Junto a sus más conocidas secuencias, espectaculares y ejemplarmente filmadas, coexisten en Los diez mandamientos (The Ten Commandments, Paramount, 1956) otras más íntimas, pero de gran peso dramático. Son el emotivo trasfondo de unos personajes principales que, o se benefician de unos privilegios, o se ven imposibilitados para conseguir aquello que más desean, comenzando por el personaje central de Moisés (Charlton Heston), hombre de desahogado –y nada vacío- pasado, y tormentoso futuro (hasta el final de su vida se estará preguntando Moisés por los designios de Dios).
Y es que, ¿cabe en una obra destinada a motivos piadosos otro tipo de lecturas? Sin duda sí, porque una cosa no excluye la otra, sino que la complementa, al margen de las creencias de cada cual; Cecil B. de Mille fue ante todo –o pese a todo-, un hombre de cine.
Y ya comentamos en su día, cómo recordaba Luis Goytisolo en su reciente Naturaleza de la Novela (Anagrama, 2013), que el Antiguo Testamento no es menos mítico –en el más noble sentido- que la épica grecolatina.
Y ya comentamos en su día, cómo recordaba Luis Goytisolo en su reciente Naturaleza de la Novela (Anagrama, 2013), que el Antiguo Testamento no es menos mítico –en el más noble sentido- que la épica grecolatina.
De este modo, el texto bíblico se convierte en la evocación de una narración fantástica, una fábula si se quiere, épica y –por qué no- mágica. No pretendemos que la nuestra sea una labor hermenéutica, no dispongo de los conocimientos para ello, pero en cualquier caso, la elección de De Mille es tanto moral como cinematográfica.
En la presentación que precede a la película (al menos en su edición para DVD), el realizador, admitiendo que se han rellenado las lagunas de la vida de Moisés -lo que es perfectamente lógico-, relaciona el relato bíblico con el anhelo de libertad del hombre, recordando su naturaleza como sujeto libre, aunque necesitado de unas mínimas leyes de convivencia, prácticamente universales, y en cualquier caso, no proporcionadas por ningún estado paternalista, sino por Dios (otra cuestión será si la dependencia a un dios determinado –no solo el cristiano: hay más religiones en el mundo que pretenden ser las únicas y verdaderas-, es imprescindible para enfrentarse a la tiranía y el abuso de poder).
Los diez mandamientos fue la última película de Cecil B. De Mille (1881-1959). Se trata, además, del auto-remake de un título anterior (1923). El considerable equipo técnico-artístico incluyó la sensacional música de Elmer Bernstein, la fotografía de Loyal Griggs -en Vistavision-, el vestuario de -entre otros- Edith Head, los efectos especiales del mítico John P. Fulton, y la escritura (fuentes originales aparte) de un grupo de colaboradores: Aeneas MacKenzie, Jesse L. Lasky Jr., Jack Gariss y Fredric M. Frank.
Charlton Heston y De Mille ya habían trabajado juntos en la estupenda El mayor espectáculo del mundo (The greatest show on Earth, 1952). En sus Memorias (1995; Ed. española: Ediciones B, 1997), el actor recuerda cómo se documentó para el papel y su interés por hallar en el Sinaí -las primeras imágenes que se filmaron-, más que a Dios, a Moisés, “un pastor cuando sube al Sinaí, y un profeta cuando baja de él”. Así mismo, comenta que De Mille, “a menudo hacía una escena sin primeros planos, lo que no es muy habitual”, aspecto que confirma el talento del director en cuanto a la composición. Los interiores se filmaron en los estudios de la Paramount, y los exteriores en Egipto y el Sinaí, en base a los conocimientos, ya considerables, proporcionados por los historiadores y por la arqueología del momento.
Por su naturaleza, Moisés es ya un personaje preocupado por la justicia, o en su defecto, por los excesos del poder, como queda demostrado durante la faraónica construcción de la ciudad de Gosen, sustituyendo el látigo por una honradez innata: los obreros bien tratados trabajan mejor, ya que “el odio y la amargura alimentan a los esclavos”. Por estos siente compasión, ya que el dios que proclaman no los ha escuchado; de modo que él toma su lugar, en calidad de capataz. Por qué ese dios no ayuda al que lo necesita, si es cierto que está en todas partes, es una de las primeras cuestiones que se planteará el joven Moisés en su contacto con los hebreos. Más adelante, se añadirá la cuestión de por qué cuando se materializa, generalmente, es para castigar.
El aspecto maniqueo entre buenos y malos del relato original -algo, por cierto, no solo atribuible al Libro de la Biblia, sino al común de relatos de toda cultura antigua-, se atempera gracias a una narración que progresa sin tiempos muertos y a muy buen ritmo. Una narración construida en base a todo un artificio lingüístico, un juego de réplicas y sobreentendidos, capaces de ilustrar la ambición, la adulación, la atracción –o la fuerza- de lo físico -aspecto magníficamente sincronizado por el movimiento de los actores en el plano-, el amor frustrado, el despecho y el poder absoluto. Todo ello, frente a lo efímero de las ciudades y las glorias, finalmente corroídas por el tiempo (todo lo contrario de los sentimientos anteriormente descritos).
De ese modo, cuando Moisés se disponía finalmente a gobernar, habiendo comprendido que podía hacer más por “esa pobre gente” como faraón que dejándoles en manos de su hermanastro Ramsés (Yul Brynner), su delito de sangre es visto por Datán (Edward G. Robinson), que imposibilita la opción. El faraón se ve forzado a entregar el trono a Ramsés. Un faraón hastiado (admirablemente sostenido por la fatigada interpretación de Cedric Hardwicke), que recomendará finalmente al futuro Ramsés II, su heredero legítimo, que no se enamore de mujer alguna; en definitiva, que “no confíe en nada ni en nadie”.
