Tras el éxito de Tiburón (Jaws, Steven Spielberg, 1975), constatado en soponcios y mareos varios, surgieron los inevitables epígonos, generalmente, más alicortos en cuanto a desarrollo argumental -que no nutricional- y menos generosos en su presupuesto. Lo mismo sucedió, en su día y género, con Hampa dorada (Little Caesar, Mervyn LeRoy, 1931), Por un puñado de dólares (Per un pugno di dollari, Sergio Leone, 1964), El exorcista (The Exorcist, William Friedkin, 1973), La guerra de las galaxias (Star Wars, George Lucas, 1977) o En busca del arca perdida (Raiders of the Lost Ark, Steven Spielberg, 1981), por citar algunas producciones que han creado escuela.
Hete aquí que nos hallamos en pleno campamento de montaña. Ha llegado el verano. Ya saben, los niños, el flotador, las moscas… qué digo moscas, ¡pirañas!
Pues sí, por encima del asentamiento donde retozan los chavales y sus monitores existe un centro experimental del ejército. Todos alerta. Parece abandonado, y de hecho las instalaciones necesitan un buen mocho y pasar la mopa… pero despoblado, lo que se dice despoblado, no lo está. Alguien habita allí. Y este es uno de los aspectos más atractivos de Piraña (Piranha, New World-United Artist, 1978), puesta en marcha por el siempre avezado Roger Corman (1926), aquí en funciones de productor.
Los habitantes del enclave semi desierto son las pirañas, como pronto averiguarán los fogosos excursionistas David (Roger Richman) y Barbara (Janie Squire). Y un vigilante y controlador, remanente de mejores aunque belicosos tiempos, en la figura del científico solitario Robert Hoak: el entrañable Kevin McCarthy (1914-2010), recuperado para la ocasión por Joe Dante (1946), al igual que la mítica Barbara Steele (1937), que encarna y desencarna a toda una experta -en malevolencias- científica al servicio de los militares, y Dick Miller (1928-2019), que hará su habitual paseo de la fama como en las restantes películas del realizador.
La ocasión lo merecía, pues Piraña es una vuelta a las andadas de los monstruos clásicos del cine, elaborados con todo tipo de materiales, todavía horripilantemente artesanales. La puesta al día consiste en una mayor truculencia y coloreada grafía.
¿Qué hace el doctor Hoak recluido en ese complejo? No se sabe a ciencia cierta u honesta. A modo de ermitaño de las montañas, supervisa unas instalaciones que parecen mordidas por el tiempo. Un cariz, como digo, sugestivo e inquietante de nuestra narración.
Otra idea atractiva la encontramos en el hecho de que en la zona donde transcurre la película, la vida se hace en el río. En este entorno residen Paul Grogan (Bradford Dillman) y su buen amigo Jack (el veterano Keenan Wynn). Los dos se hallan de vuelta de casi todo, coleteando con las graduaciones de las botellas hasta que se desencadena la tragedia.
Por su parte, Dick Miller interpreta a Buck Gardner, el encargado de animar Aquarena, unas atracciones fluviales relacionadas con la compra de parcelas. Ni que decir tiene que la inauguración, más que sonada, va a quedar pasada por agua.
Así es. Hoak es el único superviviente de un experimento ictiológico destinado a los ríos vietnamitas, y que ahora va a poner en peligro las arterias acuosas del territorio, una vez que los peces han sido liberados de sus estanques por error. Y qué error. Las pirañas no dejan de dar bocado al agua, en su largo y tortuoso camino hacia el mar. Están preparadas para pasar de un ambiente dulce a otro de agua salada, que aquí no hay miserias. ¡Quién nos iba a decir a nosotros hace veinte o treinta años que nuestras playas se iban a ver infestadas de medusas!
En el campamento de verano aledaño se halla la hija de Paul, Suzie (Shannon Collins), que no se fía un pelo del elemento acuático. A este se unirá la empleada de una agencia de detectives, en busca de los excursionistas desaparecidos, Maggie McKeown (Heather Menzies), que se define a sí misma como una sabuesa de primera clase. Entre ambos tratarán de advertir a los despreocupados visitantes con derecho a chapuzón, y al resto de bañistas, del peligro que les acecha desde las profundidades, directo hacia sus traseros. Obteniendo, por cierto, los mismos resultados que McCarthy en La invasión de los ladrones de cuerpos (Invasion of the Body Snatchers, Don Siegel, 1955).
La película lega buenos momentos, como aquel en que las pirañas, apenas entrevistas, pulverizan las ligaduras de una balsa, o el restante suspense que se agazapa bajo las traicioneras aguas del congestionado río.
Piraña fue escrita por el interesante John Sayles (1950), luego realizador. Entre los efectos visuales, insisto que artesanales, distinguimos nombres tan relevantes y en ciernes como los de Rob Bottin (1959) y Chris Wallas (1955), posterior diseñador de los gremlins. La música envolvente, obra del siempre reivindicable Pino Donaggio (1941), es un fluido homenaje a Bernard Herrmann (1911-1975), con sus debidas corrientes más o menos ocultas.
