Una de las cosas que más llaman la atención en la novela de Pierre Boulle (1912-1994), El planeta de los simios (La planète des singes, 1963; Plaza y Janés, 1968; Orbis, 1985; Suma de Letras, 2001), es cómo se establece un marco de referencia desde sus primeras líneas, en un tiempo en que ya han sido habitados otros rincones de la galaxia y los exploradores espaciales se mueven a través de ella como pez en el agua. Algo de lo que prescindirá la posterior adaptación cinematográfica con objeto de incrementar la inquietud; en la película, los protagonistas no parecen disponer de elementos de anclaje emocionales o incluso espaciales.
Siquiera para acabar dándole la vuelta a dicho marco, Pierre Boulle comienza su relato con el hallazgo de un manuscrito en una botella, por parte de una pareja de ociosos adinerados, Jinn y Phyllis, que disfrutan de unas vacaciones anclados en la inmensidad del espacio. El manuscrito fue redactado por el periodista Ulysse Méron, y en él da cuenta de su viaje a un planeta habitado de la estrella Betelgeuse, en compañía del profesor Antelle y su discípulo Arthur Levain, además del chimpancé Héctor. Para parafrasear a Brian Aldiss (1925-2017), se trata del segundo a partir de Betelgeuse, un planeta de sorprendentes similitudes con la Tierra.
A partir de ahí, Ulysse narra a Jinn y Phyllis su llegada a este mundo, y su traumática toma de contacto con la gente que lo habita, desde unos seres de aspecto humanoide, pero carentes de voluntad, hasta los inteligentes y evolucionados simios. De entre los primeros, Ulysse establece una relación muy especial con Nova (I: V), que, como el resto de sus compañeros, tan solo es capaz de emitir unos sonidos inarticulados. Especialmente cruel es la batida de estos humanoides (I: VIII-IX) a manos de los simios, aunque el protagonista halla una inesperada aliada en la doctora Zira (I: XIII) y, posteriormente, en su prometido Cornelius. Todos ellos se enfrentan a la arrogante mirada del científico jefe Zaïus, al que Ulysse describe, durante su permanencia entre rejas, como un viejo pontífice (I: XV).
Los simios también poseen un acusado sentido de la jerarquía. ¿Y qué dirían ustedes que se halla en la cúspide? Exacto, la política y la altanería científica. Y digo altanería científica y no ciencia porque son dos cosas muy distintas, y bien diferenciadas en el texto de Pierre Boulle. Uno de los personajes más “humanos”, valga la expresión, resulta ser la chimpancé Zira, y casi en igual medida, Cornelius. La parte desdeñosa de su clan queda representada, como decía, por el monolítico Zaïus, aunque su presencia en la novela es menor -o menos trascendente- que en la película, desde el momento en que su comparecencia se hace innecesaria: tantos son sus errores que acaba siendo cesado, si bien, trata de recuperar el control sobre la verdad oficial de su planeta. Como recalca Ulysse, se negaba manifiestamente a dejarse convencer (I: XV). Categórico y dogmático, Zaïus pertenece al peor tipo de escéptico: el que niega la posibilidad de una certeza que conoce, convirtiendo la duda sistemática en un prejuicio. Está completamente impregnado de método científico, añade Ulysse (I: XVII).
Sometido a pruebas y testes de inteligencia, Ulysse no ha perdido la capacidad del habla. Lo que sucede es que no se puede comunicar con sus captores, al desconocer su lengua. Sin embargo, pronto aprenderá el protagonista el idioma de los simios, mientras la comunicación se hace efectiva a través del lenguaje de la mímica y la geometría (II: I).
Ilustración de Dave Karlen |
Un acierto del texto de Boulle es que en ningún momento justifica los malos tratos en nombre de la ciencia, por el hecho de ser llevados a cabo por unos o por otros. El mal, digámoslo así, es malo en cualquier cultura o comportamiento. Lo que Boulle hace es darle la vuelta a la teoría darwiniana de la evolución, no para desacreditarla, sino para reafirmarla y arrojárnosla a la cara (lo que incluye el empleo de cobayas). De este modo trastoca, ejerciendo la crítica en ambos sentidos, las teorías comparativas de superioridad e inferioridad (en este caso, del simio o del ser humano); sobre todo, en el ámbito de la experimentación científica.
Pero además de malvados, hay simios benévolamente inteligentes, hasta el punto de ser aceptado Ulysse por la sociedad antropoide y borrar de su mente toda diferenciación entre las razas, pese a sus cuatro meses de cautiverio (II: IX). En el otro extremo, sin embargo, queda el trágico destino del profesor Antelle, o el detalle sutil de los personajes que se hallan en el espacio y que se atrancan con palabras de raíz antropomorfa como misántropo (I: II). Podemos añadir algunos apuntes sobre el arte simio y la dolorosa visita a un zoo (II: VI).
