¿Qué hacemos con los hijos?, de Pedro Lazaga

27 diciembre, 2018

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Antonio (Paco Martínez Soria) es taxista. Vive en un piso en pleno centro de Madrid. Ya le queda poco para acabar de pagar su Seat, que no es tan solo un utilitario, sino la forma de ganarse la vida. Se siente muy orgulloso de sus hijos, a los que considera poco menos que la envidia de todo el barrio. Pero la realidad es muy distinta.

El personaje de Antonio carecería de la cercanía y profundidad humana (con todo lo que ello conlleva), de no haber sido interpretado por el excelente Paco Martínez Soria (1902-1982). De hecho, ¿Qué hacemos con los hijos? (Filmayer, 1967) se abre de la forma simpática y acostumbrada de la mayoría de sus películas, de la mano de un chispeante texto de ubicación, narrado por la cálida voz en off de Simón Ramírez (1932-1995). En este caso, las imágenes muestran una ciudad vacía porque la gente está en el fútbol. Pese a todo, algunos abnegados han de trabajar, como ocurre con los taxistas, contemplados de forma hiperbólica como una rara avis y, precisamente, presa fácil de algunos desaprensivos. Así le sucede a Antonio con un matrimonio que no encuentra taxi y finge un inminente parto (Jesús Guzmán y Margot Cottens).

Después de la jornada laboral, Antonio se reúne con algunos de sus colegas en una tasca, donde conversa con Ceferino (Rafael López Somoza) y el enojoso Vinagre (José Sazatornil), y así es como comienza a sospechar que su pequeño mundo está edificado sobre cimientos falsos. Antonio no tardará en confirmar tales particularidades gracias a la criada Remedios (Lina Morgan), que con ayuda del primo del pescadero (el estupendo Emilio Laguna [1930]), le ha escrito una nota aclaratoria.


Antonio lleva muchos años casado con María (Mercedes Vecino), que defiende el fortín de la casa y el pundonor haciendo grandes sacrificios, y procurando que el progenitor no se entere de las malas noticias. Los hijos del matrimonio son Juan (Pepe Rubio), primogénito y tarambana que debe dinero a propios y extraños; Luisa (Irán Eory), que siempre ha soñado con ser artista y experimenta su primera y peligrosa bocanada de libertad en un bar de alterne o cabaret llamado El pingüino verde; el tenido por el intelectual de la familia, Antoñito (Emilio Gutiérrez Caba), que pretende aparcar sus estudios de abogacía para ser torero, y finalmente, Paloma (María José Goyanes), que es la única que aún se mantiene, digamos, inocente. Pero ni en esto tendrá suerte Antonio, ya que el pretendiente de esta última no es otro que un guardia antipático con exceso de celo llamado Enrique (Alfredo Landa), con el que ya ha tenido algún encontronazo.

En medio de este torbellino se halla María, que se lamenta ante su hijo Juan de que ya no sé de dónde sacar el dinero. Tu padre no se merece lo que les estáis haciendo, le espeta a su vez el tabernero (Manolo Gómez Bur) a Antoñito.

Todo esto es un auténtico palo para Antonio, que se conduce con rectitud y honradez. Sin embargo, nuestra historia no escatima el hecho de que tal vez su actitud resulta algo estricta en lo que se refiere a las aspiraciones (las legítimas) de sus hijos, tratando de imponer su disciplinado criterio. Al punto de que, la intimidad del matrimonio, que se nos ha mostrado en buena sintonía, juguetona y castiza, también se agría a causa de los hijos.


Chapado a la antigua, Antonio también tendrá ocasión de percatarse de su proceder y rectificar, merced a los consejos de Ceferino, acerca de darles un margen de confianza a los chicos; en suma, ofrecerles la oportunidad de darse cuenta de que están equivocados por sí mismos (con los dos mayores así será; con los menores Antonio aflojará la mano; así se atiende ambas vertientes). De este modo, los hijos madurarán a su ritmo y por su cuenta, aunque en el proceso el grupo familiar corra peligro. Antonio se había forjado una imagen que se descompone, pero está dispuesto a acepar otra más auténtica. La escena en la que se desahoga con un barman gay, aunque prevalezca la ironía, es alentadora y está bien llevada. El posterior regreso del taxista al hogar, primero con los antipáticos hijos (no cabe duda) sentados a la mesa, y más tarde, totalmente despoblado, es igualmente notable.

No obstante, como le recuerda un cura, cliente de su taxi cuando Antonio averigua las relaciones (formales) entre Paloma y el guardia Enrique, un padre debe desear la felicidad de sus hijos. Lo que no es óbice para que Juan haya caído en manos de un perista apodado El Orejas (José Sacristán), y Luisa en brazos del embaucador José (Sancho Gracia). A pesar de una conducta rayana en la sinvergonzonería, resultará que Juan no es más que un pelele enamorado de la persona equivocada, y Luisa una ingenua. Si bien, con independencia de la incumplida responsabilidad de ambos, querer su bien es una cosa y dirigirlos otra.

La pedida de mano de Enrique ante María y Antonio procura un instante distendido dentro de la narración. Luego, cuando llega la Navidad, los hijos ya viven su vida y el matrimonio se encuentra solo ante una cuna vacía. Pero en nuestro relato, no carente de angustia, todos han aprendido a atender sus obligaciones familiares.


Característica producción de Pedro Masó (1927-2008), comprometida con algún asunto en particular con ciertos ribetes de apertura y modernidad (aquí, la educación entre padres e hijos), ¿Qué hacemos con los hijos? sigue siendo una emotiva y honesta película. Por ejemplo, del productor y realizador me viene a la memoria Experiencia prematrimonial (1972), de la que no guardo un mal recuerdo pese a los varapalos críticos.

En esta ocasión, el texto se basaba en la obra de teatro homónima de Carlos Llopis (1913-1970), de 1959, adaptada por Vicente Coello (1915-2006) y el propio Masó. La dirección corrió a cargo del estupendo y muy popular Pedro Lazaga (1918-1979), y en la película podemos encontrar a otros colaboradores habituales como el editor Alfonso Santacana (-), el director de fotografía Juan Mariné (1920) o el imprescindible músico Antón García Abril (1933).

Elocuente es ese plano con grúa que enlaza el jolgorio de la taberna donde están reunidos los taxistas, con las curas que han de aplicársele a Antoñito tras una cogida, en las dependencias de al lado. Asimismo, destaca, de nuevo en cuanto a la dirección y el montaje se refiere, la escena que intercala momentos en la citada taberna o en la casa de Antonio, con las imágenes que muestran las actividades reales de sus descendientes.



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