Para el sábado noche (LXXIV): El Coloso en llamas, de Richard Martin Stern, y adaptación de John Guillermin

25 septiembre, 2018

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El Coloso, como de forma acertada fue apodado en la traducción cinematográfica al español, es una imponente obra arquitectónica de nuestro presente, que enlaza con los logros del pasado. Sabemos que va a tener un comienzo y un final, y que va ser devorado por el tiempo. El que le otorga el escritor norteamericano Richard Martin Stern (1915-2001), en su novela Rascacielos (The Tower, 1973; Pomaire, 1974; Orbis, 1984), no es mucho, ya que el edificio está condenado el mismo día de su inauguración.


Por el comienzo del libro sabemos que se trata de un edificio de ciento veinticinco pisos. Una estructura de aspecto frágil pero dotada de gracia y belleza (…), su esfera de comunicación era prácticamente la Tierra entera (Prólogo). La intencionalidad de sus constructores, y del mismo narrador, nos remite al orgullo y afán tecnológico del Titanic, una referencia que se hace inevitable, incluso con cierto disgusto, dada su obviedad (XXXI: aunque el libro está dividido en dos partes, el número de capítulos es correlativo). Paneles de aluminio plateado mate recubren el acero estructural, adornado por millares de ventanas de un cristal verde irrompible. Allí, se congregaban todos aquellos que querían aparecer y ser vistos (I). En las características de algunas de estas personalidades, y de varios funcionarios (policías) u operarios, va a poner su atención el escritor para desarrollar la novela, ya que el marco del desastre es tan solo la estructura externa que los alberga. Dentro de los best sellers literarios, Rascacielos resulta interesante y está bien (des)escrito.

Imagen de la película
Al comienzo de la narración, existe un protagonismo compartido y alternante entre algunos de los personajes, como el ingeniero Will Giddings, el constructor Bert McGraw, un irlandés peleón (V), o los arquitectos Ben Caldwell y Nat Wilson. Pero finalmente, será este último uno de los dos protagonistas principales, por decirlo así, de este relato coral. Wilson ha de hacer frente a unos imprevistos cambios del diseño eléctrico que él no aprobó pero que llevan su firma (falsificada). De hecho, en el edificio convergen dos amenazas que aunarán sus fuerzas. En primer lugar, el hecho de que la edificación no cumpla con las especificaciones y normativas, algo en lo que parece tener bastante que ver el yerno del constructor, Paul Simmons. En segundo lugar, el sabotaje premeditado de John Connors, un obrero que había trabajado en las labores de construcción. Su objetivo: atacar la instalación básica, las entrañas del edificio (III). No le importa no salir indemne de su atentado, es un kamikaze. De hecho, ¿por qué contentarse con las ramas cuando podía cortar el tronco? (XI). Además, se da la circunstancia, todo lo folletinesca que se quiera, pero plausible como la vida misma, de que Simmons se entiende con la esposa de Wilson, Zib Marlowe, directora de una revista. Simmons está casado con la hija de McGraw, Patty. De este modo, la narración va entrecruzando las distintas derivas y acontecimientos, por medio de disposiciones horarias que se corresponden con cada uno de los capítulos (lo que acontece de una hora a tal otra).

Imagen de la película
Y si el arquitecto Nat Wilson es uno de los focos de atención, como personaje que incardina la trama, podemos decir que el gobernador Bent Armitage, que se encuentra en el interior del edificio, es otro. Curiosamente, no se da protagonismo a ningún bombero o jefe de bomberos, como sucederá en la película. Tan solo hace acto de presencia un subsecretario del servicio de bomberos, Timothy O’Reilly (pelirrojo, claro), que se limita a constatar que su gran edificio es vulnerable, cuanto más grandes más vulnerables son; simplemente, ustedes no piensan en eso (dirigiéndose a los arquitectos, VIII).

Visto por Simmons, Nat es un tipo salido del salvaje oeste (V). Los problemas entre Zib y Nat han de ver, en realidad, más que con las circunstancias del pasado con las aspiraciones del futuro, esto es, con la inadaptación horario-laboral y, sobre todo, social, que se ha ido acrecentando entre ambos. No obstante, Nat demostrará disponer de otros rasgos de carácter que la esposa desconocía (aunque la reconciliación está descartada), dada la situación límite a la que se enfrenta, siendo esta una de las características de la literatura y el cine de catástrofes: sacar lo mejor de uno mismo, por parte del héroe anónimo.

Por su parte, la buena disposición de ánimo del senador Jake Peters y el gobernador Bent Armitage, será otro elemento que, aun de forma más somera, se traslade a la película. Sin embargo, el rascacielos, nuestro tercer protagonista, está sentenciado de antemano, pues en él se van a declarar hasta una docena de incendios. El edificio, al ir tomando forma, pareció desarrollar una personalidad propia, y aquella personalidad era maligna (lo que incluye una serie de fatalidades a lo largo de la construcción, XIII). Como reconocerá Nat al final, aunque las culpas sean en distinto grado, son compartidas (XXXII).

