Aunque el nacimiento le sorprendió en Bruselas, Julio Cortázar (Bélgica, 1914 – París, 1984), es uno de los más reconocidos autores en lengua española del pasado siglo XX. Su juventud la marca la ausencia paterna y una propensión al “enamoramiento fácil”. Su consuelo: la literatura, en la que encuentra acomodo y respeto en la llamada “cultura popular”, que durante cierto tiempo fue relegada a un segundo nivel por la mayoría de críticos y catedráticos (aún sigue ocurriendo con la música cinematográfica, me temo, y, en algunos ambientes intelectuales, con el cine en general). En el caso de Julio Cortázar, ese arte popular, apreciado por “el pueblo” antes que por los críticos, se evidencia en su interés por el jazz, la expresión musical que aglutina improvisación y método a partes iguales.
De igual modo, debemos recordar su valiosa aportación como traductor de las obras de
Poe (1809-1849).
Hemos seleccionado
Las armas secretas (1959) y
Todos los fuegos el fuego (1966) para ofrecer a nuestros lectores un díptico sobre las características narrativas de Cortázar en sus cuentos o relatos. Pero introducíamos al escritor como uno de los autores más relevantes en español del pasado siglo XX. Un “pasado” solo temporal, o con respecto a unas determinadas características formales y conceptuales, puesto que, como toda creación interesante, la de Julio Cortázar es una obra imperecedera.
Con toda seguridad, fue ese siglo el momento en que comenzamos a tener una mejor información de lo que pasaba en el mundo, aunque el análisis siempre ha necesitado de una adecuada perspectiva y distanciamiento temporal. En la obra de Cortázar queda –cómo no- reflejada la convulsión de aquel periodo, así como su eclosión artística, de la que el propio autor forma parte. Pero junto a esta, convive la violencia de los países marginados y la miseria, ya sea por causas propias o ajenas (o ambas).
Es un periodo en el que se patentizan en las artes la soledad y la incomunicación (de un mundo saturado en exceso: el profetizado por Antonioni y certificado por Lynch); en suma, el desenmascaramiento de una realidad insatisfactoria aunque asumida por (casi) todos, la escisión entre lo que se espera que el hombre sea y lo que realmente quiere ser.
A todos estos conflictos de raíz urbana y mediática pone voz Julio Cortázar, pero lo hace desde una perspectiva tan simbólica como definida, sin romper con el lector (caso del último
James Joyce), aunque sin por ello dejar de atenazarlo, de convertirlo en un sujeto activo por participativo, en el referente de la angustia. Aspectos que, no obstante, no excluyen el empleo del “género” como forma artística, así como la esperanza en una visión diferente del mundo, a nivel de individuo más que de masa. En buena parte de Cortázar, el individuo es su propia sociedad. El escritor y traductor reconocía en su naturaleza una “
incapacidad para la acción política”
(pg. 16 de la edición de Cátedra), junto a una “
solitaria vocación de cultura”, por lo que su obra constituye el gesto más perdurable de su “revuelta”. Y es que el texto era, para Julio Cortázar, el instrumento más indicado para subvertir y “llamar la atención” -más que concienciar rígidamente-; una disposición que, por fortuna, desarrolló sin desarticular el entramado artístico o menoscabar el valor literario.
Al igual que en las excelentes novelas de Jim Thompsom (1906-1977), el monstruo (psíquico) está instalado dentro de nosotros mismos. Esta predisposición a lo perverso se conjuga dentro de una “twilight zone” o lugar fenoménico, alejado de toda actitud agarrotada y positivista. Lo fantástico penetra en los resquicios de lo cotidiano de igual modo que otros autores del género de la ciencia ficción estaban haciendo justo entonces. A esta perspectiva genérica, y dentro de su estilo personal, no exento de socarronería, incorporó su voz Julio Cortázar; una voz individual pero colectiva, social y mitológica (Bestiario, 1951; Historias de Cronopios y de Famas, 1962).
Cortázar se suma así a la multitudinaria renovación formal de la novela y el relato de la época, pero más que fijar otra estética, focaliza la narración hacia esas otras realidades que, aún siendo cotidianas, nos suelen pasar inadvertidas, en un proceso intelectivo, pero no necesariamente “intelectual”: el mismo autor se describió “no como un hombre de ideas” (v. Soler Serrano).
Además, Cortázar concreta con verosimilitud un estado anímico, el del correspondiente narrador, y el de algunas de las personas que le rodean, siempre bajo su personal punto “anímico” de vista, que no renuncia a la metáfora o la ironía.
