidas por la sociedad, y la frustración por estar atado a unas circunstancias que le impiden ser él mismo, como demostrará cuando se enfrente tanto a su profesora como a su padre o a su hermano. Su esperanza residirá en una prueba para acceder a una prestigiosa escuela de danza de Londres, aunque ello suponga dejar a su familia y romper con unas limitaciones impuestas por los demás.
Todo el recorrido que realiza Billy Elliot es un camino de aceptación. Todos los personajes viven insatisfechos con su situación vital o se sienten perdidos. El protagonista vive rodeado de un entorno que no le permite respirar en libertad, se siente como una decepción para su padre, siente limitado su dolor por la pérdida de su madre, incomprendido y desconectado de su hermano e invertido en su rol con respecto a su abuela, que será quien le necesite en lugar de ser él, como niño, quien sea cuidado; sin embargo, cuando decida adoptar una decisión firme para apostar por la danza, será cuando encuentre la libertad ansiada, una libertad que solo se ve restringida por las opiniones ajenas.
Resulta obvio que uno de las temas primordiales que aborda la película es el estereotipo de género. La primera barrera que debe romper Billy es comprender que la danza no es exclusiva de las niñas, algo que se reafirma rápidamente gracias a la insistencia y la conversación con Debbie (Nicola Blackwell). Curiosamente, tan solo es el propio Billy quien tiende esta primera frontera a superar, porque será acogido y aceptado con facilidad por el resto de alumnas y por la profesora Wilkinson, que lo tratará con la misma dureza que al resto de sus compañeras, pero sin plantear ninguna restricción por su género. A su vez, se confunde esta situación con la sexualidad de Billy, quien se define como heterosexual a pesar de que la familia considerará que el ballet es para maricas o que incluso su mejor amigo, Michael, que demuestra de forma evidente ser homosexual y estar enamorado de Billy, crea que él también es gay por gustarle el ballet. Ambos casos serán superados satisfactoriamente cuando acepten la determinación del protagonista, en el caso de la familia, que acabará por apoyarlo, o cuando consigan mantenger una amistad cercana y cariñosa, pero no romántica, en el caso de Michael. El protagonista no dudará en intentar hacerle cumplir sus ilusiones en una bella escena en el gimnasio, pero manteniendo las oportunas distancias.
Cabe destacar también cómo Billy se enfrenta a todos los demás personajes, incluyendo a su profesora, mostrando un difícil carácter, propio ya de la pubertad (algo que se aborda también en el terreno sexual, con la homosexualidad de Michael ya mencionada o con una escena con Debbie en la que se deja caer el fin de la infancia de ambos cuando perciben un interés más sensual mutuo) y de la sensación de pérdida que tiene. Aunque en los diálogos se trata de ironizar con la muerte de su madre, incluso cuando tras leer su carta de despedida, se medio burla de la misma, lo cierto es que su sombra se proyecta en las decisiones de los personajes. Así Tony comentará que ella le hubiera dejado como argumento para apoyar la decisión de su hermano menor. O la triste escena en que, movidos por la necesidad, el padre destruye el piano que había pertenecido a la madre, mostrando después su arrepentimiento y tristeza. Además, la señora Wilkinson no servirá de sustituta o de figura materna, pero sí como impulsora de un carácter autocrítico por parte de Billy, siendo una profesora estricta, pero cercana y comprensiva, capaz de romper barreras para lograr que su alumno triunfe. Quizás se trata del personaje menos explorado o con menor evolución, dado que, como los demás, se encuentra sumergida en la insatisfacción.
Al otro lado situamos a la familia, cuya trama servirá de fondo social, pero que también tendrá su propia evolución e importancia. El padre y el hermano están en huelga y acuden a las manifestaciones como piquetes. Sin embargo, desde un principio se muestra una diferencia clara entre ambos: Tony, el hermano mayor, es más iracundo y agresivo, mientras que Jackie se encuentra más derrotado y perdido, rendido quizás por su situación personal tras haber perdido a su esposa. Tony incluso acusará a su padre de este hecho casi al inicio de la película, queriendo mostrar casi cómo ha perdido su masculinidad y retirándole la categoría de ser la cabeza de la familia. En este sentido, resulta sorprendente la evolución del padre, que efectivamente comenzará su rendición cuando acepte la determinación de Billy y decida unirse al otro bando, al de los esquiroles, para conseguir un medio para ayudar a su hijo a cumplir su sueño. Todo ello a pesar de que en origen los dos se oponían de manera rotunda a la afición de Billy, incluso de manera violenta. Al final, cuanto más apuesten por su individualidad como familia, más se alejarán de su contexto social, hasta que la felicidad de Jackie en el tramo final contraste con la derrota del sindicato. La secuencia del montacargas es rotunda para mostrar el sacrificio que han asumido Tony y Jackie por lograr un futuro mejor para Billy.
La unión de ambas tramas está bien lograda y se muestra con bastante acierto el contraste entre la felicidad de Billy bailando en medio de un barrio empobrecido y marcado por la huelga, o la conversación con el señor Wilkinson, burgués acomodado en el paro. Además, las coreografías también se dan en la trama social, sobre todo en la espectacular secuencia en que Tony huye del gran despliegue policial de la ciudad, donde se combinan algunos planos secuencias con la visión que tiene Billy de la situación desde las alturas. Se notan las limitaciones técnicas de la película, pero se compensa con la entereza de los actores al interpretar a los personajes y las coreografías bien insertadas, sin llegar a convertir la película en un musical. Con todo, en ocasiones es algo precipitado en su desarrollo, incluso el cambio de Jackie, el padre, aunque bien narrado, puede parecernos algo súbito.
