Para el sábado noche (LXXVII): El beso de la pantera, de Paul Schrader

02 diciembre, 2018

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Existen muchos mitos. De hecho, los símbolos se yuxtaponen, son antiquísimos y consustanciales al ser humano, que instintivamente tiende a ellos, porque con ellos puede comunicarse con lo trascendente. En el mito suele cobrar singular importancia tanto lo que lo que se manifiesta como lo que se oculta, su fuerza es la dinámica de reunificación con la divinidad. Ahora bien, en una sociedad tecnologizada hasta la náusea, el ámbito de lo simbólico queda constreñido y acaba convirtiéndose en una necesidad reprimida, tal y como les sucede a los protagonistas de nuestra película, conectores alegóricos y portavoces (también según la conducta de su albedrío) de la historia fundacional de toda una cultura, representada por el mito de las imágenes iniciales. Es la narración de unos acontecimientos que han marcado una sociedad específica, y que pueden llegar a ser más ciertos que la propia realidad. Aparte de que, como en todo mito, este posee una parte críptica (ambiguamente simbólica) y turbadora, que es el motor de la película. De tal forma que en El beso de la pantera (Cat People, Universal, 1982), esta relación con el proceso mítico parece haber sido alterada por un pueblo, proponiendo un rumbo alternativo, el de los seres gato.

En los pueblos arcaicos el arraigo con lo mágico se percibe mejor. Así lo muestra la presente historia en su secuencia de apertura, tras los sugestivos títulos de crédito. Una psico-dramatización del símbolo donde asistimos a la entrega de una virgen (más que el sacrificio) y la simbiosis con el paisaje (que no se aviene tanto en el escenario de la urbe), por medio de un árbol arquetípico que semeja un altar. En suma, se trata de un lugar primario y maravilloso donde se representa una cosmogonía y se manifiestan los poderes sacros de forma especial. Pero como para que sea sagrado ha de haber cierta conexión, el realizador eleva la cámara al cielo de forma expresiva en uno de los planos. De este modo, asistimos a un rito de paso a otra dimensión; a una parábola que enarbola una fantasía (erótica) ligada con lo ordinario.

A recrear este mundo mítico alternativo, pero que está en este, ayudan los efectos ópticos del veterano Albert Whitlock (1915-1999), y los plásticos del no menos estupendo Tom Burman (1940), creador de los inolvidables ultracuerpos. Al igual que sucedía en la primigenia y magistral La mujer pantera (Cat People, Jacques Tourneur, 1942), ellos son el mecanismo que alienta el relato cinematográfico, pese a permanecer en una polisémica y seductora sombra; diríamos que un discreto primer plano. En esta relectura, se acude a la fuente original, el guión de DeWit Bodeen (1908-1988), adaptado por el interesante Alan Ormsby (1943), que consigue resultados armónicos y complementarios (no un mero calco). Como consecuencia, El beso de la pantera se convierte en una de esas versiones (más que remakes) que, de forma creativa, convive a la perfección con su antecesora (algo a lo que hacía referencia en mi anterior artículo).


Teofanía desviada o no, el caso es que Irena Gallier (Natassja Kinski) se encuentra con su hermano Paul (Malcolm McDowell), un predicador evangelista, en el aeropuerto de Nueva Orleans (EEUU). Esto se produce tras el fundido de uno de aquellos rostros atávicos con el de Irena. El reencuentro entre los hermanos es peculiar por varias razones. Su particular vínculo de sangre parece tropezar con la alegría del reencuentro tras muchos años de ausencia. En un solo plano se condensa el deseo de la unión (por parte de Paul) y el miedo instintivo al contacto físico (al incesto, por parte de ambos).

Existe una razón para ello. Ambos pertenecen a una raza que solo se puede aparear entre sí misma. Son las personas gato. Y en el caso de Irena y Paul, el desvalimiento es incluso mayor, pues ya no poseen una familia: los padres, artistas ambulantes de circo, fallecieron. Tan solo se tienen a ellos, en sentido vinculante, porque cuando las relaciones amatorias se hacen extensivas a otros suele haber sangre de por medio; una propensión animalizada de dar muerte (con inclusión de algún gatillazo a lo bestia).

Este aspecto decadente y malsano parece trasladarse tanto al escenario que habitan los personajes, la ancestral ciudad de Nueva Orleans, como a su residencia particular, una antigua y desportillada casona. Allí les atiende Female (Ruby Dee), amiga, familiar o sirvienta que está al tanto de todo. Incluso el grupo reza al dios cristiano estando a solas, dando a entender que, pese a la cualidad que les atenaza, también ellos forman parte de la especie humana. En este sentido, no parecen considerar su condición como una maldición, a pesar de los “inconvenientes” que ocasiona. Más aún, los hermanos están conectados por la fantasía del sueño, en lo que es un peculiar estado alterado de conciencia.


