Si no recuerdo mal, casi todas las películas del realizador español José Luis Garci (1944), sino todas, poseen una dedicatoria. Probablemente, sea esta una de las más sentidas, o al menos personales, al estar destinada a su padre, el pintor cubista Manuel García Meana (1911-2008). Ello nos puede dar una idea del nivel de compenetración e intimidad que impregna un relato como Volver a empezar, que cuenta con el subtítulo en inglés, algo tampoco inusual, Begin the Beguine. Ciertamente, el grueso de películas que nutren la filmografía de José Luis Garci pertenecen al género del melodrama o configuran retratos introspectivos de personajes realistas, incluso en géneros como el cine negro. La alusión en inglés se corresponde a la célebre composición del maravilloso Cole Porter (1891-1964), que en sí mismo, es definidor de un estilo, concepto y hasta modo de vivir, referido tanto a la vida como a la proximidad de la muerte. En cualquier caso, ya no debemos limitarnos a acotar una época pretérita en la actualidad: uno puede seleccionar, como en un buen menú, de qué estilos desea participar ese día, en función de su carácter o afinidades.
Volver a los sitios que han significado algo en nuestra vida es un tema más que humano para vertebrar una película. Pero el recurso, por tópico que parezca, no es siempre fácil de representar. Se puede llevar a cabo en off, a través de lo que narra un personaje, o como José Luis Garci formula, de forma directa y prístina, eminentemente visual. En efecto, el regreso es un tema icónico en las artes y, por ende, en la vida de casi todo ser vivo. En los humanos, se convierte en un rasgo distintivo de personalidad, ese carácter al que antes aludíamos, aparte de una necesidad vital, o incluso una oportunidad sometida a los designios del destino, el peculio o el mero capricho. Volver a pisar y recorrer aquellos enclaves donde hemos sido felices proporciona una, en palabras de Garci, nostalgia jubilosa, alejada de lo ajado. Quien lo siente así, sabe de lo que estamos hablando (existen personas que parece que se complacen en rechazar el concepto de nostalgia y el valor de los recuerdos, en no corresponderse con el pasado; es, vuelvo a decir, una cuestión de naturaleza).
Si participamos de este pensamiento, resulta inevitable que los periodos de la infancia y la juventud suelan dejar una especial huella. Estos lugares cobran un mayor significado cuando las personas que nos arropaban en aquel momento ya no están, por el motivo que sea. O cuando hemos perdido la ocasión de construir una convivencia duradera. Esta es la propuesta de una película como Volver a empezar (Nickel Odeón, 1982), merecedora -que no únicamente ganadora- del máximo galardón de la industria cinematográfica, el Oscar. Algo de lo que sentirse orgullosos.
Pero como ocurre en los pasajes y recovecos misteriosos de nuestra mente, estos personajes, amigos y familiares, permanecen ligados a tales entornos físicos de una forma casi mágica. Tanto da que sean cerrados o al aire libre. La elección de la citada canción de Cole Porter resulta de lo más adecuada, porque apuntala esta idea no solo de lo pretérito, de volver o recomenzar algo, sino de dejar atado algún asunto que quedó pendiente, o se frustró años atrás. Al fin y al cabo, solo se vive una vez, pero se puede morir varias veces. Y la canción sostiene esta determinación y estado de ánimo, que proporciona la experiencia, con alegre compás, con ese júbilo al que hacíamos mención, entre lo melancólico por el tiempo que ya pasó y no volverá, y la firmeza ante lo efímero, que no lo es mientras lo vivimos, pero que, de algún modo, queda condensado en una pieza maestra sonora de tres minutos, o en el celuloide de una película. Frente a lo fugaz, permanece el recuerdo y la fisicidad espiritual de una bella creación artística. Es entonces cuando el arte se convierte en eterno.
