A pesar de intentar evitarlo, vivir en la incoherencia y la hipocresía es más habitual de lo que pretendemos. Cada vez más podemos percibir cómo los valores que van incorporándose a nuestra sociedad provoca, por una parte, un choque con lo anteriormente establecido, lo que repercute en el habitual duelo generacional, y por otra, nos hace aspirar a un tipo de sociedad que, en la mayor parte de ocasiones, no coincide con nuestros actos. Es decir, procuramos clamar mensajes a favor de la ecología, la igualdad, la vida sana, la educación, la libertad o la mesura, pero vivimos en una continua disonancia con esos mismos mensajes, de una forma u otra. De ahí que Captain Fantastic (2016) pueda suponernos un relato incómodo.
En esta película de cine independiente, el director y guionista Matt Ross nos plantea una reflexión en torno a la educación y al desarrollo social en las líneas que mencionábamos antes. El argumento es bien sencillo: una familia habita en la naturaleza, alejados del capitalismo estadounidense que les rodea, formando a sus hijos tanto física como intelectualmente a través de la experiencia en primera persona tanto ejercitándose en medio de la naturaleza como leyendo acerca de cualquier tema que les cause interés, a un nivel de profundidad que algunos podrían considerar inadecuados para su edad. Sin embargo, la madre, ya ausente cuando empieza la obra, se ha suicidado lejos de su hogar y ahora el padre, Ben Cash (contundente y entregado Viggo Mortensen), decide sumergirse junto a sus hijos en un viaje para cumplir la última voluntad de su esposa. No obstante, a pesar de la sencillez argumental, el foco se sitúa en la forma en que Ben educa a sus hijos y en el posterior choque entre sus principios y los del mundo que le rodea, debiendo enfrentarse a los defectos de su propio sistema.
De esta forma, la película se desarrolla en tres partes más un epílogo que sirve de cierre. En la primera parte descubrimos a esta peculiar familia dentro de su entorno propio, con su rutina, que se asemeja a un estilo de vida primigenio: sin tecnología, en la naturaleza, viviendo de la caza, de la agricultura y educándose en la lucha física y en el ejercicio como si se tratasen de atletas de élite. A su vez, su entretenimiento llega con los libros, que van desde las grandes novelas de la literatura universal hasta ensayos sobre física cuántica o política. Sin faltar tampoco la formación musical o el necesario cariño, todo ello desarrollado de forma intergeneracional, con la convivencia y el aprendizaje mutuo de todos los hijos a la vez, a pesar de su diferencia de edad.
A partir de la sinceridad, Ben no duda en presionar a sus hijos para lograr que piensen por sí mismos: obliga a una de sus hijas, Kielyr (Samantha Isler), a reflexionar sobre lo que le produce la novela Lolita (Vladimir Nabokov, 1955) en lugar de que se quede en un mero "interesante", fuerza a su hijo Rellian (Nicholas Hamilton) a superar la dificultad de una escalada sin ayuda alguna, porque así se enfrentará en realidad a los demás retos de su vida, y no duda en hablar y explicar en qué consiste la sexualidad cuando el hijo más pequeño, Nai (Charlie Shotwell) se le ocurra preguntar por ello. En su conjunto, los niños son, como se describe en la película, pequeños reyes filósofos.
La segunda parte será una road movie en el que se produzca el choque entre la realidad exterior y el mundo que Ben había creado junto a su mujer Leslie (Trin Miller) para educar a sus hijos. En este parte del relato se certifica la superioridad de la educación recibida por parte de Ben, sobre todo en el crucial encuentro con sus primos, que pone el dedo en la llaga en nuestro sistema educativo, así como el rechazo al capitalismo hasta su última instancia, incluyendo el robo descarado. Sin embargo, también se irán viendo sus debilidades y flaquezas, que concluirán en el funeral y en el enfrentamiento entre Ben y el padre de Leslie, el abuelo Jack (Frank Langella). En ese momento se producirán distintos impactos emocionales para el padre de familia, que le hará replantearse lo que ha hecho y aunque el final, y última parte de la película, es climático, supone también un cambio sutil pero relevante en el protagonista. La serenidad de su epílogo refleja también una humanización de un personaje que había quedado en la película excesivamente endiosado.
