Vivo en un museo. Por no decir un
mausoleo. En él tengo discos (vinilos y CD), películas y un montón de libros. Cosas
que en el futuro no van a interesar casi a nadie. Esto le habría hecho gracia al
propio Kurt Vonnegut (1922-2007). Él forma parte de dicho museo. Hoy he tomado prestados
dos de sus libros.
Dentro del amplio espectro del género de ciencia
ficción, también hubo lugar para un tipo de narrativa de corte más filosófico y
sarcástico. Nada quedó excluido de un ámbito que, por definición, siempre mantuvo
sus puertas abiertas a las nuevas estructuras y argumentos. Con tal de que no
se aburriera o confundiera gratuitamente al personal, que de todo ha habido. La
ciencia ficción nos oxigena con cada sístole y diástole.
Ambos extremos, sarcasmo y filosofía, se
dan cita en Las sirenas de Titán (The Sirens of Titan, 1959; Minotauro 1971-1987), del escritor estadounidense
Kurt Vonnegut. Novela de corte experimental dedicada a su tío Alex (-).
Vonnegut solía firmar, por cierto, como Junior,
para distinguirse de su padre, reconocido arquitecto de igual nombre (1884-1957).
En un tiempo aún por definir, más onírico
que material, se desparrama la trama. Al fin y al cabo, solo el alma humana seguía siendo terra incógnita, como se nos especifica
en el capítulo primero. Este evidencia la materialización de Winston Niles
Rumfoord y su perro Kozak ante su esposa Mrs. Rumfoord. Winston fue la primera
persona propietaria de una nave espacial privada, y ha estado largo tiempo
desaparecido. Sus mensajes son crípticos, es el descubridor de una nueva física
sarcástica. Lo que lleva parejo la aparición, igual de orgánica y difusa, de neologismos.
Alusiones y dobles significados. Un lenguaje simbólico, pero, hasta cierto
punto, inteligible. O al menos, abierto. En el que Kurt Vonnegut es
irónicamente prolijo, como demuestra su ardua descripción de una rocambolesca fuente
de agua (capítulo
I).
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Kurt Vonnegut |
Otro personaje de la novela es el
potentado Malachi Constant, de treinta y un años. Director de la Galactic
Spacecraft, que diseña el cohete La
Ballena, rebautizado como el Rumfoord, que irá cargado de monos de organillero y será lanzada hacia Marte (II). Sin embargo, hacía mucho que había pasado la época en que
cada país podía alcanzar más gloria que los otros lanzando a la nada algún
objeto pesado (I).
Estas naves exploradoras se han movido por
un trasunto de la materia oscura denominado el infundibulum cronosinclástico, “espacio” desde el cual Winston
interactúa con nosotros. Algo equiparable a la Teoría de Cuerdas. Un lío. Pero tanto
da, ya que podemos considerarlo el mcguffin
del relato. Imbuido en este vórtice, Winston conoce el futuro, pero solo lo
adelanta de forma benéfica y sensata, aunque también aleatoria, para su propio
beneficio, en la salud y en la enfermedad (II). Visto así, el universo se nos aparece
como una maravillosa maquinaria montada
para violar el espíritu de miles de leyes, sin contravenir siquiera una
ordenanza urbana (III). Como la doctrina
de algunos grupos políticos. Ya saben, de esos que señalan como culpables de su
desdicha a los medios informativos, cuando son ellos los que acaparan
ideológicamente buena parte de los mismos, preparan indultos a delincuentes
condenados, e inventan “señores del puro”, poderes ocultos y demás “traficantes
del miedo”, en una conspiración enloquecida, mientras son financiados por
repelentes dictaduras (como si no bastara su pésima gestión y excesivo gasto
público).
Otros personajes pululan en este caldo de
cultivo. Unk (una nueva identidad de Malachi) y Boaz, operarios marcianos (IV-V), o Helmholtz y
Miss Wiley, agentes del ejército de Marte, que le proponen un generalato al
hijo del empresario retirado Noel Constant, el referido Malachi. Algunos tienen suerte y otros no,
confirma Noel a su descendiente por carta (III).
Lo que queda meridianamente claro es que las
oportunidades hay que saber agarrarlas.
Uno se cansa de estar preso en la monótona relojería del Sistema Solar,
declara Rumfoord. La maravilla es que los
terráqueos hayan sido capaces de lograr tanta coherencia (XII).