Sin duda, Billy Elliot cuenta entre sus virtudes su capacidad para tocar diferentes temas con una visión moderna, pero también cruda, siendo una película no excesivamente sencilla, pero bastante eficaz para llegar al gran público. Una historia agridulce de superación y sacrificio que sirve de reflejo para muchas situaciones familiares y personales.
En este último año hemos contemplado una de las cimas del Universo Cinematográfico de Marvel con Vengadores: Infinity War (Hermanos Russo, 2018), que se ha ido cimentando con el paso de los años gracias a una serie de películas de una calidad variable, con altibajos, aunque con buena recepción en taquilla. Su expansión fue tal que atrajo el interés de otras empresas del sector para imitar el proyecto del actual tándem Marvel-Disney, aunque no lo hicieran oficial, como ha sido el caso de Warner con los superhéroes de DC o Universal con sus monstruos. No obstante, no todas han logrado el éxito arrollador que tiene en la actualidad Marvel, que se encamina a proporcionarnos el final de una de sus fases con Vengadores: Endgame (Hermanos Russo, 2019).
Ahora bien, en estos meses se han revelado nuevos planes de creación de universos cinematográficos por parte de distintas empresas así como el rescate de viejos proyectos que por cuestiones técnicas no fueron posible en el pasado. Así pues, Warner parece empeñada en rescatar su universo de DC de alguna forma y tras los rumores que apuntaban a un nuevo reinicio en el caso de Superman o Batman, los personajes que peor parados han salido frente a las revisiones de Wonder Woman(Patty Jankins, 2017) o la reciente Aquaman (James Wan, 2018). Una de las salidas posibles para Warner es jugar con el multiverso de DC de la misma forma que lo han hecho las series televisivas agrupadas en torno a Arrow. De esa forma, pretenden renovar la imagen de Superman o de Batman con nuevas historias. Una de las cartas sobre la mesa es rescatar el proyecto frustrado de Tim Burton, que estuvo a punto de realizar en los noventa una adaptación de Superman encarnada por Nicolas Cage. El guion ha sido rescatado y se está tanteando al director californiano para que lo dirija.
En el otro lado, tenemos a Disney, empresa que tras contemplar el éxito de sus propiedades Marvel y Star Wars ha querido embarcarse en su propio universo cinematográfico. En efecto, ha dado señales en la reciente ¡Ralph rompe internet! (2018), donde ha hecho una prueba de cómo combinar en el cine a sus distintos personajes. Una vez observado cómo ha funcionado, se plantean sacar una nueva licencia que les permita un crossover entre sus personajes más emblemáticos. Para ello, todo apunta que van a aprovechar un trato realizado con Square Enix y a lanzarse a realizar un universo relacionada con Kingdom Hearts, lo que les permitirá aunar los mundos Disney con una historia ya asentada y con una cantidad considerable de seguidores. Además, el próximo lanzamiento de Kingdom Hearts III es propicio para este anuncio, que se planea de cara a 2020.
Otro caso curioso lo encontramos en New Line Cinema, que pretendería realizar un universo cinematográfico en torno a la figura de Julio Verne, adaptando de nuevo sus novelas, pero entrecruzando a sus personajes. Así, usarían el viaje de Phileas Fogg como nexo común, que sería ayudado en su travesía de ochenta días alrededor del mundo por otros insignes protagonistas, y que serviría de excusa perfecta para viajar al centro de la Tierra o atravesar el océano en el Nautilus. Por último, ante el fracaso de sus monstruos, Universal estaría tanteando la posibilidad de crear un universo cinematográfico en torno a la figura de Lovecraft, en una línea similar a la de New Line Cinema con Verne. De momento, tan solo es un proyecto con el que intentaría remediar el descalabro en taquilla de sus últimas películas.
Antonio (Paco Martínez Soria) es taxista. Vive en un piso en pleno centro de Madrid. Ya le queda poco para acabar de pagar su Seat, que no es tan solo un utilitario, sino la forma de ganarse la vida. Se siente muy orgulloso de sus hijos, a los que considera poco menos que la envidia de todo el barrio. Pero la realidad es muy distinta.
El personaje de Antonio carecería de la cercanía y profundidad humana (con todo lo que ello conlleva), de no haber sido interpretado por el excelente Paco Martínez Soria (1902-1982). De hecho, ¿Qué hacemos con los hijos? (Filmayer, 1967) se abre de la forma simpática y acostumbrada de la mayoría de sus películas, de la mano de un chispeante texto de ubicación, narrado por la cálida voz en off de Simón Ramírez (1932-1995). En este caso, las imágenes muestran una ciudad vacía porque la gente está en el fútbol. Pese a todo, algunos abnegados han de trabajar, como ocurre con los taxistas, contemplados de forma hiperbólica como una rara avis y, precisamente, presa fácil de algunos desaprensivos. Así le sucede a Antonio con un matrimonio que no encuentra taxi y finge un inminente parto (Jesús Guzmán y Margot Cottens).
Después de la jornada laboral, Antonio se reúne con algunos de sus colegas en una tasca, donde conversa con Ceferino (Rafael López Somoza) y el enojoso Vinagre (José Sazatornil), y así es como comienza a sospechar que su pequeño mundo está edificado sobre cimientos falsos. Antonio no tardará en confirmar tales particularidades gracias a la criada Remedios (Lina Morgan), que con ayuda del primo del pescadero (el estupendo Emilio Laguna [1930]), le ha escrito una nota aclaratoria.
