Clásicos Inolvidables (CXLVIII): Frankenstein o el moderno Prometeo, de Mary Shelley

02 marzo, 2018

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Mary Shelley (1797-1851) tenía veinte años cuando escribió la novela Frankenstein o el moderno Prometeo (Frankenstein or the Modern Prometheus). Hasta llegó a ver una versión teatral de su obra, en 1823. Para las apreciaciones que me dispongo a hacer, no estará de más recordar que Prometeo fue el Titán mitológico que devolvió el fuego (más que mostrarlo por primera vez) a los mortales, en contra de la prohibición de Zeus (de algún modo, representante de la ortodoxia). En un estilo que se ha denominado post-gótico, la novela no ha dejado de editarse desde entonces, por lo que podemos considerar su olvido como algo muy relativo. En cualquier caso, hoy repasamos esta novela trascendental en la historia de la literatura y las demás artes, según la edición de la historiadora Isabel Burdiel (1958), con traducción de Mª. Eugenia Pujals (-), para Cátedra (Letras universales, 1999), que ofrece la versión íntegra del texto primigenio de 1818.

Personaje trágico por mil circunstancias (como lo fue su hermanastra Jane Clairmont [1798-1879]), Mary Wollstonecraft Godwin perdió a lo largo de su vida a varios hijos y a su esposo, que morirá ahogado en 1822.

Realmente, Frankenstein fue concebida en 1816, pero el parto de la criatura aún requirió de la ayuda de varias relecturas. Entusiasta por naturaleza y algo insegura, no ya por presiones sociales, sino por la dejadez familiar (paterna, principalmente: la madre murió tras el parto), en Mary Shelley hace mella la inestabilidad emocional que esta situación supone, lo que se traduce en una huida trashumante y en cierta postergación y sumisión de las que, por fortuna, sabría recuperarse con la madurez.

El caso es que el matrimonio de los padres de Mary hace aguas; la madre fallece, como queda dicho, y el padre se vuelve a casar. El escaso afecto que el progenitor dispensa a la hija entra en contradicción con la progresía de sus declaraciones y principios, siendo el perfecto (que no único) ejemplo de aquello que se predica pero no se lleva a término; lo que, por cierto, incluye tanto al político y escritor William Godwin (1756-1836), padre de Mary, como a su marido, el poeta y ensayista Percy B. Shelley (1792-1822), y al amigo de ambos, el célebre -literariamente hablando-, George Gordon Lord Byron (1788-1824). Siendo, en definitiva, esta circunstancia un trasvase psicológico que se transmite claramente a la novela: el protagonista no sabrá estar a la altura de sus actos.

Mary publica la novela en 1818 de forma anónima. Una segunda edición en dos volúmenes aparecerá en 1823, y una tercera, con apariencia de definitiva por parte de la autora, lo hará en 1831. Como adelantaba, la ayuda que recibe a lo largo del proceso, por parte de su marido, principalmente, es sobre todo de tipo gramatical y estilístico, pero la lucidez realista de tales insertos (propios o del esposo) no entran en contradicción con el temperamento imaginativo y netamente romántico de Mary Shelley. Ambos aspectos van de la mano en el espíritu de la novela, y anticipan una personalidad que, con el transcurrir del tiempo, sabrá renegar de la utopía pura y dura.

Por algo, como señala muy bien Isabel Burdiel, el conocimiento es, en buena medida, auto-conocimiento, argumentando, así mismo, la adscripción de la obra al género de la ciencia ficción más que al gótico (Introducción). En efecto, Frankenstein comparte con el género de ciencia ficción el alejamiento del progreso científico de un esqueleto ético, si bien, también abunda en los recovecos morales y claustrofóbicos más señeros del mencionado gótico.

En este sentido, ¿cuán humanas o divinas han de considerarse las creaciones de unos y de otros? Ítem más, ¿qué piensa la Criatura sobre el particular? ¿Cómo se observa y valora así misma? Las implicaciones éticas y filosóficas son muchas. No olvidemos que el descubrimiento del protagonista que da nombre al libro, se refiere a la revelación del principio de la vida. De este modo, lo narrado en Frankenstein revitaliza el género gótico, la novela jacobina y de costumbres, además del lenguaje de la filosofía ilustrada y la lectura romántica de autores como John Milton (1608-1674), así como preludia aspectos de la posterior ciencia ficción, haciendo la novela hincapié, a través del pensamiento de su autora, en los peligros de abrazar la causa de la revolución cuando se es incapaz de respetar el derecho a la libertad de cada individuo (es decir, que se posiciona frente a los que pretenden ser el sistema y la revolución al mismo tiempo; una tensión bien expuesta, si se me permite la acotación, en películas como Chouans [Ídem, Philippe de Broca, 1988]).

