Las sirenas de Titán y Matadero cinco, de Kurt Vonnegut, y adaptación de George Roy Hill

16 septiembre, 2022

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Vivo en un museo. Por no decir un mausoleo. En él tengo discos (vinilos y CD), películas y un montón de libros. Cosas que en el futuro no van a interesar casi a nadie. Esto le habría hecho gracia al propio Kurt Vonnegut (1922-2007). Él forma parte de dicho museo. Hoy he tomado prestados dos de sus libros.
  
Dentro del amplio espectro del género de ciencia ficción, también hubo lugar para un tipo de narrativa de corte más filosófico y sarcástico. Nada quedó excluido de un ámbito que, por definición, siempre mantuvo sus puertas abiertas a las nuevas estructuras y argumentos. Con tal de que no se aburriera o confundiera gratuitamente al personal, que de todo ha habido. La ciencia ficción nos oxigena con cada sístole y diástole.

Ambos extremos, sarcasmo y filosofía, se dan cita en Las sirenas de Titán (The Sirens of Titan, 1959; Minotauro 1971-1987), del escritor estadounidense Kurt Vonnegut. Novela de corte experimental dedicada a su tío Alex (-). Vonnegut solía firmar, por cierto, como Junior, para distinguirse de su padre, reconocido arquitecto de igual nombre (1884-1957).

En un tiempo aún por definir, más onírico que material, se desparrama la trama. Al fin y al cabo, solo el alma humana seguía siendo terra incógnita, como se nos especifica en el capítulo primero. Este evidencia la materialización de Winston Niles Rumfoord y su perro Kozak ante su esposa Mrs. Rumfoord. Winston fue la primera persona propietaria de una nave espacial privada, y ha estado largo tiempo desaparecido. Sus mensajes son crípticos, es el descubridor de una nueva física sarcástica. Lo que lleva parejo la aparición, igual de orgánica y difusa, de neologismos. Alusiones y dobles significados. Un lenguaje simbólico, pero, hasta cierto punto, inteligible. O al menos, abierto. En el que Kurt Vonnegut es irónicamente prolijo, como demuestra su ardua descripción de una rocambolesca fuente de agua (capítulo I).
 
Kurt Vonnegut
Otro personaje de la novela es el potentado Malachi Constant, de treinta y un años. Director de la Galactic Spacecraft, que diseña el cohete La Ballena, rebautizado como el Rumfoord, que irá cargado de monos de organillero y será lanzada hacia Marte (II). Sin embargo, hacía mucho que había pasado la época en que cada país podía alcanzar más gloria que los otros lanzando a la nada algún objeto pesado (I).

Estas naves exploradoras se han movido por un trasunto de la materia oscura denominado el infundibulum cronosinclástico, “espacio” desde el cual Winston interactúa con nosotros. Algo equiparable a la Teoría de Cuerdas. Un lío. Pero tanto da, ya que podemos considerarlo el mcguffin del relato. Imbuido en este vórtice, Winston conoce el futuro, pero solo lo adelanta de forma benéfica y sensata, aunque también aleatoria, para su propio beneficio, en la salud y en la enfermedad (II). Visto así, el universo se nos aparece como una maravillosa maquinaria montada para violar el espíritu de miles de leyes, sin contravenir siquiera una ordenanza urbana (III). Como la doctrina de algunos grupos políticos. Ya saben, de esos que señalan como culpables de su desdicha a los medios informativos, cuando son ellos los que acaparan ideológicamente buena parte de los mismos, preparan indultos a delincuentes condenados, e inventan “señores del puro”, poderes ocultos y demás “traficantes del miedo”, en una conspiración enloquecida, mientras son financiados por repelentes dictaduras (como si no bastara su pésima gestión y excesivo gasto público).

Otros personajes pululan en este caldo de cultivo. Unk (una nueva identidad de Malachi) y Boaz, operarios marcianos (IV-V), o Helmholtz y Miss Wiley, agentes del ejército de Marte, que le proponen un generalato al hijo del empresario retirado Noel Constant, el referido Malachi. Algunos tienen suerte y otros no, confirma Noel a su descendiente por carta (III).

Lo que queda meridianamente claro es que las oportunidades hay que saber agarrarlas. Uno se cansa de estar preso en la monótona relojería del Sistema Solar, declara Rumfoord. La maravilla es que los terráqueos hayan sido capaces de lograr tanta coherencia (XII).
 