Antonio lleva muchos años casado con María (Mercedes Vecino), que defiende el fortín de la casa y el pundonor haciendo grandes sacrificios, y procurando que el progenitor no se entere de las malas noticias. Los hijos del matrimonio son Juan (Pepe Rubio), primogénito y tarambana que debe dinero a propios y extraños; Luisa (Irán Eory), que siempre ha soñado con ser artista y experimenta su primera y peligrosa bocanada de libertad en un bar de alterne o cabaret llamado El pingüino verde; el tenido por el intelectual de la familia, Antoñito (Emilio Gutiérrez Caba), que pretende aparcar sus estudios de abogacía para ser torero, y finalmente, Paloma (María José Goyanes), que es la única que aún se mantiene, digamos, inocente. Pero ni en esto tendrá suerte Antonio, ya que el pretendiente de esta última no es otro que un guardia antipático con exceso de celo llamado Enrique (Alfredo Landa), con el que ya ha tenido algún encontronazo.
En medio de este torbellino se halla María, que se lamenta ante su hijo Juan de que ya no sé de dónde sacar el dinero. Tu padre no se merece lo que les estáis haciendo, le espeta a su vez el tabernero (Manolo Gómez Bur) a Antoñito.
Todo esto es un auténtico palo para Antonio, que se conduce con rectitud y honradez. Sin embargo, nuestra historia no escatima el hecho de que tal vez su actitud resulta algo estricta en lo que se refiere a las aspiraciones (las legítimas) de sus hijos, tratando de imponer su disciplinado criterio. Al punto de que, la intimidad del matrimonio, que se nos ha mostrado en buena sintonía, juguetona y castiza, también se agría a causa de los hijos.
Chapado a la antigua, Antonio también tendrá ocasión de percatarse de su proceder y rectificar, merced a los consejos de Ceferino, acerca de darles un margen de confianza a los chicos; en suma, ofrecerles la oportunidad de darse cuenta de que están equivocados por sí mismos (con los dos mayores así será; con los menores Antonio aflojará la mano; así se atiende ambas vertientes). De este modo, los hijos madurarán a su ritmo y por su cuenta, aunque en el proceso el grupo familiar corra peligro. Antonio se había forjado una imagen que se descompone, pero está dispuesto a acepar otra más auténtica. La escena en la que se desahoga con un barman gay, aunque prevalezca la ironía, es alentadora y está bien llevada. El posterior regreso del taxista al hogar, primero con los antipáticos hijos (no cabe duda) sentados a la mesa, y más tarde, totalmente despoblado, es igualmente notable.
No obstante, como le recuerda un cura, cliente de su taxi cuando Antonio averigua las relaciones (formales) entre Paloma y el guardia Enrique, un padre debe desear la felicidad de sus hijos. Lo que no es óbice para que Juan haya caído en manos de un perista apodado El Orejas (José Sacristán), y Luisa en brazos del embaucador José (Sancho Gracia). A pesar de una conducta rayana en la sinvergonzonería, resultará que Juan no es más que un pelele enamorado de la persona equivocada, y Luisa una ingenua. Si bien, con independencia de la incumplida responsabilidad de ambos, querer su bien es una cosa y dirigirlos otra.
La pedida de mano de Enrique ante María y Antonio procura un instante distendido dentro de la narración. Luego, cuando llega la Navidad, los hijos ya viven su vida y el matrimonio se encuentra solo ante una cuna vacía. Pero en nuestro relato, no carente de angustia, todos han aprendido a atender sus obligaciones familiares.
Característica producción de Pedro Masó (1927-2008), comprometida con algún asunto en particular con ciertos ribetes de apertura y modernidad (aquí, la educación entre padres e hijos), ¿Qué hacemos con los hijos? sigue siendo una emotiva y honesta película. Por ejemplo, del productor y realizador me viene a la memoria Experiencia prematrimonial (1972), de la que no guardo un mal recuerdo pese a los varapalos críticos.
En esta ocasión, el texto se basaba en la obra de teatro homónima de Carlos Llopis (1913-1970), de 1959, adaptada por Vicente Coello (1915-2006) y el propio Masó. La dirección corrió a cargo del estupendo y muy popular Pedro Lazaga (1918-1979), y en la película podemos encontrar a otros colaboradores habituales como el editor Alfonso Santacana (-), el director de fotografía Juan Mariné (1920) o el imprescindible músico Antón García Abril (1933).
Elocuente es ese plano con grúa que enlaza el jolgorio de la taberna donde están reunidos los taxistas, con las curas que han de aplicársele a Antoñito tras una cogida, en las dependencias de al lado. Asimismo, destaca, de nuevo en cuanto a la dirección y el montaje se refiere, la escena que intercala momentos en la citada taberna o en la casa de Antonio, con las imágenes que muestran las actividades reales de sus descendientes.
No nos engañemos, no puede existir una Navidad como Dios manda sin el Christmas Album de Boney M. El sonido característico de este conjunto nacido a mediados de los setenta en Europa, y que dejando al margen esporádicos resurgimientos, se mantuvo en activo hasta el ecuador de los ochenta, se traslada con felices resultados al referido álbum de 1981, uno de los más alegres y dinámicos discos navideños, y por eso, uno de los vendidos y apreciados por los aficionados.
En este Christmas Album (BMG-Sony) el sonido disco se mezcla con el funk, el pop y algo de soul, en una variedad de clásicos navideños o estándares, que convierten este trabajo en un convidado animoso y esencial. Temas de sobra conocidos adquieren un apañado acicalamiento afín al sonido del grupo, merced a los arreglos del productor alemán Frank Farian (1941). Por ejemplo, con la cordial batería corrediza en Mary’s Boy Child, de Jester Hairston (1901-2000), o la inclusión de otros sonidos caribeños en la sección de percusión. Tampoco faltan los acompañamientos de coros infantiles, en temas tan señeros como Hark, the Herald Angels Sing, del excelso Félix Mendelssohn (1809-1847), Oh Come All Ye Faithful, es decir, el tradicional Adeste fideles trasladado al mundo anglosajón por Frederick Oakeley (1802-1880), el contagioso Joy to the World, de otro inmortal como Händel (1685-1759), posteriormente rebautizado por el autor de himnos y teólogo Isaac Watts (1674-1748), o el menos conocido, y por ello bienvenido, Darkness is Falling, de Fred Jay (1914-1988) y Helmut Rulofs (-).
