El viento en el pórtico, de John Buchan

19 mayo, 2023

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Lo variada que es la naturaleza humana. Por eso es ridículo limitarla a un solo campo de experimentación.

De polivalencia también sabía el personaje del que hoy nos ocupamos. Miembro del Consejo Privado de su Majestad, teniente adjunto de la Corona, político, diplomático, gobernador, corresponsal… Cuesta imaginar que, con una vida tan ajetreada e intensa, el escocés John Buchan (1875-1940) tuviera tiempo de escribir. Pero lo tuviera o no, el caso es que escribió. Y con notable fortuna, ya que Buchan llegó a convertirse en un autor sumamente popular. Al punto, que una de sus piezas más logradas, Los treinta y nueve escalones (The Thirty-Nine Steps, 1915; Losada, 2014), fue objeto de dos adaptaciones cinematográficas de calado. La soberbia versión de 1935, a cargo de Alfred Hitchcock (1899-1980), y la más fiel al libro y filmada a color, de 1978, dirigida por Don Sharp (1921-2011).
 

Pero ahora, Valdemar, en su colección Gótica, ha rescatado de entre las llamas del olvido El viento en el pórtico, trece cuentos de ficción oscura (The Watcher by the Threshold and Other Tales, 1902; Valdemar, 2022), donde el rasgo más característico y relevante, es que la siempre anhelada explicación natural, se solapa con la indeseada -para algunos- explicación sobrenatural. Allá ellos, Buchan no tiene reparos en jugar de continuo con la duda. En algunos casos, como veremos, sin mucho margen para el reparo epistemológico. No es necesariamente una ambigüedad, como una complementariedad la que sustenta estas páginas. Seguir escindiendo ambos conceptos, natural y sobrenatural, es simplón y anquilosado.

Inspirándose en vivencias propias y ajenas, John Buchan se ampara en la historia y el folclore de su Escocia natal. Recientemente hablábamos de Stonehenge como escenario de cultos y ceremonias en estrecho contacto con la naturaleza, formando una única naturaleza. Estos relatos son espacios que recuperan y reclaman el lugar para lo mágico, aunque a veces se revista de ominoso. También al otro lado existen las fuerzas positivas y negativas.
 

Un caldo que también sazonaron Graham Greene (1904-1991) o John Mortimer (1923-2009). Y hasta Miguel de Cervantes (1547-1616), y tantos otros, en otras esferas proclives a los escenarios mágicos.

La presente selección se inaugura con El vigilante en el umbral (The Watcher by the Threshold, 1900). Henry es un viajero en el montañoso -y engañoso- distrito escocés de More, tierra sagrada de razas antiguas, en una fecha indeterminada, que se pasea por la década de 1890. Lo primero que llama la atención es el soberbio empleo de los adjetivos para (re)vestir las imágenes. Así mismo, hasta qué punto el estado de ánimo influye en el paisaje, y viceversa. Una de las señas de identidad del Romanticismo. Admití avergonzado para mis adentros que estaba de un humor de perros. La carta de la prima Sibyl da al traste con la tranquilidad de espíritu del protagonista. El esposo de Sibyl parece estar muy enfermo.

La casa del matrimonio acrecienta esa sensación de comodidad en medio de la nada. Un oasis rodeado de incertidumbre. Esa apreciación de vacío es otra de las características más destacables del género, incluso en el interior de las urbes. Buchan sabe desenvolverse en un concepto no siempre bien asumido; en este caso, el espacio ocupado una vez por antiguos pictos y romanos (el mejor epítome de esta traslación espacio-temporal lo encontramos en Ambrose Bierce [1842-1914]). Una inasible perturbación del ser humano que entra en contacto con la plenitud del entorno natural.

En este sentido, lo que conviene advertir es la doble naturaleza de la naturaleza misma. Que unas veces resulta beneficiosa para nosotros, y otra perjudicial, no solo en las manifestaciones más ruidosas y espectaculares a las que estamos tristemente acostumbrados. Su doble vertiente de hacedora y destructora, incluso perversa. O al menos, indiferente (aunque no creo demasiado en esto último: todo debería tener su razón de ser, por doloroso que resulte).

Ambas facetas son, una vez más, complementarias, más que opuestas. Un aspecto que está (pre)destinado a subvertir un aburrido racionalismo burgués, empleado para encontrar razones a todas las cosas del cielo y la tierra (op. cit.).
 