La Pirámide Transamericana, San Francisco
La adaptación cinematográfica no se hizo de rogar, por suerte para el género de catástrofes, porque es uno de sus mejores exponentes. Flexibilizando el espectro del melodrama, dicho género, que aunaba acción, ficción (más o menos realista), aventura y hasta comedia, legó muestras muy notables, donde la valentía de los protagonistas principales salvaba la vida de unos pocos o de muchos, y bregaba con todo tipo de dificultades. Eran relatos muy humanos en un marco extremo, una tesitura donde salía a relucir lo mejor y lo peor del ser humano, fuera en un avión, en un barco, durante un terremoto, o enfrentándose a un puñado de abejas asesinas, sin descartar un compacto meteoro que se cernía sobre nuestras cabezas huecas. Esto, en un momento, los años setenta, en que los avances ópticos permitieron sustentar la credibilidad de tales argumentos, sin perder de vista el rumbo de toda buena singladura cinematográfica (al contrario de lo que ha venido sucediendo después, con la excesiva impostación de unos efectos especiales digitales envejecidos a la velocidad de la luz).

Naturalmente, me estoy refiriendo a los ejemplos más destacados, que suelen ser, en este caso, los más recordados. Aun así, algunas producciones más modestas, pese a su inferioridad técnica -no necesariamente cinematográfica-, también resultan reseñables. Entre los antecedentes más nobles y disfrutables del género, podemos citar La última noche del Titanic (A Night to Remember, Roy Ward Baker, 1958), Viaje al fondo del mar (Voyage to the Bottom of the Sea, Irwin Allen, 1961), y en su vertiente animalesca, Cuando ruge la marabunta (The Naked Jungle, Byron Haskin, 1954), o la apocalíptica Los pájaros (The Birds, Alfred Hitchcock, 1963).

Maquetas de la película
En la elaboración de la película que nos ocupa, también se tuvo como referencia otra novela, The Glass Inferno (1974), de Thomas N. Scortia (1926-1986) y Frank M. Robinson (1926-2014), pero como desconozco esta obra en cuestión, aparte de anotar algunos datos argumentales, limitaré mi comentario, con relación a la película, a la creación de Martin Stern. El tándem Scortia-Robinson fue, asimismo, responsable de la novela El poder (The Power, 1956; no he hallado datos de que se haya publicado en España), que posteriormente fue llevada al cine por Byron Haskin (1899-1984) en la apreciable El poder (The Power, 1968).

De envergadura más modesta (sesenta y seis pisos), el edificio descrito por Scortia y Robinson, al que se da el nombre de Glass House, comparte con su coetáneo el mínimo cumplimiento de las normas de seguridad, situándose en una ciudad sin especificar. El fuego en uno de los almacenes de un piso intermedio será el detonante que acorrale a invitados y trabajadores en la sala Promenade, el restaurante del ático donde se celebra la inauguración. El jefe de incendios y especialista en fuegos a gran altura, Mario Infantino, es uno de los personajes principales que, junto con la profesora Lisolette, son trasladados a la película. En la citada novela, los personajes atrapados son finalmente rescatados por helicóptero, en tanto que las voladuras de unos tanques de agua bajo el techo del edificio ponen fin al descomunal incendio.

Producida por Irvin Allen (1916-1991), El Coloso en llamas (The Towering Inferno, Fox-Warner Bros., 1974), fue la adaptación de todo este material combustible por parte del reivindicable Stirling Silliphant (1918-1996), autor de El pueblo de los malditos (Village of the Damned, Wolf Rilla, 1960), En el calor de la noche (In the Heat of the Night, Norman Jewison, 1967), Marlowe, detective muy privado (Marlowe, Paul Bogart, 1969), No se compra el silencio (The Libertation of L. B. Jones, William Wyler, 1970), Los nuevos centuriones (The New Centurions, Richard Fleischer, 1972), La aventura del Poseidón (The Poseidon Adventure, Ronald Neame, 1972) o Los aristócratas del crimen (The Killer Elite, Sam Peckimpah, 1975), entre otras.

Dos grandes estudios compartieron las tareas de producción ejecutiva y exhibición, Twentieth Century Fox para la distribución en Estados Unidos, y Warner Bros. para el resto del mundo donde se estrenó la película (incluida España). La estupenda música corrió a cargo de John Williams (1932), y la laboriosa fotografía fue igualmente simultaneada por Fred Koenecamp (1922-2017) y Joseph Biroc (1903-1996), ambos ganadores del Oscar.


La acción acontece en San Francisco (EEUU), ciudad en cuyo skyline ha entrado a formar parte la Torre de Cristal. Un nuevo y sorprendente edificio por su diseño elegante y avanzadas prestaciones.