Ni que decir tiene que estos coros acompañan a las voces del propio grupo, en su peculiar combinación de armónicos femeninos o en solitario, junto al esporádico fraseo de la voz masculina de turno (para desesperación del líder Bobby Farrell [1949-2010]). Sin olvidar la subida en escalas, perceptible en villancicos como el tradicional Jingle Bells o el White Christmas de Irving Berlin (1888-1989), que presenta un ritmo cercano al funk, esto es, más vivaracho de lo habitual.
Curiosamente, el álbum se regocija en un sonido atemperado en algunos temas más relajados, cercanos a la faceta musical del soul. Pero en su conjunto, prevalece esa alegría bullanguera propia de Boney M. La grabación que combina los temas Mary’s Boy Child y Oh, My Lord, de Farian y Jay, fue grabada en 1978 en formato single (junto con la canción Dancing in the Streets), para después pasar a formar parte del Christmas Album. Este también contó con un medley, así mismo con acompañamiento infantil, formado por Silent Night, de Fraz Xaver Gruber (1787-1863) y el letrista Joseph Mohr (1792-1848), más los menos transitados Snow Falls Over the Ground, de Eduard Ebel (1839-1905), Hear Ye The Message, de Farian, y el antiguo y menos conocido Sweet Bells (incorporado a posteriori en un nuevo mix).
Christmas Album se completó con otras canciones no menos destacables, como el tradicional Oh Christmas Tree, la bella composición instrumental Winter Fairy Tale, de Harald Baierl (-), o afianzando la buena acogida internacional, Feliz Navidad de José Feliciano (1945) y Petit Papa Noël, de Henry Martinet (1909-1985) y el letrista y guionista Raymond Vincy (1904-1968). De nuevo, temas menos interpretados agregan interés a la escucha del álbum, caso de When A Child Is Born, compuesto por Ciro Dammicco (1947) y Darío Baldan Bembo (1948); una de esas melodías que, cuando se escuchan, enseguida muchos reconocemos. Lo mismo podría decirse del magnífico Zion’s Daughter, otro inolvidable clásico de Händel, y I’ll Be Home for Christmas, de Rulofs, Farian y Catherine Courage (-), que es una nueva composición que no hay que confundir con el estándar de igual título de Walter Kent (1911-1994) y Kim Gannon (1900-1974). Posteriormente, en 1984, se añadieron el excelente y anónimo The First Noel, el ya mencionado Hark, the Herald Angels Sing, y la imprescindible y sensible tonada de fin de año Auld Lang Syne (Hace mucho tiempo), del poeta escocés Robert Burns (1759-1796).
¿Quién puede resistirse a este alborozo? A su modo, Christmas Album de Boney M es ya un clásico como puedan serlo Bing Crosby (1903-1997), Frank Sinatra (1915-1998), Ella Fitzgerald (1917-1996), Elvis Presley (1935-1977), Barbra Streisand (1942) o cualquiera de los otros grandes artistas que queramos sumar a nuestra lista. En Navidad se salvan todas las distancias y todos (o casi) conviven en buena armonía.
En alguna de nuestras Navidades pasadas, propuse como ejemplo el sensacional A Merry Mancini Christmas (RCA, 1966), del compositor y arreglista Henry Mancini (1924-1944). En esta misma línea de álbumes instrumentales con sabor coral, hoy les traigo a colación el no menos disfrutable y hogareño Christmas Caroling (CBS), del trombonista y arreglista Ray Conniff (1916-2002).
Ambos directores, Mancini y Conniff, fueron, junto a otros nombres como Paul Mauriat (1925-2006), Fausto Papetti (1923-1999), Ronnie Aldrich (1916-1993), James Last (1929-2015) o nuestro Augusto Algueró (1934-2011), definidores de una época. Un tiempo garboso y elegante, donde ambos fueron conocidos y respetados, haciendo de la polifonía heterogénea un generacional estilo musical de expresión. En el caso de Ray Conniff, no dejó de ofrecer sus versiones hasta bien entrada la década de los noventa.
Pintura de Donna Gelsinger
Tres fueron los álbumes dedicados por Conniff a la Navidad, Christmas with Conniff (Columbia, 1959), We Wish You A Merry Christmas (Columbia, 1962) y Christmas Album, también conocido con el sobrenombre Here We Come A-Caroling (Columbia, 1966). El álbum en formato CD que les presento, toma lo más representativo de dichos trabajos. Apareció en vinilo en 1984 y en disco compacto al año siguiente. En él, la calidez de los arreglos musicales se pone de manifiesto con la mencionada mixtura de coros masculinos y femeninos.
Resulta ideal para unas Navidades reposadas, melódicas, nostálgicamente optimistas y sofisticadas, pero con el aroma sonoro de los años sesenta, evocado por esas pequeñas-grandes bandas de música. Viajeros, pastores, estrellas, renos, campanas, el propio Niño Jesús y toda suerte de adornos parecen comparecer ante una confortable chimenea, mientras se paladea un buen dulce navideño, el cava o la sidra.
