Cien años de soledad (1967) es el culmen del ciclo dedicado a “Macondo”, ese pueblecito encantado y eufemístico, que será como arrojen las distintas miradas de los personajes que lo contemplan, incluyendo al lector.
Tal y como ha asegurado su propio autor, la realidad no anduvo demasiado lejos de la ficción durante la concreción de Cien años de soledad, novela-río tanto como novela-foco, puesto que se convirtió, directa o indirectamente, en el referente por el cual acceder a un nuevo nivel de literatura en español, hasta entonces y salvo excepciones, no muy tenido en cuenta, por lo menos desde un punto de vista “global”.
De hecho, la novela de Gabriel García Márquez (1927-2014) es también la historia del encuentro entre un texto y la expectativa de un determinado aunque numeroso público, en un preciso momento de la historia. Algo así como una conjunción planetaria, solo que formada por libros y personas, imagen que sin duda encontraría buen acomodo en el universo macondiano del premio Nobel.
De hecho, la novela de Gabriel García Márquez (1927-2014) es también la historia del encuentro entre un texto y la expectativa de un determinado aunque numeroso público, en un preciso momento de la historia. Algo así como una conjunción planetaria, solo que formada por libros y personas, imagen que sin duda encontraría buen acomodo en el universo macondiano del premio Nobel.
Pero el diálogo que se establece entre creación y lector por vía de las ediciones críticas, se ve dificultado por la acumulación de unas notas a pie de página, a todas luces excesiva, en la edición de Cátedra (1978-2014), las cuales ralentizan fastidiosamente la lectura: quiero pensar que el nivel del lector medio no es tan justito. Desde luego que algunas de estas notas son, como no, provechosas en su información, pero otras resultan prescindibles, y muchas -me temo-, abiertamente ridículas, ejemplos risibles del agotamiento y el lifting analítico de la obra -aunque por eso mismo resulten tan divertidas-, en ejercicio de lo que entiendo que no ha de ser la filología: la complicación mediante textos abstrusos de aquello que está razonablemente claro.
El caso es que, en cita recogida al comienzo de la –notable- introducción, así como en la nota número quince de la página 534, ya hacia el final de la novela, es el propio autor el que advierte acerca de la copiosa (des)información que, a lo largo de lo que parecen siglos, han venido desgranado críticos y autores de tesis, como si no hubiera más autores que referenciar, o como si la obra misma fuese realmente ¡un texto tan arcano como los que en ella aparecen!
Ahora bien, junto a estas consideraciones -estrictamente personales-, justo es señalar una bienvenida advertencia sobre el texto por parte de Jacques Joset, a cuyo cargo se encuentra la referida edición: “que el lector lo saboree solo, sin más guía que su placer y su conciencia” (pg. 11).
Naturalmente existen otras ediciones, incluida la original de la editorial Sudamericana, pero la presente incluye de forma acertada un árbol genealógico de la familia Buendía (aunque hoy sea común hallarlo), que clarifica bastante el devenir narrativo y nominativo. Dicho lo cual, aprovecharía para agradecer, también a título personal, que a la imprescindible editorial española no le haya dado por cambiar cada dos años el formato de sus libros.
Naturalmente existen otras ediciones, incluida la original de la editorial Sudamericana, pero la presente incluye de forma acertada un árbol genealógico de la familia Buendía (aunque hoy sea común hallarlo), que clarifica bastante el devenir narrativo y nominativo. Dicho lo cual, aprovecharía para agradecer, también a título personal, que a la imprescindible editorial española no le haya dado por cambiar cada dos años el formato de sus libros.
Cien años de soledad distingue varios niveles de “soledad”, formando subconjuntos de un todo. En la novela, esta circunstancia es sinónimo de incomprensión, de reflexión o de abatimiento. Concretamente, será desde una correspondencia entre el despecho y el rencor más obstinado (caso de Amaranta), hasta la manifestación de la determinación (Úrsula), la altivez (Meme y Fernanda), e incluso la gloria y el nihilismo (Aureliano Buendía).
De tal modo que, cada miembro de la familia aportará su porción de “soledad” en muy distintas formas, completando un alicatado cuyo primer baldosín lo pone el co-fundador de Macondo, José Arcadio Buendía, el hombre que ansiaba comprender, como un asceta, el mundo que le rodeaba. Y acompañando este cúmulo de soledades, están los paradójicos y disparatados “dramas” que acucian a la saga familiar de los Buendía, marcados por la tentación del más funesto –a la larga- aunque dicharachero incesto, toda una parodia del amour fou, cuyo sustituto eventual durante la primera parte de la novela, serán las “iluminaciones” místico-científicas de José Arcadio Buendía, el citado patriarca de la familia.