En esta película de cine independiente, el director y guionista Matt Ross nos plantea una reflexión en torno a la educación y al desarrollo social en las líneas que mencionábamos antes. El argumento es bien sencillo: una familia habita en la naturaleza, alejados del capitalismo estadounidense que les rodea, formando a sus hijos tanto física como intelectualmente a través de la experiencia en primera persona tanto ejercitándose en medio de la naturaleza como leyendo acerca de cualquier tema que les cause interés, a un nivel de profundidad que algunos podrían considerar inadecuados para su edad. Sin embargo, la madre, ya ausente cuando empieza la obra, se ha suicidado lejos de su hogar y ahora el padre, Ben Cash (contundente y entregado Viggo Mortensen), decide sumergirse junto a sus hijos en un viaje para cumplir la última voluntad de su esposa. No obstante, a pesar de la sencillez argumental, el foco se sitúa en la forma en que Ben educa a sus hijos y en el posterior choque entre sus principios y los del mundo que le rodea, debiendo enfrentarse a los defectos de su propio sistema.
De esta forma, la película se desarrolla en tres partes más un epílogo que sirve de cierre. En la primera parte descubrimos a esta peculiar familia dentro de su entorno propio, con su rutina, que se asemeja a un estilo de vida primigenio: sin tecnología, en la naturaleza, viviendo de la caza, de la agricultura y educándose en la lucha física y en el ejercicio como si se tratasen de atletas de élite. A su vez, su entretenimiento llega con los libros, que van desde las grandes novelas de la literatura universal hasta ensayos sobre física cuántica o política. Sin faltar tampoco la formación musical o el necesario cariño, todo ello desarrollado de forma intergeneracional, con la convivencia y el aprendizaje mutuo de todos los hijos a la vez, a pesar de su diferencia de edad.
A partir de la sinceridad, Ben no duda en presionar a sus hijos para lograr que piensen por sí mismos: obliga a una de sus hijas, Kielyr (Samantha Isler), a reflexionar sobre lo que le produce la novela Lolita (Vladimir Nabokov, 1955) en lugar de que se quede en un mero "interesante", fuerza a su hijo Rellian (Nicholas Hamilton) a superar la dificultad de una escalada sin ayuda alguna, porque así se enfrentará en realidad a los demás retos de su vida, y no duda en hablar y explicar en qué consiste la sexualidad cuando el hijo más pequeño, Nai (Charlie Shotwell) se le ocurra preguntar por ello. En su conjunto, los niños son, como se describe en la película, pequeños reyes filósofos.
La segunda parte será una road movie en el que se produzca el choque entre la realidad exterior y el mundo que Ben había creado junto a su mujer Leslie (Trin Miller) para educar a sus hijos. En este parte del relato se certifica la superioridad de la educación recibida por parte de Ben, sobre todo en el crucial encuentro con sus primos, que pone el dedo en la llaga en nuestro sistema educativo, así como el rechazo al capitalismo hasta su última instancia, incluyendo el robo descarado. Sin embargo, también se irán viendo sus debilidades y flaquezas, que concluirán en el funeral y en el enfrentamiento entre Ben y el padre de Leslie, el abuelo Jack (Frank Langella). En ese momento se producirán distintos impactos emocionales para el padre de familia, que le hará replantearse lo que ha hecho y aunque el final, y última parte de la película, es climático, supone también un cambio sutil pero relevante en el protagonista. La serenidad de su epílogo refleja también una humanización de un personaje que había quedado en la película excesivamente endiosado.