Ilustración original de la novela
El “monstruo” responde, por lo tanto, a la injusticia social así como a los abusos que se derivan de las irresponsables promesas liberticidas de progreso que le dieron forma (esto es, a los habituales resultados de todo proyecto utópico de reforma global). El resultado de ese híbrido fue un tercer ser que se diferenciaba de los anteriores en que, por primera vez, pensaba y hablaba por sí mismo (Introducción). Es a este representante de una tercera vía a quien da voz Mary Shelley, antes de sucumbir a la venganza, como definitiva forma de expresión y auto aniquilación. En cierto modo, la libertad ganada a pulso es la esforzada creación que se deriva de la opresión, y en tal estatus de libertad, es catalogada de monstruosa por quienes se empeñan en conducir al individuo por sus cauces doctrinarios (del tipo que sean), negándole su cualidad pensante particular; es decir, anulando a quien se enfrenta a los rigores ideológicos y seculares del grupo.

De este modo, y aunque siempre ha habido algún bobo solemne que ha declarado que la novela era un mal producto literario (si tuviéramos que hacer una lista de los sujetos que hablan de libros que no han leído o de películas que no han visto, no acabaríamos nunca), lo cierto es que los personajes de Frankenstein parten en pos de una libertad que queda tristemente sofocada, tanto por causas ajenas (la incomprensión) como inherentes (la irresponsabilidad, los actos delictivos).

En su inicio, la novela se abre con la expedición del explorador ártico Robert Walton, en busca de la ansiada ruta por el norte a través del Ártico, una parte del mundo jamás visitada hasta ahora (carta I). Contra todo pronóstico, recoge en su barco al inesperado viajero Víctor Frankenstein, desencadenante de toda una trágica cadena de acontecimientos. De él comenta Walton (en carta dirigida a su hermana Margaret, destinataria final de toda la información que se desgrana en la novela), que este nómada debe de haber sido una persona muy noble en otros tiempos (carta IV).

A partir de ahí, el ginebrino Frankenstein narra su historia (capítulo I), por lo que sabremos que creció en un ambiente familiar en el cual el dolor y la inquietud parecían no tener cabida, y que su amiga de la infancia y futura prometida, Elizabeth, es de carácter más exuberante y abierto. 

Imagen de la expedición de Ernest Schakleton
En suma, a Víctor Frankenstein le sucede lo que a muchos intelectuales y científicos, que pasado el ímpetu del descubrimiento y su ejecución, se desentiende de los resultados (o se le van de las manos, aquí acontecen ambos aspectos). Así, ante la elección de unos rasgos seleccionados por su hermosura (Introducción), en la confección de un ideal (el futuro “monstruo”), emerge el arrepentimiento o la negación de la realidad. Pero también lo hace el resentimiento hacia el creador por parte de la víctima. Una animosidad que, en cuanto a la divinidad se refiere, parece inherente al ser humano en su conjunto, o a una buena parte de su existir (pues la persona puede evolucionar). Sin embargo, tal “monstruosidad”, en la vertiente que lo muestra a los ojos de Frankenstein, lo es doblemente: por apariencia física y por moralidad. En tal tesitura, la Creación asesina al verse frustradas sus esperanzas y sentirse abandonada en un mundo que no comprende (lo que explica sus actos, aunque no los justifique). Es decir, la Criatura es consciente del mal que hace, aunque lo interprete como justo (por mal necesario).

A diferencia de la mayoría de personificaciones cinematográficas o teatrales, la Criatura es, por lo tanto, responsable, como cualquier ser humano, o como representación simbólica de este, del daño que ocasiona. Finalmente, como Padre (o Creador) solo hay uno, el ser desafecto llora su muerte, perdiéndose, física y alegóricamente, en la oscuridad y la distancia. Un final de matices tan materiales como trascendentes.

Pero antes de que eso suceda, subyace la emulación del Creador, ente suprahumano o rector, del que la Criatura pretendió ser imagen y semejanza sin conseguirlo. Un creador creado, a su vez, sea teológica o biológicamente. Por tanto, ambos personajes forman parte del misterio de una misma naturaleza, y su conducta depende de su buena relación con esta, o no. Si la relación es mala, prevalece el terror a no saber encauzar debidamente todo adelanto técnico, a alejarlo de una correspondencia moral, en su más amplia acepción. En la novela, Víctor Frankenstein hace uso de su libertad para llevar a cabo el experimento, pero no contempla la responsabilidad de llevarlo a buen término, más allá de su ejecución. De esta suerte, a las trágicas pérdidas familiares por causas naturales, se suman las desencadenadas por el experimento.

