La noche de Fin de Año, o de Año Nuevo, según se mire, las escritoras Liz Hamilton (Jacqueline Bisset) y Merry Noel Blake (sic) (Candice Bergen), brindan a solas por un futuro mejor, o al menos, más comprensivo, en la cálida habitación de una apartada casa de campo, a las afueras de la gran urbe neoyorquina.
¿Qué ha sucedido hasta entonces? ¿Qué circunstancias han desembocado en esta situación? Años atrás, Liz le preguntaba a su amiga Merry por qué las mujeres de la mayoría de los dramas literarios acababan solas. Ello, pese a su inteligencia y fortuna, en el mejor de los casos.
Lo cierto es que todo relato tiene un principio, como altibajos sus protagonistas. En Ricas y famosas (Rich and Famous, MGM, 1981), última realización del siempre apreciable George Cukor (1899-1983), el comienzo se sitúa en el Smith College, la universidad femenina de Massachusetts (EEUU), en 1959, cuando Merry se fuga con el prometedor Doug (David Selby) para casarse, dejando a Liz el osito de peluche que representa su inquebrantable amistad (como finalmente se demostrará). Respecto a los referidos altibajos, la película los intercala mediante la técnica de mostrar al espectador retazos comunicantes de las vidas de estas dos personas que, por convicción u obstinación, alcanzarán la tan ansiada categoría de la riqueza y la fama.
Pero conviene matizar el título de la película. Ricas y famosas lo son relativamente, pues como sucede en el ámbito de las relaciones personales, la fama es efímera y la riqueza ambigua (esta sería la lección o el propósito para el Año Nuevo).
De cualquier manera, ambas personalidades no pueden ser más distintas e iguales. Quiero decir que los anhelos que las atenazan, como mujeres y como escritoras, son los mismos, pese a que Liz es mundana, aunque algo desplazada, y Merry extrovertida y locuaz. Más aún, la primera contempla la sociedad y la naturaleza en general, con la debida distancia del escritor que es personal, sabiendo adaptarse al ambiente neoyorquino (al que parece pertenecer), en tanto que la segunda es buena receptora y se integra en el conjunto de dicha sociedad, con independencia de cierta disposición clasista de raigambre sureña (concretamente, de Atlanta).
Las dos están resueltas a alcanzar, como se suele decir, su lugar en el mundo. Novelista, ensayista y comprometida (como también se suele decir), más con la feminidad que con el feminismo (por suerte), Liz parece ser el espejo donde se mira Merry, aunque en el fuero interno de esta última ya anidara la disposición de ser escritora desde niña. A pesar de todo, los connaturales celos (más que la envidia pura y dura) son recíprocos, puesto que el matrimonio de Merry con Doug es al que Liz le habría gustado aspirar, en lugar de danzar de una relación frustrada a otra, o de un encuentro esporádico a otro. Al menos, George Cukor tiene la delicadeza suficiente como para mostrar dos de esos encuentros casuales de la forma menos moralista posible, siendo el primero un simple desahogo en los lavabos de un avión, y el segundo, un momento tierno y sensitivo (aunque comerciado) con un chico joven. El resto de relaciones de Liz, se supone que más profundas, tan solo son referidas a lo largo de la narración.
Pero si el joven Jim (Matt Lattanzi) es el representante del afecto que se compra, tampoco le irá mejor a Liz con el periodista Chris Adams (Hart Bochner), de retórica más trabajada (que no es lo mismo que madura), pero idéntica desinhibición y olvidadizo interés.
En cuanto a Doug, la estampa del marido de Merry en sus horas más bajas no excusa el enmascaramiento cobardica y frustrado, alienado de sí mismo, de este personaje tendente al fracaso, por mucho que se nos trate de convencer de que es una persona maravillosa (resulta el rol más desdibujado o tópico de la película, previsible y prefabricadamente estoico, como salido de la pluma de la esposa). Todo lo contrario de la hija, Debby (Meg Ryan), un personaje que casi podemos entender como el alivio cómico del relato (¿acaso no lo es la adolescencia?).