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Ilustración de Chris Moore |
Por cierto que el año marciano ha sido
dividido en veintiún meses. El planeta está en guerra con la Tierra. El béisbol
alemán es el deporte favorito en Marte. Solo existen cincuenta y dos niños, y
una sola escuela primaria y secundaria. Cuenta con sus propios éxitos musicales
(VI). De hecho, también
Unk y Boaz ponen música en su nave, cuando van camino de Mercurio (VIII-IX). Los libros más
vendidos son de temática histórica marciana, culinaria y religiosa (IX). Una ironía que
alcanza la guerra con Marte, o de Marte con la Tierra (VII). Guerra
financiada por Winston Niles Rumfoord, en lo que es un trasunto de William
Randolph Hearst (1863-1951), si saben a lo que me refiero (el conflicto
hispano-norteamericano [1898] con Cuba). Visionario no solo en los negocios,
sino en el cosmos, Winston es capaz de predecir el futuro, sobre todo en el que
él interviene. Los personajes, interactivos, se mueven por eslóganes; casi
diría que están sometidos por sus condicionamientos mentales como los adeptos. O
sus dirigentes, los políticos. Uno de los blancos preferentes de Kurt Vonnegut.
Al igual que estos, los protagonistas también hablan mucho pero concretan poco.
Entre los dardos, uno especialmente
afilado es el antedicho aspecto religioso o, más concretamente, de los
predicadores. Toda una institución pesadillesca en según qué latitudes.
El último personaje relevante es Salo, de
once millones de años. Es medio máquina (XII), y habita entre Titán y Saturno. No en vano, nuestro destino lo marca el
planeta Tralfamadore y sus habitantes-máquinas. Un nuevo nombre para el Edén,
donde frente al determinismo maquinal y la sumisión a lo doctrinario
(personas-máquina), la libre actuación continúa valiendo la pena. La
individualidad y el difuminado de sus contornos son los basamentos literarios y
vitales de Kurt Vonnegut.
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Ilustración de Jim Burns |
Respecto al título de la obra, las sirenas
de Titán resultan ser tres adornos en forma de estatua en una piscina, en la
casa donde viven Malachi Constant, su esposa Beatrice y su hijo Crono. O sea,
todo y nada. Malachi rumia acerca de si el libre albedrío es una ilusión que se
pierde en un magma cósmico -de integración grupal, pero sin merma de la
pertenencia individual-, y en definitiva, el propósito o sentido de la vida. Por
ende, la utilización consentida (y caso de existir, necesaria) de nuestras
vidas, por una inteligencia suprema. Algo a lo que de forma específica invita
la lectura del cosmos (la astrología transpersonal y junguiana, sincrónica), el
irnos desvelando con cada ciclo astral, adquiriendo consciencia.
Desmembrada la familia Constant, donde
cada uno parte en busca de su destino, Malachi regresa a su país de origen, en la
Tierra, para “pasar a ser otra cosa” por mediación de Salo (un Salo
reconstruido). Tal y como se nos narra, a modo de epílogo, en el último
capítulo (XIII). Sic transit gloria universum.
No existe una estructura formal y vertebradora
en la novela, sino una sucesión de ideas concatenadas, en función del desnudo
psicológico de los protagonistas corales. Más que un desarrollo argumental
estándar, la presente parábola es un estado de ánimo multidisciplinar. La
narrativa clásica se ve atomizada por diálogos del espacio exterior e interior,
como cazados al vuelo por esos espacios de Dios. Existen repeticiones y
paralelismos en dicho andamiaje (también en la siguiente obra que veremos). Las
divagaciones pueblan una novela de aspectos psicológicos o accidentes -en el
sentido más heleno del término-, con una fuerte carga de simbolismo de andar
por casa. Es decir, asequible en última instancia. Y, sin embargo, sobresale
una idea vertebral, un fondo integrador. Ese cuestionamiento de la libertad. ¿Seremos
nosotros también máquinas, en pleno proceso de aprendizaje? Si es así, ¿quién
nos creó, y con qué fin? Consideraciones enfrentadas a un escenario visto como
teatro del absurdo, que impide la total empatía con los personajes, pues no ha
lugar. Como difícil es tratar de conocernos los unos a los otros.
En realidad, la idea base de Las sirenas de Titán estriba en que el
ser humano será portador de todo lo bueno y malo que lo constituye, cuando se
traslade al espacio. Algo que ya veníamos intuyendo gracias a la ciencia
ficción.
Matadero
Cinco
(Slaughterhouse-Five, 1969; Anagrama, 1991;
Blackie Books, 2021),
subtitulado La cruzada de los niños (The Children’s Crusade: A Duty-Dance with
Dead), es tenida como la obra cumbre del a veces esquivo Kurt Vonnegut. Un
inclasificable compuesto por frases concisas envueltas en un lenguaje sencillo.
Que bebe de las experiencias reales y poco gratas del joven Vonnegut como
soldado en suelo alemán; en concreto, durante el bombardeo de Dresde de 1944,
en plena Segunda Guerra Mundial (1939-1945). El matadero hace alusión al lugar
donde se encerraba a los prisioneros de guerra (de los que él formaba parte),
durante la noche. Como los glaciares,
las guerras parecen fáciles de detener,
pero son inexorables (capítulo
I).