El director, compositor y arreglista incorpora arpas, guitarras, cascabeles, una batería suave (o las escobillas), el bajo, el vibráfono y, como sucedía en el disco de Mancini, las propias voces humanas, con frecuencia, subiendo y bajando de octavas, o sirviendo de manto sonoro al resto de voces, como un instrumento de fondo más, que en esto era un maestro Ray. A veces, nos las ofrece dialogando entre ellas, como sucede en Rudolph, the Red Nosed Reindeer, de Johnny Marks (1909-1985), Winter Wonderland, de Felix Bernard (1897-1944) y Richard Bernhard Smith (1901-1935), el tradicional The Christmas Tree (O Tannenbaum), O Little Town of Bethlehem, con letra de Phillips Brooks (1835-1893), Here Comes Santa Claus, de Oakley Haldeman (1909-1986) y el actor y cantante Gene Autry (1907-1998), el afamado -aunque desconocido- Sleigh Ride, de Leroy Anderson (1908-1975), The Christmas Song, de Robert Wells (1922-1998) y el estupendo Mel Tormé (1925-1999), o el bonito pero no muy frecuentado The Twelve Days of Christmas, anónimo adaptado por Frederic Austin (1872-1952), al que Conniff confiere un ritmo más ágil que el acostumbrado, coda circense incluida.
Pintura de "Sam"
Además, así como Joy To The World se muestra más ye-ye, estando particularmente lograda en lo que a la combinación de voces se refiere, en otras ocasiones destacan sonidos más singularizados. Como la solitaria campana de Silent Night, el vibráfono en Silver Bells, de Jay Livingstone (1915-2001) y Ray Evans (1915-2007), el bajo en Jingle Bells, de James Pierpont (1822-1893), o un modesto piano en Frosty, the Snowman, de Walter Rollins (1906-1973) y Steve Nelson (1907-1981). Incluso un arreglo cercano al westernitaliano anima el antiguo y anónimo O Rest Ye Merry Gentlemen, donde asoma una trompeta lejana.
Completan el excelente Christmas Caroling temas tan gustosos como Santa Claus Is Coming To Town, de John Frederick Coots (1897-1985) y James Lamont Gillespie (1888-1975), o el imprescindible White Christmas. Temas individualizados más un medley compuesto por el emotivo The First Noel, Hark, the Herald Angels Sing, Adeste fideles, con la letra original en latín y su traslación al inglés (y acompañamiento de castañuelas), y el anónimo popular We Wish You a Merry Christmas, sirven de colofón a este disfrutable e irrepetible disco.
Sí, las interpretaciones de Ray Conniff eran vivarachas, frescas y distintivas, procuraban una particular alegría. Responden a esa maravillosa descripción que de la Navidad hizo el poeta escocés Alexander Smith (1829-1867), como el día que une todos los tiempos.
Pero basta de cháchara y procedamos con la música. Deseando una Feliz Navidad a todos nuestros lectores, aquí les dejo algunas muestras sonoras de los artistas recomendados este año.
No podemos negar que ¡Rompe Ralph!(Rich Moore, 2012) tuvo un encanto particular al ser capaz de acercarse al universo de los videojuegos sin unirse a la legión de películas cutres realizadas hasta la fecha en torno a ese mundo, especialmente las adaptaciones mal entendidas. Además, supo crear una trama atractiva y divertida llena de guiños para el espectador. Así pues, no era extraño que en una época donde las secuelas surgen con tanta facilidad se decidieran por sacar adelante una nueva aventura con estos mismos personajes, así llegamos a Ralph rompe internet (Rich Moore y Phil Johnston, 2018).
En esta ocasión, la aventura cambia el rumbo desde el mundo de los videojuegos de su antecesora, además, de videojuegos clásicos, hacia otro terreno: el amplio mundo de internet. Cuando la empresa de recreativas decide renovarse e instalar internet en el local, una nueva puerta se abre para los personajes, una puerta que, en principio, estará prohibida. No obstante, un accidente y una avería en el volante físico provocará que el videojuego de Vanellope sea desconectado, por lo que los dos amigos y protagonistas decidirán embarcarse en una travesía por la red de redes para conseguir la única pieza que queda en internet antes de que sea demasiado tarde.
El argumento otorga esta premisa para narrar su historia, pero estamos ante lo que en el cine se ha denominad habitualmente como un Macguffin, es decir, una excusa para explorar el auténtico tema principal, que aquí es doble. Por una parte, lo más superficial y evidente, que será la descriptiva y casi paródica visión que Ralph y Vanellope obtienen del mundo de internet, donde coinciden con los avatares de los usuarios reales, las páginas web que existen con todos sus claroscuros, los bajos fondos de la deep web donde se encuentra el tráfico de virus y, por supuesto, las redes sociales, que son observadas de forma crítica en la película, especialmente por desvelar lo peor de las personas que, escudadas en el anonimato, no dudan en recurrir a la crítica fácil, insultante y destructiva, en la que podríamos considerar una de las mejores y más crueles escenas de la película.
Por otro lado, tenemos el auténtico motor de la historia: la exploración de la amistad entre Ralph y Vanellope. A pesar de las apariencias, ¡Ralph rompe internet! es un retrato y un análisis de las implicaciones emocionales y la evolución de las amistades. Frente al idealismo infantil que destila tanto el final de su antecesora como el inicio intencionado de esta, se propone un mensaje maduro, en el que cada personaje debe aceptar que el cariño y la conexión que tienen sigue existiendo a pesar de sus diferencias y sus sueños divergentes. Contra la idea de una traición y combatiendo también sus propias inseguridades, ambos protagonistas dejan de ser niños, como eran a pesar del aspecto que pueda tener Ralph, para comenzar también una travesía hacia la madurez, hacia permanecer en el lugar en el que realmente desean estar, sin que exista una obligación que tan solo provocaría la ruptura inevitable de su relación.
