El autocine (XCII): El último atardecer, de Robert Aldrich

11 diciembre, 2021

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No uno, como suele ser lo habitual, sino dos jinetes son los que acompañan y se pasean por los títulos de crédito de este excelente relato del oeste escrito por Dalton Trumbo (1905-1976), siguiendo los pasos de una novela de Howard Rigsby (1909-1975). Es cierto que cada uno de ellos lo hace en planos separados, es decir, siguiendo su propio camino, pero como pronto tendremos ocasión de averiguar, ambos personajes están destinados a converger en uno solo.

El último atardecer (The Last Sunset, Universal, 1961) es una producción Bryna, por consiguiente, un empeño personal del actor y productor Kirk Douglas (1916-2010), que en esta ocasión, cedió los trastos de dirección al más que competente Robert Aldrich (1918-1983).

Tras atravesar un majestuoso paisaje, ambos jinetes, con poca diferencia el uno del otro, llegan a un mismo poblado. Ellos son Brend O’Mally (Kirk Douglas) y Dana Stribling (Rock Hudson). Como la población es mexicana, sabemos que se hayan muy cerca de la frontera. Es esa forma clásica de narrar donde no todo estaba mascado, entre otras cosas porque el espectador era perspicaz. Esa frontera será un elemento no solo físico en la película, sino también constitutivo del historial de cada individuo, conformador de su currículum vitae biográfico y psicológico.

Busco a un hombre llamado O’Mally, vestido de negro, proclama Stribling con determinación. Pero este ya ha partido. Se pisan los talones.

El contrapunto entre estos dos personajes masculinos lo pone Dorothy Malone (1924-2018), que interpreta a Belle, la dueña de un rancho-posada junto a su marido John Beckenridge (el magnífico Joseph Cotten), podríamos decir que situado en mitad de la nada (de nuevo, no solo material). El matrimonio tiene una hija, la adolescente Melissa Linda, “Missy” (Carol Linley). En un breve papel de malandrín, cómo no, distinguimos también al característico Jack Elam (1920-2003). Y completando la nómina de soporte, están Milton Wing (Regis Toomey), administrador del referido rancho, y otros dos braceros leales a los Beckenridge, José (Margarito Luna) y Carlos (Rosario en el original; José Torvay).


El suspense queda bien planteado por Trumbo y Aldrich, supongo que con el beneplácito del productor, que ya había colaborado con el primero en Espartaco (Spartacus, Stanley Kubrick, 1960), e imagino que en buena connivencia con la pieza literaria original, que hasta donde yo sé, no ha sido publicada en español. Como antes presagiaba, pronto conocemos el motivo de esta búsqueda intensiva.

El mismo carácter de tensión e intriga concierne a la unión de O’Mally con Belle, otro de los pilares fundamentales del relato. Aunque aquí se juega más a la sorpresa. Tras unos momentos de incertidumbre, el espectador es informado de los vínculos entre estos dos personajes. Una relación que se remonta al pasado y que O’Mally pretende, más que reiniciar -aunque también-, purgar (finalmente, sus tiros amorosos irán por otro lado, en el último tercio de la película -de su vida-, como también habrá ocasión de descubrir). En realidad, nunca te he dejado, declara O’Mally ante Belle. A lo que ella alega que solo bailo con mi marido. De este modo, Robert Aldrich maneja sabiamente algo tan difícil como la psicología y engarces entre los protagonistas, y tan inasible como la melancolía, que fluye a través de toda la narración. Lo que impregna el devenir “determinado” de unos personajes maniatados por sus ligazones con el pasado, y sus sentimientos más profundos y afán de justicia -no exclusivamente de venganza, como queda bien establecido-; de respeto, en definitiva. Bajo el marco de querer tratar de rectificar, en lo posible, los errores de dicho pasado. Unos “lazos de sangre” que perviven en la memoria y que necesitan, cada uno de ellos, ser cicatrizados.


Como detalle significativo, O’Mally llega al rancho silbando, anticipando su presencia, como el predicador insano de La noche del cazador (Night of the Hunter, Charles Laughton, 1955). Allí recibe la hospitalidad del tullido John Beckenridge, que ha quedado cojo tras la guerra (de Secesión, 1861-1865), y anda con la cabeza en las nubes y los apetitos fijos en la botella. Le propone a O’Mally conducir una vasta partida de ganado hasta la ciudad de Crazy Horse, al otro lado de la frontera; esto es, al norte, en Texas. O’Mally propone, a su vez, a Stribling como capataz. Ese hombre y yo estamos ligados, especifica sin entrar en más exposiciones. Pero congraciarse con lo ocurrido, sobre todo cuando este ha causado tantas bajas físicas y morales, no es tarea fácil, lo que convierte a El último atardecer en toda una tragedia, por supuesto que universal, como lo son los mayores logros del género western.