El vigilante en cuestión es “Justiniano” (482-565 d. C.), emperador de Bizancio. Una impregnación, o posesión de la naturaleza. El terror activa a sus actantes de forma oblicua, es decir, el principal protagonista y acostumbrado narrador, no experimenta de forma directa los acontecimientos extraños, sino que los advierte y adopta a través de los efectos y consecuencias que se traman en las gentes que le rodean. Amigos y allegados. Esto se hace evidente desde el primer relato, extendiéndose como una infiltración. Lo que me lleva a una conclusión compartida por tantos autores de esta literatura de género, muchos de ellos tratados en la presente revista electrónica. ¿Lo que ven nuestros ojos y perciben nuestros restantes sentidos, es lo que ven y perciben los demás? Mejor la negra noche que el horror intangible del interior (op. cit.). Había sido arrancado de nuestra pulcra y alegre vida moderna, y llevado a las brumas de antiguas supersticiones (íd.). Estas experiencias y sensaciones apenas definidas son una pugna continua por ensanchar la razón, más allá de la esfera de la mera sugestión.
 
Relato alegórico con ribetes de anticipación, donde lo que prima es la atmósfera, tanto física como psíquica (la una conlleva la otra), en Basilissa (íd., 1914), los recuerdos de Vernon de las pesadillas de su niñez son borrosos. Intangibles y psicológicos, la definición del miedo. Son la descripción de una angustia, una concatenación de impresiones manifestadas en un espacio reducido: externo e interno. La casa y el propio Vernon. Con lo cual expandimos el antedicho campo de visión personal a lo espacial, a los lugares, antes hollados por otros.

El sueño era un horror implacable. También son estos recuerdos la expresión de un carácter. Más aún, una biografía narrada por un tercero, un fiel amigo. Basilissa es el texto de una premonición (una pareja que se ha anhelado por separado), bajo los auspicios de la mitología, y un sueño que se hace realidad. Participando de ese nivel que sobrepasa lo material, es el nombre dado a la dueña de la Tierra en Corfú (Grecia). Y aunque, salvo para determinadas invocaciones, los nombres son lo de menos, lo que sí sobrevive son las entidades ancestrales.
 
Cabeza de Medusa en el Templo de Artemisa, Corfú, Grecia
 
Una maldición de la noche, un sacerdote en el condado escocés de Cauld, Bahía de Sker. Tiempo de brujas y aparecidos cuando era niño. Y ritos abominables en secreto. Todo esto se conjura en Marea baja (The Outgoing of the Tide, 1902). Aquí encontramos otro buen ejemplo de una atmósfera atosigante e intransigente. Esa que siempre linda con la incultura (de los lugareños, no del protagonista), y conduce a derroteros funestos. Soslayando algún que otro error en la traducción: tú y yo es todo lo que tenemos, el relato nos narra las distintas historias -vidas- de Alice, hija de la bruja Alison Sempill y el joven Heriotside, convergiendo en la actual encarnación, la Noche de Walpurgis (1 de mayo), celebrada ya por los pueblos celtas. Alison es una especie de hechicera con atributos de Celestina.

El protagonista-narrador, el referido sacerdote, tiene ante sí veintiocho días de asueto. El problema es que suponen avanzar millas hacia lo desconocido. Para ello, habrá de vencer su cerrazón -a determinados mitos-, y recorrerlas lo mejor pertrechado que pueda. De momento, se aloja con un pastor y su hermana en una cabaña.
 
Tierra de nadie (No Man’s Land, 1899), me parece la obra maestra del volumen. El relato es lo suficientemente concreto para resultar inconcreto (sin caer en el simbolismo alegórico de algunas de las narraciones previas). Tierra de nadie donde crónicas, leyendas y realidad se entrecruzan, lo cual incluye algunas notas a pie de página, es decir, aclaraciones, por parte del propio narrador.

También una visita al averno. Pero lo interesante de este relato es lo que viene después. La dificultosa reintegración al mundo de lo real, a la cotidianeidad, por parte del protagonista. Al punto de hacerse necesario el regreso a dicho lugar, para tratar de encarar una vez más el miedo, y esclarecer las piezas de este complejo puzle que llamamos vida. Podría relatar mi experiencia de buena fe, pero, ¿me creería la gente?

Una nota final, esta vez del editor -en la ficción-, carga aún más de misterio un relato que  queda interrumpido. Ni siquiera sabemos cómo acaba la historia-búsqueda de tan particular héroe. Solo que, en esta bella metáfora narrativa, donde vuelve a sobresalir la atención por el detalle lingüístico, el mayor terror lo procura el rechazo e incomprensión de los racionalistas de mente estrecha, los llamados colegas académicos.
 

Leyendo el volumen no puedo evitar pensar que estos agraciados relatos, narrados de forma primorosa, realmente ocupan el lugar de tensión y narrativa fantástica e inquietante que posteriormente se va a trasladar al cine y la televisión.
 