La unión de ambos factores, siendo el primero de un tono más humorístico, aunque también ácido (podemos percibir a través de la mera presencia de ciertas cuestiones una crítica velada hacia estas situaciones), y el segundo más emotivo y profundo, se conjuga bastante bien durante todo el desarrollo de la película. No obstante, no se evita un tramo final de acción apoteósica, quizás algo innecesario, ni que los aspectos más pesados o irritantes que ya estaban presentes en ¡Rompe Ralph! se vean aquí potenciados por su mayor presencia. Es evidente que el personaje de Vanellope puede resultar algo cargante para el espectador adulto así como el resto de personajes pueden resultar algo insulsos y planos, siendo más bien estereotipos o clichés.
Ahora bien, hay que alabar la forma en que la película aborda diversos temas tanto con un trasfondo humano universal y atemporal, como el concepto de amistad, la paternidad, el feminismo, la inseguridad o el miedo a la soledad, como con otras temáticas más actuales y relativas al contacto con internet, como la toxicidad de las comunidades reflejada en los comentarios, las modas virales, la violencia en los videojuegos, las diversas edades de los cibernautas, el spam incesante o, incluso, la deep web. Y todo ello, de una forma ligera y amenas, llena de referencias que harán las delicias para los más conectados a la red y sin falta de una visión crítica y necesaria.
En definitiva, lo mejor que tiene ¡Ralph rompe internet! es que conjuga a la perfección entretenimiento con crítica a partir de un descriptivo y divertido viaje por internet, reflejo actual de nuestra sociedad contemporánea. Si bien algunos de sus tramos pueden resultar más pesados o no todo el conjunto se mantiene a un mismo nivel, se trata de una digna sucesora de la primera entrega.
Imaginemos que nos hallamos en una tierra diferente a la nuestra, y que al echar la vista atrás somos conscientes de nuestros errores como nunca antes. El paso del tiempo y los momentos irrepetibles también afloran, por suerte, de una forma hermosa, evocando las Navidades pasadas en familia.
De este modo reflexiona el joven protagonista de La navidad del poeta (1955), tal cual la narró Pedro Antonio de Alarcón (1833-1891), en el primero de los varios cuentos dedicados a tan señaladas fechas, y que, de forma cronológica, nos fueron ofrecidos en el bonito volumen Cuentos españoles de Navidad: de Bécquer a Galdós (Libros Clan, 1998).
En esta bienvenida selección, el siguiente relato nos lo proporciona José María Pereda (1833-1906) con La noche de Navidad (1860-4). Se trata del relato costumbrista, que con el subtítulo Escenas montañesas da cuenta de la Nochebuena en un pueblo de montaña, con el hijo que retorna a casa, pues estudia en un seminario. Acorde con el carácter realista de su obra, Pereda reproduce en el corpus narrativo el habla de estas gentes.
Nuestra siguiente narración es todo un clásico, del que nos hemos ocupado en alguna otra ocasión. Se trata del célebre Maese Pérez, el organista (1861), leyenda imperecedera de Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870). Sintiéndose ya muy enfermo, maese Pérez acude a una de las iglesias de Sevilla para tocar en la Misa del Gallo. Sin embargo, fallece entre sus angelicales acordes. De ahí que, todas las Nochebuenas, se siga escuchando el órgano tal y como lo tocaba maese Pérez, con arrebatada y sobrenatural inspiración.
La Nochebuena del Periquín (1875) fue escrito por Isidoro Fernández Flórez (1840-1902), periodista, crítico de arte y humorista, firmante de muchas de sus obras con el seudónimo de Fernanflor.
Periquín es un niño de la calle que el día de Nochebuena es recogido por una condesa y llevado a su palacio, para ser finalmente devuelto a la rúa. Estamos ante una variante del siente un pobre a su mesa, retratado con maestría por Berlanga (1921-2010) en su Plácido(1961), y que consiste en aliviar las conciencias de tan desconsiderados benefactores. Típico relato con moraleja, tal vez se alarga en exceso haciendo acopio de multitud de descripciones, pero evidencia una mensurada crítica a (parte de) la sociedad en tiempos de Carlos IV (1748-1819) y, seguramente, de todos los tiempos. Pese al tono sombrío y cruel (algo maniqueo), posee un par de buenos apuntes humorísticos aislados, referidos a la moda del invasor francés y la figura del propio monarca.
Continuamos con el relato alegórico La mula y el buey (1876), del excelente Benito Pérez Galdós (1843-1920). Fábula al estilo clásico, donde se nos narra la muerte de una niña mientras anhelaba completar su rústico Nacimiento con las figuras de la mula y el buey. Camino del cielo, el niño-ángel que guía a los difuntos le explica que debe devolver las piezas materiales que ha tomado prestadas de un Belén que acaban de visitar. Algo a lo que, con todo el dolor del mundo, se aviene la niña. No obstante, su sacrificio (en realidad, su tránsito de un estado a otro: de lo terrenal a lo celestial), no quedará sin recompensa en ambos mundos.
Entrañable escena en casa del modesto doctor Prieto se nos ofrece en Noche de Reyes (1880). José Ortega Munilla (1856-1922), padre de José Ortega y Gasset (1883-1955), puntea su relato con excelentes metáforas. Su telón de fondo es disponer de una nueva ilusión, en este caso, entre la hija del médico y su primo, que ven nacer su amor, así como el paso consciente a la edad madura.
La Nochebuena en el mar (1887), del periodista y escritor Luis Bonafoux (1855-1918), nos ofrece otra inolvidable cena en un barco, tras una tormenta. A continuación, uno de los mejores cuentos nos lo ofrece el padre Luis Coloma (1851-1915), creador del conocido Ratoncito Pérez. En La almohadita del niño Jesús (1887), retrata dos Nochebuenas en la generosa casa de unos marqueses: la primera, divertida y conmovedora; la segunda, testigo de un milagro, en el que una destacada figura de la Navidad salva de la enfermedad al hijo pequeño de los marqueses, en agradecimiento por su bondad.
