Para el sábado noche (CVIII): Harry el Sucio, de Don Siegel, Pánico en el estadio, de Larry Peerce, y Montaña rusa, de James Goldstone

02 agosto, 2021

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Todavía hoy se desconoce la identidad del llamado Asesino del Zodiaco, que operó en el norte de California entre diciembre de 1968 y octubre de 1969 (fecha expandible). Cinco asesinatos confirmados y otros dos heridos, de dieciséis a veintinueve años. La inseguridad en las arterias de San Francisco (EEUU), incluso en la actualidad, me era confirmada por un amigo. Como en el Nueva York de los años setenta, aparte de otras décadas, la televisión y el cine han buscado en este escenario californiano vistoso e inestable un buen material para sus tramas. Desde Vértigo (De entre los muertos) (Vertigo, Alfred Hitchcock, 1958), pasando por Bullitt (Íd., Peter Yates, 1968), a la exitosa serie Las calles de San Francisco (Streets of San Francisco, 1972-1977), la iconografía de este espacio se nos ha hecho tan reconocible y familiar como inquietante y angustiosa. Más en una época en que el esoterismo y el buenismo mal entendidos dieron pábulo a una serie de perturbados contraculturales, sectas rituales y maniacos de todo pelaje.

Las películas que hoy vamos a comentar tienen que ver con el suceso antes citado, aun en distintas confecciones; se arrebujan en ese clima de inseguridad arbitraria y letalmente caprichosa.

Un destino cruel aguarda a una joven bañista (Diana Davidson): ser la primera víctima del sicópata Scorpio (Andrew Robinson) en Harry el Sucio (Dirty Harry, Warner Bros., 1971). Un tipo joven y, merced a la multitud, camaleónico, que deambula a sus anchas por la ciudad de San Francisco.

El marco de esta primera tragedia, puesta en escena por Donald Siegel (1912-1991) con total -y ejemplar- alevosía, es una piscina en mitad de un océano de hormigón, bien fotografiado por Bruce Surtees (1937-2012). Precisamente, antes de este hecho, la película arranca con el reconocimiento, en forma de placa, a los oficiales de dicho océano que dieron su vida en el cumplimiento del deber. A partir de este crimen inicial, Harry el Sucio depara de forma ineludiblemente atractiva el suspense de una investigación policial, que es su principal vía de articulación, también en un marco concreto: cuando las leyes no están a la altura de lo que es justo.

Así, el inspector Harry Callahan (Clint Eastwood) del Departamento de Homicidios, se hace cargo de la investigación. Es viudo, lo que quiere decir que posee antecedentes dolorosos. Pero además de haber sido tocado por la tragedia urbanita, pronto descubre que el asunto que rastrea es más serio de lo que parece. El asesino ha dejado una nota advirtiendo que volverá a matar si no se atiende su demanda de dinero.


Se despliega el cuerpo de policía en los principales edificios altos de la ciudad, con el apoyo de las patrullas aéreas. Pero Scorpio ha previsto casi todas las contingencias. Encuentra mórbido placer en el asesinato y prosigue con su sangriento plan de ruta. Hasta que en esa ruta se cruza el inspector Harry Callahan. De él se dice que no siente favoritismos por nadie. Lo cierto es que tiene la mala costumbre de llamar a las cosas por su nombre y que, en estos momentos, lleva una mala racha con sus parejas de apoyo, todas de baja, por lo que le ha sido asignado un nuevo ayudante, el norteamericano de origen mexicano Chico González (Reni Santoni).

Estremecedor es el momento en que, como ocurría con los científicos locos, es decir, creyéndose Dios, el escurridizo criminal otea en un parque público a las posibles víctimas que se ha marcado (por color, adscripción religiosa, etc.).

La espléndida planificación del realizador Don Siegel, también productor, en el antedicho escenario urbano, poco glamuroso, incluso mugriento, respecto a cómo se nos ha ofrecido en otras postales fílmicas, se puebla con los entresijos del poder a pequeña y gran escala, del mismo modo que las calles están repletas de espectáculos eróticos de tres al cuarto, nocturnos y diurnos. Una pléyade de localizaciones suburbanas perfectamente acopladas, casi diríamos que encañonadas por la excelente partitura de Lalo Schifrin (1932). Aquí se desarrollan la vigilancia nocturna que acaba en una falsa alarma, la caminata a la que es sometido Harry por buena parte de la ciudad, o el rapto (y demás) de una chica de catorce años, recluida en un zulo, en las proximidades de un lugar tan emblemático como es el puente Golden Gate. Así mismo, la escena en el Estadio Kezar, donde, pese a todo, Harry dejará vivir a Scorpio, aunque ya sea tarde para un rehén.


