Espartaco, de Stanley Kubrick

27 marzo, 2015

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De forma concisa y sugerente, los títulos de crédito de Saul Bass (1920-1996) nos introducen en un mundo de luces y sombras, el que tuvo por protagonista a Espartaco (113-71 A.C.), el gladiador tracio que se enfrentó a la crueldad de una Roma ya alejada de sus mejores virtudes. Una vida de la que se hizo cargo Stanley Kubrick (1928-1999), pocos días de comenzado el rodaje (en sustitución de Anthony Mann), siendo el actor principal Kirk Douglas (1916), también productor de la película a través de su compañía Bryna.

Fotografía del rodaje, con Stanley Kubrick en el centro
Espartaco (Spartacus, Universal, 1960), se nutre de la novela de Howard Fast (1914-2003) del mismo titulo (publicada en 1951), convenientemente dramatizada por Dalton Trumbo (1905-1976), para ajustarse a una lectura en celuloide que, pese a todo, prescinde de algunas de esas sombras (no solo con respecto al personaje principal; a ello nos referiremos al término de este artículo), sin que ello redunde en la calidad estrictamente cinematográfica de la película.

Otros profesionales ayudaron a recrear la época y los personajes, como el músico Alex North (1910-1991) –con la ayuda en la ejecución de Joseph Gershenson (1904-1988)- y, sobre todo, el director de fotografía Russell Metty (1906-1978).

De Espartaco solo conocemos su vida pública. Pocos datos anteriores a la rebelión han trascendido; como que era originario de la provincia griega de Tracia (la actual Bulgaria). Su paso por el ejército romano es una posibilidad, hasta que por los motivos que fuera, fue expulsado y vendido como esclavo. El hecho es que la historia lo sitúa ya con certeza en la escuela de gladiadores perteneciente a Lentulo Batiato (personaje real de cronología incierta, interpretado por Peter Ustinov), en Capua, después de haber sido reclutado por este en una cantera. Se trata de alguien diferente y, como le advierte el entrenador Marcelo (Charles McGraw), “ser inteligente es peligroso”.

La excelente labor de Russell Metty toma cuerpo, por ejemplo, cuando Espartaco (Kirk Douglas) conversa en su celda con Varinia (Jean Simmons), procedente de Britania y, como el gladiador –según ella misma relata-, esclava desde los trece años. El imperio de la luz y la sombra, como anticipábamos, se traslada a la imagen y, de algún modo, insinúa los aspectos más recónditos o ásperos de los personajes (más que de maniqueísmo habría que hablar de elisión). En la referida secuencia, el gladiador confiesa que nunca ha estado con una mujer (lo que también se presta a una doble lectura).


La lucha a muerte, organizada al arbitrio de los visitantes de la escuela, será el desencadenante de la rebelión. Hasta ese momento de humillación, la liberación solo se contemplaba en la arena -un pensamiento que, pese a todo, acompañará a los esclavos hasta el final: se nace esclavo… y se acaba muriendo como tal-. A pesar de que la posible muerte a manos de un colega imposibilita el poder trabar amistad alguna, los prisioneros encuentran, finalmente, la suficiente presencia de ánimo y camaradería como para unirse durante la evasión; una evasión que, como tendremos ocasión de comprobar, no será estrictamente una huída.

Esta situación de orfandad afectiva aún se tornará más dramática en el momento en que Antonino (Tony Curtis) y Espartaco, se ven obligados a combatir el uno contra el otro. Pero los personajes de este “poético drama”, como lo califica Batiato, ya están definidos desde mucho antes; el vínculo que Espartaco forjará para ellos será el de una auténtica libertad, no exenta de una gran responsabilidad.

Una vez estalla la revuelta hace su aparición Marco Licinio Craso (115-53 A.C.; Laurence Olivier), un general que detesta tanto al senado como al pueblo que representa (piensa que no es suficientemente maduro como para dejar el poder en sus manos). Por otra parte, su colega en política Graco (personaje ficticio pero de atributos reales; Charles Laughton), desprecia a la caprichosa élite patricia, de la que el primero forma parte, por caprichosa y deseosa de retirarle al pueblo ese control del poder, vértice de una auténtica democracia. 