Por eso, en esta película, el primer encuentro de la cámara es con el paisaje de una ciudad. Con un entorno vivencial específico. Que gusta tanto al realizador como a mí, pues me sumerge en el ambiente de una localidad, desde una aconsejable distancia. Es una buena toma de contacto espacial, y un buen modo de retratar un momento en particular. Ni el más bello ni el más sofocante: únicamente la vestimenta de un instante. O de muchos instantes, en función de los transeúntes que los atraviesan.
Existe otra dedicatoria en el corazón de Volver a empezar. Esta vez, dentro de la propia película. La que el retornado y ganador de otro galardón no menos traído y llevado, el famoso Nobel, en los pliegues de la ficción, ofrenda en un viejo vinilo a su amor de juventud. Más su acuse de recibo emocional. Dos días que han recuperado toda una vida. Él es el profesor de universidad Antonio Miguel Albajara (el espléndido Antonio Ferrandis), que ultima sus días de enseñanza y rosas en California, EEUU, y ella la encargada de una galería de arte en pleno centro de Gijón, España: Helena (Encarna Paso).
Cantos de vida y esperanza que palpitan dentro del cine, y razón por la que, lo primero que hace Antonio al bajarse de un taxi en dicha ciudad asturiana, sea contemplar una ancestral sala, suponemos que proyectada de vivencias; el cine Robledo (como lo puedan ser para mí el Aliatar, Madrigal, Astoria o Palacio del Cine en Granada). Tras esto, Antonio presenta sus respetos al campo de fútbol del Sporting, otro microcosmos y pequeño universo, puede que de segunda división en estos momentos, pero de primera dimensión para nuestro protagonista. El hijo pródigo está separado de su esposa, pero no de su ciudad, aunque viva en los Estados Unidos, y su visita a su país natal ha sido por él programada con un objetivo claro y preciso, reencontrarse con Helena.
Antonio se hospeda en el Hotel Asturias, igual de recoleto y castizo que todo lo demás. El galardonado autor y profesor huye del relumbrón, y su mayor deseo es pasar unos días desapercibido. El hotel, con pretensiones de pensión, tan solo posee una estrella, pero el gerente que la oxigena es el servicial y solícito Gervasio Losada (Agustín González).
Escrita por José Luis Garci y Ángel Llorente (1941-1993), Volver a empezar se benefició de la cámara del operador Ricardo Navarrete (-), los decorados de Gil Parrondo (1921-2016), la fotografía del todo terrenal Manuel Rojas (1930-1995), y mira que el cine español ha dado excelentes cinematógrafos; la edición de Miguel González Sinde (1948) y los arreglos musicales de Jesús Glück (1941-2018).
Garci aborda la puesta en escena a través de una planificación clásica, es decir, moderna (para mí, tal equiparación respecto a la gramática cinematográfica está clara). Planos generales conviven con planos medios y medios-cortos. No ha lugar para el divismo, la narrativa destila humanidad. Más que recuperar un amor, lo que se abraza es lo que pudo haber sido. También la despedida. El uno sabe y el otro intuye, que probablemente sea esta la última vez que van a poder estar juntos. Lo que incide, así mismo, en al ámbito de la amistad fraterna, como rubrica la prodigiosa escena de Ferrandis (1921-2000) con Bódalo (1916-1985), a solas en casa de este último, resuelta con naturalidad, sin impostaciones a lo Actor’s Studio.
Como curiosidad, en el diálogo se hace mención a los profesionales de los medios, con especial querencia a la radio; en concreto, me llama la atención la alusión al emblemático Antonio José Alés (de nombre real Antonio Biosca, 1937-2008), referente de la radio del misterio en aquellos años, de enorme convocatoria.
Si algo nos recuerda este primer Oscar del cine español, es que hay que ser muy valiente para volver a comenzar cuando a uno se le está acabando el tiempo.
Por ello, Volver a empezar se erige en el testimonio filmado de una convicción. La de que vivir no es solo pasar por aquí, sino mostrar respeto hacia los que nos han precedido.
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