En el interesante El Premio Gordo (1887), Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928) nos habla de un joven que narra las desventuras que le ocasionó el haber ganado el Premio Gordo de la Lotería. Sin embargo, esto se revelará como una añagaza que no debo desvelar, pero que viene a confirmar aquello de que de ilusión también se vive (¡y que hay anhelos que más vale que no se conviertan en realidad!).
En plena contienda carlista, un joven combatiente viudo observa con asombro cómo en su refugio entra el cabecilla que asesinó a su esposa el día de la boda, junto a otros invitados. Razón más que suficiente para tomar cumplida venganza. Pese a todo, el soldado decidirá no matarlo para asegurarse un desagravio mucho más eficiente… Sucede en La Nochebuena del guerrillero (1892), del pintor, crítico de arte y escritor Jacinto Octavio Picón (1852-1923).
Seguidamente, los deseos y decepciones anuales en torno al tan traído y llevado (¡por algunos!) Premio Gordo de la Navidad, son el epicentro de una entrañable tienda de ultramarinos en El premio grueso(sic) (1894), de Eduardo del Palacio (1835-1900).
El diablo (real o en su vertiente alegórica, respondiendo a la naturaleza del mal) también puede ser un curioso protagonista navideño. Así nos lo muestra Leopoldo Alas Clarín (1852-1901) en La Nochebuena del diablo (1894). En ella, Lucifer lamenta año tras año el (re)nacimiento de Jesús, porque con él mueren, indefectiblemente, todos los hijos que ha ido engendrando (los pecados del mundo). Y siente envidia por la veneración y todas las obras que perpetúan al Niño (y al cristianismo), y que son elaboradas por los hombres de mejor fe.
La pesadumbre de un matrimonio de clase media al tener que matar el pavo que les ha sido regalado por una hermana, con objeto de elaborar una buena cena de Navidad, es el núcleo del notable El pavo de Navidad o la falta de costumbre (1895), del periodista y humorista Luis Taboada (1848-1906).
Después, asistimos a la informal pero sentida celebración que tiene lugar en el cuartucho de una prostituta, con la alegría de sus ocasionales acompañantes que, por desgracia, coincide con el fallecimiento de la madre. Es la Nochebuena (1897) del dramaturgo neorromántico, periodista y poeta Joaquín Dicenta (1862-1917).
Cuadro de Victor Figot
Una nueva fábula en la que el diablo (el mal) no supera tres pruebas, a modo de una Lotería de Navidad que le solicita un ángel, como modo de escapar a su destino aciago, es el argumento de La lotería del diablo (1897), del injustamente maltratado José Echegaray (me refiero a colocarlo en el lugar que, por derecho, le corresponde; 1832-1916). En un rasgo argumental de lo más sugestivo, el ingeniero, dramaturgo, matemático y político, observa con atino que ni el mal ni el bien son cuestiones que decida el azar.
Finalmente, un ya anciano don Juan rememora solo y a la luz de la lumbre sus tiempos pasados. Desea sentirse feliz una vez más antes de morir, y lo logra cuando la muerte se le aparece y él la toma por su antigua amada. Es una Boda eterna, también apostillada La Nochebuena de don Juan (1898), broche de oro por parte del novelista Eduardo Zamacois (1873-1971).
Aferrarse al poder político es una característica de quienes creen que la democracia es cuando ganan ellos y no los demás (y si no, para eso están las manadas, para incitarlas a tomar las calles). Algo que puede trasladarse al resto de parcelas de la vida; máxime, cuando no se tiene otra ocupación laboral.
En esencia, y pese a las desdichadas circunstancias privadas que atenazan a los distintos protagonistas, este es el eje vertebrador de la miniserie A Very English Scandal (Un escándalo muy inglés, BBC, 2018), filmada por el veterano Stephen Frears (1941), que como otros tantos, ha hallado un noble refugio en el medio televisivo para poder proseguir con su carrera.
Caso real llevado al libro por el periodista y novelista inglés John Preston (1953), publicado en 2016, A Very English Scandal se centra en la figura del miembro del Parlamento británico Jeremy Thorpe (1929-2014) y en los avatares del que fuera su amante (que no su protegido), Norman Josiffe, más tarde apellidado Scott (1940). La acción abarca desde los inicios de los años sesenta hasta finales de la década de los setenta, y en ella, casi ningún cargo público se salva, allende las ideologías. No en balde, nos hallamos en un ámbito en el que los buenos sentimientos no son más que palabrería de cara a la galería (y podemos emplear cara en su triple acepción de faz, apreciada y costosa).
Si nos atenemos a los tres capítulos de la serie, la vida del parlamentario Jeremy Thorpe es una continua simulación (matrimonial, profesional…) para mantenerse en el poder. Al punto de querer presentarse a las elecciones de 1979, previas a su juicio por conspiración de asesinato, en su afán por convertirse en otro de esos políticos empeñados en tutelar al votante más que en representarlo. El único que trata de decir la verdad es el alma cándida de Norman Scott (Ben Whishaw), aunque esto no conlleva que encuentre la estabilidad. Basta contemplar la actitud partidista del juez Joseph Cantley (1910-1993; interpretado por el recuperado Paul Freeman), de esos que anteponen sin cortapisas su ideología al cumplimiento de la ley. En general, poniendo de manifiesto lo sencillo que resulta influir sobre la opinión pública, cuando para un sector de la sociedad (de amplio espectro ideológico) ser gay era algo equiparable a un fenómeno de feria (o de psiquiatra).
Pragmático a su modo, Thorpe lo concreta al señalar que no sabemos a dónde nos llevará la marea (episodio II). Circunstancia que, en su caso, se cumple, al haber pretendido y después abandonado a Norman Scott. Por su parte, su colega y confidente (más que amigo), Peter Bessell (Alex Jennings), tras formar parte de este caldo de cultivo, acabará por marcharse (huir) a Norteamérica, aseverando que dejo demasiado daño detrás(II).
