Para el sábado noche (CIII): En busca del arca perdida, de Steven Spielberg

02 marzo, 2021

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Tras los títulos de crédito de presentación de En busca del arca perdida (Raiders of the Lost Ark, Paramount, 1981), un rótulo señala que nos encontramos en alguna parte de América del Sur, en el año 1936. Un entorno y una época casi mágicos, aunque por Europa no soplaran los mejores vientos. Pero esa es la vertiente histórica, no la maravillosa. Sin embargo, ambas confluyen en la película. De este modo, llama la atención la cadencia temporal de la secuencia de apertura, en una atmósfera de misterio estático pero vívido, donde se agazapa la deslealtad, y el prestigio que depara el hallazgo de un tesoro. El excelente ritmo de dicho inicio es debido a la sobria labor del editor Michael Kahn (1930), la sugestiva atmósfera desplegada por el director de fotografía británico Douglas Slocombe (1913-2016), extensiva a toda la película, y la inspirada música de John Williams (1932). La exploración del templo del ídolo pagano, fabricado con el más preciado de los metales, depara una fascinación que podemos trasladar a la posterior incursión en la cámara secreta del Arca, ya en tierras de Egipto.

Este saqueo, o casi diría que perturbación, del tesoro artístico, en la figura del referido ídolo, bien semeja un macguffin -un señuelo- de cara al elemento más importante: la presentación del personaje principal, Indiana Jones, interpretado con convincente resolución y adecuada vulnerabilidad por Harrison Ford (1942). En futuras ocasiones se ha establecido que el nombre del protagonista se debe a su mascota, un perro llamado Indiana, más que al topónimo del estado del medio oeste de los EEUU. Tanto da. Lo esencial es que Indiana se muestra más como un hombre de acción que de palabras, si bien existe un ámbito donde se siente bastante cómodo usándolas: el aula (salvo, tal vez, cuando las alumnas le ponen ojitos). Más aún, parece que Indiana Jones posee, como se suele decir, ojos en la nuca. Un acusado sexto sentido de supervivencia, que ya ha demostrado en su cara a cara con el ídolo. Actor y director saben sacar partido de ello. Así sucede cuando el arqueólogo se ha de enfrentar a la traición de sus porteadores (Vic Tablian y Alfred Molina), valiéndose de su más fiel aliado, el látigo -o en su defecto, las lianas-. Pero como toda facción luminosa tiene su contraparte, una zona de oscuridad, el protagonista encuentra su némesis en la figura del competidor francés Belloq (Paul Freeman). Aunque incluso aquí, el asunto no es tan sencillo, ya que como le recuerda Belloq a Jones, estando en la capital de Egipto, tan solo hace falta un ligero empujón para que seas como yo. Eres un pálido reflejo de mí, declara.

La fina línea que une y desune a estos dos personajes está bien establecida, por mucho que la introspección psicológica ceda siempre su paso -por suerte- a la acción. Con un par de pinceladas sabemos que Indiana Jones es una persona de honor, pese a sus debilidades -su relación con Marion (Karen Allen)-, en tanto que Belloq se nos perfila como un sujeto sin escrúpulos, capaz de aliarse con los nazis con tal de conseguir su ilustrado propósito: la localización y análisis arqueológico -y místico- del Arca de la Alianza. Como tantos otros “tontos útiles” o “compañeros de viaje” que en la historia han sido, cree que va a poder someter a los secuaces del Führer. A pesar de la parafernalia castrense de que se rodea, Belloq no deja de ser un ladrón -un saqueador, en el original-, no solo de las riquezas autóctonas, sino también del esfuerzo individual de Jones.


El tercer personaje central es la citada Marion, una relación tronchada de Jones años atrás. Es llamativa la forma, mediante un duelo alcohólico, que tiene la muchacha de demostrar que vale lo mismo que cualquier hombre fornido. No es solo una cuestión de fortaleza física, sino de fuerza de voluntad, así como de astucia.

A su vez, Indiana es tenido, además de por un profesor de arqueología, por un experto en ocultismo; un hombre de muchas facetas. Así es definido por los miembros del Servicio de Inteligencia del Ejército que reclaman su ayuda. Respecto al ocultismo, es interesante detenerse en este aspecto, puesto que Jones asegura en un determinado momento, ante su amigo el director del museo de arqueología Marcus Brody (el estupendo Denholm Elliott), que no creo en la magia y las supersticiones. Lo que contrasta con su vínculo con dichos estudios ocultistas a los que se hace mención, y su posterior contacto con el Arca. O bien es que el arqueólogo sabe establecer la diferencia entre lo misterioso como algo verídico, y su envoltura folclórica, las consejas de viejo. Hasta su amigo Sallah (John-Rhys Davies), un excavador egipcio, advierte a Jones acerca del Arca. Siempre ha estado asociada con la muerte; no es de este mundo.