No es extraño, por lo tanto, que a Irena se le desvele su naturaleza e identidad por medio de un sueño interactivo. Su memoria genética está comenzando a despertar, abriéndose a una concepción del mundo donde la realidad se da a distintos niveles. Es el suyo un microcosmos dentro del macrocosmos, en una narración que entiende la fábula como una realidad superior (y periclitada). Entonces éramos dioses, concreta Paul.

El símbolo es siempre transformador, aunque esto se replique según cada quien. Las relaciones que Paul entabla con el resto de seres humanos son distintas a la que Irena establece con Oliver Yates (John Heard), el veterinario jefe del venerable y sugerente zoológico de Nueva Orleans. Es interesante este personaje porque, a través de él, el crítico de cine, guionista y realizador Paul Schrader (1946) personaliza su querencia por el mito de Beatriz y Dante; es decir, por la idolatría de la figura femenina (o cual sea), que se nos antoja como inalcanzable. Oliver representa dicha postura, razón por la que ha postergado su entrega amorosa (no física) y el resto de sus relaciones, por ejemplo, con su compañera de trabajo Alice Perrin (Anette O’Toole), no parecen llevar a ningún puerto definido.

En el que es su primer encuentro con Irena, Oliver le espeta, irónicamente para el espectador, que no muerdo, añadiendo poco después que prefiero los animales a las personas. A su vez, Irena le informa de que tengo un metabolismo extraño (constatado por esa fiebre que va y viene, o por el hecho de no comer carne). Sin embargo, la atracción entre ambos ya es evidente.


Paul Schrader emplea otros significativos planos cenitales, por los que la cámara acecha varias veces a los personajes desde una incierta altura. Los fundidos a negro y algún encadenado marcan la elegante transición entre escenas o situaciones de alto contenido emocional. El mito de Eros y Tánatos queda universalizado a través del tiempo por vía de este desvío narrativo, somático y psicológico, que en el fondo nos advierte de esa parte animal que todos llevamos dentro, y que se materializa, literalmente, mediante la progenie de esta ficción. Una apuesta arriesgada (propia de una época arriesgada y fértil como pocas), puesta de relieve por la fotografía de John Bailey (1942), que prima los tonos lima, cobrizos y anaranjados; la adecuada música electrónica de Giorgio Moroder (1940), y el trabajo de ambientación del director artístico Ferdinando Scarfiotti (1941-1994). Finalmente, será la de Irena una transgresión de las normas establecidas por su raza (por siniestras que parezcan), cuando al fin yazca con Oliver.

El director introduce en su versión otros logros atemporales de la película de Tourneur (1904-1977). Vasos comunicantes como el sonido del autobús que espanta (saca esporádicamente de su ensimismamiento) a Alice; la escena, no menos mítica, del acecho en la piscina, o la misteriosa dama que reconoce en Irena a una igual en una cafetería. Tampoco se escatiman algunas imágenes con vocación de icónicas, en torno a Irena principalmente, donde la luz y el color muestran un vigoroso significado visual.


Así, mientras Paul da rienda suelta a sus instintos, Irena es, en principio, una “reprimida”. El agudizamiento de sus sentidos, alimentados por el deseo no consumado, en la soledad de una noche en el campo, le ayudará a comprender su naturaleza y la imposibilidad de una (permanente) unión física con los humanos. Sus movimientos se agilizan y se libra de lo superfluo (la ropa) en contacto directo con la naturaleza, esa parte primordial de la que todos procedemos.

Su segunda transformación, tras hacer el amor con Oliver, ya es más completa, físicamente hablando. La tercera (y puede que última), pone en escena un nuevo rito entre el humano e Irena, cuando Oliver la ata a la cama. Pero, al contrario de lo que le sucedía a Paul, que al tiempo recobraba su envoltura humana, ¿es irreversible este último encuentro amoroso? Quizá la diferencia estribe en que, lo que para Paul no era más que una necesidad fisiológica, en Irena se ha convertido en un auténtico sentimiento de amor. Pese a todo, ¿conlleva esto la elaboración de un nuevo altar particular, algo así como una paradójica liberación entre rejas? El final queda abierto. No se pueden poner puertas al mito.

Escrito por Javier Comino Aguilera


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