Este duelo de titanes –de conceptos- es el de la misma esencia y finalidad del estado. Para Graco, aunque no sea del todo trigo limpio -como en un principio el propio César-, el poder reside en el pueblo, siempre que este sepa conducirse con responsabilidad y no se cortocircuiten sus prerrogativas (es decir, defiende un estado con una serie de limitaciones democráticas, ya que con ellas puede defenderse el ciudadano de los abusos). En respuesta, Craso aconseja a un joven Julio César (John Gavin, actor competente aunque inadecuado para el papel), que “vuelva con los de su clase”, añadiendo que, en un futuro, habrá de escoger entre “la Roma de ellos o la nuestra”.

Para el que suscribe, es en este punto donde reside uno de los aspectos más importantes del relato. Por un lado, en la aniquilación de los valores que hicieron grande –no solo en extensión, sino jurídica y culturalmente- al imperio romano, una disolución ya preludiada durante el desgaste de una guerra civil, y que a la muerte de Julio César (100-44 A.C.) o, siendo más justos, de César Augusto (63-14 A.C.), termina de deshacerse a manos de los consiguientes y tiránicos emperadores. Por el otro, la aplicación de la fuerza y la implantación de un sistema dictatorial como único -para Craso- medio de recuperar dichos valores. Tal y como proclama el aspirante a tirano, “sobornar al Senado cuesta poco”.

En resumidas cuentas, una república curiosamente aniquilada por quienes pretenden defenderla y un asalto al poder por parte de aquellos que contemplan el totalitarismo como única forma de enmienda frente a los, según ellos, “enemigos del estado”. Erigido él mismo en estado, Craso toma el poder, primero como Primer Cónsul, y después aboliendo el senado.


Todos los conflictos expuestos están bien ilustrados cinematográficamente. Por ejemplo, mediante el plano que muestra a los contendientes aguardando, antes de salir a la arena. De algún modo, están revestidos de una última dignidad que, finalmente, hace posible la rebelión. Para los visitantes a la escuela, sin embargo, el combate será como asistir a una representación dramática, poco menos que un espectáculo teatral. La revuelta se resuelve por medio de planos generales, principalmente. Coherentemente con el personaje, Espartaco irá liberando a cuantos oprimidos encuentra a su paso; incluso libera a los portadores de Levantus (Herbert Lom), un pirata cilicio.

Claro que no todos los esclavos tenían una misma consideración, aún teniendo en cuenta que, en las casas romanas, los alojamientos para la servidumbre eran cubículos más parecidos a calabozos. No obstante, para los gladiadores-esclavos extranjeros, la consideración en aquellos tiempos de cultura de la sangre (el valor ante la muerte) debía de ser ínfima, y los opuestos de idolatría y desprecio, una moneda corriente que podía aplicarse a un mismo personaje.

Sin estatus de ciudadanía, la condición del gladiador-esclavo eran el anonimato y la invisibilidad. De tal modo que el conocido grito de “yo soy Espartaco”, proclamado por muchos de sus seguidores, no solo es el apoyo hacia un líder como también la reafirmación de la identidad personal y física, por parte de unos individuos que, hasta entonces, no han tenido ni estatus civil ni (casi) nombre.


El caso es que ante los desmanes cometidos por sus colegas, ahora libres -hecho que suele ocurrir-, Espartaco, tras una bella secuencia en la que regresa a la ya desalojada escuela de gladiadores, con el fin de recordar el lugar de donde vino, tanto arenga como reprende a sus compañeros, así como a todos aquellos que desean sumarse; otro detalle a tener en consideración: entre los rebeldes podían contarse criminales de toda condición.

Kubrick dedica tanto tiempo a este grupo como al “romano”, insertando algunos planos generales que muestran el avance de este recién nacido e improvisado ejército, padeciendo todo tipo de infortunios (como es tener que dar sepultura a un bebé). En lo que podríamos considerar un contraplano retardado, estos momentos se contraponen al disciplinado avance de las legiones romanas, durante los prolegómenos de la confrontación final.

En paralelo, ambos líderes, Craso y Espartaco, se dirigirán a sus subordinados. Ambos están atrapados. Espartaco geográficamente. Y en cuanto a Craso, este ha forzado la situación para acrecentar su victoria, aunque nuevamente la vida impuso sus normas: Craso hubo de compartir la gloria de la victoria con otro oportunista, Pompeyo (106-48 D.C.), que se unió a la lucha in extremis, recién venido de Hispania. En última instancia, la victoria ética será de Espartaco; una justicia poética que contestaba desde el presente histórico a la futura cuestión imperial de “cuidado con las personas que sometemos”.