Ambas escritoras contemplan y evocan la vida femenina desde sus ángulos, con fortaleza, pero progresivamente conscientes de sus carencias (en realidad, las de ellas y las de todo el mundo), en un continuo proceso de emulación y auto definición, por el que todos necesitamos en quién reflejarnos, y a partir de quién construirnos.
Esta deriva emocional se traduce también en un divertido enfrentamiento de idiosincrasias, no ya personales, sino geográficas. Las excelencias de la élite social de Nueva York frente a la franca y desprejuiciada rusticidad californiana u otras tierras del sur, nos retrotrae al fresco de producciones como California Suite (Ídem, Herbert Ross, 1978). Lo cual se refleja en un elemento distinguidor por antonomasia como es la lengua: el lenguaje de California no es el mismo que el de Nueva York. Siendo esta última el receptáculo de una sociedad siempre presta a tomarse una copa para contemplar con desdén al resto de la humanidad, previa consulta del New York Times, a modo de Biblia particular.
Un aspecto que se ilustra con la concesión de un importante galardón literario, el Premio Nacional de Escritores, concedido a la mejor obra de ficción del año, con las consabidas fiestas para crear opinión. Bullicioso concilio pese a que, como observa Liz, ahora ya nadie quiere hablar (salvo a través del cuerpo). En fin, se trata de ese tipo de reuniones inteligentes donde las palabras que más flotan en el aire son algunos pronombres personales.
Ello contribuye a la sensación de que todo es instantáneo, efímero en lugar de duradero. Porque, ¿qué es la amistad? En semejante clima, la respuesta solo puede ser que aquello que no deviene pasajero; y naturalmente, el estar en los momentos de dificultad (cuando todo marcha florecen las amistades pero no la amistad). Como bien advierte Merry, refiriéndose a un vecino famoso, el hecho de que sea una estrella no significa que sea feliz.
Por lo tanto, dos ambientes, dos caracteres, pero una sola necesidad: destacar, cumplir los objetivos marcados, más que por un grupo social, por uno mismo, tal cual se expresa en la antedicha escena final. Nunca he encontrado a nadie con quien compararme, explicará Liz de una forma bastante gráfica, aunque de soslayo, tras su segundo esfuerzo literario.
La estructura fragmentada de la película es el sostén de la narración. El tiempo de los personajes parece fraccionado por los vericuetos de la vida, y así nos es mostrado. Un tipo de narración en la que la rivalidad se escenifica; no se sobrelleva en silencio como ocurre en la vida real. Se padece pero sale a flote. Esto es, no importa tanto aquello que se oculta, como en otras ocasiones, sino lo que emerge de manera bastante expresiva.
Un recurso teatral que es fiel reflejo de lo que suele ser la vida, tanto interior como a nivel de lo que proyectamos. En este sentido, los personajes son francos además de mordaces, al saber emplear la herramienta de la palabra como eficaz arma arrojadiza.
Caracteres, procedencias… el otro parámetro que se va insinuando a través de la película es el de la arrogante y despreocupada juventud, frente al consciente temblor de la madurez (no necesariamente de la edad). A pesar de terminar solas, las dos amigas se tienen la una a la otra, como advierte Liz. La sociedad las adora, las admite y las devuelve. Ellas parecen representar ese tipo de escritura popular de robusta pátina prosística, asequible vinculación lectora y evanescente talante familiar, al estilo de un Harold Robbins (1916-1997), Dan Brown (1964) o Jacqueline Susann (1918-1974). Al punto de que Merry pergeña hasta cinco best-sellers seguidos, convirtiéndose poco menos que en una institución editorial, según se comenta en uno de esos magacines (en este caso televisivo, pero lo mismo da impreso), donde se alecciona acerca de lo que está de moda y se debe leer.
Considerable logro frente a la trabajosa facultad para la escritura de Liz. De hecho, en unos tiempos en los que nadie parece estar a la altura del amor y la literatura, a las esforzadas escritoras se les plantea la interesante y tremebunda cuestión de si es necesario el quedar destrozada por una relación, sea profunda o superficial, para poder acometer el ejercicio de la escritura. Terrible ingrediente al que se suma aquello que se ambiciona, junto con todo lo que se ha dejado atrás.
Escrito por Javier C. Aguilera
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