Por sus narraciones “fantásticas” primigenias transitan la fragilidad y el engaño de las apariencias, por vía del extrañamiento. A ello se suma otro aspecto interesante: el peligro de sustituir unas “falsas unidades históricamente sacralizadas” por otras; de desacralizar unos conceptos y valores para edificar otros, igual de sacralizados, pero que el tiempo ha acabado por derrumbar igualmente (tal vez, de haber vivido unos pocos años más, esta habría sido la conclusión de un razonador dialéctico –y humano- como Julio Cortázar).
Junto a la perspectiva genérica, se solapa el papel de un lector como sujeto activo, es decir, como un decodificador capaz de extraer sus propias impresiones, algo que algunos introductores, o facedores de compendios web de talante “libre” -pero que no lo son en absoluto-, aún no parecen haber comprendido: su labor se centra en ofrecer autopsias de textos, resúmenes pormenorizados de los contenidos, para que así el interesado ni siquiera tenga ya que leer un maldito libro. Y es que una cosa es lo que un autor propone, y lo que los exegetas disponen. Más aún, frente a la frialdad borgiana, Julio Cortázar supone un nexo, no por terrible menos participativo, facilitando una imaginación más fraternal y cordial.
En la entrevista realizada por Joaquín Soler Serrano (1919-2010) para TVE (A Fondo, 1977), Julio Cortázar incide en la necesidad de un periodo de formación como lector (en su caso autodidacta), no solo literario, sino artístico en general, en lugar de atormentar al público con obras primerizas e inseguras. De ese modo, reconoce que es Bestiario (1951) “la primera vez que dije lo que quería decir y cómo quería”.
Atendiendo a ese carácter participativo del lector, el autor propicia la múltiple lectura de un texto, y en este sentido, compara sus cuentos con “ensayos”, que paulatinamente se van apartando de los caminos de lo lógico. Una creación que “ya está escrita, pero que hay que poner sobre el papel”. La entrevista prosigue y conocemos que Julio Cortázar no se rige por un horario fijo, y que se muestra favorable a la astrología (otro elemento mágico, sin ataduras empíricas: se esté o no de acuerdo con ella). Confirma el autor que encuentra inspiración en una realidad que, como suele decirse, a veces supera la ficción.
Con respecto al fenómeno del boom hispanoamericano, advierte del peligro de supeditarlo a una cuestión de modas, que aunque pasajeras, se retoman de cuando en cuando por motivos más coyunturales que literarios. En su valoración crítica y ponderada, advierte que ser hispanoamericano no debe convertirse en “un título de superioridad literaria”.
Nos ocupamos ahora de los relatos contenidos en Las armas secretas. “Abre el fuego” Cartas a mamá, en el que cada misiva recibida, devuelve a Luis y Laura, el matrimonio destinatario de las mismas, a un pasado con el que no se quieren enfrentar, pero que habrán de superar para poder forjar un presente menos gris y apático. No resulta difícil rastrear rastros de Joyce (el enamorado fallecido en circunstancias trágicas, aquí el propio hermano de Luis). En efecto, es la del joven matrimonio una vida subordinada al pasado y entretejida por comparaciones (pg. 66), que Cortázar administra para denotar una realidad más complementaria que sustantiva. En este caso, se trata de aceptar la presencia póstuma del hermano. Una vez más, son los vivos los que parecen estar muertos.
En la bella secuencia del andén (pg. 82), Cortázar trasciende tópicos literarios y lingüísticos, para jalonar un relato en el que la pareja formada por Luis y Laura, desea poder seguir adelante, al menos ¡“hasta que el muerto los separe”!
Extraordinario resulta
Los buenos servicios, que fija la narración a la perspectiva del narrador, aquí, una bienintencionada criada de mediana edad, Madame Francinet, que ofrece sus servicios “a propios y extraños”. Su punto de vista será el que domine todo el relato. El cuidado de unos animales primero y la suplantación de un rol familiar después, nos introduce en un ambiente que no es el de la narradora, pero al que no duda en prestar sus sentimientos (reales) a la hora de velar la desgracia -la infelicidad, en definitiva-, acaecida a un muchacho que bien podría haber sido su propio hijo.
La realidad es siempre parcial para el observador, pero Madame Francinet vive la suya y eso le basta. Es decir, aunque podemos ser conscientes de otras realidades pese a que no las observemos, en el cuento, lo entrevisto no es sino lo interpretado por el lector, porque para Madame Francinet, lo que cuenta en primer lugar, es la “humanidad”. Sus ojos son los ojos de la generosidad.
