El autocine (LVI): La maldición de la mujer pantera, de Robert Wise y Gunter von Fritsch

07 diciembre, 2018

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Antes de convertirse en realizador, Robert Wise (1914-2005) fue un excelente montador en los estudios RKO. Es, por ejemplo, el responsable de la innovadora edición -junto con su director- de Ciudadano Kane (Citizen Kane, RKO, 1941). En esta ocasión, su primer encargo al frente de una película fue una tarea compartida con el menos conocido Gunter von Fritsch (1906-1988). Algo a lo que tampoco Wise se opondría cuando firmara la exitosa West Side Story (Ídem, United Artist, 1961), junto al coreógrafo Jerome Robbins (1918-1998). La buena armonía siempre fue una característica afín en la persona de Robert Wise, uno de los realizadores más injustamente infravalorados durante las décadas de la aleatoria política de autor. Algo que, por suerte, ha sido superado, pese a los pertinaces tópicos de los críticos más obstinadamente ideologizados o los aficionados con obsesión por los “number one” y otras tontadas.

Bajo la inspirada batuta del productor Val Lewton (1904-1951), al que ya hemos aludido en otras ocasiones, se orquestaron una serie de películas que supieron aunar el horror físico (por muy velado que se mostrara) con la descripción psicológica. Una vez más, nos deslizamos por el terreno de la fábula.

Existen hermosas leyendas en el Valle del Aullido, comenta una profesora, la señorita Callahan (Eve March), a sus alumnos, durante un paseo por el campo. Entre los muchachos se encuentra Amy Reed (Ann Carter), de la que una compañera comenta que siempre está en las nubes. Es como un fantasma, añadirá otra más adelante.

De este modo, queda establecida una diferencia que viene dada por el carácter fantasioso de la niña, en relación con el resto de escolares, siendo este el punto referencial del guión desarrollado por DeWitt Bodeen (1908-1988), tras su anterior logro con La mujer pantera (Cat People, Jacques Tourneur, 1942). A lo que se suma la nueva aquiescencia en la fotografía del excelente Nicholas Musuraka (1892-1975), y una atmosférica y particularmente lograda partitura de Roy Webb (1888-1982; publicada en su día por el sello Cloud Nine Records: CNR 5008). De tal forma que La maldición de la mujer pantera (Curse of the Cat People, RKO, 1944) se convierte en una continuación de su antecesora, pero no en una secuela al uso. Lo que no obsta para que, si la primera era una película que podíamos calificar de “adulta”, esta sea un elaborado cuento para niños (algo que para algunos parece que constituye un demérito).


El diseñador de barcos Oliver Reed (Kent Smith) tuvo a Amy de su relación con la difunta Irena Dubrovna (Simone Simon), la mujer pantera. Ahora está preocupado porque piensa que el exceso de imaginación de su hija puede ser una señal de incipiente locura. Tiene demasiada fantasía y pocos amigos, concreta. Lo que, teniendo en cuenta los antecedentes de la madre, escapa al mero ámbito de la idiosincrasia infantil; o al menos, con eso juega pertinentemente la trama de la película. Es evidente que Amy es particularmente sensible a una serie de manifestaciones que escapan a los demás. Es tan melancólica…, insiste el padre. Sin embargo, ¿se trata de tristeza o de enfermedad? ¿O del acercamiento a una zona de la realidad de la que la niña es partícipe? Oliver teme, no obstante, que Amy no sea capaz de distinguir entre fantasía y realidad; una fantasía a la que él está imposibilitado para acceder, ya desde época de su matrimonio con Irena (sigue pensando que lo de su esposa fue un dramático proceso de insania).

Sirviendo de puente entre ambos mundos (o ambas vertientes de un mismo mundo), está su nueva compañera sentimental, Alice (una estupenda Jane Randolph), y en parecido grado, la señorita Callahan. Además, como se suele decir y suceder en la mayoría de los magníficos relatos de serie B, todo esto queda expuesto en apenas cinco minutos de metraje inicial.


