Los caballeros las prefieren rubias, de Anita Loos, y adaptación de Howard Hawks

28 diciembre, 2023

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Especial Fin de Año

Existe una torcida percepción por parte de determinados, llamémosles comentaristas, en distintos libros o documentales (aclaro que no suelen ser críticos cinematográficos, y se nota), según la cual, el cine adquiere su madurez con la salida de las cámaras a las calles, lejos de la servidumbre de los grandes estudios. Es falso, el cine alcanzó su madurez como técnica ya en el cine mudo, excepción hecha del sonido directo, y los estudios no eran las máquinas depredadoras que algunos pretenden, sino engranajes bien engrasados de talento (al margen de los problemas puntuales que pudieran surgir). Tampoco es verdad que no existieran mujeres con altos cargos de responsabilidad, delante y tras las cámaras. Uno de los muchos ejemplos es Anita Loos (1889-1981), escritora y guionista de cine mudo y sonoro.


Los caballeros las prefieren rubias (Gentlemen Prefer Blondes, 1925; Alba Editorial, 2014, colección Rara avis), y su continuación, Pero se casan con las morenas (But Gentlemen Marry Brunettes, 1928; mismo volumen en español), suelen ser las obras más conocidas de Anita Loos. Se publicaron por entregas antes de aparecer en forma de libro, como las novelas de folletín. Una costumbre bien acrisolada, cuando la televisión y los medios por venir aún no habían sustituido a la prensa escrita. Las dos piezas, recopiladas en una sola, llevan el subtítulo Revelador diario de una señora profesional. Ya veremos en qué materias.

Siempre he creído que la gente adulta da risa, comenta la propia autora desde su prólogo. Lo cual demuestra su inteligente percepción de la existencia. Quizá por eso sus personajes aún conservan, sino el candor de la niñez, que está muy desprestigiado disfrazado de infantilismo, sí cierta inocencia ante la perspectiva de la vida adulta. Incluso cierta indiferencia, como mecanismo de autodefensa. Y la verdad es que tiene razón, mucha gente supuestamente madura da risa, no hay más que ver cómo marcha el mundo. Pero una cosa es la vergüenza ajena y la cretinez, que suele venir acompañada de un buen número de damnificados, y otra es la risa, como fenómeno vital y defensivo. Aunque otorguemos más importancia a lo primero, el tomar las cosas bajo la filosofía del humor es un asunto serio. En el mundo artístico siempre se ha dicho que es más difícil hacer reír que llorar. Y desde luego, más perspicaz y sardónico.


Además, este es un artículo para despedir el año, tomando como base un texto y una adaptación por los cuales no pasan los años. Las protagonistas del libro de Anita Loos son dos jóvenes pueblerinas, cuyo plató de desenvolvimiento es empero la gran ciudad (o al menos, así aprenderán a hacerlo). Dos supervivientes natas. La rubia Lorelei Lee, que es quien escribe la novela en forma de diario, y su mejor amiga y confidente, la morena Dorothy Shaw. Ambas tienen un protector y educador, con vagas aspiraciones a algo más, en la figura de Gus Eisman, que es quien corre con los gastos (un sugar daddy, en terminología más especializada). Eisman es conocido como el rey de los botones.

Estamos, por lo tanto, ante una novela (juntando ambas partes, pues por separado habría que hablar de nouvelles), de carácter epistolar. Pero lo que al principio puede resultar reiterativo y encorsetado, a la larga se convierte en una decisión narrativa de calado.

Lorelei Lee es el nombre artístico de nuestra narradora interna (parte I: capítulo II), el real lo desconocemos. Más franca y versada, en todos los (des)órdenes de la vida que Dorothy. Como dato definidor formal, podemos constatar que escribe como un niño, repitiendo sintagmas. Sin asomo de una gran cultura, pero sí con una cándida ternura. El champaña siempre me deja filosófica, asegura (íd.). Apenas capaz de vislumbrar la maldad que se agrupa a su alrededor, al reclamo de su belleza, comienza a trajinar su futuro y avisparse en su trato interesado con los demás: interesado como el de todo el mundo. Tras embarcar, Lorelei y Dorothy llegan a Londres (I: III). Allí quedan fascinadas por la diadema que porta la esposa de uno de los pasajeros más adinerados. En la capital inglesa se alojan en el Ritz, y esto propicia un inesperado encuentro con el Príncipe de Gales, a la sazón, Eduardo de Windsor (1894-1972).

Unas veces, la incultura flagrante que portan las dos muchachas las lleva a comportarse de forma mezquina; otras, francamente divertida. Es la pre-LOGSE hecha anacoluto (I: IV). Y anáfora: la mayoría de párrafos comienzan con la misma palabra o construcciones, típico (y cuidado) rasgo de alguien poco versado en letras. La siguiente escala será en París, donde se produce el intríngulis definitivo con la citada diadema (episodio que recogerá la película).


Después está Europa Central, en concreto, Viena. El reclamo continúa siendo el mismo, el parné, más que los monumentos. Pero no porque estos no interesen del todo, sino porque la cultura es identificada, en la visión de ambas aprendices, con la adquisición de una buena posición que les asegure el bienestar futuro.