Ilustración de Chris Moore
Por cierto que el año marciano ha sido dividido en veintiún meses. El planeta está en guerra con la Tierra. El béisbol alemán es el deporte favorito en Marte. Solo existen cincuenta y dos niños, y una sola escuela primaria y secundaria. Cuenta con sus propios éxitos musicales (VI). De hecho, también Unk y Boaz ponen música en su nave, cuando van camino de Mercurio (VIII-IX). Los libros más vendidos son de temática histórica marciana, culinaria y religiosa (IX). Una ironía que alcanza la guerra con Marte, o de Marte con la Tierra (VII). Guerra financiada por Winston Niles Rumfoord, en lo que es un trasunto de William Randolph Hearst (1863-1951), si saben a lo que me refiero (el conflicto hispano-norteamericano [1898] con Cuba). Visionario no solo en los negocios, sino en el cosmos, Winston es capaz de predecir el futuro, sobre todo en el que él interviene. Los personajes, interactivos, se mueven por eslóganes; casi diría que están sometidos por sus condicionamientos mentales como los adeptos. O sus dirigentes, los políticos. Uno de los blancos preferentes de Kurt Vonnegut. Al igual que estos, los protagonistas también hablan mucho pero concretan poco.

Entre los dardos, uno especialmente afilado es el antedicho aspecto religioso o, más concretamente, de los predicadores. Toda una institución pesadillesca en según qué latitudes.

El último personaje relevante es Salo, de once millones de años. Es medio máquina (XII), y habita entre Titán y Saturno. No en vano, nuestro destino lo marca el planeta Tralfamadore y sus habitantes-máquinas. Un nuevo nombre para el Edén, donde frente al determinismo maquinal y la sumisión a lo doctrinario (personas-máquina), la libre actuación continúa valiendo la pena. La individualidad y el difuminado de sus contornos son los basamentos literarios y vitales de Kurt Vonnegut.
 
Ilustración de Jim Burns
Respecto al título de la obra, las sirenas de Titán resultan ser tres adornos en forma de estatua en una piscina, en la casa donde viven Malachi Constant, su esposa Beatrice y su hijo Crono. O sea, todo y nada. Malachi rumia acerca de si el libre albedrío es una ilusión que se pierde en un magma cósmico -de integración grupal, pero sin merma de la pertenencia individual-, y en definitiva, el propósito o sentido de la vida. Por ende, la utilización consentida (y caso de existir, necesaria) de nuestras vidas, por una inteligencia suprema. Algo a lo que de forma específica invita la lectura del cosmos (la astrología transpersonal y junguiana, sincrónica), el irnos desvelando con cada ciclo astral, adquiriendo consciencia.

Desmembrada la familia Constant, donde cada uno parte en busca de su destino, Malachi regresa a su país de origen, en la Tierra, para “pasar a ser otra cosa” por mediación de Salo (un Salo reconstruido). Tal y como se nos narra, a modo de epílogo, en el último capítulo (XIII). Sic transit gloria universum.

No existe una estructura formal y vertebradora en la novela, sino una sucesión de ideas concatenadas, en función del desnudo psicológico de los protagonistas corales. Más que un desarrollo argumental estándar, la presente parábola es un estado de ánimo multidisciplinar. La narrativa clásica se ve atomizada por diálogos del espacio exterior e interior, como cazados al vuelo por esos espacios de Dios. Existen repeticiones y paralelismos en dicho andamiaje (también en la siguiente obra que veremos). Las divagaciones pueblan una novela de aspectos psicológicos o accidentes -en el sentido más heleno del término-, con una fuerte carga de simbolismo de andar por casa. Es decir, asequible en última instancia. Y, sin embargo, sobresale una idea vertebral, un fondo integrador. Ese cuestionamiento de la libertad. ¿Seremos nosotros también máquinas, en pleno proceso de aprendizaje? Si es así, ¿quién nos creó, y con qué fin? Consideraciones enfrentadas a un escenario visto como teatro del absurdo, que impide la total empatía con los personajes, pues no ha lugar. Como difícil es tratar de conocernos los unos a los otros.

En realidad, la idea base de Las sirenas de Titán estriba en que el ser humano será portador de todo lo bueno y malo que lo constituye, cuando se traslade al espacio. Algo que ya veníamos intuyendo gracias a la ciencia ficción.
 
Matadero Cinco (Slaughterhouse-Five, 1969; Anagrama, 1991; Blackie Books, 2021), subtitulado La cruzada de los niños (The Children’s Crusade: A Duty-Dance with Dead), es tenida como la obra cumbre del a veces esquivo Kurt Vonnegut. Un inclasificable compuesto por frases concisas envueltas en un lenguaje sencillo. Que bebe de las experiencias reales y poco gratas del joven Vonnegut como soldado en suelo alemán; en concreto, durante el bombardeo de Dresde de 1944, en plena Segunda Guerra Mundial (1939-1945). El matadero hace alusión al lugar donde se encerraba a los prisioneros de guerra (de los que él formaba parte), durante la noche. Como los glaciares, las guerras parecen fáciles de detener, pero son inexorables (capítulo I).