Ahora, los Reed habitan en el campo. Un cambio de escenario que para nada altera las premisas argumentales y visuales del original, o de la serie Val Lewton en general. Por el contrario, la película presenta momentos bien estructurados. Como el hecho de que a la fiesta de cumpleaños de Amy no asistan sus compañeros, por una razón ajena a los mismos (y que no desvelaré). En esencia, el responsable es un nuevo acceso de fantasía por parte de la niña, pese a lo cual, se pone de relieve cómo el padre también sabe mostrarse comprensivo cuando no se estira la cuerda.

En esta recoleta y sugestiva ciudad también existe una casa misteriosa (encantada, como creen algunos lugareños). En ella vive una anciana con su hija, una extraña y amargada pareja. Cierto día, paseando frente a la fachada, una voz invita a Amy a acceder a la vivienda. El decorado de la casona y su jardín es formidable, y en él tendrá ocasión de conocer Amy a la actriz de teatro retirada Julia Farren (Julia Dean) y a su esquiva hija Barbara (Elizabeth Russell).

Por tanto, nos movemos entre dos aspectos de una misma realidad. La que no está al alcance de todo el mundo y -real o no- es tildada de fantasía, y ese ámbito mágico de los niños con una elevada imaginación, el consabido amigo invisible. Deseo tener una amiga, reclama Amy. Y la tendrá, proveniente de otra dimensión: la del pueblo de la gente gato. Más concretamente, en la figura de su madre biológica. Excelente idea es no mostrar a dicho amigo hasta avanzada la acción. Como tantos niños, Amy sabe mantener un secreto.


En este doble recurso -realidad y ficción, y ficción imaginada o real- reposa el celebérrimo juego entre las luces y las sombras marca de la casa. Aunque este no deja de estar presente. La primera vez que se manifiesta la presencia de Irena, la luz en el jardín cambia de forma significativa (algo que, de igual modo, se puede entender como el paso de las nubes por el sol). Cuando la amiga invisible se presenta por segunda vez, se hace corpórea por medio de las sombras en el dormitorio de Amy (y además le canta). La tercera vez, se materializa literalmente en el jardín. Vengo de una profunda oscuridad y una gran paz, afirma Irena. Más aún, el señalado día de Navidad, mientras los progenitores reciben la visita de algunos vecinos, Amy acoge la de su madre y protectora, que entona el villancico Il est né le Divin Enfant (c.1874), y le entrega un regalo (también físico).

De esta manera, y como ya señalaba, queda consignado el hecho de que Amy posee unas acusadas dotes de mediumnidad, aunque, como en tantos casos, parece que con la madurez del crecimiento, tales facultades se pierden. De forma análoga, Irena se acabará marchando, pero de algún modo, va a permanecer para siempre en la vida de Amy.

Por todo ello, esta estupenda continuación del relato original evidencia que no debemos caer en el manido tópico de no considerarla a la altura de su predecesora; máxime cuando fue escrita, recordemos, por el propio Bodeen. Sencillamente, estamos ante una bella derivada.


A esto podemos añadir la mencionada riqueza de decorados. Así, en otra imagen atractiva, tenemos ocasión de contemplar a Amy caminando por el helado bosque que rodea su casa, y en donde se materializa otra sombra; esta vez, la de un vehículo. Tal distinción es oportuna, porque permite distinguir entre la realidad de las apariciones y la sugestión propia de un característico relato de terror; como el que es contado por la trastornada pero benigna Julia Farran. No en vano, esta determina que me he acostumbrado a los sitios en penumbra. La ex actriz se nos muestra como la complementaria (más que la opuesta) de Amy, aunque en otra etapa de la vida, en el sentido de que ambas se ayudarán la una a la otra. Lo cual se hace extensivo a la hija. Inolvidable resulta ese final donde, a los ojos de la joven protagonista, Irena parece poseer a la atribulada Barbara, para librar a ambas de todo mal.

Escrito por Javier Comino Aguilera


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