La rapidez en los contenidos visuales ha proporcionado una saludable inmediatez, pero la marcada celeridad de muchos de ellos también ha impuesto una norma que pretende erigirse en “el presente” por excelencia, como si no fuera a haber más “presentes” después de este o hubiera que olvidar la debida consideración y reconocimiento a las personas y productos que nos precedieron. Esta actitud desdeñosa se acentúa en el cine incluso más que en otras manifestaciones artísticas. Pero por fortuna, lo hecho, hecho está, y si me permiten añadir una cita, no es improcedente aquel comentario de Marcel Proust (1871-1922) cuando afirmó que “a veces estamos demasiado dispuestos a creer que el presente es el único estado posible de las cosas”.
De hecho, en el cine se puede disfrutar en el presente de una buena imagen artística, acudiendo a muchas obras ejecutadas en el pasado, sin necesidad de desesperarse la mayoría de las veces debido a un batiburrillo de imágenes mareantes, un sonido estridente u otras honduras metafísicas revestidas por una nueva qualité. Podríamos decir que el cine, como el arte en general, permite confeccionar muchos “presentes”.
En un tiempo y en un estudio, Metro Goldwyn Mayer, se presumía de tener “más estrellas que en el cielo”, lo cierto es que si existe una producción donde además quedara patente el buen hacer de toda una legión de “estrellas” de detrás de la pantalla, pertenecientes a los distintos departamentos de la casa, esta bien puede ser El mago de Oz (The wizard of Oz, MGM, 1939), la adaptación del popular cuento de L. Frank Baum (1856-1919).
Baste repasar los aspectos artísticos y técnicos de la película, como la música de Harold Arlen (1905-1986), por designación de Arthur Freed (1894-1973), productor asociado y encargado del departamento musical de M.G.M., la fotografía de Harold Rosson (1895-1988), la dirección artística y decoración de Cedric Gibbons (1893-1960), junto a su asistente, el diseñador de arquitecturas William Horning (1904-1959), la producción de Mervyn LeRoy (1900-1987) y la dirección de Victor Fleming (1889-1949), que finalmente se hizo cargo de la película, tras las aportaciones de Richard Thorpe (1896-1991) –no empleadas-, George Cukor (1899-1983) o King Vidor (1894-1982). A ellos debe sumarse la labor de un buen número de guionistas, y los fabulosos efectos especiales y mecánicos de Arnold “Buddy” Gillespie (1899-1978). En resumen, cabe referirse a todos los trabajadores del estudio que confeccionaron la película, y muy especialmente, a aquellos que tuvieron que crear prácticamente desde cero.
Cuando la joven Dorohty (Judy Garland) corretea despreocupadamente por la granja de sus tíos, su tía Em (Clara Blandick) le dice que mejor busque otro sitio para jugar, “un lugar donde distraerte y nada malo te pueda ocurrir”. Desde luego que la tierra de Oz será un enclave donde pueda encontrarse lo primero, pero como en la mayoría de relatos infantiles, no es cierto que “nada pueda ocurrir”, por suerte para todos los niños (y algunos adultos), que si algo valioso poseen es el poder de la imaginación.
En el caso de Dorothy, su pureza infantil queda reflejada en el encuentro con el adivino ambulante (Frank Morgan, que interpretará otros cuatro papeles más en la película, incluido el de Mago de Oz). Se trata de una secuencia que no se encuentra en el original literario, pero en la que el adivino, por mor de su profesión, es representado como un personaje casi tan infantil como la misma Dorothy.
Como sabemos, una vez trasladada a la tierra de Oz, no cesarán los prodigios. Allí, la joven hará amistad con tres personajes singulares, un espantapájaros que anhela poseer un cerebro, el -aquí llamado- hombre de hojalata, que desea un corazón, y el león aprensivo, que reclama más bravura (respectivamente, Ray Bolger, Jack Haley y Bert Lahr). Finalmente, el Mago de Oz recuerda a personajes y espectadores en qué consiste el verdadero valor, bondad e inteligencia. Lo corrobora con gracia el espantapájaros al recordar como “muchas personas sin cerebro hablan día y noche”.
El mago de Oz ofreció un colorido y eficaz juego con las perspectivas de sus decorados, bañados por torrentes de luz, que proporcionaban la necesaria profundidad de campo al sorprendente tecnicolor. Como curiosidad y dentro de este apartado, anotemos el cambio de color en los zapatos mágicos de Dorothy, que pasaron del gris plata del libro al rojo brillante del rubí en la película, con el objetivo de que estos pudieran destacar más en pantalla.
Junto a este sobresaliente empleo de la imagen en color –podemos incluir la labor de maquillaje dentro de este apartado-, debemos agregar un espléndido uso del sonido (no solo de la magistral partitura), que experimentó con novedosos métodos de sincronización. En cuanto a la música, se trata de una composición retentiva y con contenido (distinción del talento, del que Harold Arlen no andaba escaso), que se entrelaza con los diálogos en una perfecta armonía.
Como en muchos otros clásicos de la época, por ejemplo del género de terror, también se recurrió a paráfrasis musicales. En este caso, del conocido himno Gaudeamus Igitur y de Una noche en el monte pelado de Modest Musorgski (1839-1881), pieza seleccionada poco después por Walt Disney (1901-1966) para su masterpiece Fantasía (Fantasy, Disney, 1940).
En cuanto al guión, conviene recordar la incorporación “terrena” de los tres pintorescos acompañantes de Dorothy en el mundo de la fantasía, que aparecen como empleados en la granja. Destaquemos igualmente la set pièce en la que aparecen los “Munchkin” (los “pequeños”, en la traducción española) y el momento en que los protagonistas son acechados por los secuaces de la bruja, los monos alados. Junto con las imágenes oscuras de los dominios y el castillo de la Bruja del Norte (Margaret Hamilton); o de acuerdo con el libro, el verde con el que se adorna la Ciudad Esmeralda. Y naturalmente, el espectacular -y analógico- tornado, en el momento en que Dorothy regresa a la granja; si bien, personalmente, siempre me agradó bastante el campo de amapolas.
La edición en DVD se acompañó de numerosos extras sobre la creación y repercusión de la película, con algunas secuencias suprimidas bastante brillantes (ahora que tanta hojarasca se mantiene en las mesas de montaje). En El mago de Oz, lo que en la realidad parece pedestre, monocorde y monocolor, es siempre fantástico, armónico y colorido en la imaginación. Por ello es interesante constatar cómo la vuelta de Dorothy a la realidad no resulta decepcionante para ella, porque gracias a este regreso nos es permitido apreciar lo que nos rodea y, al mismo tiempo, poder seguir soñando.
Escrito por Javier C. Aguilera
Clásicazo donde los haya, de los que no envejecen, de los que mantienen su magia y esencia hasta el fin de los tiempos. Creo que la veré de nuevo esta noche (tengo una edición en blu-ray) para recordar esta maravillosa pelicula con detalles. Gracias por la reseña, un saludo^^
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