Dan las doce. En un castillo aislado, en lo alto de una escarpada montaña, hay una habitación con chimenea, y en el centro de esta habitación un féretro de los de toda la vida. En la placa que lo adorna se puede leer Baron von Frankenstein. En efecto, el viejo indagador y científico ha fallecido, pero deja tras de sí un legado de horror, aventura, riesgo, decepción… y risas.
La acción pasa entonces a una bulliciosa aula, en la que su nieto se esfuerza por hacerse un camino en la aplicación e investigación científica por vías más ortodoxas. Responde al nombre de Frederick, pero en ningún caso al apellido Frankenstein, mancillado por su abuelo, y que le causa un sicosomático sofoco. Como él mismo se afana en corregir de manera continua, ¡mi nombre es Fronkonsteen! Hasta en sueños reniega de su herencia nominal envenenada, el pobrecillo. Pero existen circunstancias biológicas o familiares que, como se suele decir, se llevan en la sangre, aunque también nos vale eso de que la cabra siempre tira al monte. Así, el nuevo Frankenstein volverá a las andadas, no por trilladas menos asombrosas. Sin la menor duda, estamos en el docto ámbito de la comedia. Respetuosa y medida, aunque ciertamente, ¡el tamaño sí importa!
Escrita por Gene Wilder (1933-2016), gerente de la idea, y Mel Brooks (1926), a quien fue asignada la realización, por El jovencito Frankenstein (Young Frankenstein, Twentieth Century Fox, 1974) no parecen pasar los años. Los efectos cómicos los sabe transmitir Brooks a la perfección, fusionándolos con la realización. Cortinillas, luces y sombras, el clásico fundido en iris... Lo cual incluye la música, bajo la batuta del excelente compositor John Morris (1926-2018). De hecho, una de las piezas, interpretada al violín, se emplea argumentalmente en la película. No es la primera vez, ni será la última, que Mel Brooks juegue con el componente musical como un elemento narrativo. Podemos considerar que el ingrediente melódico forma parte de todos los artefactos y la parafernalia.
De este modo, Mel Brooks imprime a su realización el cuidado por el plano, como se puede comprobar en los atractivos escenarios de una estación de ferrocarril, el apeadero de Transilvania, el admirable hall del castillo Frankenstein, el laboratorio, la librería oculta del barón, el proscenio de un teatro de variedades, las solitarias y quejumbrosas callejas del pueblo transilvano, los sótanos de la fortaleza, y algún que otro pasadizo secreto con intrigantes escaleras. Y luego están los personajes. Igor (Marty Feldman) desciende de una noble estirpe de jorobados al servicio de la familia Frankenstein. A su vez, Inga (Teri Garr) ha sido contratada como ayudante de laboratorio. Sin embargo, la composición de Cloris Leachman (1926) como el ama de llaves Frau Blücher, es difícilmente olvidable. Ella está a cargo del castillo y conoce sus recovecos más ocultos. Es un “insidioso” anfitrión de risa forzada y voz taimada. Completando el cuadro está el inspector Kent (un Kenneth Mars tan magnífico como los demás), de modales prusianos y estrictos. Hasta el peinado de Frederick se convierte en un expresivo elemento humorístico, que revela su progresiva inmersión en los asuntos de su abuelo o su frustración.
A su modo, “Fronkonsteen” es ya un reconocido cirujano dentro del marco legal, como bien puede comprobar el señor Hilltop (Liam Dunn), que actúa de conejillo de indias para sus experimentos motrices en la mencionada clase magistral, a la que también acude Gerald Falkstein (el característico Richard Haydn), que es el albacea del difunto Victor Frankenstein (una de las escenas eliminadas que se recuperan en la edición en DVD consiste, precisamente, en la típica lectura del testamento). Falkstein transmite a Frederick el legado de su abuelo.