Toda la martingala acontece sin perder el sentido negro del humor, Made in Roger Corman. Así, el monitor jefe del campamento, Dumont (el también curiosísimo y desmelenado director Paul Bartel), es objeto de burlas y, al mismo tiempo, motivo de compasión. De tal guisa, el coronel Waxman, responsable de las antedichas instalaciones militares (Bruce Gordon, tampoco ajeno a la camarilla de Corman), resulta que posee participaciones en las atracciones de Aquarena. Como imagen a retener, fuera de los márgenes del río, nos enternece contemplar a Maggie frente a un prometedor juego recreativo de Tiburón, de básica algorítmica, antes de tomar el avión hacia la burbujeante aventura.
Los años setenta y ochenta fueron muy curiosos en muchos sentidos; entre otras cosas, se poblaron de esos discípulos fílmicos a los que antes me refería. El éxito de Piraña no desaconsejó emprender la debida secuela. Y a ello se avino el productor egipcio Ovidio Assonitis (1943), que cedió la dirección al incipiente James Cameron (1954). Labor que no pudo completar por desavenencias, aunque no por ello deja de ser esta su primera incursión tras las cámaras, u opera prima. Cameron había ejercido hasta entonces de asistente de producción y modelista para la factoría Corman, precisamente.
Piraña II, subtitulada Los vampiros del mar, porque por ahí va la cosa (The Spawning: Piranha II, Columbia Pictures, 1981), no es, sin embargo, una producción del realizador de La caída de la casa Usher (The Fall of House of Usher, AIP, 1961), y se nota, sino del referido productor. Fue en buena parte filmada en la isla caribeña Gran Caimán (Reino Unido).
Efectivamente, las pirañas de esta secuela son más aviesas, porque son capaces de saltarte a la cara desde la orilla. Todo un fastidio.
A salvar el pellejo se afana el jefe local de la policía Steve Kimbrough (el siempre efectivo Lance Henriksen), y su ex esposa Anne (Tricia O’Neil). Las circunstancias les harán volver a estrechar lazos. Consanguíneos.
El matrimonio, aún no del todo descompuesto, tiene un espabilado hijo, Chris (Ricky Paull Goldin), que no tarda en tocar puerto con Allison Dumont (Leslie Graves), la hija de un tarugo que alquila un paquebote, y al que encima hay que llamar Capitán (Ward White). Un cambio, entonces, respecto a la precedente película, es que el escenario de estas nuevas razias sin veda para los humanos, es el mar, plenamente abierto, aunque con una marejada que ni les cuento.
Las primeras víctimas son, como han establecido los anteriores cánones, una pareja de submarinistas con ganas, no de bucear, sino de jugar a los médicos. Pero como en un barco es incómodo, y a falta de pan buenas son tortas, pues a sumergirse en un pecio y a disfrutar de la experiencia. Y vaya si lo es.
El barco hundido es igualmente inspeccionado por los alumnos de submarinismo de Anne, siendo una auténtica base de operaciones para los bichos con aletas. Aquí, quien está al tanto de la trastada militar, de fatales consecuencias para todos, es el bioquímico Tyler Sherman (Steve Marachuk). Una vez más, se trata del diseño de un pez asesino con todos los aditamentos, destinado a la Guerra de Vietnam (1955-1975). Con las debidas alteraciones, este puede pasar olímpicamente del agua dulce a la salada. Y ancha es Castilla.
Junto al mar está el Club Elysium, un complejo turístico con los estrambóticos inquilinos que cabe esperar, y con los grados de desinhibición de rigor. Buena parte de la culpa, como el bueno de Murray Hamilton (1933-1986) en Tiburón, la tiene el gerente obtuso Raoul (Ted Richert). Por allí también se desenvuelven el pescador nativo Gabby (Ancile Gloudon) y su hijo (Aston S. Young). Les aguarda un futuro chungo.
Mientras Steve prosigue con las pesquisas y Chris con el aprendizaje anatómico, Anne y Tyler investigan por su cuenta, escamados por los últimos y luctuosos acontecimientos. Y hacen un buen descubrimiento. A estas pirañas-vampiro no les gusta la luz del día. Aunque el fin de los engendros no vendrá por esta vía, al estilo de los vampiros clásicos, sino a base de cartuchos de dinamita, y zanjada la cuestión. Una lástima, la primera posibilidad apuntaba maneras.
No obstante, el pasillo angosto que recorren Anne y Tyler en el barco hundido (todo un pecio justo), mientras los peces vampiro se arremolinan alrededor, anticipa los momentos más angustiosos y las estrecheces por las que habrán de pasar los protagonistas de Aliens (Íd., Fox, 1986).
El magnífico Stelvio Cipriani (1937-2018), que aquí figura en los créditos bajo el americanizado seudónimo de Steve Powder, cosas de la italian exploitation, proporciona al recalentado tentempié una partitura excelente, siendo de lo mejor que se recuerda de la película. Los aficionados la conocemos bien (gracias, Stelvio).
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