Y mientras los Buendía nacen, se reproducen y mueren, Macondo surge, prospera y desaparece. Su espacio es un mundo plausible por los sentidos, pero en su realidad se agazapan otras. Son las fuerzas de lo mistérico, sobrenaturales y mágicas. Hasta tal punto que hasta el tiempo parece haberse detenido (o como va recordando, también de forma cíclica, el personaje de Úrsula, parafraseando al gran Azorín, el tiempo es como ver volver).
Solo el último de los Aurelianos alcanzará a entender que la historia, arropada por un determinismo de corte sobrenatural, siempre vence. Lo hará al descifrar los últimos signos de los pergaminos de Melquíades, el gitano prodigioso con el que comenzó todo. De estos textos se deriva una consciencia como sujetos en la historia, así como el hecho de haber cometido los mismos errores una vez tras otra (la condena transmitida –o aclarada- por Melquíades, es como un espejo que refleja a todos los hombres). Lo que constituye un elemento “esencial” de la historia de los Buendía (e insisto, de muchos otros), en un ciclo que parece eterno, pero que no vuelve a repetirse de igual modo.
Sic transit gloria mundi |
Hasta Cien años de soledad, García Márquez ya se había ejercitado narrativa y estilísticamente, pero a esta nueva novela le añade una mayor complejidad, por ejemplo por medio de los símbolos (el hielo), de una estructura narrativa, más que circular, cíclica, o mediante el juego cronológico de un narrador omnisciente. Y a esa concepción plural de la soledad, junto a la experimentación temporal, les suma el hipérbaton, las anticipaciones (de personajes) y las imágenes fantásticas, como la del viejo galeón varado, o al ascenso “a los cielos” de otro de los personajes, Remedios, apodada La Bella, tan cándida que se asemeja al divertido estereotipo de la “rubia tonta”.
Y es que siempre sobresale en el relato de los Buendía el poder de la imaginación, más limitada o más fértil; la diferencia entre José Arcadio padre e hijo es evidente en este sentido, y determinará el rumbo de sus vidas y de quienes les rodean, pero en todos ellos será una circunstancia que actúe casi a modo de maleficio (no en vano, el segundo acaba marchándose del pueblo para reaparecer después, portando relatos exóticos).
Y es que la realidad de Macondo se presta a ser sustituida por todo tipo de ficciones, ya sea una “alegoría del insomnio” -por la que la población de Macondo se despega de la realidad por un (¿corto?) espacio de tiempo-, o por vía del azar (los naipes). Hasta la tragedia de algunos personajes (ciertos pretendientes, principalmente, como el joven afinador de pianolas Pietro Crespi, o el lúbrico Mauricio Bolonia, ajusticiado “en olor de concupiscencia”), participa del ámbito del “encantamiento”.
Porque a esta mezcla entre tragedia y fantasía (o tragedia disparatada, se podría decir), el autor le añade el humor. Así sucede con la irrupción de la política, en atinada y sarcástica realidad de lo que es y define a un partido político, y que se parece a la descripción de una de esas tertulias o debates con los que hoy nos torturan (pgs. 239 y 287). De hecho, el narrador insiste en que “muchos no sabían por qué peleaban” (pg. 271).
Otros ejemplos los hallamos en la terrible, pero pese a todo divertida, “inexistencia de los trabajadores” de la compañía, por parte de los letrados de esta, una mentira que se oficializa en los libros de texto (pgs. 471 y 518). O en los amantes que soportan una “prosperidad de delirio” con los animales que crían en la granja, cada vez que se acuestan (pg. 301). En definitiva, un humor cuyo paroxismo se da en la muerte de otro de los personajes -no diremos cuál-, que provoca un río de sangre “inteligente” que recorre el pueblo, como portavoz de tan funesta noticia.
En este mismo sentido, incluso existe un bulo acerca de la ubicuidad de Aureliano Buendía como coronel del “ejército”. Personaje interesante, como todos, pero muy especialmente, pues tras una convalecencia por envenenamiento, recobra la “lucidez” (ataraxia palurda) que, perdida de nuevo, vuelve a recuperar en un trasiego tan vital como saleroso: también intentará el suicidio, pero errará en el intento (pg. 285).