Nos faltan dos personajes esenciales. El primero es, obviamente, el “monstruo”, interpretado por Peter Boyle (1935-2006), y entrecomillado, porque como sucedía con las célebres interpretaciones del gran Boris Karloff (1887-1969), la criatura rebosa humanidad, en el más amplio sentido del término. Finalmente, está Elizabeth (la genial Madeline Kahn), de la que todos recordamos su paso, no tan traumático, de púdica a desinhibida, a lo largo del relato. En este sentido, Mel Brooks nos ofrece un simpático ¡y precursor! gag durante su inicial despedida de Frederick en la estación de tren. Como no pueden tocarse, porque ella va toda emperifollada, ambos se dan el codo.
El sustrato sigue siendo el temor a la muerte y su inevitabilidad, contemplado desde el prisma del humor. Es decir, de forma tan seria como lo es el arte de la comedia bien entendida. Ahí es nada reconvertir la secuencia original que junta a un ciego y un “mudo”, en las figuras del monstruo y el ermitaño Herald (Gene Hackman). O la presentación en sociedad de la criatura a los sones de Puttin’ on the Ritz de Irving Berlin (1888-1989).
Participando de este ambiente jocoso, pero sin dejar por ello de perder la sobria compostura que requiere la ocasión, destaca la estética proporcionada por los decorados del excelente Dale Hennesy (1926-1981), a lo que se suma parte del equipamiento original suministrado por Kenneth Strickfadden (1896-1984), y la espléndida fotografía de Gerald Hirschfeld (1921-2017), filmada en color pero procesada en blanco y negro. Su juego con los tamaños y las impresiones por medio de las luces y las sombras arropa una película cuya estructura es, por todo lo dicho, rematadamente sólida. Cuando esto sucede, los cimientos aguantan el tiempo que haga falta.
Proyecto auspiciado personalmente por el gran ejecutivo cinematográfico que fue Alan Ladd Jr. (1937), a través del productor Michael Gruskoff (1935), el humor desenvuelto de El jovencito Frankenstein no hace olvidar el cariño por el “monstruo” y las producciones de antaño. Esto es algo en lo que conviene hacer hincapié, en una actualidad sobrepasada por la gracieta zafia e inculta.
De esta guisa, la película es una sátira, pero sin desmerecer o ridiculizar el material del que se nutre. Que es, principalmente, la trilogía original de James Whale (1889-1957) y Rowland V. Lee (1891-1975). Todo un imperecedero logro que no se pasa de frenada o causticidad. Eso sí, con un final algo cambiado… ¡pero indudablemente feliz para todo el mundo! (salvo, quizá, y como siempre, para el “monstruo”).
Mel Brooks acababa de estrenar Sillas de montar calientes (Blazing Saddles, Warner Bros., 1974) cuando recibió la oferta de Twentieth Century Fox, vía Alan Ladd Jr. y Gene Wilder. No se lo pensó dos veces y aceptó el antedicho trabajo. Pero como digo, unos meses antes ya había visto la luz del proyector su otra parodia, esta vez del oeste, en la línea de las propuestas de Burt Kennedy (1922-2001) o Bud Yorkin (1926-2015) de aquella época, pero con su estilo propio. Un desmadrado relato, tras los logros de las notables Los productores (The Producers, Embassy - MGM, 1967), convertida en un exitoso musical, y El misterio de las doce sillas (The Twelve Chairs, Fox, 1970).
Sillas de montar calientes es tan extraña como lo pueda ser el mostrar a los trabajadores de color del ferrocarril entonando a Cole Porter (1891-1964; en concreto, I Get a Kick Out of You). Y es que no solo trabajaron los chinos en el tendido del ferrocarril. Un hecho que Brooks satiriza por medio de un duelo de canciones en lugar de a pistola. Aunque ello no evita el “crudo” enfrentamiento entre el animoso Burt (Cleavon Little) y el capataz Taggart (el característico y bien humorado Slim Pickens). Y qué decir de la figura del fiscal general Hedley Lamarr (otro juego con los nombres: al igual que Frederick se empeñaba en que no lo apellidaran Frankenstein, Hedley pugna para que no le llamen Hedy; un personaje a cargo del estupendo Harvey Korman).