Pues bien, otro espacio-portal lo hallamos, precisamente, en Espacio (Space, 1911). Esa cuenca resplandeciente parece el inicio de la eternidad. Un amigo relata a otro la historia de Holloud, un catedrático de matemáticas, físico siempre en los terrenos fronterizos de la ciencia. Es interesante que nos detengamos aquí por un instante. Los personajes de Buchan no son solo lugareños o visitantes ocasionales. Principalmente, poseen estudios académicos. No tienen miedo a experimentar, aunque el miedo venga; no temen abrir sus mentes a nuevas teorías y posibilidades, por mucho que estas no se puedan constatar en un laboratorio. En esta narración, una predeterminación de la llamada “materia oscura”. Para lo que se hace preciso e inevitable vencer la barrera que parece separar el intelecto de nuestros sentidos.

El tal Holloud es un colega del narrador, ambos docentes en Eton (Berkshire, Inglaterra). Este es un espacio físico, sin lugar a dudas, pero existe otro, poblado de entidades y cualidades que no percibimos. Se repite la estructura argumental del sujeto, investigador o no, que hace un trascendental descubrimiento, y esto le cambia la vida. A veces desapareciendo de su plano físico –de cara a los demás-. Algunos de estos relatos son la representación de la apertura individual de conciencia. Algo para lo que todos andamos capacitados, pero que no todos profesan. Algo que choca con la percepción asumida y resumida de lo común. Un poder que el hombre está perdiendo al civilizarse.
 

Un fuego de campamento en tierras sudafricanas. Dos ingleses conversan sobre su futuro. Uno de ellos, el más adinerado, proyecta construir su futura vivienda allí. Tres años después, el complejo residencial, porque de tal cabe hablar, es ya una realidad. Pesadillesca. El descubrimiento de lo inusitado siempre va parejo a la evolución de uno de los personajes, el que está más en contacto con esta faceta de lo paranormal. Solo que ese contacto y esa evolución, a veces son dependencia e involución, respectivamente.

Sucede en La arboleda de Ashtaroth (The Grove of Ashtaroth, 1910). A veces, los lugares nos llaman, y no sabemos por qué. O Tal vez sí. Para el autor, es más llamativa la forma literaria del paisaje que el trasfondo de una realidad alternativa que se nos escapa, esto es, su exégesis; pues esa otra realidad se las apaña para permanecer casi siempre agazapada. Los que dedicamos tiempo a recorrer los lugares de nuestra infancia, espacios donde fuimos felices, aunque no sean los más hermosos, lo intuimos. ¿Usted no?

Tal vez sea irracional. O de una racionalidad indescifrable. Lo que está claro es que para nosotros resulta un acercamiento inevitable.
 
El Valle Verde (The Green Glen, 1912), es, por su parte, la crónica de una indagación histórica, con bienvenidos ribetes esotéricos, acerca de un lugar que proporciona sus impresiones al narrador, en capítulos cortos. Las laderas y pliegues de la colina en silencio parecían extenderse hasta la eternidad (…) algún aura antigua se cernía sobre su verdor y atrapaba el alma de los hombres. Una obsesión, en palabras de dicho narrador. Su hechizo era el hechizo de la vida. La presencia de un antiguo santuario lega una intimidad placentera a plena luz del día, pues el terror no es solo nocturnal.

En resumen, tres son los escenarios naturales, y tres sus personificaciones (incluido el propio narrador), en este relato. Bien puede proclamar el protagonista -la cita es obligada-, ¡qué verde era mi valle!
 

Aunque para verde, el ñú de El ñú verde (The Green Wild Ebeest, 1927). A partir de estos relatos, extraídos de otro volumen del autor para conformar esta antología, nos movemos en las deleitables narraciones que se degustaban en uno de esos peculiares Dining Club ingleses, antes de sobrevenir el sopor de la comida o un buen vino. Estas reuniones solían tener por escenario, bien el típico club inglés, bien la acogedora vivienda de alguno de los intervinientes. En citas puntuales y bien señaladas en el calendario.

En El ñú verde destaca la atmósfera aprensiva y de terror inefable, a lomos de la acción. Lo animal como representación y encarnadura de lo sobrenatural y atávico. De la que forma parte la perversidad del destino que constata el protagonista. Sentí que de alguna forma me había apartado del mundo racional.

Además de como confirmación espiritual de las demás narraciones, el presente texto es interesante por dos motivos. En primer lugar, por equiparar el acceso a este conocimiento, generalmente velado, al advenimiento de cierto grado de locura –por parte de terceros más que de uno mismo-, otorgando al mal, en toda su extensión, un carácter indefinido y universal; mundial. Y en segundo, por hacer que uno de los personajes varíe de forma tan drástica como dramática, toda su concepción -cosmogonía- de lo existente sobre la Tierra. De todo lo contingente en ella. Aunque esto nos aboque a un final trágico -o puede que a un principio, nunca se sabe-, generalmente encaminado a afrontar las consecuencias, no solo de nuestras acciones, sino también de quiénes nos involucran. Aparte de quedar como leyenda o acervo popular unos hechos de los que no se sabe qué pudo ocurrir.