La prensa no tarda en hacerse eco de los presuntos malos tratos del policía hacia el sospechoso, y en ponerse del lado de los derechos de este último por encima de los de la víctima (clave medular del relato, como advierte el propio Clint Eastwood [1930] en el documental que acompaña a la película en su edición en DVD). Ese hombre tiene sus derechos, reclaman el fiscal Rothko (Josef Sommer) y el juez Bannerman (William Paterson). Razón no les falta, aunque mediaba la vida de una persona. En este sentido, el inspector Callahan representa la frustración y soledad de quien observa de forma directa lo que sucede a su alrededor. Desequilibrados violentos, asesinatos o encarcelamientos políticos, conflictos bélicos apenas superados, y la corrupción de democracias poco transparentes (por supuesto que podemos salirnos de los límites de EEUU).

Escrita por Harry Julian Fink (1923-2001), Rita M. Fink (-) y Dean Riesner (1918-2002), guionistas principalmente del ámbito televisivo, y el malogrado Jo Heims (1930-1978), parece que con aportaciones esporádicas de John Milius (1944) y Terrence Malick (1943), Harry el Sucio pertenece a un grupo de películas ásperas, magníficamente ejecutadas, características de inicios de los años setenta, como Perros de paja (Straw Dogs, Sam Peckinpah, 1971), La naranja mecánica (A Clockwork Orange, Stanley Kubrick, 1971), French Connection (Íd., William Friedkin, 1971), Defensa (Deliverance, John Boorman, 1972), Los implacables, patrulla especial (The Seven-Ups, 1973), El confidente (The Friends of Eddie Coyle, Peter Yates, 1973) o San Francisco, ciudad desnuda (The Laughing Policeman, Stuart Rosenberg, 1973), acerca de la violencia en nuestros días y el papel de las leyes en el seno de la justicia, en un perpetuo presente histórico.

Cinematográficamente, una época estimulante y dura. Nuestro detective no solo habrá de vérselas con Scorpio sino, en otro orden de disposiciones, con sus superiores, el teniente Bresler (Harry Guardino), el jefe de su Departamento (John Larch), el alcalde (el buen característico John Vernon), y el referido fiscal. Por eso, cuando el asesino vuelve a atacar, perpetrando el rapto de un autobús escolar, en una situación espantosa sostenida por Siegel con mayor firmeza e intensidad que cualquier desaforada exhibición actual, tan dadas al anti realismo (incluso naturalismo; las habrá más violentas, pero no mejores), Harry acude en representación de sí mismo, como ciudadano (armado, eso sí), y no tanto como policía. Acaba de renunciar ante el alcalde a volver a hacerle el juego al maníaco.


De este modo, la segunda vez que se salta las normas, la ley, finiquitado el asunto, Harry Callahan arroja su placa a un riachuelo nada bucólico. Ha dejado de ser figura de la oficialidad.

Harry el Sucio plantea espinosas y comprometidas disquisiciones. Dónde están los límites del consentimiento en cuanto a los derechos de los delincuentes y criminales. El hecho de que ellos deambulen entre nosotros. ¡Y me refiero esta vez a seres bastante terrestres! Parecen normales, pero no lo son. Desquiciados, malsanos, pertinaces, protegidos por la burocracia. Míticos a veces. Lo que veían los espectadores de la época era su propio barrio, el entorno en el que se desenvolvían. Para nosotros quedaba algo lejos. Entonces, ahora no.

La saga del policía continuó, pero para Don Siegel acabó en el momento en que Harry Callahan se desprendía de su insignia.

La indefensión de la ciudadanía se evidencia de forma más drástica si cabe en Pánico en el estadio (Two-Minute Warning, Universal, 1976), en la estela de las mencionadas producciones, con una pizca de material catastrofista, género afín a aquel momento tempestuoso que nos atravesaba –todos lo son, al fin y a la postre-, pese a los denuedos de las fuerzas y cuerpos de seguridad.