Aún queda el obseso gobernador William Le Petomane (el propio Mel Brooks), que ante la amenaza de perder el cargo o ser impopular, asegura con convicción que ¡hemos de proteger a quienes nos proporcionan los enchufes! El caso es que el avance del caballo de hierro aconseja que todos los habitantes de Rock Rich, ¡donde el grueso de residentes se apellida Johnson!, abandonen el pueblo. Razón por la que la comunidad necesita con urgencia un nuevo sheriff…
Si la perspectiva de la muerte se vestía de frac en El jovencito Frankenstein, en Sillas de montar calientes son el racismo, la segregación, los prejuicios… las características que se ponen en entredicho, en clave de sol…fa. Para los vecinos de Rock Rich no es una cuestión baladí. Habrán de decidirse entre su nuevo sheriff o perder todo lo que han conseguido. Indeleble es la reunión parroquial presidida por el pastor Johnson (Liam Dunn) y, en fin, la cara de los aldeanos cuando ven de qué color es el nuevo sheriff que les ha sido asignado.
Escrita por Mel Brooks, Norman Steinberg (1939), un descollante Richard Pryor (1940-2005), Alan Uger (-) y Andrew Bergman (1945), responsable de la idea primigenia, la película cuenta con una fotografía de Joseph Biroc (1903-1996), además de nuevas glosas musicales a cargo de John Morris, con letras de Mel Brooks cantadas por Frankie Laine (1913-2007). Son marca de la casa la incorporación de canciones para beneficio de gags, el desarme de tópicos y el jugueteo con el lenguaje (con frecuencia, giros lingüísticos de difícil traducción), junto a la referencia a Randolph Scott (1898-1987) y algún que otro apunte escatológico, como el de las judías flatulentas. Todo lo cual alcanza su paroxismo en la presencia de la orquesta del maravilloso Count Basie (1904-1984) en mitad del desierto, convirtiendo en chiste aquel comentario, creo que de Howard Hawks (1896-1977), por el que no le cuadraba un eximio acompañamiento musical cuando alguien se moría de sed en pleno erial.
Un entarimado que no se sostendría sin el concurso de los actores, todos magníficos, aunque debemos resaltar la labor de la refulgente Madeline Kahn (1942-1999) en su imitación de Marlene Dietrich (1901-1992). O la rapidez al desenfundar del “borracho número dos”, como lo llama Bart, aunque más tarde sabremos que responde al epíteto del “temible” Jim Wyco Kid (Gene Wilder). Tópico del más rápido que se une -nuevamente- a la apreciación por la dotación de otro tipo de armamentos.
En este apartado de clichés se incluye la narración de los retos que hubo de afrontar Jim, o la sorprendente niñez pionera de Bart (encuentro con los indios incluido). Otros personajes de vía estrecha son el salvaje Mongo (Alex Carras) y la bella Lili von Shtupp (Madeline Kahn), bávara y bárbara. Pero el malévolo fiscal y el atontado gobernador no están dispuestos a que los habitantes de Rock Rich se salgan con la suya, y deciden organizar un “ejército” de todos los bandidos, viciosos y criminales que se puedan reclutar. La pelea final que se superpone a otros platós cinematográficos resulta desternillante. Con lo que, Sillas de montar calientes acaba por transmitir esa misma alegría y desparpajo que solazaba al espectador de, pongo por caso, ¿Qué me pasa, doctor? (What’s Up, Dc., Peter Bogdanovich, 1972). Por otro lado, no puedo dejar de señalar la personalísima panoplia de dobladores -cada vez más lejana e inalcanzable- a cargo de la versión al español.
Mel Brooks aún ofrecería algunas buenas muestras de su talento, hasta diluirse a finales de los años ochenta. Honores siguen mereciendo, en cualquier caso, La última locura (Silent Movie, Fox, 1976), Máxima ansiedad (High Anxiety, Fox, 1977) y aún en menor pero no despreciable medida, La loca historia del mundo (Hystory of the World, Fox, 1981), La loca historia de las galaxias (Spaceballs, Warner Bros., - MGM, 1987) o sus paráfrasis de Ernst Lubitsch (1892-1947) y Preston Sturges (1898-1959), Soy o no soy (To Be or Not to Be, aunque la firmara Alan Johnson, Fox, 1983) y Qué asco de vida (Life Stinks, Fox – MGM, 1991).
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