Podemos considerar la avaricia humana casi como un subgénero artístico por sí mismo; literario o, como en el caso que nos ocupa, cinematográfico (que, al fin y al cabo, es una ecléctica manifestación que contiene elementos literarios). Y ello, sin la necesidad de caer en la demagogia o el esteticismo de algunos planteamientos; sino ironizando y reconociéndonos en los distintos personajes.
Para los protagonistas de El mundo está loco, loco, loco (It’s a mad, mad, mad, mad world, United Artist, 1963), todo comienza cuando Grogan, apodado el Narizotas (Jimmy Durante) se sale de la carretera y va a dar con sus huesos al fondo de un barranco. Antes de estirar la pata (literalmente), Grogan pone en antecedentes a una serie de automovilistas acerca del secreto bien guardado de una gran suma de dinero.
La ironía reside en que el moribundo asume que tal cantidad, en lugar del producto de un robo, es el resultado de su esfuerzo personal y de años de privaciones; lo que en un sentido puramente burlesco y pragmático es verdad.
En cualquier caso, trata de que su peculio no vaya a parar a las garras y colmillos del fisco, y de ese modo, ofrece su ubicación a las personas que se han detenido a socorrerlo. Estos, naturalmente, pronto pasarán de auxiliadores a lobos esteparios, en el campo o la ciudad. Entre ellos hay un transportista (Jonathan Winters), un viajante de comercio (de algas marinas; Milton Berle), un recién casado en su luna de miel (Sid Caesar), y un par de amigos que acuden a visitar a un familiar enfermo (Mickey Rooney y Buddy Hackett).
En cualquier caso, trata de que su peculio no vaya a parar a las garras y colmillos del fisco, y de ese modo, ofrece su ubicación a las personas que se han detenido a socorrerlo. Estos, naturalmente, pronto pasarán de auxiliadores a lobos esteparios, en el campo o la ciudad. Entre ellos hay un transportista (Jonathan Winters), un viajante de comercio (de algas marinas; Milton Berle), un recién casado en su luna de miel (Sid Caesar), y un par de amigos que acuden a visitar a un familiar enfermo (Mickey Rooney y Buddy Hackett).
Este punto de partida hará que, por tierra, mar y aire, se desaten las pasiones más primordiales a la caza del tesoro; un dinero caído del cielo y libre de impuestos (¡como debe ser!). A los sones de la excelente banda sonora de Ernest Gold (1921-1999) y bajo la atenta mirada de la fotografía de Ernest Lazslo (1898-1984), se suceden los primeros adelantamientos por carretera, las imprudencias, el hurto, los engaños y las más taimadas deslealtades, aún a riesgo de la integridad física de los actantes. Ante la imposibilidad de ponerse de acuerdo en el reparto, se determina que cada cual parta por su cuenta y riesgo, y se las componga como pueda. Lo que, a la larga, hará que el número de implicados se vaya ramificando.
Es por ello que la película compone un desenfrenado collage que da cabida a elementos estructurales del cine mudo o el slapstick (las persecuciones, la búsqueda en el parque, la destrucción de una gasolinera y una ferretería, el desprecio por la lógica, el rescate de los bomberos, el vuelo en sendos aeroplanos…). Y en efecto, las acciones acaban confluyendo hacia el desastre (el gozoso desastre característico del cine cómico mudo, desde luego).
Todo lo cual conforma una verdadera masterpiece de la avidez y la alteración del orden, pero también de la aventura, el desparpajo y el sano sentido del humor, puesto en escena por el siempre estimulante productor y realizador Stanley Kramer (1913-2001), de carrera tan interesante como parcamente valorada. Como muestra de ese humor, remarcable es la imagen del taxista de color (Eddie Rochester Anderson) que se precipita sobre los brazos de una estatua de Lincoln. No es extraño, por lo tanto, que sea precisamente la risa el elemento culminante en la gesta de estos personajes; el único recurso que, al final, compartirán y pondrán en común.
Entre las figuras de esta narración coral también se encuentra un policía de San Diego (California), encarnado por el maravilloso Spencer Tracy (1900-1967). Responde al nombre de Culpeper y, no por casualidad, es un oficial que aún viste sombrero. Mantiene en estrecha vigilancia a los caza-tesoros con objeto de averiguar el paradero del botín. Pese a todo, el capitán Culpeper, más que un Gran Hermano, parece un primo venido a menos. Y de ello tiene bastante culpa la calamitosa situación de su pensión, congelada desde hace décadas, y la revuelta vida familiar que padece como un espectador inocente. Admitiendo su mala situación económica y vital, su propio compañero, el jefe de policía Aloysius (William Demarest), le recuerda que esta es tu recompensa por haber sido un policía honesto.
Culpeper ve languidecer su pretérito y su provenir ante la bonanza de otros colegas corruptos, y ante unos políticos que, según se nos cuenta (y no hay que hacer demasiados esfuerzos para creerlo), obtienen sus mordidas de los garitos que él mismo ha cerrado, así como de toda clase de información privilegiada. De hecho, ni siquiera su mujer recuerda el caso del que se ha estado ocupando los últimos quince años. Como sucede con el resto de personajes, la esposa e hija del policía tratan de comunicarse, pero no se escuchan (tanto en persona como por medios interpuestos: el teléfono). Tal hastío hará que el capitán tome una resolución sustancial y sustanciosa.
El tono de comedia, incluso de tebeo, es el más adecuado para mostrar esta farsa humana con ribetes de tragedia, sin que por ello tenga el espectador que sentirse zaherido o rechazado. Al fin y al cabo, como resume mordazmente el coronel Hawthorne (el estupendo Terry-Thomas), el tiempo es billetes.
La historia desarrollada por William y Tania Rose (1914-1987 y 1920-2015) bien demuestra que más puede una maleta cargada de dinero que dos carretas. Un clima y clímax que ya son puestos de manifiesto por los austeros, aunque muy expresivos -marca de la casa-, títulos de crédito del recordado Saul Bass (1920-1996).
Todo aficionado al buen cine que desee pasar un momento inolvidable tiene una cita ineludible con El mundo está loco, loco, loco, imborrable película en la que lo que queda dinamitada es la buena voluntad de aquellos que no creen que el ser humano sea más que la víctima incorregible de su propia naturaleza.
Escrito por Javier C. Aguilera
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