Aunque resulta evidente que Matt Ross se decanta por apoyar el sistema de su protagonista, no se permite caer en la ausencia de crítica y mostrará también el apartado negativo de ese sistema. No obstante, es más que obvio que Captain Fantastic apuesta por mostrarnos que una educación basada en el interés, en la motivación, en un aprendizaje real, que parta de los problemas a los que se enfrentan, como estudiar anatomía a través de cómo te enfrentarías a un agresor, u obligando a reflexionar sobre aquello que se lee sin caer en los tópicos comentarios, además de, claro, personalizar la enseñanza a cada individuo; es decir, una educación mucho más eficaz y hacia lo que realmente se recomienda. Sin embargo, la segunda parte de la película mostrará cómo se equivoca Ben y lo hará tanto cuando él mismo se dé cuenta (por ejemplo, al provocar que su hija Vespyr [Annalise Basso] tenga un accidente), como cuando se lo reprochen sus hijos (especialmente, el díscolo Rellian), así como las ocasiones en que la forma de actuar de estos personajes sea reprobable e inmoral, a pesar de sentirse dignos.
No en vano, la obra no esquiva la oportunidad de comparar al abuelo Jack, muy conservador y rico, con el pensamiento de Ben para mostrarnos las imprudencias de un lado como de otro. A fin de cuentas, que Jack sea tan dictatorial y ocupe el poder por influencias no se aleja de la forma en que Ben ha moldeado a sus hijos a su antojo, inculcándoles las ideas que él consideraba oportunas y un desprecio e intolerancia hacia el pensamiento de las demás personas. Una de las grandes incoherencias de un personaje que, llegado el momento, pedirá a su hijo mayor, Bodevan (George MacKay) que trate adecuadamente a la mujer de la que se enamore, pese a que eso quizás no incluya el respetar sus creencias, su forma de vida o su pensamiento político.
A todo lo mencionado, debemos sumar el recuerdo a Amor y pedagogía (Miguel de Unamuno, 1902), novela en la que el autor bilbaíno plantea también un sistema educativo para crear un genio olvidándose del factor emocional, hecho que será crucial para la vida -y muerte- de ese hijo genial. Comentaba que debíamos sumarlo porque Captain Fantastic plantea una situación semejante con respecto a Bodevan, del que contemplaremos su primer acercamiento amoroso a una muchacha con la consecuencia más evidente: pertenecen a mundos distintos y allí donde Bo es un genio, en el mundo cultural, no lo es en las relaciones humanas. El sistema de Ben y Leslie creó reyes filosóficos, pero asociales, aislados del resto del mundo, por lo que resultará muy difícil que vivan en él si no aprenden a convivir con sus iguales. Ello no quiere decir que deban perder su pensamiento individual, pero la sociabilidad sigue siendo un factor relevante en el desarrollo humano, como seres gregarios que somos.
Por último, cabría mencionar el hecho de que todo lo relativo a Leslie es confuso a lo largo de la película y logra cierta ambigüedad hasta el final, por lo que también funciona como motor del cambio en la mentalidad de Ben. Si bien su marido estaba convencido de que compartían la misma visión de la realidad, poco a poco la obra nos mostrará que ese idilio quizás no fue real, ya no solo por los problemas psicológicos que atravesó su esposa al desarrollar bipolaridad, sino también por el secreto que mantuvo con uno de sus hijos ayudándole a hacer algo que el padre rechazaría sin duda.
El problema final es que podría haberse tratado de una obra aún más profunda, o quizás más rupturista o radical, más incómoda o más anticlimática, dado que no evita su happy ending. No se trata de una solución realista ni generalizada, pero da buena muestra de otro modelo, de otra forma de ser y, ante todo, de una gran coherencia personal. Todo envuelto en una película bien llevada, con unas actuaciones muy bien sostenidas incluso por los niños y, sobre todo, por el espléndido Viggo Mortensen. A pesar de que no se trata de una reflexión detallada acerca de lo que hace, quedándose en lo superficial, funciona como un buen relato para plantearse que otro estilo de vida, y de educación, es posible.
Escrito por Luis J. del Castillo
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