Para el sábado noche (CXVII): La huida y El rey del rodeo, de Sam Peckinpah

02 junio, 2022

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De la misma manera que la política se ha convertido en refugio de la mediocridad, ha habido realizadores cinematográficos a los que se ha copiado indiscriminadamente, pues han supuesto un aldabonazo a la creatividad en la forma de contar los hechos, bajo su marchamo personal y, por desgracia, transferible. Estos “aportadores” de nuevos tratamientos en la forma y, por lo tanto, innovadores en lo argumental, beben de las fuentes del pasado, no se olvide esto, siendo el eslabón siguiente de nombres y títulos sin los cuales no habría sido posible el desarrollo de su propia creatividad. Ejemplos que supusieron, y siguen suponiendo, un esplendoroso pretérito en el ámbito artístico pertinente, por supuesto, con sus luces y sombras correspondientes.

Probablemente sea el realizador estadounidense Sam Peckinpah (1925-1984) uno de los más plagiados. Aún en la actualidad. Más en la forma que en el fondo, que es lo difícil, porque su tratamiento de la violencia, inusitada en aquel momento, y de vertiginosa atracción, respondía no solo a un patrón estilístico llamativo sino a unas maneras apenas encubridoras de la podredumbre moral y, en última instancia, conceptual, de todo lo que no es ajeno al ser humano.

En este sentido, aprovecho para conmemorar que tal violencia tuviera en los años setenta y ochenta su periodo más vívido y fértil, después del acendramiento apenas disimulado de las décadas anteriores, comenzando por la de los treinta, y por consiguiente, que perviva el reconocimiento hacia tan buenos artífices. No en vano, esta representación mundana y drástica ha acompañado al homo cinematograficus desde siempre, solo que en forma más soterrada que frontal; pero existir existía, resuelta en los pliegues de los encadenados o fundidos a negro. Algo que, como el sexo, se daba por supuesto. La sublimación propuesta por Sam Peckinpah fue un pico escenográfico tras el cual, todo intento, resulta vano, artificial y hasta pueril. Una mera imitación que no puede ir más allá, porque el techo ya ha sido alcanzado. Vale esto para para algunos nombres de excesivo prestigio actual, que evitaré citar para no herir susceptibilidades, carentes de personalidad definida en su puesta en escena, pese a haber sorbido de las fuentes de artistas de la talla de Terence Fisher (1904-1980), Donald Siegel (1912-1991), Samuel Fuller (1912-1997), Mario Bava (1914-1980), el Stanley Kubrick (1928-1999) de La naranja mecánica (A Clockwork Orange, 1971), William Friedkin (1935), Walter Hill (1942), George Miller (1945) o incluso Brian de Palma (1940), que tan bien supo asimilar la gramática particularísima que le fue dada. Son autores coetáneos de Sam Peckinpah, no necesariamente coincidentes en intenciones y estilo, pero sí en su misma órbita de independencia y personalidad.


Carter Doc McCoy (Steve McQueen) aspira a la libertad condicional. Para su desgracia, milimétricamente corporeizada en unos cortos planos sucesivos, esta le es denegada. Pero como las influencias y la corruptela anidan en todas las instituciones humanas habidas y por haber, su esposa, Carol Einsley (Ali McGraw), es impelida por este a hacer una visita al influyente magnate Jack Beynon (el excelente Ben Johnson). Quod erat demonstrandum. Ello propicia la excarcelación del prestigiado atracador de bancos. No es su destino acabar entre los muros de una prisión.

Llama la atención en La huida el tiempo narrativo sostenido por determinadas imágenes, ese marchamo al que antes hacía referencia, evidenciado en la profusión de planos generales. Incluso de quietud prolongada, como el que muestra al matrimonio McCoy, recién salido él de la trena, ante el espejo de su dormitorio, sentados en la cama, y donde se ha trata de recuperar una normalidad que no va a regresar nunca. O al menos, en el futuro más inmediato. Tal vez sí en la prolongación de su historia, que no del relato que nos es expuesto. Son imágenes de una proximidad apenas entreverada que se enfrentan a la acción sincopada, si bien ambas vertientes forman un todo en el núcleo argumental y visual del conjunto. Intimidad y exaltación exógena.

Beynon cita a McCoy para su siguiente encargo. Ha de corresponder a su puesta en libertad. Este asunto se sella sobre una barcaza. Es decir, que está en continuo movimiento –sobre aguas turbulentas- significando, de forma alegórica, la esquiva firmeza y fluida naturaleza, digámoslo así, del empeño por ambas partes. Este consiste en robar un millón de dólares (de entonces) de un banco de Beacon City, en Texas. Una institución familiar de la que el hermano de Beynon (John Bryson), es el director. Como familiar será la estafa perpetrada por Jack y su hermano.