Respecto a la citada jerarquía, está bien descrita la idiosincrasia de cada especie de la raza simia, habiendo diferenciaciones de carácter entre chimpancés, gorilas y orangutanes, que son los principales habitantes del planeta junto a los malhadados humanoides. En todo momento, prevalece el misterio que atañe a los orígenes de esta civilización caprichosa y sorprendente, hasta que se desvelan, en la tercera y última parte en que se divide el libro. En ella, Ulysse acompaña a un grupo de arqueólogos hasta unas ruinas recién descubiertas. Las revelaciones no se hacen esperar, y conllevan una serie de reflexiones de nuestro protagonista y narrador (III: III-IV), también como consecuencia de la visita a un instituto de experimentación.
Ilustración de Alex Ross |
En este pabellón de experimentos médicos (III: VII) se desata la imaginación de los horrores, desde el punto de vista de un visitante que se reconoce en las víctimas; esto es, en los sujetos de experimentación. Lo que además plantea cuestiones como: ¿funcionaron los antiguos simios únicamente por imitación? ¿Qué los indujo, o qué factores de selección natural entraron en juego, para que acabaran siendo el linaje más avanzado de este mundo?
La explicación que aclara la evolución de los simios indica un origen natural, y se produce en un momento en el que el humanoide inteligente del pasado de este planeta se hubo arrojado en brazos de la técnica, abandonando toda ocupación instructiva, dominado por la fatiga intelectual (III: VIII). De ahí el estupor que causa el que, siglos más tarde, Ulysse se presente y hable en un congreso científico, con la lengua aprendida de los simios (II: VIII). Si a ello añadimos que Nova queda embarazada de Ulysse, el cuadro se ramifica en otras probabilidades. ¿Será inteligente el hijo del viajero espacial? ¿Supondrá el renacer de la especie humana en este planeta?
En suma, lo que prevalece en la novela El planeta de los simios es el terror a advertir que el descrito no es un universo reconocible, sino una involución de buena parte de sus habitantes, que han renegado de su propia cultura y tradición, favoreciendo la evolución del resto, en este caso, los primates. Dicho de otra manera, Pierre Boulle recalca cómo en esta selección natural participan factores de tipo sociocultural aparte de los estrictamente innatos. Como constatará el final de la novela, esto permite dos mundos paralelos pero en una sola dirección, es decir, con una de las especies definitivamente dominante. Al fin y al cabo, es el de Ulysse un viaje de no retorno, aunque retorne. Pese a todo, y como el propio personaje acaba reconociendo al referirse a Zira, qué importa la envoltura material, es su alma la que coincide con la mía (III: X).
Ya que hemos traído a colación los caprichos del tiempo y el espacio, permítanme exponer el gran respeto que siento hacia los pioneros de cualquier ciencia o arte; muy especialmente, en cuanto al cine se refiere: los cambios de formato o las meras imitaciones (¡humanas o simiescas!) no me emocionan tanto. Mi interés por el llamado cine clásico reside en su capacidad de transportación, en su equiparación a una maravillosa máquina del tiempo que nos permite recorrer espacios a veces desconocidos (no hablo solo de ciencia ficción) y viajar imaginariamente en compañía de los personajes de nuestro pretérito (para la actualidad del presente ya tengo las calles o la televisión). Lo que propone dicho clasicismo es, por lo tanto, un viaje continuado en el tiempo, siempre estimulante. Pero naturalmente, esta es una apreciación personal.
En el caso que nos ocupa, la adaptación de El planeta de los simios no habría sido posible sin el tesón personal de su productor, Arthur P. Jacobs (1922-1973), la apuesta del jefe del estudio Twentieth Century Fox, Richard Zanuck (1934-2012), el excelente guion de Rod Serling (1924-1975) y Michael J. Wilson (1914-1978), que como iremos viendo, supone una inteligente paráfrasis del relato original; la intervención directa del binomio Charlton Heston (1923-2008) y Franklin J. Shaffner (1920-1989), y la contribución del fotógrafo Leon Shamroy (1901-1974), el ortopédico John Chambers (1922-2001), especialista en prótesis, y el músico Jerry Goldsmith (1929-2004), que cuando la música de cine era eso, música de cine (es decir, desde sus comienzos hasta los años noventa, y ahí me planto, con todas las excepciones que a cada cual le apetezcan), procuró una partitura experimental, en los límites de lo tonal, rica en sugerencias y matices primordiales.
Desde el primer momento de El planeta de los simios (Planet of the Apes, Fox, 1967; estrenada al año siguiente), queda claro el juego con el tiempo ya propuesto por la narración original, a través del monólogo que deja grabado el astronauta George Taylor (Charlton Heston). Como señala, hace una hora que habrán transcurrido seis meses desde nuestra partida. Tras este prolegómeno, Taylor y sus compañeros aterrizan de forma accidentada en el lago de un planeta de aspecto desértico.
Más que unos astronautas, semejan ser unos forzosos elegidos para la gloria, casi unos desertores. Al menos, Taylor se muestra de vuelta de todo. Es pragmático y despreciativo, al límite de lo indolente, hasta que se enfrenta a su propia supervivencia, como último representante de su especie, que ha de luchar por su condición y dignidad.