Su artífice fue el realizador Larry Peerce (1930), no muy celebrado, pero que cuenta con películas interesantes como El incidente (The Incident, Twentieth Century Fox, 1967), Adiós Columbus (Goodbye Columbus, Universal, 1969), primeriza adaptación de Philip Roth (1933-2018), Paz separada (A Separate Peace, Paramount, 1972), atractiva propuesta sobre una amistad de instituto quebrada por un tonto accidente, en plena Segunda Guerra Mundial (1939-1945): todo un descubrimiento; la para mí desconcertante Miércoles de ceniza (Ash Wednesday, Paramount, 1973), Una ventana al cielo (The Other Side of the Mountain, Universal, 1975), también de atmósfera deportiva, aunque esta vez melodramática; La campana de cristal (The Bell Jar, AVCO Embassy, 1979), adaptación de la novela semibiográfica de la malhadada poeta Sylvia Plath (1932-1963), o la simpática Ídolo del rock (Hard to Hold, Universal, 1984).


En Pánico en el estadio, el realizador Larry Peerce centra el grueso de la acción en un solo escenario; eso sí, igual de emblemático. El estadio Los Ángeles Memorial Coliseum. La película se abre con las imágenes del recinto, acompañada de una música más melancólica de Charles Fox (1940). El entorno es, pese a lo aireado, igual de opresivo que en la anterior película. Además, como en los restantes entramados de talante catastrofista, un desfile de primeras figuras adereza el guiso, de lo más suculento para los amantes del género, entre los que, por supuesto, me incluyo.

La película cuenta con un buen director de fotografía, Gerard Hirschfeld (1921-2017), poco prolífico pero que cuenta con obras tan estimulantes como Punto límite (Fail Safe, Sidney Lumet, 1964), El jovencito Frankenstein (Young Frankenstein, Mel Brooks, 1974), la sorprendente Asesino invisible (The Car, Elliot Silverstein, 1977) o la excelente Coma (Íd., Michael Crichton, 1978). La escritura es de Edward Hume (1936), que por cierto tuvo que ver con la antes referida Las calles de San Francisco, junto a la mítica El día después (The Day After, Nicholas Meyer, 1983), ahora en torno a una novela coyuntural que desconozco, de George La Fontaine (-). Pánico en el estadio pertenece a su vez al grupo de argumentos dramáticos con evento deportivo al fondo, como fue la inmediata y recomendable Sábado negro (Black Saturday -¡no viernes!-, 1977) de John Frankenheimer (1930-2002).


Entre los personajes que acuden al estadio a disfrutar de un soleado día de mamporros (léase, futbol americano), están el algo inestable padre de familia Mike Ramsay (Beau Bridges), que acaba de perder su puesto de trabajo, su esposa Susan (Pamela Bellwood) y los pequeños John (Brad Savage) y Robert (Reed Diamond). También el guarda del recinto y jefe de conservación Paul (Brock Peters), la pareja en crisis formada por Steve (David Janssen) y Janet (Gena Rowlands), la otra pareja en ciernes, constituida de momento en triángulo chocarrero por Al (David Groh), Jeff (John Korkes) y Lucy (Marilyn Hassett), verdadera dama en apuros; el apostador que gusta de vivir por encima de sus posibilidades, Sandman (una reedición del Fred Astaire [1899-1987] de El coloso en llamas [The Towering Inferno, John Guillermin, 1974]; Jack Klugman), un sacerdote amigo de la infancia de uno de los jugadores (Mitchell Ryan), y un carterista (Walter Pidgeon) y su cómplice (Julie Bridges), más que dispuestos a hacer el agosto en pleno febrero. Junto a aficionados a tutiplén y los políticos de rigor: todo el mundo quiere que su foto salga en los periódicos, se nos afirma. Un envite no menos chocante, en cualquier caso, que observar cómo todos los presentes entonan su himno nacional, en esta ocasión, bajo la batuta vocal de Merv Griffin (1925-2007), ¡en labor sumamente arriesgada, dadas las circunstancias!

Como es lógico, la trama se focaliza en determinados devenires, aunque el alcance de la tragedia se hace extensivo a todos los asistentes y miembros de las fuerzas de seguridad, que intervienen desde el momento en que es detectada la presencia de un tirador agazapado en la torre del marcador, en el estadio abarrotado. Los antedichos se suman a otras cien mil personas, emplazadas por un evento de gran convocatoria como es un partido de fútbol americano en plena liga (Super Bowl), donde se dirime quién será el ganador, el equipo de Los Ángeles o el Baltimore. Hay quienes disfrutan del partido, en tanto que otros se hayan más angustiados por sus circunstancias. Algo les une, pese a todo, el estar a merced del objetivo del tirador. Para colmo llega el Air Force One, aunque el ilustre pasajero pronto toma las de Villadiego (¡que también ha de quedar cerca de Los Ángeles!).