Me agrada este libro porque es una
miscelánea de recuerdos del pasado y el futuro, donde el sentido del honor -ergo del humor- está muy por encima de los macabros sucesos, jamás banalizados.
Riéndose de aquellos que lo único que han hecho en estas últimas décadas es
cambiar un catecismo por otro.
Pocos autores han sabido pincelar tan bien
la nefasta rutina. En cualquier escenario. De tal guisa, Kurt Vonnegut se nos
muestra en esta obra escritor ácido, pero no lisérgico. Una vez más, entran en
liza el destino, y cómo jugamos nuestras cartas. Aunque sin conocer las reglas
del juego (que para colmo, pueden alterarse durante la partida). Un poco como
la política actual. Es decir, sin saber quién determina tal destino y sin
apenas intuir para qué. Con ánimo de convencernos y justificar lo que haga
falta, están las llamadas terminales
mediáticas, un apelativo que bien merece haber surgido de una novela de
terror y ciencia ficción.
Este pensarse a sí mismo procura un
sentido a la vida, que algunas creencias espirituales vislumbran, en tanto que
otras ideologías oscurecen. Lo que en el texto queda expuesto con lacónica
mordacidad.
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Imágenes de la película |
La psicología de los personajes, harto reales,
queda bien retratada por la atención a algunos detalles de su vida, que se
cargan de significado dadas las adversas circunstancias. Personajes como Billy
Pilgrim (Peregrino), que compareció en la guerra, echó cuerpo a tierra en la
vida civil, y naufragó en su relación con los demás. Pensando que había sido
invitado por los extraterrestres para darse un garbeo por su planeta -de
ellos-, no se sabe si a ciencia cierta, o a causa del trauma sufrido en la guerra
(como lo ven los demás) (II).
El autor echa mano de algunas metáforas
brillantes y empleo de reiteraciones, por ejemplo, en el nombre Billy, o en ciertas
acciones verbales y frases hechas muy conocidas (III). Con objeto de recrear una inercia
y desesperanza, y una sensación de perturbada realidad mental, en lo que ha
sido un método repetido después con desigual fortuna. Billy se convierte así en
un cronista autobiográfico y demiurgo, que trata de expurgar, desdramatizar, lo
que de traumático ha experimentado. Una ironía de sonrisa congelada. De este
modo, el juego con el tiempo en la novela remite a una especie de Nuestra ciudad
(Our Town, 1938) dislocada. Como lo
pueda ser el mostrar a Billy en el interior del OVNI (IV-V), o cuando este cuenta su
experiencia insólita y trascendental en un programa de radio (IX).
En la guerra, fue uno de tantos prisioneros
en un campo de concentración alemán, en compañía de unos ingleses amables y
bien pertrechados (V-VI). Le sobrevive su
propia vida, esposa e hijos. Lo que incluye un accidente de avión del que sale
indemne (VII). Ítem más, subyace
una honda crítica al poder. Da fe la inocencia del profesor de instituto Edgar
Darby respecto a las bondades del gobierno -el Estado- (VIII), prontamente
eclipsadas. Para Vonnegut no existe la menor duda, critica a los imbéciles que se
aferran al poder.
Libro generacional, pero más allá del
tiempo, el autor también se permite la ironía de introducirse, aparte de como
Billy Pilgrim, a través de la referencia a un autor de ciencia ficción de
segunda fila, Kilgore Trout. Que no vende un solo libro pese a ser
relativamente conocido (VIII). No era el caso
de Vonnegut, obviamente. Tampoco de su personaje central, que ha hecho cierto
prestigio y fortuna como optometrista. Cabe pensar que esta es la singular y,
de nuevo, irónica razón, por la que Billy Pilgrim ve el mundo de forma distinta
a la mayoría de la gente, aunque esto no le evite la apatía de su vida laboral
y familiar. Para al fin conjurar el terrible bombardeo de Dresde, que pilla a
Pilgrim (a Vonnegut) en el interior de una cámara frigorífica en el Matadero
Cinco (VIII). Lugar poco
glamuroso pero salvífico. Metáfora del propio existir. Siendo uno de los pocos
supervivientes, el mundo se le reaparece en forma de unos caballos sufriendo y
la prescriptiva estancia en el hospital (IX). De regreso a su presente histórico,
habrá de hacer frente al fallecimiento de un ser más querido que cercano, a
consecuencia de las heridas de un accidente de tráfico. Accidente igual de
irónico, por su retardo. Curiosa elongación en unos tiempos, presente y pasado,
que, a lo largo de la novela y la adaptación cinematográfica, van a ser
narrados en paralelo.