Para efectuar dicho trabajo, los McCoy, pues ambos se involucran con profesionalidad en el proyecto, cuenta con la ayuda de dos “hombres de confianza” de Beynon, Rudy Butler (el expresivo Al Lettieri), y Frank Jackson (Bo Hopkins, otro característico en la filmografía de Peckinpah).

Sin embargo, cuando el robo se produce, se echa de menos una mayor cantidad de dinero. Tan solo hay medio millón (que tampoco está tan mal). La trampa está clara. La radio habla de setecientos cincuenta mil. ¿Dónde está lo que falta?

Tras el atraco, adverso como casi todo atraco que se precie, sobrevienen los giros imprevistos, la improvisación sobre la marcha, la buena o mala fortuna, las vías alternativas, el plan B y hasta C, la comida rápida, las carreteras secundarias, los desvíos y moteles destartalados, los callejones, con o sin salida. En definitiva, la huida.


Toda una Anábasis para los McCoy, a los que no podemos dejar de tener en estima, simpatizando con ellos por el recurso efectivo de enfrentarlos a personajes que son mucho peor que ellos. Hábil y humana añagaza que les hace portadores de cierto código ético en pos de la supervivencia. Unas normas que los demás solo esgrimen para quebrantarlas. Por el contrario, cuando se hace un trato hay que cumplirlo, asegura Doc, que sin excesivos ambages cree en la responsabilidad y mantenimiento de una confianza hacia los demás, ganada a pulso (lo que no quiere decir que dentro de la ley).

El camino narrativo se bifurca cuando tras el botín anda Rudy, otro superviviente a su manera, desprovisto de ese código moral, como Sam Peckinpah deja bien establecido a las claras, al entrar en contacto con la joven señora Clinton, Fran (Sally Struthers), y su apocado marido, barrido por las circunstancias, Harold (Jack Dodson), de profesión veterinario. Que sea este precisamente quien cure a Rudy una herida de bala no deja de representar un apunte irónico, a la par de amargo, por parte del trinomio Thompson-Hill-Peckinpah. Me refiero a la animalización del personaje de Rudy.

A los caminos emprendidos y asaltados se agregan los singulares aparcamientos en las azoteas, y unos despachos que apenas encubren la mezquindad entre las maderas nobles, todos ellos escenarios sí ennoblecidos por la fotografía del gran Lucien Ballard (1908-1988). El tiempo narrativo prescrito se combina con la fascinación del fatum en escenas como la redada en la estación de tren, por parte de Carter McCoy, donde el ladrón ha de atrapar a otro ladrón, y por supuesto, en el milimétrico tiroteo en el Hotel Laughlin, en El Paso (Texas). Pero hay más. Una tonada country que dan por la radio sirve a Sam Peckinpah y su montador, el apreciable pero prematuramente desaparecido Robert Wolfe (1928-1981), para identificar la cercanía que se da entre Rudy y los Harold, y el matrimonio McCoy. Especialmente sugestivo es el plano, igualmente general, del descampado, una vez que el camión de la basura ha vaciado sus arcas. Y el resto de imágenes con se completa tan atractiva y desoladora escena.


En La huida, la naturaleza humana se adapta a las circunstancias, o perece. Una modélica adaptación llevada a buen puerto -por incierto-, por el ya citado Walter Hill, según la novela de Jim Thompson (1906-1977), de igual título (The Getaway, 1958). Que Hill prosiguiera, junto con los anteriormente nombrados, la estela de Sam Peckinpah estaba, por razones obvias, más que legitimado. Al fin y al cabo, los seres humanos -vivos, en suma-, podemos ser como esos ciervos que rondan la penitenciaría en la que mueren los trabajos y los días de Carter McCoy. Antes de su nueva puesta en circulación.

Como dato curioso, consignar la participación del fenomenal instrumentista Toots Thielemans (1922-2016), como parte integral de la música ofrecida por el dinámico e imprescindible Quincy Jones (1933), por intercesión directa de Steve McQueen (1930-1980). Así como la presencia en el reparto de esa figura casi angelical por parte del característico Slim Pickens (1919-1983), al final del trayecto cinematográfico. No de la vida -o muerte- de los protagonistas.

Diferente en tono e intención es El rey del rodeo (Junnior Bonner, ABC Pictures-Solar Productions, 1972), realizada con anterioridad, pero estrenada el mismo año que la antedicha.