El humor está apuntalado por la crítica, pero no por ello se deja uno de divertir. Ingleses y franceses, demócratas o republicanos, hasta el presbiteriano Henry Spoffard, de Pensilvania, es incapaz de sustraerse al encanto personal y hermosura de estas dos adorables muchachas, en la flor de la vida. Conforme avanza la narración es evidente que nuestras protagonistas no son tan cabezas huecas como podría parecer. Por mediación de Spoffrad, la estancia en Viena incluye una cita con el doctor Freud (1856-1939), “Froid”, según Lorelei, en uno de los apuntes más memorables del relato (I: V). Ella sola es capaz de acabar con el psicoanálisis. Otro acierto jocoso podría ser la imprevista embriaguez de la madre de Mr. Spoffard por parte de Lorelei.

El último capítulo de Los caballeros las prefieren rubias se centra en el regreso de las protagonistas a Nueva York, nuevamente por barco. Tras atracar, Lorelei recala en la puritana familia Spoffard, a la que moldea a su imagen y semejanza. Al punto de que consideran una “apertura” normal -y moral- el que Henry ejerza como censor de películas, en otra de las derivas más divertidas del libro. Metida en el mundo del cine, Lorelei conocerá a Gilbertson Montrose, un guionista con aspiraciones intelectuales. Gilbertson es un anticipo beatnik. Todos estos personajes desembocan, gracias al caudal de Lorelei, en el desbordamiento de felicidad final, con unos estudios cinematográficos espiritualmente atendidos por Henry; dichosos todos de sus respectivos cometidos.


Pero se casan con las morenas parece inferior en comparación, pero no es desdeñable. Incluye episodios verdaderamente desternillantes. Lorelei es mamá, pero lo que ahora ansía es ser escritora (la película de los Estudios Spoffard ha resultado una experiencia enriquecedora únicamente en lo espiritual: no ha rendido en taquilla). Así que ahora se pasea por el Algonquin de Nueva York, el hotel-residencia de muchos de los escritores de aquella dorada y espirituosa época, y que aún conserva todo su esplendor literario. La principal preocupación de Lorelei, al margen de la escritura, es su amiga Dorothy y lo que va a ser de su vida. Al fin y al cabo, Lorelei ya está bien instalada. Para aunar ambas perspectivas, Lorelei decide tomar como tema literario de su novela la vida de Dorothy. Al modo del Libro de Buen Amor (1330-1343), de Juan Ruíz, Arcipreste de Hita (1283-1350), decide solazarse con los distintos sucesos y vericuetos de su amiga, para exponer “los caminos que no se deben seguir”. Tal y como especifica Lorelei, no será una cosa que las demás chicas deban imitar, sino al revés, algo que enseñará lo que las demás chicas no deben hacer (II: III). Un libro virtuoso, en definitiva. Porque Dorothy siempre corre el peligro de enamorarse como una loca de los caballeros que suelen nacer sin un céntimo (íd.).

Resulta que Dorothy fue criada en un circo. Como circenses son sus andanzas con Lorelei, aunque sin el escenario del mundo. Tan solo una carpa. En estas, Dorothy se entendió con el ayudante de un sheriff de San Diego (II: V). Más tarde, lo hizo con el actor Frederick Morgan (II: VI), y con un jugador de polo, Charlie Breene, con el que se compromete, pero que es dado a la bebida (II: VII). En esta relación se cruza el saxofonista Lester Shaw, de la banda de [Fletcher] Henderson (1897-1952) (II: X). Entre tanto descoco amoroso, Dorothy se hace valer ante el conocido empresario de variedades Florenz Ziegfeld (1867-1932) (II: VIII). Desea divorciarse de Lester, pero el proceso es gestionado y aletargado por el abogado Abels, un sujeto pagado por la familia Breene, que no ve con buenos ojos la relación de su vástago con la muchacha. Con su amiga Gloria, Dorothy triunfa en el Follies de París (otro capítulo que recata la película), con la ayuda encubierta de Charlie Breene, su amor verdadero. Su ex marido, el músico, no tiene tanta suerte, lo que queda al descubierto al conocerse los tejemanejes del tal Abels (II: XIII). Las andanzas de Dorothy, narradas por Lorelei, culminan con el reencuentro de Dorothy con Charlie Breene (II: XIV).


Formalmente, destaca el hecho de que Lorelei escribe su diario tal cual habla. De forma desordenada, como antes anticipé, pero con las ideas muy claras respecto a sus halagüeñas perspectivas de futuro. Una idea que también retomará la película Cómo casarse con un millonario (How to Marry a Millonaire, Jean Negulesco, 1953), con la simpática variante de que ninguna de las protagonistas alcanza su objetivo pecuniario, que sí amoroso.

En su adaptación cinematográfica, Los caballeros las prefieren rubias (Gentlemen Prefer Blondes, Twentieth Century Fox, 1953), quintaesencia el original en un par de capítulos principales. La travesía por barco hasta París, la estancia en la capital francesa y, por último, un breve epílogo en forma de afortunado regreso.