Tanto por sus circunstancias personales y ocupación como por su propia personalidad, es la de Jeremy Thorpe una escapada hacia adelante, una situación de la que no parece querer descabalgar.
Muy diferente es la perspectiva que tiene Norman de sí mismo, aunque esta varía. De considerar que la gente parece acusarme allá donde voy(I), pasará a reconocer que algunas personas sí se han portado bien con él (III). La desorientación laboral y de identidad son una misma cosa en este personaje; esto es, van de la mano y padecen al mismo tiempo. Aun así, este descubrimiento de la propia naturaleza acaba por definirse con el transcurrir de la década de los setenta. De mantener esporádicas y confusas relaciones con mujeres (con bastante pesar para alguna de ellas), Norman acaba por asumir su condición y no siente el menor complejo por ello. Todo lo contrario que Jeremy, del que comenta su secretario, David Holmes (Paul Hilton), que creo que le gusta el riesgo que conlleva(II). Pese a esta clara diferenciación, es interesante constatar las similitudes (que supongo reales) de estas vidas paralelas.
De hecho, las concomitancias son acuciantes. Muertes accidentales de las respectivas y sufridas cónyuges, o descendencia en forma de hijos, advierten acerca de cómo dos vidas se pueden cruzar y entrelazarse, incluso cuando no se permanece físicamente ligado, cortocircuitándose la una a la otra. Por lo que A Very English Scandal se convierte en la historia de la obsesión (in)disimulada de Jeremy por el muchacho; un empeño tanto para poseerlo como para eliminarlo, con objeto de salvaguardar su honor. No en vano, por mucho que una sociedad presione, no hay peor corrección política que la autoimpuesta.
En el caso de Jeremy Thorpe, esto será para mantener una imagen “pulcra” como miembro del Parlamento, sin perder de vista a sus electores (a la sociedad del momento, en definitiva). En el del desvalido Norman para, al menos, procurarse compañía (del tipo que sea). Un auxilio psicológicamente necesario. Por suerte, Norman hallará consuelo y refugio en la hospitalidad de la señora Edna Friendship (Michele Dotrice), la dueña de un pub, y en el amor que siente por los animales.
Como muchos sabemos, cada homosexual ha de sufrir su propio calvario en función del país y las circunstancias que le tocan en suerte o desgracia. Algo que sigue sucediendo, incluso en territorios donde los lobbies no se atreven a mirar. Respecto a Scott, no cree que fuera el mero prostituto de Thorpe. En el juicio, años más tarde, Norman comenta que Jeremy le hizo el amor, en lugar de emplear otras palabras más rotundas y amargas. A su modo, o en su inocencia, continúa enamorado. Lo que Norman ha venido reivindicando con el transcurrir del tiempo es la adquisición de su tarjeta de la Seguridad Social para poder trabajar. Algo que Thorpe no le ha concedido para evitar una vinculación oficial con él. Inhumano y craso error, ya que extraoficialmente existe una comprometedora correspondencia.
Stephen Frears sabe dosificar el suspense inherente al relato. También se toma la molestia de eludir los momentos más previsibles o estereotipados. Por ejemplo, la deriva de Norman Scott con las drogas, cuando se convierte en efímero modelo fotográfico (I), los vaivenes sentimentales de la “pareja” protagonista, abocada a la ruptura (I), los aburridos entresijos de la política (como las jornadas electorales o los envites del adversario de Jeremy, Emlyn Hooson [Jason Watkins], II) y otras escenas familiares. El fugaz reencuentro de Jeremy y Norman en un cruce de caminos, hacia 1974 (II), es otro momento adecuadamente expuesto por Frears. Como lo es el montaje en paralelo que, de forma concisa y certera, expone la ventura de ambos personajes; inclusive, el que contrapone la “victoria” final de Jeremy (del poder) al destino y soledad de Norman (que, no obstante, ha ganado su libertad: el poder auténtico).
La música de Murray Gold (1969) imprime cierto tono de comedieta (lo lamento, pero todas las partituras actuales me parecen cortadas por la misma tijera), con ciertos pasajes a lo Danny Elfman (1953), tal vez como acompañamiento musical a una representación que entiende la vida como una farsa. Pese a todo, no estamos tan lejos del ambiente malsano y barriobajero de Chicos sangrientos (Bloody Kids, 1979), del mismo director. A lo que se suma la interpretación de un Hugh Grant (1960) apresado por los tics, o que indirectamente parece querer emular la apostura del (genial) Leonard Rossiter (1926-1984) en Esto se hunde(Rising Damp, 1974-1978). Sin alcanzar la agria sagacidad de Sí, ministro (Yes, Minister, 1984-1987), A Very English Scandal es otro proceloso viaje a las profundidades de la política. Esas donde se desenvuelven los implicados en el (inepto) intento de asesinato de Norman, a cargo de Andrew Newton (Blake Harrison), versión chusca -permítaseme una analogía más- del James Mason (1909-1984) de Almas desnudas (The Reckless Moment, Max Ophüls, 1949).
Por otra parte, y como ya he señalado, la dirección del apreciable Stephen Frears, a través del guion escrito por Russell T. Davies (1963), depara buenos momentos. A los descritos, podemos agregar los que muestran a Jeremy sincerándose con su segunda esposa, la comprensiva y competente Marion (Monica Dolan), en el salón de su vivienda (III), el retrato del abogado defensor George Carman (Adrian Scarborough) (III), o la imagen de Peter Bessell ocultando una cartera con documentos en el techo de su despacho, antes de abandonarlo (II). Una imagen muy simbólica de lo que es la política.
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