Esta hipérbaton generalizada tampoco está ausente de los personajes más grotescamente dramáticos, como la beata Fernanda del Carpio -emisaria de una concepción lastimosa de la existencia, y por eso mismo digna de lástima-, o de las dos matanzas perpetradas contra los habitantes de Macondo, la primera, durante una fiesta de carnaval; la segunda, sobre un pueblo que reclama mejoras para los trabajadores a la empresa bananera.
Las apariciones de Melquíades a los miembros de la familia que se interesan por conocer el significado de los manuscritos legados por el gitano maravilloso, tienen lugar en el fabuloso espacio del laboratorio, un sitio que parece no regirse por el paso del tiempo, al menos tal y como lo percibimos a este lado de la realidad. Una herencia de Rulfo (y antes de él, de otros), aunque aquí los muertos no se limitan a dialogar entre sí, sino que interactúan con los vivos.
Un episodio que lo ilustra es el de los soldados que buscan al coronel Aureliano, ya convertido en un renegado, en dicho laboratorio, y que no alcanzan a verlo: el lugar es como un espacio mágico que no se corrompe con el tiempo; “una fracción eternizada de tiempo en un cuarto” (pg. 472).
Aunque no solo el tiempo parece cíclico, también los errores que se asocian y desencadena el amor, como va corroborando ese otro personaje que es el narrador.
Y naturalmente, está Macondo, espacio único en sí mismo, localizado en una ficción geográfica y mental, y que “naufragaba en una prosperidad de milagro”. A la llegada del ferrocarril (pg. 334), elemento cimentador del progreso y vertebrador de la población, se suman el fonógrafo, el automóvil, el teléfono y el cine, junto a una invasión tumultuosa de gente.
Como testigo de todo este proceso de auge y caída, está la matriarca de la familia, una Úrsula ya casi centenaria (como Pilar Ternera, la prostituta echadora de cartas del pueblo), que adquiere una clarividencia y lucidez sobre las cosas y las personas conforme va perdiendo la vista (una condición que la visión parecía reprimir).
Hay una notable excepción a la soledad en el amor que se profesan en la madurez Aureliano Segundo y Petra Cotes. Junto a ellos, queda el último Aureliano, que es recluido en la casa por su condición de ilegítimo, cual si fuera the ghoul. De hecho, será el único que engendre por amor (con su tía Amaranta Úrsula), y que comprenda al final, con el desciframiento de los manuscritos, que todo(s) ha formado parte de una especie de maldición.
Lo que ha sido tomado prestado –más que arrebatado- a la naturaleza, la naturaleza lo reclama y recupera. Una naturaleza a imagen y semejanza de la humana, invisible pero latente, siempre al acecho, esperando su oportunidad. Pero es este ya un Macondo “olvidado hasta por los pájaros” (pg. 534), aquel que anticiparon los personajes trágicos de Amaranta y Rebeca.
Jugando con las expectativas del lector, vulnerando los resortes narrativos habituales, adelantando información, o por medio de sorpresas argumentales, Cien años de soledad nos presenta al ser humano en estado puro, quintaesenciado, formando parte de una guerra que es el ejercicio de una farsa, o escogiendo –o no- su propia deriva, entre una serie de oportunidades que nunca dan marcha atrás.
Imágenes, comparaciones, adjetivaciones soberbias, en Cien años de soledad parece claro que quien hace un incesto hace ciento, de igual modo que el viejo adagio del muerto al hoyo parece no formar parte de la naturaleza de Macondo.
En su atmósfera sobrenatural, incluso hay lugar para la aparición de unos inexplicables discos anaranjados que surcan el cielo, unos avistamientos que se corresponden a momentos trascendentes de la narración (pgs. 285, 464 y 545); y a los que se suma la presencia premonitoria del color amarillo (flores y mariposas, principalmente), como otro elemento fetiche. E incluso aunque algún personaje se cuestione la validez de la literatura (de la vida, en definitiva), García Márquez observa, por boca de otro, que la literatura es “el mejor juguete que se había inventado para burlarse de la gente” (pg. 516).
Finalmente, o mejor dicho, al término de la novela, Macondo regresa a dónde salió, pero queremos pensar que, como otros pueblos a lo largo de la historia reciente, aunque olvidados y desiertos en los cincuenta y sesenta, también ha renacido posteriormente, no bajo las disposiciones de un capitalismo descontrolado, sino regido por los designios paralelos de la magia y de una humanidad verdadera.
Escrito por Javier C. Aguilera
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