Grandes personalidades asisten al evento de la inauguración. Entre ellos, y al igual que sucede en la novela de Stern (con distintos nombres), el alcalde Robert Ramsay (Jack Collins) y el senador Gary Parker (Robert Vaughn). El resto de personajes que se congregan ese día son el arquitecto Doug Roberts (Paul Newman), su pareja, la diseñadora Susan Franklin (Faye Dunaway), el constructor Jim Duncan (William Holden), su hija Patty (Susan Blakely), el esposo de esta, el ingeniero eléctrico Roger Simmons (a Richard Chamberlain no le toca el papel más agradecido), y otros invitados, como la señora Lisolette Miller (Jennifer Jones), el benevolente timador Harlee Claiborne (Fred Astaire), o el relaciones públicas Dani Bigelow (Robert Wagner), que no llega a asistir a la cena por motivos personales. Entre tanto, otras personas trabajan para que el resto se pueda divertir, como el ingeniero Harry Jernigan (O. J. Simpson).

Incluso antes de que la amenaza se haga evidente para todos los involucrados, está allí personado el jefe de bomberos Mike O’Halloran (Steve McQueen), tratando de controlar los distintos focos. Son ciento treinta y siete pisos, siendo el ciento treinta y cinco donde se celebra la gala de inauguración. Al igual que en la novela de Martin Stern, no quedarán tantas personas en peligro en el interior del edificio, como antes de que se tuviera noticia de la gravedad del incendio.


La adaptación aprovecha -y a veces mejora- algunas de las ideas expuestas en la novela, aunque en ambos casos, parte de la acción se traslada a los personajes que quedan atrapados en la cúspide de la torre (la sala Promenade de la película). A tal altura, los fuertes vientos hacen imposible que los helicópteros se puedan posar en el helipuerto del tejado.

Las alteraciones son más bien de orden visual. Si en el libro, el ascensor baja con quien lo ha robado, hecho carbonilla, en la película esto se traduce en uno de los personajes que regresa por las escaleras y en el ascensor que vuelve a subir, con sus ocupantes dentro. Estos incidentes son más efectivos y aterradores que las imágenes, potencialmente reiterativas, de un fuego asolando el edificio. Tanto el realizador, John Guillermin (1925-2015), como sus montadores, Harold F. Kress (1913-1999) y su hijo Carl Kress (1937), prescinden de ellas en lo posible.

El añadido más significativo es la incorporación del jefe de bomberos O’Halloran que, a diferencia de la novela de Stern, se trata de un personaje esencial en el mecanismo de la trama; en el que, como acabamos de referir, hasta el fuego pasa a ser un personaje secundario (no así el edificio).

A su vez, si en la novela, la oficina del fiscal del distrito se hace cargo del embaucador (en más de un sentido) Paul Simmons, la suerte que le aguarda en la película es más taxativa y rauda; más visual, en definitiva. Por otro lado, se mantiene la idea de un cable mensajero como salvavidas, en otra de esas situaciones dramáticas en las que la supervivencia depende, además de en el cable, de un trozo de papel, tras el sorteo por números en una ponchera. Lo que implica algún trueque (XXX), que en la película se queda en amago.


En el último capítulo del libro (XXXIII), la resolución de lo acaecido y el destino de los varones que quedan en la sala de la Torre (las mujeres han sido evacuadas una a una), se narra a modo de analepsis, habiendo personas que no desean seguir viviendo sin su pareja. A diferencia de la película, no es de noche, todo ha transcurrido a plena luz del día. En cuanto al recurso final del agua, está extraído, como advertía, del relato de Scortia y Robinson, pese a que, en el libro de Stern se hace referencia a que del edificio caían cascadas de agua (empleada por las mangueras), bajando por las escaleras del vestíbulo (XXXI).

El personaje del arquitecto Doug Roberts mantiene su correspondencia con el Nat de la novela, que asegura que lo que quiero, por encima de cualquier cosa, es espacio, sitio en el que moverme (…), ser miembro del Club de Raqueta no es vivir para mí (XXIII). Hasta que las frustraciones personales y familiares dan paso a un problema con los cables eléctricos, que deriva en un pequeño incendio que se irá agravando, al no ser localizado en un principio. La buena realización de John Guillermin muestra a las claras la forma en que se extiende el fuego, inflamando lo ininflamable y a través de los planos exteriores del edificio que revelan cómo han aparecido nuevos focos. Otros planos generales en el interior del complejo denotan la unión que se establece entre las personas y el inmueble, y cómo pronto esta se va a ver trágicamente alterada. A ello añade el director el excelente plano de Doug suspendido de una escalera deshecha, o atravesando el conducto vertical central del edificio. Magníficamente resuelto está, así mismo, el rescate de los jóvenes Philip (Mike Lookinland) y Angela Alwright (Carlena Gower), junto con la resuelta Lisolette, que también habrán de enfrentarse a la inconveniente chapuza de una carretilla con cemento volcado, que obstruye una de las puertas del salón Promenade. Otro tanto podemos decir del ascensor que se queda descolgado, o de la antedicha y angustiosa secuencia del tele-silla. A través del montaje, John Guillermin introduce otras imágenes significativas, como la del constructor Duncan contemplando el fuego que se refleja en los cristales de uno de los edificios colindantes, o la de O’Halloran, cuando asciende desde un helicóptero hasta la azotea, y contempla las heridas del gigante.

Escrito por Javier Comino Aguilera


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