Dibujo de Bernie Wrightson
Es la razón por la que Mary Shelley incide en esta interesante y necesaria confrontación, en la figura de los profesores Krempe y Waldman (I: III). Ambos han instruido al joven Víctor Frankenstein, pero son dos personajes (figuras representantes de la medicina), totalmente contrapuestos. Waldman representa el avance (no el progreso desmedido e inconsecuente), en tanto que Krempe se obstina en su estancamiento cosmogónico y disciplinado. En declaraciones del alumno, cuanto más me adentraba en la ciencia, más se convertía en un fin en sí misma (I: III). Así, la Creación (el desacertado vocablo de “monstruo” solo fue adoptado por Percy B. Shelley en sus interpolaciones), y su repudio ético y estético, se asemeja al progenitor que no está a la altura de lo que predica, algo que Mary Shelley conocía muy bien.

Tras el experimento, el horrendo huésped “sale de escena”, y el joven científico somatiza su estado en un cuadro febril y obsesivo (I: IV). De tal modo que, cuando llega la primavera, el de Víctor es también un renacer, siquiera para volver a morir (en vida antes que físicamente). Asimismo, una visita a los Alpes se va tiñendo del estado de ánimo de sus atribulados visitantes (II: I y II), antes del temido encuentro con la Criatura en pleno campo (II: II).

Es este un lugar tan apresado por los (re)sentimientos de quienes lo transitan, que será aquí donde la Criatura contemple su imagen en un estanque (como toma de conciencia de sí misma, además de su fealdad II: IV). No en vano, buena parte de la estructura narrativa de la novela radica en el aprendizaje de la propia Criatura, tanto del entorno que le rodea como de su persona (II: III en adelante), aunque también asimila información en función del aprendizaje de otros personajes con que se topa, caso de la lectura de un libro llevada a cabo por los hijos de un granjero invidente (III: V y VII). Una iniciación, huelga decirlo, hecha a base de “golpes” y decepciones.

De hecho, estos capítulos se narran a modo de complementos cervantinos (quiero decir, al estilo de lo que sucedía en episodios como el del cautivo, en la primera parte de El Quijote [1605]). Lo cual, incluye el célebre episodio con el ciego, padre de una familia que acaba repudiando lo que ve (II: VII). De igual manera, el encuentro con una niña en el bosque (a la que salva), se solapa con la del pequeño William Frankenstein (que corre peor suerte), en el capítulo VIII de este segundo volumen (o división). Y ya que en el ámbito del mito cinéfilo hemos recalado, no olvidemos la estremecedora solicitud de una compañera, excelente derivada argumental que se produce en los capítulos VIII y IX del mencionado volumen dos.

Islas Orcadas, Escocia
Como antes anticipaba, Frankenstein se estructura por medio de una narrativa epistolar, propiciada por el misterio que siempre supone el hallar un diario. Además, frente al terror expositivo, se da la circunstancia de que Mary Shelley expone los distintos asesinatos fuera de escena, siendo estos referidos por carta (VI). Por consiguiente, el problema ético que se le plantea a Víctor no es solo su alteración o incursión en el orden de la naturaleza, sino también el hecho de haber procreado a un asesino, con lo que el daño se ramifica. Máxime cuando quedan perjudicadas terceras personas como la criada Justine Moritz. De hecho, ¿hasta qué punto es responsable indirecto del mal causado por la Criatura? 

Por su parte, la autora señala la personal toma de conciencia de Elizabeth acerca de la naturaleza inherente a todos los seres humanos; es decir, fijando su condición depredadora, sangrienta y “monstruosa”, lo que la convierte, antes de su deceso, en otra víctima de dicha naturaleza (¿venganza personal o necesidad cósmica?).

En el último volumen en que se divide el libro, asistimos al compungido periplo de Víctor Frankenstein por Inglaterra, en compañía de su amigo médico Henry Clerval. La segunda creación, a instancias de la Criatura, acontece en las apartadas islas Orcadas, en la costa septentrional de Escocia; al igual que su destino, con la Criatura observando desde el ventanal y jurando venganza (III: III). Seguidamente, Víctor es acusado en Irlanda de la muerte de otra persona, aunque luego es absuelto (III: IV). De lo que no se libra Frankenstein es de vivir preso de la angustia, de aquello que puede acontecer en cualquier momento: sus pensamientos abruman al lector a lo largo de casi toda la obra. Unas aprensiones que oculta a sus allegados, hasta que resulta demasiado tarde. Así, pese a que Víctor se sincera con un magistrado sin éxito (III: VI), el explorador Robert Walton concluye que desconoce los sentimientos de aquel a quien perseguía (III: VII). 

Escrito por Javier C. Aguilera 


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