Me agrada este libro porque es una miscelánea de recuerdos del pasado y el futuro, donde el sentido del honor -ergo del humor- está muy por encima de los macabros sucesos, jamás banalizados. Riéndose de aquellos que lo único que han hecho en estas últimas décadas es cambiar un catecismo por otro.

Pocos autores han sabido pincelar tan bien la nefasta rutina. En cualquier escenario. De tal guisa, Kurt Vonnegut se nos muestra en esta obra escritor ácido, pero no lisérgico. Una vez más, entran en liza el destino, y cómo jugamos nuestras cartas. Aunque sin conocer las reglas del juego (que para colmo, pueden alterarse durante la partida). Un poco como la política actual. Es decir, sin saber quién determina tal destino y sin apenas intuir para qué. Con ánimo de convencernos y justificar lo que haga falta, están las llamadas terminales mediáticas, un apelativo que bien merece haber surgido de una novela de terror y ciencia ficción.

Este pensarse a sí mismo procura un sentido a la vida, que algunas creencias espirituales vislumbran, en tanto que otras ideologías oscurecen. Lo que en el texto queda expuesto con lacónica mordacidad.
 
Imágenes de la película
La psicología de los personajes, harto reales, queda bien retratada por la atención a algunos detalles de su vida, que se cargan de significado dadas las adversas circunstancias. Personajes como Billy Pilgrim (Peregrino), que compareció en la guerra, echó cuerpo a tierra en la vida civil, y naufragó en su relación con los demás. Pensando que había sido invitado por los extraterrestres para darse un garbeo por su planeta -de ellos-, no se sabe si a ciencia cierta, o a causa del trauma sufrido en la guerra (como lo ven los demás) (II).

El autor echa mano de algunas metáforas brillantes y empleo de reiteraciones, por ejemplo, en el nombre Billy, o en ciertas acciones verbales y frases hechas muy conocidas (III). Con objeto de recrear una inercia y desesperanza, y una sensación de perturbada realidad mental, en lo que ha sido un método repetido después con desigual fortuna. Billy se convierte así en un cronista autobiográfico y demiurgo, que trata de expurgar, desdramatizar, lo que de traumático ha experimentado. Una ironía de sonrisa congelada. De este modo, el juego con el tiempo en la novela remite a una especie de Nuestra ciudad (Our Town, 1938) dislocada. Como lo pueda ser el mostrar a Billy en el interior del OVNI (IV-V), o cuando este cuenta su experiencia insólita y trascendental en un programa de radio (IX).
En la guerra, fue uno de tantos prisioneros en un campo de concentración alemán, en compañía de unos ingleses amables y bien pertrechados (V-VI). Le sobrevive su propia vida, esposa e hijos. Lo que incluye un accidente de avión del que sale indemne (VII). Ítem más, subyace una honda crítica al poder. Da fe la inocencia del profesor de instituto Edgar Darby respecto a las bondades del gobierno -el Estado- (VIII), prontamente eclipsadas. Para Vonnegut no existe la menor duda, critica a los imbéciles que se aferran al poder.
 

Libro generacional, pero más allá del tiempo, el autor también se permite la ironía de introducirse, aparte de como Billy Pilgrim, a través de la referencia a un autor de ciencia ficción de segunda fila, Kilgore Trout. Que no vende un solo libro pese a ser relativamente conocido
(VIII). No era el caso de Vonnegut, obviamente. Tampoco de su personaje central, que ha hecho cierto prestigio y fortuna como optometrista. Cabe pensar que esta es la singular y, de nuevo, irónica razón, por la que Billy Pilgrim ve el mundo de forma distinta a la mayoría de la gente, aunque esto no le evite la apatía de su vida laboral y familiar. Para al fin conjurar el terrible bombardeo de Dresde, que pilla a Pilgrim (a Vonnegut) en el interior de una cámara frigorífica en el Matadero Cinco (VIII). Lugar poco glamuroso pero salvífico. Metáfora del propio existir. Siendo uno de los pocos supervivientes, el mundo se le reaparece en forma de unos caballos sufriendo y la prescriptiva estancia en el hospital (IX). De regreso a su presente histórico, habrá de hacer frente al fallecimiento de un ser más querido que cercano, a consecuencia de las heridas de un accidente de tráfico. Accidente igual de irónico, por su retardo. Curiosa elongación en unos tiempos, presente y pasado, que, a lo largo de la novela y la adaptación cinematográfica, van a ser narrados en paralelo.