Pero mencionábamos la trampa en que se encuentran el gladiador y sus numerosos seguidores. Hasta cuándo se hace necesaria la lucha es otro asunto que sobrevuela toda la película e historia de Espartaco, motivado por la interrogante que supone el hecho de que, a las puertas de la libertad, los rebeldes decidieran regresar sobre sus pasos para volver a sus tierras y enfrentarse nuevamente a los romanos (en la película dichos enfrentamientos se concentran en dos batallas, la primera de las cuales está prácticamente elidida).

Tal vez la respuesta la proporcionó anteriormente el propio Espartaco, al asegurar que “la muerte es la única liberación del esclavo”. De este modo determinista, sus prisiones solo se han ensanchado a lo largo de la evasión; lo que, así mismo, también nos ofrece el punto de vista de un Espartaco cautivo de los deseos de lucha -suyos o de sus allegados-.

Paliando esta situación, destaca la conversación con Varinia junto al estanque, en la que la persona de Espartaco confiesa que “yo no sé nada, y quiero saber”. Advierte que el conocimiento es lo que hace libre al individuo (siempre que se disponga o se le faciliten todos los datos). En ese momento, Espartaco, que no sabe leer, alcanza a ver más allá de lo que captan sus sentidos. Su amor por Varinia también se contrapone a los deseos de Craso por amar y ser amado, sin conseguirlo. A modo de sustituto, Craso ambiciona por encima de todo un cargo público por medio de una victoria militar (el gladiador ha logrado el liderazgo sin apenas haberlo pretendido) y también teme la leyenda de Espartaco (precisamente la que la película le proporciona y que, a su vez, ofrece algunos apuntes de esa vida privada desconocida, convenientemente dramatizados). También hacíamos mención de ciertos aspectos “oscuros” de los personajes, como hijos de su tiempo y situación. Pero que estos no se muestren explícitamente en la película no quiere decir forzosamente que no estén ahí.

Hoy sabemos que a los rebeldes se sumaron tanto desahuciados como fugitivos y alborotadores (también suele ocurrir); que Espartaco, si bien es cierto que siempre repartía las ganancias, y que tanto alentaba a los suyos como valoraba a las personas al margen de su condición, también llegó a ejecutar a prisioneros y a crucificar a un soldado romano frente a la gran muralla erigida por Craso a lo largo de la península (el episodio es omitido); así como la aplicación de la brutal decimatio (la auto-diezma de las tropas), por parte de Craso, ante la indisciplina de los soldados; o el carácter revoltoso del germano Criso (aquí un robusto John Ireland), en la ficción, adjunto a Espartaco hasta el final, pero cuya facción se escindió y fue aniquilada con anterioridad.

Pero insisto en que, cinematográficamente, esto resulta irrelevante; la película proporciona elementos sumamente modernos y valiosos. Buen ejemplo de ello es la solución adoptada con respecto al final del propio Espartaco (del que no se halló su cadáver).


Destaquemos finalmente otros aspectos, como el de la sexualidad, contemplada como una cuestión de gustos y no de moralidad (en la famosa secuencia recuperada entre Antonino y Craso), así como la sucesión de planos que narran el aprendizaje de Espartaco en el ejercicio de las armas, el largo travelling que muestra cómo se va organizando y disciplinando el ejército de esclavos, sobre la cima del Vesubio, momento que se contrapone con la indisciplina de la legión romana comandada por Glabro (John Dall); el intercambio de pareceres entre Batiato y Graco, cercana la resolución del relato (y secuencia que reúne a dos actores que han interpretado a Nerón), o el momento en que Antonino comenta a Craso que él “enseña a los clásicos”, otro detalle que apunta a que el imperio ya ha “menguado”: los clásicos quedan lejos.

Y naturalmente, también sobresale el instante en que Varinia muestra a Espartaco el hijo de ambos, ya nacido en libertad. Recordemos que para el gladiador, la esclavitud era una condición prácticamente indeleble, por lo que la imagen resulta aún más significativa. Ella y el bebé son administrativamente libres (manumitidos), por mediación de Graco, que aún movido por rencor hacia Craso, actúa con abierto afecto. Y es que amor y rencor pueden ser vasos muy comunicantes; que de eso la historia, como de todo, está cuajada de ejemplos.

Escrito por Javier C. Aguilera


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