Siempre me llamó la atención que en la fase final de su carrera, la correspondiente a la dirección más que a la interpretación -aunque también-, el trotamundos e integrante de algunos clásicos del séptimo arte, Dennis Hopper (1936-2010), decidiera emplear un lenguaje igualmente clásico, estrictamente cinematográfico, a la hora de poner en escena sus últimos trabajos, entre los que sobresale sin ninguna dificultad Labios ardientes (The hot spot, Columbia-Orion, 1990), una película realmente notable como obra fílmica y como exponente genérico de lo que conocemos como “cine negro”.
Un “cine negro” solar, bajo una luz hiriente, y en el que la aridez física del paisaje lo es también emocional; un aspecto que, además, queda reforzado por una espléndida utilización del sonido. Ese entorno destartalado nos habla de una desolación que tiene mucho de otro conocido Hopper, el inolvidable Edward (1882-1967). Lo ilustra un tristón y algo desierto night-club y una anquilosada población, perdida en mitad de ninguna parte -aunque se trate de una tierra media texana-, en la que las conocidas interrogantes ¿de dónde viene? o ¿a dónde irá?, cobran un sentido westerniano.
Nos encontramos, por lo tanto, ante un relato compuesto de actitudes y determinaciones, y finalmente de asunciones, en base al destino que cada uno se escribe así mismo.
Pero a estos elementos genéricos añade Hopper un toque de esperpento, con ese (único) empleado de banca que interpreta Jack Nance, que acude raudo al retrete cada vez que suenan las sirenas de los bomberos, junto a algún que otro apunte de extrañeza (¡ese matrimonio hebreo que salmodia en voz alta en un hotelucho!), en un claro guiño a los retratos y pesadumbres de David Lynch (1946).
En un lugar así no parece fácil conseguir muchas oportunidades, pero se pueden buscar. Así lo piensa el forastero Harry Madox (Don Johnson), de carácter franco y “ambicioso”, y enemigo de esperar sentado que le llegue una mísera pensión del estado. Entra a trabajar para George Harshaw (un estupendo Jerry Hardin) como vendedor de automóviles. Unos vehículos –pues parecen realmente vitales para los desplazamientos- tanto modernos como clásicos, que desfilan por el relato como unos protagonistas más (o al menos, como una extensión de las personas).
La atmósfera del pueblo parece dar la razón a Harry. El clima es asfixiante y el tiempo parece haberse quedado estancado, como el agua de la laguna de los contornos, o como la de la piscina a medio hacer de la mansión Harshaw. Los planos se pueblan de ventiladores, tabaco -fumado o mascado- y refrigeradores. Una atmósfera de neones diurnos y la promesa de un aire nocturno, refrescante pero viciado. Y unos protagonistas, en suma, con anhelos reprimidos, pasados ocultos y ánimos inflamables -en la línea de lo propuesto por Lawrence Kasdan en la igualmente estupenda Fuego en el cuerpo (Body heat, Warner Bros. – Orion, 1981)-, o que en fin, “conocen las debilidades de la gente”, caso del extorsionador Sutton (William Sadler).
Manejando los mecanismos e imaginería del mejor noir, Hopper hace un buen uso del consabido lenguaje encriptado, delicioso y socarrón, chispeante y dual. Asimismo, cabe destacar la buena labor del realizador durante el robo al banco o en el asesinato-ajusticiamiento de Sutton. Realmente, este último constituye la puesta en escena de un instinto de supervivencia. Anteriormente, el director nos ha mostrado a anti-héroe y antagonista divididos por el plano en el interior de un coche (seccionando el formato ancho).
Y junto al peso en presente del destino –buscado o no-, se sitúa el del pasado. Además de a Harry, afecta a Dolly Harshaw (Virginia Madsen) y a la joven y atormentada administrativa Gloria Harper (Jennifer Connelly). Solo de esta última llegaremos a conocer con certeza su pasado; de los demás, solo lo intuimos, aunque de algún modo lo conocemos. Distinguimos, por último, una evidente ironía en el hecho de que sea el personaje invidente el que, finalmente, “vea” o reconozca al asaltante del banco.
Johnson con Dennis Hopper |
Basada en la novela Hell hath no fury (1953), del estupendo autor estadounidense Charles Williams (1909-1975) –no confundir con el británico del mismo nombre, igualmente un gran escritor-, Labios ardientes se beneficia, además, de la excelente banda sonora compuesta por Jack Nitzsche (1937-2000), interpretada, entre otros, por John Lee Hooker (1917-2001) y Miles Davis (1926-1991).
Tras productos más endogámicos como Buscando mi destino (Easy ryder, Columbia, 1969), cuyo retrato de un momento y una sociedad ha quedado como fijado en el tiempo, Labios ardientes se sitúa en el polo opuesto: su momento es atemporal. Exactamente lo mismo le sucedió a Truffaut, y en otro caso parecido, pero a la inversa, a William Wyler, que demostró con El coleccionista (The collector, Columbia, 1965) que sí había espacio –y tiempo- para aquellos que sabían narrar, e incluso narrar contra corriente, por encima de coyunturas más o menos masivas. Es decir, cuando pocos creían que alguien de la “anquilosada” vieja escuela pudiera proporcionar un trabajo “moderno”, Wyler lo hizo, del mismo modo que Dennis Hopper nos ofreció su obra más acabada y lírica valiéndose de recursos tradicionales. Y es que el buen manejo de los elementos cinematográficos es lo que, realmente, proporciona obras duraderas.
Escrito por Javier C. Aguilera
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