Billy lloraba muy poco, aunque a menudo veía cosas por las que valía la pena llorar (IX). Conclusiones y anécdotas finales conforman el capítulo número diez y último de nuestra vida. Quise decir de la de Billy.
 
La traslación cinematográfica emprendida por George Roy Hill (1921-2002), con producción de Paul Monash (1917-2003), en 1972, no es tan desigual y pretenciosa como algunos sentadores de cátedra han esculpido. Matadero cinco (Slaughterhouse-Five, Universal) sobresale por su capacidad de estimular el conjunto, y saber tomar todas y cada una de las derivas visuales que el libro ofrece. Siendo la película una fiel recreación, en contenido y estructura, del original, considerando la evidente dificultad de una adaptación, merced a esa cualidad psicológica e inasible. De ello se encargó el guionista Stephen Geller (1940), que conjuntamente abordó el cine de género sin perder de vista las aristas menos previsibles, en títulos tan logrados como Los secretos de la Cosa Nostra (The Valachi Papers, Terence Young, 1972) y Ashanti (Ébano) (Ashanti, Richard Fleischer, 1979).

La humanización parece inevitable con la encarnadura cinematográfica que proporcionan los distintos actores. Pero esto se agradece. Los personajes de Kurt Vonnegut dejan de pertenecer con exclusividad al reino de la entelequia, aunque sigan perteneciendo al de las sombras (esas que tan bien supo retratar Jean Pierre Melville [1917-1973]). Joven americano medio, de aspecto sencillo, honesto, incluso germano (rubio con ojos azules), con carácter sensible y soñador, escorpiano como su propio autor, asistimos al fragmentado, pero no distorsionado, periplo de Billy Pilgrim (Michael Sacks), desde Bélgica a Dresde, y finalmente, al planeta Tralfamadore, en un fluido montaje (obra de Dede Allen [1923-2010]), entre presente y pasado, compartiendo las consideraciones sobre el destino y el libre albedrío que se desplegaban en la anterior novela. El momento está estructurado así, proclama uno de los tralfamordianos, en una estancia extra-terrestre de Billy, que podemos situar entre la peripecia de George Adamski (1891-1965) y El show de Truman (The Truman Show, Peter Weir, 1998). Unos tiempos narrados, como dije antes, en paralelo. Pues la vida es una sola, la de Billy Pilgrim, y en el psiquismo, no existen el tiempo y el espacio.
 

Me he quedado colgado en el tiempo
, asegura Billy. Su imagen caminando en la nieve da cuenta de una personalidad en formación y en unión con la totalidad de la naturaleza (no solo con lo que se ve). Una indefinición, si se quiere, que se irá definiendo en su vida gracias a la imaginación, su relación externa con la otra realidad de los seres del planeta Tralfamadore (exacto, el mismo que el de Las sirenas de Titán). Allí logrará ser feliz, en compañía de la abducida actriz Montana Wildhack (la estupenda Valerie Perrine), en contraposición con su anodina vida tras la guerra. Y con el concurso de ciertos y sanadores apuntes de humor, inevitables incluso en las situaciones más desagradables, como la comparecencia del ejército inglés en uno de los barracones de la contienda, con su vitalista algarabía y marcialidad, en expresivo contraste con el nuevo atajo de prisioneros que es el entristecido pelotón norteamericano. Así mismo, el personaje cercano a la caricatura de Howard Campbell (Richard Schaal), también en el frente, capaz de exculpar el nazismo con tal de condenar el comunismo (en esto sí le dio la historia la razón). Estereotipo contrario al del hijo, Robert Pilgrim (Perry King), cuando ya es adulto y se ha alistado. Tampoco resulta baladí el hecho de que, a su regreso de la guerra, Pilgrim tenga como mejor amigo y confidente a su fiel perro Spot.
 

Matadero Cinco
contó con la fotografía del checo Miroslav Ondrícek (1934-2015), los decorados del imprescindible Harry Bumstead (1915-2006), y los efectos visuales del gran Albert Whitlock (1915-1999). Quizá me gusta menos la inclusión de música clásica en la banda sonora (prefiero siempre la labor del compositor cinematográfico), sin embargo, a cargo de ella está un intérprete de la envergadura de Glenn Gould (1932-1982), y tampoco hace excesivo acto de presencia a lo largo del metraje.

Billy Pilgrim iniciaba su recorrido en la película (con)fundiéndose con la nieve. A ella regresa cuando resulta ser el único superviviente de un terrible accidente, dispuesto por la vida civil. También querría destacar la excelentemente filmada secuencia de la accidentada llegada de la esposa de Billy, Valencia (Sharon Gans), al hospital. Mejor es tomar el destino con sentido del humor.

Escrito por Javier Comino Aguilera



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