Neil Simon escribió Un cadáver a los postres (Murder by death, Robert Moore, Columbia Pictures, 1976), directamente para el cine, y el resultado, como cabía esperar, fue muy positivo –como todo, si se está dispuesto a entrar en el juego. La película resultante contó además con una entonada música de Dave Grusin y la magnífica labor del decorador Stephen Grimes, que proporcionó los excelentes decorados. En posteriores entrevistas, Neil Simon siempre ha recordado el placer que le produjo el poder contar con semejante reparto para la película.
Los dramatis personae se componen de un oriental tan práctico como sentencioso, Sidney Wang (Peter Sellers), remedo del Charlie Chan de E. D. Biggers; o del matrimonio Charleston (Maggie Smith y David Niven), en claro homenaje a las interpretaciones de William Powell y Myrna Loy de los Charles de Dashiell Hammet: en sus primeras apariciones siempre aparecen con una copa de Martini en la mano y acompañados de su fox-terrier Myron. Otro tanto sucede con las más populares creaciones de Agatha Christie, “Miss Marbbles” (Elsa Lanchester) y “Monsieur Perrier” (James Coco), acompañado de su fiel chofer (James Cromwell), una especie de trasunto venido a menos del capitán Hastings.
El cuadro se completa con el no menos icónico detective americano por excelencia, Sam Spade –también de Hammett-, aquí trasmutado en Sam Diamond (Peter Falk), el cual se hace acompañar de “la chica” (Eileen Brennan). Del primero al último están extraordinarios, y es razón más que sobrada para disfrutar de Un cadáver a los postres.
Como señalábamos, la ambientación está plenamente lograda gracias al espléndido decorado, de modo que la solitaria mansión donde se desarrolla el plot, puede considerarse un personaje clásico más. En ella también encontraremos a un flemático mayordomo ciego (Alec Guinness, igualmente magnífico) y a una cocinera sorda (Nancy Walker). El hecho es que el idiosincrático grupo de detectives, cada uno dentro de su esfera y circunstancias, ha sido convocado por un misterioso y adinerado personaje, Lionel Twain (el escritor Truman Capote), para premiar a quien sea capaz de resolver un crimen que aún no se ha cometido…
A su llegada a la casona, Sidney Wang advierte acerca de lo que promete ser un “fin de semana interesante”. A su partida, y contestando a la pregunta que le formula su hijo-adoptivo-número-tres (Richard Narita), acerca de quién resultó muerto, Wang responderá que “asesinado-fin-de-semana”.
Naturalmente, el guión propuesto por Neil Simon juega continuamente con las convenciones del género, como ilustra la manipulación de los goznes de las puertas para que chirríen, los “faroles” a la hora de ser el más avispado a la hora de deducir, la retahíla de los posibles sospechosos del crimen, finalmente cometido; los “pasados” que se descubren por medio de las relaciones ocultas de los personajes con su anfitrión, o el gag con el timbre de la mansión. Incluso en otro momento de la trama, el escenario se manifiesta como tal; los detectives averiguan que todo ha sido contratado.
De hecho, pese a seguir una estructura en actos, como en cualquier obra de teatro, la acción cuenta con la ventaja, reconocida por el propio Simon, de poder jugar con los decorados (haciéndolos desaparecer, comprimiéndolos) y el punto de vista (elemento cinematográfico por antonomasia, distrayendo la atención de personajes que van y vienen); cosas más complicadas de hacer sobre un escenario.
Como sucedía en nuestra previa –y la semejanza no ha sido premeditada- Bola de fuego (Ball of fire, Howard Hawks, 1941), Neil Simon propone en Un cadáver a los postres un juego repleto de slang (jerga) del mundo de las novelas y películas de detectives (así, the can por el retrete, o el conocido eufemismo acerca del silbar, extraído de Tener y no tener, -To have or have not, Howard Hawks, 1944-); juegos de palabras, intraducibles a veces por su carácter fonético -como el que ataña al apellido del mayordomo, Jamesir Bensonmum (por “madame”), buns (bollos) por bones (huesos), Wang’s wing (traducido como “un ala muy sabrosa”), o el juego con el verbo to fix (“operar al gato”), toda una labor de traslación que en español también se convierte, como en todo trabajo de traducción bien hecho, en otro juego metalingüístico, una sucesión de frases hechas y particulares del idioma, como la tela (por “el cambio”), o expresiones como “pincho moruno”, “estar como una cabra”, “encogerse el ombligo”, “qué callado te lo tenías”, “sentar cátedra”, “me tocó la china” y el no menos referencial “cómo está el servicio”. ¡Hasta Lionel Twain acusa a Wang de comerse los artículos y las preposiciones!
Otro –pertinente- cambio afecta al susodicho mayordomo, apodado por Sam como Jeeves, el famoso personaje de los relatos de Wodehouse, y traducido aquí por el metonímico y más popular nombre de Bautista. Junto al narrativo, se trata de otro disfrutable juego de referencias o cajas chinas.
Ambientada a finales de los cuarenta o primeros cincuenta, Un cadáver a los postres no solo es una parodia (en absoluto chusca: se notan los cimientos de un buen guión), sino una irónica semblanza. Finalmente, Twain se dirige al resto de personajes como si fueran los escritores de sí mismos, de sus propias novelas.
El producto resultante confirma a Neil Simon como uno de los más brillantes guionistas y dramaturgos contemporáneos; un autor que, además, siempre se llevó bien con el cine. Como curiosidad, entre los recuerdos que ha evocado Simon más de una vez, está el de contemplar durante las pausas de rodaje a Alec Guinness leyendo el guión de una cosa llamada Star Wars… “No está mal, ya veremos”, le decía el gran actor inglés.
Escrito por Javier C. Aguilera
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