Este cariz enlaza con el poder destructor del propio artefacto, que se revela como algo tangible. Razón por la que los nazis, entre los que culebrea el sinuoso Herman Toht (Ronald Lacey), andan tras su obtención. Para Belloq, que establece otro paralelismo ante su adversario, la arqueología es nuestra religión. Solo que los dos nos hemos apartado de la fe pura.

El caso es que los miembros del Servicio de Inteligencia ponen a Indiana Jones tras la pista del Arca de la Alianza, el cofre de madera recubierto de oro que sirvió a los hebreos para guardar las tablas de la ley que conocemos como Los Diez Mandamientos. Aunque todo apunta a que en el Arca reside un elemento más; alguna fuerza oculta que bien haría en seguir a buen recaudo.


En este sentido, cabe mencionar que todos los objetos de la saga del aventurero se revelan como mágicos; “resplandecen”, pues poseen cualidades ocultas apenas sospechadas. El respeto a las tradiciones deviene entonces primordial. Un ejemplo lo tenemos en Marion y su particular implicación emocional con el cabezal del “Bastón de Ra”, ahora convertido en medallón. No se trata únicamente de un objeto que guarda relación con su fallecido progenitor. Existe algo más.

Las pesquisas del Servicio de Inteligencia conducen hacia Tanis, una ciudad ubicada al este del delta del Nilo, en pleno desierto, cerca de El Cairo. El cabezal es imprescindible para la localización del Arca, en la que es una de las ideas más bellas de toda la película. Se ha de emplear en la cámara escondida llamada “Pozo de Almas”, que a su vez contiene una maqueta de la antigua y ya extinta ciudad de Tanis. Un encuentro que se traduce a una hora concreta del día (las nueve de la mañana), para resultar efectivo.

Referencias hay muchas, más o menos asumidas. Desde los comics de Tintín, pasando por algún aspecto (re)creativo de Viaje al centro de la Tierra (Journey to the Centre of Earth, Henry Levin, 1959), tal es la imagen de la gran bola de piedra que amenaza con chafar al protagonista; o la indumentaria, extraída u homenajeada del Charlton Heston (1923-2008) de El secreto de los incas (Secret of the Incas, Jerry Hopper, 1954). Sin olvidar la beneficiosa influencia adolescente de otros conocidos seriales de los años treinta y cuarenta (que se debieron reponer en los cincuenta).

De estos últimos recupera En busca del arca perdida un recurso visual muy atractivo y práctico, como es el célebre mapa sobreimpresionado en las imágenes, que va señalando el recorrido del héroe, o el avance de algún contingente. En esta ocasión, se trata de la ruta de viaje que lleva a cabo Indiana Jones, desde Washington (EEUU) a Nepal (Asia), con objeto de reencontrarse con su antiguo mentor, después a El Cairo, y finalmente, a una isla ignota que sirve de refugio y base de submarinos a los alemanes.

En toda esta traslación, alcanzan su cénit los efectos visuales proporcionados por Richard Edlund (1940) y Kit West (1936-2016).


Del seductor resultado, modélicamente orquestado por Steven Spielberg (1946), también es responsable la tríada de magníficos guionistas que fueron Lawrence Kasdan (1949; co-autor, recordemos, del libreto de El imperio contraataca [The Empire Strikes Back, Irvin Kershner, 1980]), el también productor George Lucas (1944), y el estimable Philip Kaufman (1936), proveedores de la historia original desarrollada por Kasdan.

En cuanto a la partitura, qué decir. Estamos ante una de las mejores y más emblemáticas creaciones del compositor John Williams, en la que, con seguridad, fue la segunda época dorada más creativa y fascinante de la música cinematográfica, tras la clásica -nada de “edad de plata”-. Me refiero a los años setenta y ochenta, cuando la música de cine identificaba una película, revistiéndola y dotándola de carisma y personalidad. Memorables son los temas dedicados al Arca de la Alianza, Marion, o la persecución en camión junto al desfiladero; una buena secuencia de acción, raccords aparte, a la que se imprime un ajetreado sentido del humor. La secuencia sirve, además, para evidenciar la tenacidad del protagonista, cercana a los atributos de un superhéroe, pero sin perder por ello la encarnadura, es decir, los huesos y la carne. Solo lacerándolos de cuando en cuando. Al fin y al cabo, Indiana Jones también es falible. Muestra de ello es el error táctico que comete al pretender volar el Arca sagrada con un arma, para a continuación caer en manos de los desvalijadores nazis, antes del ceremonial oficiado por Belloq. Por algo, como ya he señalado anteriormente, al final de En busca del arca perdida prevalece el respeto a las tradiciones históricas. Después de los fuegos ocultistas, muy reales.

Tanto, que la primera aventura del arqueólogo se despide con la imagen de todo un cementerio de reliquias. Un almacén, suerte de Mar Muerto, donde van a parar los ríos de todos los ingenios e ideas que escapan a la comprensión de la razón, arrinconados por la burocracia.

Escrito por Javier Comino Aguilera





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