Como adelantábamos, otro aspecto interesante es la intervención aleatoria del Dios del Antiguo Testamento, tan iracundo y demoledor como cualquier otro dios de la mitología griega. De tal modo que los dramatis personae quedan expuestos a los “designios” y arbitrios del referido Dios, exactamente igual que pudieran estarlo los héroes clásicos. El mismo Ramsés se refiere a ellos, en su conjunto, como dioses crueles, en los que curiosamente, dice no creer: los considera invención de los sacerdotes del templo... Pues bien, el dios del Olimpo hebreo llegará a dividir literalmente a su pueblo cuando Moisés regrese de la Montaña Sagrada por segunda vez, en otro momento excelentemente planificado. En este sentido, la idea del Monte Sinaí, un lugar remoto y de difícil acceso, como “refugio del dios guerrero”, es magnífica.
De hecho, la andadura de Moisés es la de todo un pueblo (más tarde la de buena parte de la humanidad), hasta alcanzar la conclusión de que –cualquier- Dios no es responsable directo de lo que suceda y que, pese a todo -y esto admite otra doble lectura-, los asuntos de los hombres deben resolverse entre ellos, principalmente.
El hecho de un Dios que “ha revelado su verbo a mi mente” sugiere además que, aunque el espectador ha sido testigo del fenómeno, la comunicación se ha realizado de forma no verbal, telepáticamente. A continuación, se establece la titánica lucha entre los principales representantes de ambos dioses, el hebrero y el egipcio. Resulta simpático el comentario de Ramsés cuando asegura que uno de los prodigios de su adversario se debe al lodo rojo desprendido de una montaña: la “explicación científica”, plaga también del XX, el XXI…, resulta aún más ridícula que la posibilidad del extraordinario fenómeno.
Este enfrentamiento proporciona otro momento desolador, aquel en el que Ramsés admite conmocionado que el dios de Moisés ha ganado: “su dios es dios”, instante extraordinario, porque más allá de su adscripción a una determinada religión, certifica el desmoronamiento de todo aquello que ha sostenido los principios -equivocados o no- de una persona.
Frente a los espléndidos momentos inicialmente referidos de Los Diez Mandamientos, también destaca el avance inexorable de la niebla verde, un ente que aparece en el plano como una gran garra que desciende del cielo.
Y como recordaba Heston, De Mille ofrece una lección de cine por medio de los planos generales; por ejemplo, durante el baño inicial de las doncellas junto al Nilo, cuando el bebé hebreo es recogido por la hija del faraón (entonces Ramsés I), que ha decretado su muerte. Emerge a la superficie el deseo de maternidad, por encima de lazos consanguíneos, por parte de Josabeth (Martha Scott), hermana además del futuro faraón. En este sentido, es espléndido el encuentro entre las dos madres, Josabeth y Bitia (Nina Foch), en casa de la segunda; salomónicamente, el hijo asegurará que “egipcio o hebreo, yo sigo siendo Moisés”. Y tampoco debemos menospreciar el amor, real, de Nefertari (Anne Baxter) por un hombre del que no le importa su procedencia.
Igualmente, destacan otros pasajes, como la muerte de los niños hebreos decretada por Ramsés I, el asesinato de la vieja nodriza Meneth (Judith Anderson, tan aviesa como en los viejos tiempos, al igual que Edward G. Robinson), y el de la madre biológica de Moisés, ambos mostrados en planos elípticos: el primero se oye, el segundo se dice; soluciones con una excepción bien significativa, el asesinato del maestro de obras (Vincent Price) a manos del propio Moisés, cuando éste viene directamente de trabajar de la charca de esclavos, una “regresión” a lo más primordial, en la que el humano deseo de venganza cobra forma, anticipando así lo que le ocurrirá a parte del mismo pueblo de Israel, cuando se corrompa durante su larga peregrinación. De igual modo, es acertada la voz en off que puntúa las transiciones, en definitiva, el paso del tiempo.
En cuanto al éxodo, de nuevo ejemplarmente medido y planificado por De Mille, éste se compone de todo un cúmulo de tribus esperanzadas, pese a que, como recuerda la citada voz omnisciente, “ninguno sabía a donde iba”. Y junto a la esperanza de libertad, el realizador se asegura de incluir planos donde la salida del oro saqueado de Egipto acompaña a algunos de los liberados. En efecto, junto a la dicha del pueblo, se agazapan los “datanes”. De hecho, el propio Datán no tiene reparos en anunciar, a la vista de cómo se organiza la salida de Egipto, que “tenemos nuevos capataces”, constatando, no sin desfachatez, todo un proceso cíclico.
Finalmente, la necesidad de creer en un falso ídolo (el imprescindible dinero, un cacharro electrónico, la esclavitud de una ideología…), hace que parte del pueblo se corrompa y se deje llevar por el libertinaje facilón. Hasta Séfora (Yvonne De Carlo) declara que Moisés, pese a sus buenas intenciones y responsabilidades, “nos tiene olvidados a los dos”, refiriéndose a su hijo y a sí misma. Todo ello, sin perder de vista el drama de un anciano faraón, Seti I, que muere con la certeza de que quien gobierna no es necesariamente el mejor preparado, o el más piadoso. ¡Mayor actualidad argumental imposible!
En un acto de purgación, casi al fin del relato, los Mandamientos quedan destruidos por el momento (la réplica acabará confinada en el Arca del Alianza), y el pueblo de Israel, ahora trasunto de todos los pueblos, habrá de conformarse con vagar por el desierto, en otra apropiada y expresiva metáfora.
Escrito por Javier C. Aguilera
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