Que la locura a la que hacíamos mención sea sinónimo de trascendencia, o aislamiento de los demás, es algo que admite distintos niveles en la taxonomía de estos textos.
 
Escenario para un Dining Club

La balanza se sigue inclinando a favor de lo mágico, por mucha ambigüedad que se pretenda, en cuentos como Dr. Lartius (íd., 1928). Matemático y astrólogo, con capacidad para la videncia, Lartius esgrime que hay un mundo a nuestro alrededor imposible de explicar según las normas de las tres dimensiones. Buchan nos detalla que cobraba altas tarifas, pero que no estaba corrompido por el vil metal. Se cuentan entre su clientela los que buscan alivio y experiencias, y los que van más allá en su indagación de respuestas, es decir, los iniciados. Consciente de que las damas ociosas que acudían allí en busca de emociones no quedaban defraudadas.

Pero a ciertas personas no les cobraba. A aquellos que acudían en busca de consuelo verdadero, y no por una cuestión de moda. Para estas personas, Lartius, una suerte del querido Diego de Araciel (-), se declara un buscador más que un maestro de lo oculto. Un matiz importante, nada gratuito, que habla bien del conocimiento real que el autor poseía acerca de esta tipología de personajes, deshonestos a ojos no iniciados (sin descartar por ello lo fraudulento). No es que dijera mucho, tal vez era la manera en que lo decía. Su enfrentamiento con la Iglesia, que ve peligrar su exclusividad, evidencia la falta de entendimiento entre ambas posturas, como ya he señalado, solo antagónicas para los fervientes adoradores de la racionalidad y el positivismo. Y nos sirve para recalcar la expulsión de lo diferente de nuestra vida espiritual. Estoy en el camino hacia la iluminación, declara el buscador-protagonista. La muerte es un accidente irrelevante. No afecta al espíritu. Tentado a ejercer de espía, para Lartius, como para tantos de nosotros, las circunstancias materiales y sociales siempre parecen tratar de conspirar con las anímicas.

A estas alturas -y profundidades- de la lectura, tan solo cabe lamentar la no publicación del resto de relatos, tal cual fueron concebidos en los volúmenes originales. En nota a pie de página, al final de Dr. Lartius, se testimonia, por parte del traductor y antólogo, la superchería del personaje. Pero, como ya he venido desarrollando, cabe la posibilidad –es mi lectura- de que, pese a su cometido como espía, el joven conocido por Lartius, realmente posea facultades de espírita, más allá del mero -y descaradamente socorrido- aspecto psicológico y reduccionista. Lo cual pone de manifiesto hasta qué punto puede no ser comprendido en su amplitud el texto que se publica. Una cosa es que los nazis se aprovecharan del ocultismo, tal cual se esgrime en la presente crónica, y otra que este aspecto sea falso por dicho motivo; que los aliados no lo tomaran bajo su propio beneficio, como bien parece indicar el relato del Dr. Lartius.
 
Sule Skerry, Escocia

Vamos con las últimas narraciones del volumen. El viento en el pórtico (The Watcher by the Threshold, 1928), que da nombre a la recopilación, se centra en un altar de Vaunus, deidad britana protectora de un valle en las tierras de Vauncastle, y leyenda que cobra vida, con el solsticio de verano en ciernes.

Skule Skerry (Mr. Anthony Hurrell’s Story, 1928) es la transposición de una isla en Escocia (Sule Skerry). El lugar perfecto para un estudioso de los pájaros. Aunque tal vez “perfecto” no sea la palabra adecuada… Es el reducto definitivo de una paz olvidada. Paz al abrigo de los “cuatro vientos” de la población más cercana, y que se verá confrontada con una realidad en pugna continua con la sugestión. La de pensar que algo nos acecha, psicosomáticamente. No obstante, cuando un científico no puede aceptar lo sobrenatural, dice el protagonista, entonces solo cabe quemar toda mi obra y revisar mis creencias.

El desenlace es racional por una vez, al menos, de forma evidente. Los sonidos de la isla los provoca un  animal. Escuálida alforja para tan elongado viaje.

Tendebant manus (íd., extendieron sus manos en latín, 1927-8), es una cita de Virgilio (70-19 a. C.). Los muertos tienden las manos a la “otra orilla”. En este último relato se narra la trayectoria de dos hermanos interconectados, Reggie y George; uno de ellos, parlamentario, como nuestro autor. Y la extraña relación que se da entre ambos. De este modo, Reggie era el “gran hombre”, y George, su asesor urbano y contraparte. Su anclaje en el más allá.

Escrito por Javier Comino Aguilera




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