O’Mally atiende a la petición del disminuido John a cambio de una participación en el negocio, en forma de una quinta parte de las reses. Tan solo trabaja bien cuando siente en su proceder alguna implicación; doble en este caso, por ser emocional y material, y que habrá de aprender a sacrificar a lo largo del recorrido. Por algo, Douglas nos propone un personaje complejo y traumatizado, en la línea del que poco tiempo después compondría para Otto Preminger (1905-1986) en la magistral Primera victoria (In Harm’s Way, 1965).

En esta etapa de su vida, el hombre vestido de negro permanece en modo reflexivo y compungido. Pero como decimos, tratar de purgar las faltas a veces no es suficiente. ¿Puede una persona cambiar realmente? Más aún, ¿se puede recuperar o avivar una pasión, o mejor, un amor del pasado? ¿Quién puede confiar en los sentimientos de una persona que ha causado un grave perjuicio? En el cine, que se asemeja a la realidad con mayor realismo que ningún otro arte, tal cosa es factible aunque no siempre posible.


Los momentos íntimos expuestos en la película son extraordinarios, y están resueltos con gran delicadeza a través de las palabras y la brillantez visual que procura la sencillez, que suele ser, por lo general, lo más difícil. Lo rubrica la charla nocturna con Belle, una vez el vínculo matrimonial se ha disuelto (algo previsible), más la diurna de Belle con Stribling, junto a las ruinas de una iglesia, y la que mantiene O’Mally con la joven Missy a lo largo de la narrativa.

Dos hombres pretendiendo a una misma mujer no es empeño novedoso, pero sí lo es el equilibrio emocional alcanzado mediante estas escenas. La escritura y caligrafía cinematográfica trascienden la previsible envoltura, sorteando con agilidad el tópico. Situaciones demasiado relevantes al espectador como para resultar efímeras, al modo en que lo es el Fuego de San Telmo visto en las profundidades de un valle, a la luz de la luna. O como lo son las miradas, sobre todo de ella, Belle, que es quien observa todo, y se observa a sí misma. Otra descarga luminiscente y emocional.

Por no dejar de mencionar un elemento, igual de simbólico, que me encantaba y espantaba a un mismo tiempo que apareciera en una película: las viscosas e insondables arenas movedizas.

El dúo inicial ha quedado convertido en triángulo, y pronto deriva en dobles parejas. La sutileza en este sentido es, repito, exquisita. Por su parte, Belle también se sabe defender, como bien demuestra haciendo uso de las armas cuando es preciso; posee su propia fortaleza (sin el aditamento de las mismas, por supuesto).

En todo momento prevalece la poética de la imagen. Por ejemplo, además de lo dicho, cuando O’Mally contempla a Missy con el vestido que años atrás luciera su madre, el día en que la conoció, y que esta ha conservado. En ese preciso instante, el protagonista ha regresado al pasado no solo de manera memorística, sino a través de una visión única actualizada. Una buena forma de esencializar el conflicto y pesar que supone el antedicho historial.


Por cierto que, la historia entre O’Mally y Missy, de alguna manera presagia, o se las promete como un antecedente de los personajes del viudo asesino y su esposa ausente en Sin perdón (Unforgiven, Clint Eastwood, 1992). Pero el espléndido guión le da un último giro a la situación. Enterradas sus ilusiones, su último asidero emocional, O’Mally procederá a fundirse en negro con su propia indumentaria. Su final no es tanto un ajusticiamiento como una inmolación. Es lo que puede ocurrir cuando a uno ya no le queda nada por lo que vivir. Solo la lucha por alcanzar el epitafio más digno.

De ello se encarga la actuación de todos y cada uno de los actores comprometidos en esta adversidad tan magistralmente elaborada, apoyados por la sobresaliente fotografía del experimentado Ernest Laszlo (1898-1984), y compartiendo nombre de pila, además de celebrando centenario, la música de Ernest Gold (1921-1999).

Escrito por Javier Comino Aguilera


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