SHERLOCK HOLMES Y SH: JUEGO DE SOMBRAS, DE GUY RITCHIE
Aunque hace tiempo tomé la determinación de no comentar obras que no me gustaran (siquiera mínimamente), o me resultaran “simpáticas” por algún motivo, la progresiva revisión de películas basadas, o relacionadas, con Sherlock Holmes, el personaje creado por Arthur Conan Doyle (1859-1930), obliga a hacer referencia a las lecturas perpetradas por el británico Guy Ritchie (1968). Lo hago a sabiendas de no contar con el beneplácito general y unánime, aunque los que me conocen saben que esto no es algo que me atribule ni mucho menos, de igual modo que nunca he acertado a comprender cómo hay personas que malgastan su valioso tiempo haciendo recriminaciones –no aportaciones- online, o escribiendo –es un decir-, comentarios meramente despectivos, como un deporte más (que una cosa es ser fan y otra fanático).
El Sherlock Holmes propuesto por Ritchie en el -de momento- díptico Sherlock Holmes (Warner Bros., 2009) y Sherlock Holmes: Juego de sombras (Sherlock Holmes: A game of shadows, Warner Bros., 2011), es una parodia. Libre era de hacerla, desde luego, pero libre soy yo también de que no me guste (supongo).
Parodia no en un sentido ácido pero respetuoso (como pueda serlo Mel Brooks), sino en nombre del exceso más vacuo y de la desvirtuación. Hasta el punto de que el Holmes encarnado por un entregado Robert Downey Jr., más que un estereotipo, es la antítesis videoclipera de la creación original. En este sentido, se posiciona a años luz de la espléndida revisión -que no desnaturalización- propuesta por la serie Sherlock (2010-).
Un reverso que convierte a Holmes en una máquina calculadora de ángulos y posturitas, de determinaciones más matemáticas que anatómicas, uno de los conocimientos que Watson atribuía al detective. Sí tiene cierta gracia que en el segundo título, el profesor Moriarty (Jared Harris) sea descrito como “un destacado intelectual” y se nos muestre como un docente indecente, que aprovecha cada coyuntura para publicitarse con algún que otro libro, procediendo a sus manejos, de talante autoritario aunque complaciente, sin moverse de la Uni. ¡Qué perfidia!
Desafortunadamente, el conjunto no deja de ser un catálogo circense de “cómo ser un Holmes de pacotilla”, con un detective –poco consultor-, que confunde cinismo con réplicas semi-agudas –más bien esdrújulas-, y que se convierte, como queda dicho, en un artilugio mecánico, o lo más parecido a un prestidigitador. Por si esto fuera poco “aliciente”, Guy Ritchie construye las secuencias con el consabido número (infinito) de planos cortísimos que -no es el único, qué va- quieren transmitir “acción”. A todo ello se añade la desdichada tendencia a una clínica fotografía azul-grisácea, que hermana digital y tristonamente gran parte de las películas actuales. Una “visualización” que aquí obra como sinónimo de opacidad y ausencia de contraste y tonalidad (en clara disparidad con la labor de la mayoría de los directores de fotografía precedentes); es un modo más de dilapidar cualquier relevancia dramática por vía de lo uniforme (las sombritas no cuentan).
En resumidas cuentas, un ejemplo perfecto de la confusión de dinamismo por planificación atropellada, (auto)confianza por altanería, atmósfera (industrial) por atonalidad, y preocupación social por desaliño. Trufado de guiños, eso sí, entre los que solo cabe esbozar una sonrisa con la incorporación a una banda sonora intrascendente a más no poder, del tema principal que Ennio Morricone compuso para Dos mulas y una mujer (Two mules for sister Sara, Universal, 1970) de Don Siegel (esto en la secuela).
Más rápido, más aparatoso,… pero no necesariamente mejor. En el Holmes de Guy Ritchie lo que prima es la pose sobre cualquier particularidad visual o narrativa (¡parece que sesgada a conciencia desde la propia realización!).
No se trata de no poder “ofrecer algo diferente”, incluyendo a quienes les traigan sin cuidado los relatos de Sherlock Holmes, pero al menos, sí de ofrecerlo sin necesidad de tanto efectito sonoro y un lenguaje visual banalizado. Por ejemplo, y regresando a la secuela, el ridículo se hace inevitable con el montaje en paralelo de una representación musical y un atentado, o durante la huída por un bosque, tan atonal como el resto, a tiro limpio -como en cualquier otro producto de “acción”-, y con un uso trivializado del ralentí. Ahora bien, en la primera película, la escaramuza en el laboratorio desvencijado sí llega a estar bien planificada (aunque el “forzudo” sea otro préstamo más: éste del primer Indiana Jones, lo cual tampoco tiene mayor relevancia). Por desgracia, el abuso de planos cortos se encarga de desaprovechar todo atisbo de atmósfera (al dinero le ha faltado el talento).
Los argumentos no aportan nada a lo ya conocido (de hecho, son un saqueo de esta o aquella película de Sherlock Holmes; como la idea del político “iluminado”, cuya baza también ha sido mejor jugada en la citada Sherlock). La secuela potencia los aspectos paródicos hasta la extenuación y propone un humor más chusco, si tal cosa era posible. Por ejemplo, irrisorio resulta a estas alturas mostrar al villano, un profesor Moriarty que roza lo grotesco, como un enamorado de los lieder y la ópera, que como todos sabemos, es la música de los relamidos y los insufribles burgueses. A cambio de eso, solo queda el gracejo de constatar cómo Robert Downey Jr., Rachel McAdams y Kelly Reilly, se asemejan a unos jóvenes Al Pacino, Brooke Adams y Diane Keaton (Noomi Rapace no se parece a nada que yo conozca).
Pero para entonces ya se ha patentizado la absoluta desarticulación del original literario, no porque no sea susceptible de requiebros, sino porque a esas alturas de la producción a nadie parece importarle un pito. Con indicar “basado en” o “personajes creados por”, está todo justificado. Y con toda probabilidad, tal vez sea este el único aspecto positivo a extraer, el hecho de haber interesado, siquiera indirectamente, a algunos potenciales lectores a conocer los textos de Arthur Conan Doyle, el gran ausente en estas re-visiones sobre Sherlock Holmes.
Escrito por Javier C. Aguilera
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