La identidad del asesino es disimulada por la cámara subjetiva antes de llegar al estadio, como un asistente más, y una vez se encuentra dentro. Era este un recurso visual menos sobado entonces, que potencia el anonimato e impunidad del individuo. Ello permite al director mantener ocultos sus rasgos hasta el final de la película, donde lo único que averiguamos es que responde al nombre de Carl Cook (Warren Miller). Y subrayamos identidad, que no personalidad, pues en efecto, nada sabemos de este nuevo psicópata salvo que perpetra sus asesinatos indiscriminados al azar. Más lineal en este sentido respecto al título anterior, es la deriva argumental. Más abstracta, si se quiere. El objetivo puede ser cualquiera, en cualquier momento.

Pero el intruso es descubierto por las cámaras de televisión del dirigible que retransmite el encuentro. A partir de ahí, el gerente del estadio Sam McKeever (Martin Balsam) se pone en contacto con el capitán de policía Peter Holly (Charlton Heston), que a su vez recurre al cuerpo táctico de élite SWAT, en una unidad liderada por el sargento Chris Button (John Cassavetes); templado, enérgico, buen líder.

Lo interesante es que el suspense se alarga, mientras se trata de evacuar de forma discreta a las personalidades y dignatarios que asisten al partido, y el hecho de que el tiroteo no se produce hasta que el tirador ha sido detectado y faltan solo dos minutos para el cese del encuentro. Algo así como disparar en una sala de conciertos atestada. Momentos antes se ha dado luz verde a la captura del homicida. Y triste es decirlo, da la impresión de que se producen más muertos por el pánico desatado durante el desalojo de las instalaciones del estadio que por el francotirador. La de cosas que pueden suceder o truncarse en un espacio de tiempo apenas perceptible, dos minutos.

(Para los que nos criamos en los ochenta, es inevitable no identificar estas imágenes de ficción con las de la impactante realidad del estadio Heysel en Bélgica).

El tercer sicópata que quiero presentarles tampoco tiene su base de operaciones en ningún congreso. Va tan tranquilo por la calle, no responde a nombre conocido, en lo que es una nueva constatación de la impunidad del anonimato. Aspecto post universitario, poco hablador, solitario, con posibles para poder desplazarse, milimétrico, experto en electrónica. Cambia el fusil por los cacharros automatizados. Está interpretado por Timothy Bottoms (1951). ¿Ocupación? Tratar de sacar a los contribuyentes un millón de dólares (de la época) si no quieren pasarlo mal. Al menos, en los parques de atracciones, porque este es el sugestivo escenario donde se van a desarrollar sus fechorías.

El recientemente desaparecido y estupendo actor George Segal (1934-2021), interpreta al divorciado y vuelto a emparejar (con Susan Strasberg [1938-1999]), Harry Calder, miembro de la compañía de seguros, mantenimiento y seguridad Golden Pacific. Será él quien se vea inmiscuido en el desenmascaramiento y posible captura del extorsionador y asesino, por expreso deseo del mismo. Entre los dos se ha establecido un vínculo desde el momento en que Harry ha apelado a que no se deje de tomar en serio al criminal, y a su “profesionalidad”. Este, por su parte, se desenvuelve en otro buen ejemplo de invisibilidad entre el gentío, en un nuevo espectáculo de gran afluencia. No le importa que los dueños de los parques de atracciones se pongan en contacto con la policía. Tan seguro está de su desempeño. Lo suyo es un chantaje, quiere obtener dinero y tiene plena confianza en sus recursos. Su mente es fría. Para él es un reto enfrentarse a Harry Calder; lo considera un igual pese a ser su opuesto.

Después de que su jefe, Simon Davenport (breve pero siempre bienvenida intervención de Henry Fonda), le dé permiso, o se vea obligado a hacerlo, Harry se dispone a dejarse llevar por las indicaciones de su peligroso comunicante, como su homólogo lo hacía a las órdenes de Scorpio. No lo hará solo, pues cuenta con la ayuda del agente federal Thomas Hoyt (Richard Widmark), y algo menos del teniente Keefer (Harry Guardino, again). Por supuesto que el malhechor le hará subir a la montaña rusa.

