La reflexión lúcida y desilusionada no es un patrimonio exclusivo del llamado “western crepuscular”, esa ramificación última, quintaesenciada, surcada por personajes desengañados y estoicos, (des)ubicados en una encrucijada histórica. Los intérpretes, digamos, clásicos no estuvieron exentos de dobleces y de reflexiones existenciales acerca del paso del tiempo o la llegada de una serie de elementos que transformaban el paisaje, casi a modo de una estación natural más, aunque perenne.
La presentación escrita por Alfredo Lara López llama la atención sobre este punto y diferencia el concepto de frontera en inglés: de una parte “frontier”, que comporta todo un espacio geográfico; y de otra, “border”, la frontera artificial entre los estados. Un concepto que nos remite a la gran expansión humana hacia el oeste, que se extendió hasta 1890. De tal modo que, tradicionalmente, a la “frontier” llegan en primer lugar los aventureros, tramperos y traficantes de pieles, seguidos por los mineros, los ganaderos y los agricultores. Hasta que finalmente, lo hace la industria, “completando” –valga la imagen- un círculo sin final y en continuo movimiento.
De hecho, si por algo se caracterizan, en general, estos primeros aventureros del norte, llamados entre otros grupos, los mountain men, es que no quieren formar parte de la –también llamada- civilización. Claro que, sin pretenderlo, pertenecen a una maquinaria ajena a su control. La tragedia del hombre moderno es que la civilización siempre lo alcanza, de una forma u otra.
La producción del historiador y novelista Alfred Bertram Guthrie, Jr. (1901-1991), ganador del premio Pulitzer, no fue inmensa, pero sí de alta calidad -más de un autor podría aplicarse el cuento-, e incluye ensayos, algunos relatos infantiles, una serie de misterio y cinco novelas de western. Bajo cielos inmensos (The big sky, 1947; editada ahora por Valdemar Frontera, 2014) es la primera de las cinco. El escenario, la misma zona que poco antes recorrieron Lewis y Clarke durante su famosa expedición.
Pintura de Charles Marion Russell |
Boone Caudill, un muchacho de Kentucky de diecisiete años, se ve forzado a abandonar su hogar, huyendo de los maltratos de su -mal llamado- padre, para embarcarse en una aventura que tendrá más de interior que de exterior (aunque no falten las peripecias). Su periplo no estará libre de incidentes amargos, como una corriente oculta que acerca la presente obra más a las grandes novelas de la depresión de John Steinbeck (1902-1968) y Erskine Caldwell (1903-1987) e, incluso, a películas como Soy un fugitivo (I am a fugitive from a Chain Gang, Mervyn LeRoy, 1932), que a una genuina “novela del oeste”, tal y como muchos la entienden o recuerdan (y sin demérito hacia estas).
Una obra que contiene apuntes brillantes, como la presencia del tipo que sonríe a Caudill durante su juicio por agresión (VII). Boone, que ha partido tras los pasos de su tío Zeb Calloway, acaba viajando por el río Missouri en un barco francés. El viaje por tanto, es de carácter iniciático (su ingenuidad al dejarse robar dará paso a una dureza estólida, fijada por ejemplo en el acto sexual).
Una curiosa escena es aquella en la que el amigo y compañero de Boone, Jim Deakins, reflexiona acerca de cómo hacerse con la llave del sheriff que liberará a Boone de su confinamiento (VIII). La aventura es sinónimo de rudeza y no de una vida regalada. Solo un “alto en el camino” (que no obstante acabará de forma desdichada), tiene lugar con las divertidas ocurrencias sobre las armas durante la rendez-vous (el encuentro) de los habitantes de la zona (XXIV).
Pintura de Karl Bodmer |
Y es que más que el aventurero, el ideal que se persigue es el una libertad básica, sin ataduras. “No hay nada corrupto río arriba” (pg. 136), señala Summers. Y en efecto, en esa ruta no está el hombre blanco, solo se halla la naturaleza, pero una naturaleza completa, que además de colores, sonidos y olores, muestra su lado más salvaje.
Los protagonistas de Bajo cielos inmensos son “hombres de su siglo”, sus determinaciones y forma de pensar, aún de carácter universal, vienen marcadas por el momento histórico. Ello no es óbice para que, como señalábamos desde un principio, no primen las reflexiones de tipo particular, “de carácter”. Por ejemplo, “¿qué era lo que había muerto en Summers? No esperaba nada del futuro” (pg. 172). Uno perdía la noción del tiempo. Un día se fundía con el siguiente (pg. 184); praderas y más praderas, y siempre los extraños cerros y el inmenso cielo” (pg. 185). Para tío Zeb: “esta fue en otro tiempo una tierra para el hombre (pg. 216) ¿Por qué no se quedan en sus casas y nos dejan esta tierra a nosotros como la encontramos?” (pg. 217).
Pintura de Charles Marion Russell |
A los de Summers, seguirán los pensamientos de Jim (XXXVIII), hasta que, también para el hermético Boone, llegue el momento de hacerse preguntas (pg. 444). Su progresivo desarraigo -algún cursi lo llamaría hoy “ausencia de compromiso”-, es la radiografía de un carácter al que “no le hacía falta un grupo de gente a su alrededor para estar a gusto” (pg. 483).
La visión caleidoscópica se completa con unas reflexiones de Elisha Peabody sobre Caudill (pg. 389), un empresario emprendedor que no es descrito –facilonamente- como el típico individuo mezquino (XXXIII). De esta forma, el narrador ha adoptado varios puntos de vista. Principalmente, el de los tres protagonistas. Tres psicologías, aunque formen parte de una común, mostrada en tres fases vitales distintas. Algo así como las edades del mountain man.
Pintura de Karl Bodmer |
En cuanto a la relación del hombre con su entorno, la visión de esos primeros colonos y habitantes, no exenta de un poso egoísta pero respetuoso con la naturaleza, acarrea la contemplación de un paisaje que está ineludiblemente destinado a ser cambiado. Los personajes viven en un mundo que ha dado paso a un trasiego de niveles jamás vistos hasta entonces. A este respecto, resulta ilustrativo el episodio del enfrentamiento de Boone con un lugareño, ya de vuelta a la “civilización”: el tipo pelea como divertimento; para Boone es una cuestión de supervivencia (pg. 476).
De igual modo, el círculo negro que acabará engullendo a Boone se va estrechando, como demuestra su trato a una vecina de su familia, Nancy (XLVII), cuando ha regresado a un ámbito del que ya no forma parte.
Escrito por Javier C. Aguilera
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