En la ciudad de Prescott, Arizona, se congregan actores de soporte y fuste como Robert Preston (1918-1987), Ida Lupino (1918-1995), el joven Joe Don Baker (1936), y habituales del cine de Peckinpah como Dub Taylor (1907-1994), sin ir más lejos, visto en la previa como gerente del Hotel Laughlin, e igualmente, Ben Johnson (1918-1996), que acababa de ganar su único y merecido Oscar tras su interpretación en la formidable La última película (The Last Picture Show, 1971), de Peter Bogdanovich (1939-2022). Repite en la fotografía Lucien Ballard, y aunque el trasvase en formato blu-ray mejora considerablemente la pobretona edición en DVD, los resultados son manifiestamente mejorables. Que el resultado no rindiera en su día no quiere decir que no estemos ante una excelente película.

De forma similar al ejemplo anterior, aunque ejerciendo muy distintos quehaceres, El rey del rodeo es la bisectriz o encrucijada genérica de unos hombres solitarios, que muy puntualmente necesitan ayuda externa o verse arropados. Ya desde los títulos de crédito queda claro que no asistimos al relato de un ganador, sino al de un esforzado superviviente. Algo parecido a la trayectoria que mostraban los créditos de la notabilísima El jinete eléctrico (The Electric Horseman, 1979), de Sydney Pollack (1934-2008). Incluso encuentro cierta sintonía en la imagen que cierra los referidos títulos de crédito, que dibuja a Junnior (magnífico Steve McQueen), descansando junto a un río, tras haber aparcado su vehículo, con la única compañía del rumor de las aguas y su caballo (al que transporta en el debido remolque).

Música country e imágenes superpuestas (la pantalla partida originaria de los sesenta) siguen el recorrido de nuestro protagonista por una vida trufada de éxitos y frustraciones en el vistoso y viril mundo de los rodeos, en la más amplia extensión del término (inolvidable la competición del ordeñado de vacas). Con aportación musical –no cabe aquí hablar de partitura, en el sentido de score o banda sonora de larga duración- del espléndido Jerry Fielding (1922-1980), máximo rubricador musical del cineasta. Escrito el relato, esta vez, por Jeb Rosebrook (1934), responsable, así mismo, del guión de la simpática El abismo negro (The Black Hole, Gary Nelson, 1979).

Ahora bien, en este ambiente especificado, como en tantos otros, todos se conocen entre sí. No se sacrifica la camaradería, por mucha rivalidad que exista en la obtención del máximo galardón. En tales límites, Junnior no se encuentra totalmente solo, ni mucho menos aislado.

El protagonista es, además, persona de pocas palabras. O sea que no lo veríamos nunca en un congreso. Y las que dice procura medirlas o, cuando menos, acompañarlas de unas acciones que muchas veces las sustituyen. Su hermano es todo lo contrario, un torrente de oratoria, habida cuenta que ha de convencer a sus conciudadanos de que las parcelas que él vende, poco menos que tras haber expropiado al padre, son de lo mejor. En un espacio árido que ha dado en llamar Rancho Reata. Visto así, Curly Bonner (Joe Don Baker) es la oveja blanca de la familia. Bien vestido. Y como Junnior, proveniente de un hogar independizado, donde nunca falta un buen plato con alimento, por desaliñada y pobretona que luzca la casa. La apariencia de uno va por dentro, en tanto que la del otro se evidencia en su estilosa -para los setenta- indumentaria.


Curly y Junior tienen un progenitor en la figura, muy considerada en el ambiente y la población, de Ace Bonner (el versátil y maravilloso Robert Preston). Los problemas de este derivan del tener la cabeza y el dinero a pájaros. También está la madre, Elvira, Ellie (Ida Lupino), que, aunque separada de Ace, mantiene cierta correspondencia precavida. Para todos ellos se hace efectivo el aforismo de que, de algo hay que sobrevivir.

Sam Peckinpah organiza la estructura mediante una planificación clásica, al margen de sus tendidos estéticos, por ejemplo, en la conversación nocturna entre los dos hermanos en el porche de la casa familiar. O en la de Junnior con su padre en un solitario andén (evitando sabiamente el plano-contraplano), que es uno de los momentos más bellos y reconfortantes de una película que cuenta con muchos. Incluido el chascarrillo, ensayada improvisación y descarrilamiento bullanguero ofrecido en el Desfile del Día de la Frontera, celebración del Cuatro de Julio.

Junnior se está haciendo consciente de que la vida son cuatro ratos, algo que su padre tiene más que asumido. No se sabe qué decisión-rumbo va a seguir después de su intervención en el rodeo. Aunque no es difícil imaginarlo. ¿Trabajar con su hermano? ¿Sentar la cabeza… de ganado? ¿Establecerse con Buck Roan, personaje interpretado por Ben Johnson? ¿Continuar su errático pero independiente destino; su modo de vivir y ser?