Con la maleta del dinero a cuestas, a través del parque de atracciones de Richmond (Virginia), Harry pasa de funcionario grisáceo a explorador de territorios inquietantes, físicos y de la mente. Está tratando de dejar de fumar, pero no deja de oler la chamusquina; tiene más intuición que muchos profesionales de la seguridad. Por ejemplo, sabe que el asesino no podrá evitar dar su siguiente golpe en la inauguración de la descomunal Montaña Mágica, en pleno Cuatro de Julio.


Me ha encantado volver a ver Montaña rusa (Rollercoaster, Universal, 1977), además de por los recuerdos específicos que me trae, por ser una buena muestra de género, entre lo catastrofista y el suspense mejor destilado. Una nueva y bien avenida partitura de Lalo Schifrin, autor referencial de mi infancia (mosqueteros, operaciones dragones, cowboys de ciudad, claves omegas…) engalana la trama. El director fue James Goldstone (1931-1999), responsable del primer capítulo de la imborrable Star Trek (Íd., 1966-1969), una denuncia de la violencia con trasfondo de los derechos civiles, Como el viento (Brother John, Columbia, 1971), las muy apreciables muestras de intriga criminal La noche invita a matar (Jigsaw, Universal, 1968) y Solo matan a su dueño (They Only Kill Their Masters, MGM, 1972), y otras piezas menos destacadas pero entretenidas como El día del fin del mundo (When Time Ran Out, Warner Bros., 1980). Desarrolló casi toda su carrera en la televisión, lo que se manifiesta en alguna imagen con teleobjetivo que, pese a todo, casa bien con el empleo de los binoculares por parte del espabilado facineroso, y en su conjunto, Montaña rusa está muy bien llevada (huyamos de los estereotipados y pobretones comentarios de quienes consideran poco recordadas o viejas películas con más de diez años: el cine no es una cuestión de edad, sino de vibración; lo he repetido mil veces y lo procuro demostrar con cada artículo).

En Montaña rusa los decorados son de Henry Bumstead (1915-2006), nada menos, y la fotografía del versátil David M. Walsh (1931). El guion, de Richard Levinson (1934-1987) y William Link (1933-2020), por más señas, creadores de Colombo (1968-2003) y Se ha escrito un crimen (Murder, She Wrote, Universal, 1984-1996), y buenos colaboradores de Alfred Hitchcock presenta (Alfred Hitchcock Presents, Universal, 1955-1962) y La hora de Alfred Hitchcock (The Alfred Hitchcock Hour, Universal, 1962-1965), entre otras. Además, como tantas aventuras lindantes con el catastrofismo, Montaña rusa empleó en las salas el novedoso -y carísimo- sistema de sonido Sensurround (1974-1978), hasta que medio cine se nos venía abajo con tanto ajetreo. Debía de ser muy divertido, la verdad. Tecnicismos aparte, quedan las películas. Y entre el personal asistente a los parques de atracciones de esta, distinguimos un cameo con línea de diálogo de Steve Guttenberg (1958), y con más papel, el debut cinematográfico de Helen Hunt (1963), que interpreta a la hija de Harry. Uno de los chavales de pelo largo que se disponen a subir a la Montaña Mágica es Craig Wasson (1954).

En este sentido, la película procura la virtud de crear escalofríos cada vez que nos volvemos a subir a una atracción, lo mismo que sucedía con el agua tras el visionado de Tiburón (Jaws, Steven Spielberg, 1975).


Una mención especial quisiera dedicar a las voces en español. Principalmente, la de Constantino Romero (1947-2013), principal doblador de Clint Eastwood, y en cometidos menores, pero no menos vistosos, el jefe de televisión de Pánico en el estadio (Andy Sidaris) y el gerente del parque de atracciones Vista del Océano (Michael Bell) en Montaña Rusa. Y por supuesto, la del magnífico Rogelio Hernández (1930-2011), cuya versatilidad se demostró en toda suerte de géneros, y que está a cargo de Scorpio, John Cassavetes y George Segal, respectivamente. Siempre es un placer prestarles oídos, como a otros tantos colegas.

Escrito por Javier Comino Aguilera

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