El género musical añade sofisticación a los personajes. Es un estilo fantástico que transforma las aspiraciones intelectuales en algo más valioso para los protagonistas, femeninos y masculinos. Un aspecto más sangrante el libro, pero sin dejar por ello de resultar tan humano como en la película. El nudo gordiano estriba en lo peleles que podemos llegar a ser los seres humanos ante la belleza física (o las cabezas de chorlito de algunas personas, siempre que nos atraigan). Tanto Lorelei como Dorothy cultivan por instinto el arte de decir a cada persona lo que esta quiere oír. El lenguaje connotativo, lo implícito, resulta soberbio. Algo que en la película se sabe resolver no solo por medio del diálogo, sino a través de gestos y miradas. Gracias a ellos se potencian los dobles significados, conscientes o inconscientes, como cuando Lorelei admira la diadema de lady Beekman (estupenda Norma Varden). El punto de partida es su ingenuidad, pero en la llegada ha de ver siempre su perspicacia, ese instinto de conservación sin perder la compostura. Por ello, Anita Loos ayudó a convertir la lectura entre líneas en un arte. El del sutil sobre entendido. Uniendo, entonces, fondo y forma (epistolar), podemos considerar Los caballeros las prefieren rubias una auténtica novela picaresca de nuestros días.


La canción que interpretan al inicio Dorothy Shaw (Jane Ruseell) y Lorelei Lee (Marilyn Monroe), compuesta por Jule Styne (1905-1994) y Leo Robin (1900-1984), narra desde los orígenes lo que ha venido siendo su historia. Como en todo buen musical, y la película mezcla esta estructura con la comedia, la acción avanza también a través de los distintos números cantados. Lorelei y Dorothy se nos muestran como dos chicas espabiladas y desinhibidas. La primera cuenta además con el patrocinio de Augustus Gus Esmond (Tommy Noonan), que hace patente su admiración por Lorelei proporcionándole atractivos regalos. Gracias al dinero ahorrado, las chicas ponen rumbo a Francia. En un fantástico transatlántico, donde coinciden con los jóvenes integrantes de un equipo olímpico. Ello obliga a Dorothy a ejercer de carabina.

Es el de la película dirigida por Howard Hawks (1896-1977) un espléndido resumen del bullicioso y jovial estado de ánimo que se expone la novela, por parte del magnífico Charles Lereder (1911-1976), que articula su guión en torno a la obra de Anita Loos, ya convertida en un exitoso musical con la ayuda de Joseph Fields (1895-1966). El realizador vuelve así a entregar una de sus mejores obras. Aquí, el pernicioso abogado Abels del libro pasa a ser el encantador Ernie Malone (Elliott Reid), contratado por la familia de Gus. Ernie se siente irremisiblemente atraído por Dorothy. En el barco, también entablan amistad con el señor Watson (Howard Wendell), y el casado e insatisfecho Francis Beekman, apodado Piggy (el veterano y fenomenal Charles Coburn). Su esposa es la mencionada lady Beekman, portadora de la diadema de diamantes que hará chiribitas en los ojos de Lorelei.

Dinero frente al amor. ¿Cómo compaginar ambas facetas sin caer en la ulterior infelicidad? En una mezcla de fantasía y realidad es posible. Un momento sumamente divertido -e inédito- de la película, es el ardid de la ventana del barco con el señor Spoffard III (George Winslow), aquí, en el colmo de la ironía, convertido en un niño. Ocurrencia que más tarde retomará Steven Spielberg (1946) en Indiana Jones y el templo maldito (Indiana Jones and the Temple of Doom, Paramount, 1984), con el personaje del joven maharajá. Mientras arriban a París, Dorothy y Lorelei se ven en la necesidad de recuperar unas fotografías comprometedoras. Las excelentes coreografías de Jack Cole (1911-1974), culminan de forma apacible con la boda de ambas, en el mismo barco que las trae de regreso.


No podemos dejar de despedir el presente año y este artículo sin mencionar la divertida canción Diamonds Are a Girl’s Best Friend (Los diamantes son los mejores amigos de una chica), también de Styne y Robin. Sintetiza muy bien las motivaciones, pero también la desenvoltura y diversión, que despliegan a toda vela la novela (aunque no cuente con ella) y la película. También es de destacar el ya mítico vestuario del modisto William Travilla (1920-1990). Era la época del glamour. Gracias a Dios. Este virtuosismo se impone sobre los colores pálidos -grises, por ejemplo-, empleados con total conocimiento de causa por el director de fotografía Harry J. Wild (1901-1961). Colores átonos, sustantivos de la vida misma, que palidecen ante la gama refulgente y viva con que se adornan los distintos escenarios: los de la fabricación de la vida, más allá de lo ordinario. La fusión de ambos escenarios, realidad y realidad inventada, la propicia, así mismo, la imitación que de Lorelei lleva a cabo Dorothy ante un tribunal. Ambos espacios y personalidades quedan fusionadas. Tal vez sea la mejor definición de lo que es el cine y una buena amistad.



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