En efecto, desde la fecha de partida, en 1972, hasta la de llegada, en 3978, han transcurrido dos mil seis años. Antes del periodo de hibernación, Taylor se ha preguntado si sus hermanos continúan combatiendo entre ellos. Piensa que tiene que haber algo mejor que el hombre en la inmensidad del cosmos. Nuestro protagonista hallará respuesta a ambas preguntas.
El caso es que la nave se precipita en el agua y acaba hundiéndose, con lo que el regreso se hace imposible. Shaffner introduce un expresivo plano que enlaza el enorme lago con la vastedad del terreno que lo circunda, despoblado (aunque habitable), y sumamente reseco. No en vano, los viajeros entrarán en contacto con una población tan árida como el planeta mismo. Pero antes de que eso suceda, otro plano significativo muestra a los tres expedicionarios internándose en esa otra vastedad desértica, después de haber transitado la del espacio.
A su vez, la idea de una zona prohibida en el planeta es excelente, como expresión de un pasado que se intuye, pero no se permite desenterrar. Los exploradores del espacio no tienen la menor idea de dónde se encuentran, ya que no han tenido suficiente tiempo para revisar los datos de sus computadoras.
El primer encuentro es con los cazadores-recolectores de aspecto humano, una bifurcación sin apenas arbitrio o disposición, en un estadio primitivo y animalizado. Privado del habla tras ser capturado por los simios, Taylor es tenido por habilidoso gracias a la mímica. El extraño ejemplar forma parte de un estudio sobre la etología del hombre, que pasa a contemplarlo como un ser pensante, gracias a la doctora Zira (Kim Hunter). Considerado poco menos que una alimaña, solo la pareja formada por Zira y el arqueólogo Cornelio (Aurelio en la versión doblada), aboga en su favor. En otro talentoso momento visual, el realizador introduce las manos de un humano enjaulado, que demanda azucarillos, en un plano donde el doctor Zaïus (Maurice Evans) proclama la inferioridad de la raza humana, ante el atónito Taylor y los benévolos Zira y Cornelio. Pese al empleo del teleobjetivo, aquí no tan gratuito, no obstante, como en otras ocasiones, no existe confusión en la planificación de Franklin J. Schaffner. Su ejecución es limpia, como demuestran las escenas de la batida y el intento de fuga de Taylor.
En cuanto al personaje de Zaïus, este azote de herejes advierte claramente a Cornelio que cuidadito con lo que desentierra, respecto al pasado del hombre y de los simios. Es decir, que sea precavido con aquello que busca y encuentra. Literalmente, Zaïus borra las palabras que Taylor ha dibujado en la arena, así como otras pruebas de la inconveniente inteligencia del humano.
Entre tanto, la matización del punto de vista de Taylor respecto a su propia estirpe sufre un vuelco, hasta que las evidencias conclusivas le golpeen de nuevo, una vez ha redescubierto el valor de su humanidad. De hecho, su individualidad se verá nuevamente confrontada a la barbarie colectiva de su especie. Aunque este final parezca darle la razón a Zaïus, en su parlamento final, el que no se considera como eslabón perdido de ninguna raza, y menos en lo tocante a la evolución simia, puede que lo acabe siendo si continúa ahondando en el pasado o lega una descendencia (derivada no contenida en la película).
Así, mientras que en la novela, el pueblo simio se muestra más abierto (cacerías aparte), en la película se trata de un grupo más cerrado. Además, la nave queda dañada, en tanto que en el original permanece en órbita y facilita el regreso de Nova y Ulysse con su descendiente.
Lo que no varía es el hecho crucial de que los simios se enfrentan a la posible procedencia evolutiva de seres inferiores (los humanos), en una traslación fiel a la idea de Pierre Boulle. Su superioridad admite la impostura, el sostenimiento de una falsedad y la arrogancia de un interrogatorio tendencioso y apriorístico, donde a Taylor apenas se le permite hablar. Una parodia de juicio que niega los derechos del hombre.
Mantenedores de una interpretación acomodaticia y anquilosada de la historia, el interrogatorio se prolonga -y sincera- entre Taylor y Zaïus, a solas. Al punto de que Taylor es irónicamente salvado por una Sociedad Protectora de Animales. En cualquier caso, no deja de resultar penoso el tratar de convencer a un fanático, capaz de rebatirlo todo retorciendo las palabras, y que hasta posee su equivalente bíblico en las Leyendas del Legislador. Pero no solo en este sentido no parece la civilización simia tan avanzada. Salvo por los fusiles, esta manifiesta cierto estancamiento en un estadio medieval, tal y como se desprende de los, por otra parte, efectivos decorados. Imagino que con objeto de no sobredimensionar la trama con todas las ideas y conceptos del libro. A cambio, como ya advertía, la adaptación de El planeta de los simios incorpora estupendos matices no desarrollados en la novela, pero que se desprenden de esta.
Escrito por Javier Comino Aguilera
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