A continuación, Las babas del diablo es un ejercicio pre-lynchiano y antonioniano, en el que un traductor y fotógrafo (facetas que se combinan y que resultan determinantes en el entramado del relato), pondrá a prueba la identidad de una pareja de transeúntes a los que logra “fijar” con su cámara, y de paso la suya propia, convirtiéndose en un auténtico fotógrafo del pánico. En cierto momento lo explica el propio personaje: “no describo nada, trato más bien de entender” (pg. 120).
Sin embargo, ¿quién no se ha dejado llevar por los ensueños frente a una imagen viva o una fotografía? Y por otra parte, ¿quién actúa aquí cómo narrador; o es que acaso hay dos?
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Charlie Parker |
El perseguidor es probablemente el más celebrado relato contenido en
Las armas secretas, siquiera por ser su protagonista –no su narrador-, Johnny Carter, un trasunto del malogrado músico de jazz Charlie Parker (1920-1955). La narración de sus últimos momentos corre a cargo de Bruno, un amigo de Johnny y de su compañera Dedée. Conviene comenzar recordando cómo solo percibimos una fracción del otro (o los otros), como le sucede a Johnny Carter, que no acaba de estar satisfecho con el escrito autobiográfico que Bruno le ha dedicado
(pg. 183). Por otro lado, existe una clara distinción entre los actantes, aquellos que escriben la historia, a veces sin apenas cuestionarse nada, pero viviendo y creando a la vez, y los receptores –y transferidores-, aquellos que reflexionan acerca de esas creaciones y figuras, los que anotan “a pie de página” más que “a pie de calle” (caso de Bruno, y con toda probabilidad, del lector; como el propio Bruno recuerda, “
los creadores son incapaces de extraer las consecuencias dialécticas de su obra”
[pgs. 178 y 187]).
En el relato de Cortázar, el elemento vertebrador es la música, aquello que facilita el acceso a un “más allá”, o cuanto menos, proporciona una inmortalidad. “La música me sacaba del tiempo”, comenta Johnny Carter. Este tiempo es otro al habitual, es el tiempo “artístico”, el que ha permanecido en música, libros y películas… un tiempo que paradójicamente –pues es un elemento mensurable- es intemporal. En él se plasma la anticipación del verdadero artista, por muy simple que este sea (Johnny Carter “no es como los que escriben libros para denunciar los males de la humanidad” [pg. 168]), en contradicción con el tiempo de los demás. Incluso aunque comparta el mismo espacio que estos últimos: “viajar en metro es como estar metido en un reloj” (pg. 142).
De ese modo, Johnny Parker, epítome del artista que vive “en otro tiempo”, trata de encontrar (perseguir) fuera del ámbito de la música, es decir, en el espacio de la vida ordinaria, lo que logra tocando. En dicha búsqueda halla sustitutivos que no le confortan más que unos minutos -y que por tanto, acortan el tiempo-. Sucedáneos que a la larga, precipitarán su “liberación” final. Realmente, Johnny Carter solo vive cuando toca.
La dramatización de carácter biográfico, sirve a Cortázar para recrear una atmósfera tanto como para cuestionarse acerca de la identidad, el tiempo, los artistas, la crítica artística y la paradójica -en apariencia- captación de la improvisación, en un círculo lógico pero traumático. En el fondo del personaje retratado, está el propio autor, a la busca del tiempo definitivo, ese en el que se deja de existir para comenzar a vivir.
El volumen se completa con el relato que da título al conjunto, Las armas secretas. En él, asistimos a la puesta en escena de un desorden de carácter psíquico, pero cuya alteración nos retrotrae a la clásica imagen de la transformación de un personaje (Jekyll) en otro (Hyde). El receptor –o el punto de vista- es igualmente dual: el del personaje cuyo miedo le hace percibir las cosas de un determinado modo, como una agresión, y nuevamente, el del lector.
La narración, antes de que se nos aclare el mecanismo que la sostiene, se nos presenta como una serie de imágenes –recuerdos y meditaciones que van y vienen- de aspecto expresionista. Al spleen (el hastío) de gestos y situaciones, de la uniformidad común, le sucede lo extraordinario de la anécdota, el motor que pone en marcha esos cambios internos en una de las parejas protagonistas, cuyos encuentros son desencuentros.
El contenido del cuento también se desdobla. De una parte, al menos para uno de los miembros del grupo, vivir unas conveniencias no es vivir, pero es el único modo de poder relacionarse. Por ello a lo dicho “socialmente”, se agrega lo que realmente es pensado de una persona o situación. De otra parte, el tira y afloja narrativo del relato es la descripción de un suceso “externo” que incide en el interior de sus protagonistas, y posteriormente, la proyección de los estados interiores sobre los sucesos exteriores: una cíclica y nueva dimensión de la realidad.