Es muy posible que la cantante irlandesa Enya (1961) posea la capacidad de actuar como una suerte de médium entre su persona y el reino de la música, como es probable también que, por medio de su voz, encuentren un privilegiado cauce de expresión entidades del universo y la espiritualidad, fuerzas eternas como el amor o la soledad, o elementos ancestrales de la naturaleza.
El alma de la cantante parece enamorada de todos estos componentes que nos fusionan con el cosmos. Y si esto no es cierto, debería serlo, porque tales son las sensaciones que la compositora y vocalista -en toda su extensión- traslada al oyente. Un oyente que no puede permitirse el lujo de permanecer impasible, sino que participa de todas esas conexiones musicales, transformándose en un melómano que está en sintonía con el lenguaje de la Tierra.
De hecho, algunos pueden empeñarse en suprimir a los dioses (sustituyéndolos por otros sin saberlo), pero no pueden socavar el misterio de la naturaleza, esos interrogantes abiertos que no tienen una respuesta inmediata. Esta es la razón por la que dicha espiritualidad necesita ser cósmica (aunque algunos amigos de las sectas la conviertan en materia simplemente cómica).
Y es que no hablamos de un dios concreto, sino de todos esos aspectos energéticos que se concretan en distintos lugares y personajes elementales. Los dioses son en parte una nomenclatura, una forma (necesaria) de explicar nuestra presencia en este entorno.
Esta gama de aspiraciones y posibilidades es la que existe en la música envolvente y etérea de Enya, un lazo que nos (re)une con el pasado y el futuro de la humanidad. Con todos aquellos que nos han precedido y los que vendrán. Por ejemplo, por medio de una lengua como el latín, o los propios sueños, convertidos en lenguaje universal que supera cualquier barrera espacio-temporal, ya sea por vía del inglés, el español, el japonés o la feliz invención de loxian, idioma de resonancias míticas, inventado o revelado.
Y buscando una determinada consonancia espiritual, quedamos inmersos en plena experiencia humana, pues la una no se puede desligar de la otra, solo existen grados de apertura y percepción.
El gran Ralph Waldo Emerson (1803-1882) decía que el hombre era un pedazo de universo hecho vida. Y en efecto, la vida se expande en las inspiradas composiciones de Enya, contenidas en los álbumes The Celts (1987; todos distribuidos por el sello WEA, es decir, Warner Bros. Music); Watermark (1988), Sheperd Moons (1991), The memory of trees (1995), A day without rain (2000), Amarantine (2005), And Winter Came (2008), y más recientemente, Dark Sky Island (2015), que la autora ha definido como un proyecto vital cuyo sentido es la realización de infinitos viajes espirituales. En todos estos itinerarios, la cantante ha contado con la colaboración de la letrista Roma Ryan (-) y con la del marido de esta, Nicky Ryan (1949), encargado de la producción de los trabajos.
De este modo, a través de estas manifestaciones melódicas, las flores pueden sentir sus colores, el río se impregna de sabiduría, las piedras portan sus propios recuerdos y la lluvia se acompasa con nuestro propio ritmo interior.
No, nuestra identidad no termina en el horizonte que percibimos por medio de los límites de nuestros sentidos. La poesía de las ideas más armónicas se sostiene mediante una música que se integra y reconoce en todos los aspectos de la naturaleza, ya sea ontológica, terrestre o cósmica. Como recordaba, a su vez, Rabindranath Tagore (1861-1941) los vientos del espíritu están soplando; eres tú el que necesita alzar las velas.
En esta sintonía, la música de Enya es un canto que hunde sus raíces en la memoria de las cosas. Una música que nos enseña a aprender.
Escrito por Javier C. Aguilera
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