Billy
lloraba muy poco, aunque a menudo veía cosas por las que valía la pena llorar (IX). Conclusiones y
anécdotas finales conforman el capítulo número diez y último de nuestra vida.
Quise decir de la de Billy.
La traslación cinematográfica emprendida
por George Roy Hill (1921-2002), con producción
de Paul Monash (1917-2003), en 1972, no es tan desigual y pretenciosa como algunos
sentadores de cátedra han esculpido. Matadero
cinco (Slaughterhouse-Five, Universal) sobresale por su capacidad de estimular el conjunto, y saber tomar todas y cada
una de las derivas visuales que el libro ofrece. Siendo la película una fiel
recreación, en contenido y estructura, del original, considerando la evidente
dificultad de una adaptación, merced a esa cualidad psicológica e inasible. De
ello se encargó el guionista Stephen Geller (1940), que conjuntamente abordó el
cine de género sin perder de vista las aristas menos previsibles, en títulos tan
logrados como Los secretos de la Cosa
Nostra (The Valachi Papers,
Terence Young, 1972) y Ashanti (Ébano) (Ashanti, Richard Fleischer, 1979).
La humanización parece inevitable con la
encarnadura cinematográfica que proporcionan los distintos actores. Pero esto
se agradece. Los personajes de Kurt Vonnegut dejan de pertenecer con
exclusividad al reino de la entelequia, aunque sigan perteneciendo al de las
sombras (esas que tan bien supo retratar Jean Pierre Melville [1917-1973]).
Joven americano medio, de aspecto sencillo, honesto, incluso germano (rubio con
ojos azules), con carácter sensible y soñador, escorpiano como su propio autor,
asistimos al fragmentado, pero no distorsionado, periplo de Billy Pilgrim
(Michael Sacks), desde Bélgica a Dresde, y finalmente, al planeta Tralfamadore,
en un fluido montaje (obra de Dede Allen [1923-2010]), entre presente y pasado,
compartiendo las consideraciones sobre el destino y el libre albedrío que se
desplegaban en la anterior novela. El
momento está estructurado así, proclama uno de los tralfamordianos, en una
estancia extra-terrestre de Billy, que podemos situar entre la peripecia de
George Adamski (1891-1965) y El show de Truman (The Truman Show, Peter Weir, 1998).
Unos tiempos narrados, como dije antes, en paralelo. Pues la vida es una sola,
la de Billy Pilgrim, y en el psiquismo, no existen el tiempo y el espacio.
Me
he quedado colgado en el tiempo, asegura Billy. Su imagen caminando en la
nieve da cuenta de una personalidad en formación y en unión con la totalidad de
la naturaleza (no solo con lo que se ve). Una indefinición, si se quiere, que
se irá definiendo en su vida gracias
a la imaginación, su relación externa con la otra realidad de los seres del
planeta Tralfamadore (exacto, el mismo que el de Las sirenas de Titán). Allí logrará ser feliz, en compañía de la
abducida actriz Montana Wildhack (la estupenda Valerie Perrine), en
contraposición con su anodina vida tras la guerra. Y con el concurso de ciertos y sanadores apuntes
de humor, inevitables incluso en las situaciones más desagradables, como la
comparecencia del ejército inglés en uno de los barracones de la contienda, con
su vitalista algarabía y marcialidad, en expresivo contraste con el nuevo atajo
de prisioneros que es el entristecido pelotón norteamericano. Así mismo, el
personaje cercano a la caricatura de Howard Campbell (Richard Schaal), también en
el frente, capaz de exculpar el nazismo con tal de condenar el comunismo (en
esto sí le dio la historia la razón). Estereotipo contrario al del hijo, Robert
Pilgrim (Perry King), cuando ya es adulto y se ha alistado. Tampoco resulta baladí
el hecho de que, a su regreso de la guerra, Pilgrim tenga como mejor amigo y
confidente a su fiel perro Spot.
Matadero
Cinco
contó con la fotografía del checo Miroslav Ondrícek (1934-2015), los decorados
del imprescindible Harry Bumstead (1915-2006), y los efectos visuales del gran Albert
Whitlock (1915-1999). Quizá me gusta menos la inclusión de música clásica en la
banda sonora (prefiero siempre la labor del compositor cinematográfico), sin
embargo, a cargo de ella está un intérprete de la envergadura de Glenn Gould
(1932-1982), y tampoco hace excesivo acto de presencia a lo largo del metraje.
Billy Pilgrim iniciaba su recorrido en la
película (con)fundiéndose con la nieve. A ella regresa cuando resulta ser el
único superviviente de un terrible accidente, dispuesto por la vida civil.
También querría destacar la excelentemente filmada secuencia de la accidentada
llegada de la esposa de Billy, Valencia (Sharon Gans), al hospital. Mejor es
tomar el destino con sentido del humor.
Escrito por Javier Comino Aguilera
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