Hablábamos en la película anterior de la importancia del entono. En El rey del rodeo no andamos a la zaga. Puestos de carretera que son a la vez gasolinera y frutería, de no se sabe dónde. Cabañas y carreteras que van de ningún sitio a ninguna parte. Lo que merece la pena es el trayecto. Una deriva totalmente ariana, matizada por los ribetes piscianos de un Peckinpah que ofrece detalles tan emotivos como la sobada fotografía en blanco y negro que reposa carcomida en un marco roto, en el interior de la cabaña del padre. Espacio que, con toda intencionalidad, va a ser demolido, en una consecución de planos al ralentí que no carecen de trascendencia para nuestro protagonista. A esto me refería cuando, apoyado en la forma, Sam Peckinpah logra extraer una cotidiana envergadura conceptual incluso del polvo de los camiones y los tractores. Estos, primero aparecen en lontananza, como parte de una amenaza que se va a ir materializando. Como esa civilización que agredía fatalmente al protagonista de Los valientes andan solos (Lonely Are the Brave, David Miller, 1962). Con su propio duelo, establecido por Junnior Bonner desde su propio vehículo con esas otras máquinas.


Vitalista, enérgica, positiva, El rey del rodeo es espléndida de todo punto. Posee el ritmo adecuado, la plasmación visual es grata, no atropellada. Los planos respiran. Como aquel en que Junior toma contacto con el toro Sunshine, que se propone montar por segunda vez en su vida profesional. ¿Será capaz de domeñarlo? El bicho no transmite demasiada confianza.

Este es el segundo duelo que se gesta. Un rodeo en su pueblo natal, en compañía de su padre. Reencuentro establecido después de otras singladuras y avatares, que no se nos narran, pero que están presentes en los rostros de los protagonistas. En el marco de una narración donde, como elemento sustancial, la mirada de los actores lo dice todo. Y pese a que no haya quien falte en recordar a Junnior que ya no eres el jinete que eras hace unos años (Buck Roan dixit). Ninguno lo somos.

Esa camaradería se hace carne cuando, verbigracia, un competidor, pero aun así amigo, Red Terwiliger (Bill McKinney), presta dinero a Junnior cuando lo necesita. A despecho de las presencias y las ausencias más o menos prolongadas. Ese trasiego de la vida sujeta a todo movimiento, argumento filosófico definidor del propio existir. El regreso depende de cuánto se eche de menos a alguien. Y del colorido. Como el que emana de esas chicas cowboy, independientes, decididas, amistosas, fundamento de esta gesta urbana que se desarrolla en paisaje country. Encantos del oeste con camisas estampadas.

De rotunda fisicidad (sin empleo de dobles), Junnior Bonner cuenta con una pelea en el saloon de lo más saludable. Herencia de John Ford (1894-1973). Con el himno norteamericano como bálsamo. Sentido del humor y del honor no falta, en una escenografía cercana a la de otra buena muestra cinematográfica contemporánea a la de Peckinpah, la más amarga pero sensacional Fat City (Íd., John Huston, 1972). Querencia fordiana que incluye el baile casual con Charmagne (Barbara Leigh). A la que Junior participa que siempre estoy en marcha. La vida como las estaciones, con sus distintos viajeros. Haciendo frente a las cornadas de la vida. Gente de paso, pero capaz de dejar huella.


Una penúltima pregunta. ¿Será capaz de aguantar Junior sobre Sunshine los interminables segundos reglamentarios? Lo principal que destila El rey del rodeo es cómo nos encontramos con nosotros mismos y con los demás. Con caracteres y tomas de decisión que no son los que más nos agradan o esperábamos. Amén de cómo enderezarlos y cómo cada cual ha de seguir su propio camino, como les sucede a Ellie y Ace, en una de las parejas -encarnaciones- más hermosas de todo el cine de Sam Peckinpah, junto con los protagonistas de Duelo en la Alta Sierra (Ride the High Country, 1962). En proceso inverso al habitual. Es decir, la relación de cariño o amistad se afianza con la mutua comprensión en lugar de deteriorarse. En un ir y venir que me retrotrae a otra excelente película, Vidas errantes (The Sundowners, Fred Zinnemann, 1960).

El tercer duelo es de orden estrictamente familiar. La forma de entender y apoyar al padre entre los dos hermanos es muy distinta. Aun siendo los dos buenos tipos, cada uno en lo suyo. En cualquier caso, el colofón de El rey del rodeo verifica la excelsa categoría estética y ética de la obra de Sam Peckinpah. Reforzando una capacidad y personalidad artísticas propias, al alcance solo de los más notables del reino cinematográfico.

Escrito por Javier Comino Aguilera


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