ESPECIAL SEMANA SANTA
La guerra acabó. La Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Y ahora qué. Leon Uris (1924-2003) respondió en su novela Éxodo (Exodus, 1958) a una de las vertientes más dramáticas, sino la que más: la total y absoluta aniquilación del pueblo judío, y las consecuencias internacionales de esta devastación, traducidas en un nuevo exilio y sentimiento de culpa. Como advierte Norman Cohn (1915-2007) en su imprescindible El mito de la conspiración judía mundial (Warrant for Genocide: The Myth of the Jewish World Conspiracy and the Protocols of the Elders of Zion, 1967; Alianza Historia, 2010), a los judíos se les persiguió con un odio fanático reservado en exclusiva para ellos. Los muertos representaron más de la mitad, quizá más de dos tercios de los judíos europeos: entre cinco y seis millones sin contar los que murieron de hambre y enfermedad en los guetos. Y todo esto le ocurrió a un pueblo que no constituía una nación beligerante, ni siquiera un grupo étnico claramente definido, sino que vivía esparcido por toda Europa desde el Canal de la Mancha hasta el Volga, con muy poco en común salvo su descendencia de seguidores de la religión judía (Prefacio; la iconografía propagandística con se acompaña el libro resulta tan ilustrativa como escalofriante).
Envuelta en la justicia poética que determina el buen arte, la novela del reivindicable Leon Uris fue bellamente adaptada por Dalton Trumbo (1905-1976), el mismo año en que se filmaba otro espléndido guión suyo, el de Espartaco (Espartacus, Stanley Kubrick, 1960), esta vez en torno a la obra de Howard Fast (1914-2003).
Al comienzo de Éxodo (Exodus, United Artist, 1960), se nos dice que la Isla de Chipre es conocida por su belleza y dramática historia. Parece que ambos conceptos, como las clásicas máscaras del teatro, son inasequibles al desaliento humano, interfiriendo de forma capital en el devenir de algunas personas. Estamos en 1947, allí, un barco-prisión, el Estrella de David, se deshace de un cargamento de refugiados, con destino a los habilitados campos de internamiento. Estas gentes carecen de hogar, y en cuanto a su patria, se halla más dentro de sí mismos que en un lugar geográfico determinado, pues aún no les ha sido reconocido ningún territorio en el que poder seguir desarrollando su cultura y poder reponerse. Esto va a cambiar con la proclamación, en pocos meses, del Estado de Israel, pero hasta entonces, encanto y tragedia van a seguir conjugándose. Sus rostros son los del exilio judío, la desesperanza que se quiere tornar en ilusión tras la masacre de la muy reciente guerra, y la mezcla con otras razas y culturas, como una determinante cuestión de supervivencia. Pero hay quien desea morir en la tierra que le dio sentido a su vida.
Katherine Fremont (Eva Marie Saint), es la viuda de un reportero gráfico de guerra. Es enfermera y viene de trabajar de Grecia, donde ha estado destinada. Su idea es dirigirse a Estambul, propósito que se verá frustrado. Al tomar contacto, en esas carambolas que nos propone el existir -y la creación artística-, con la joven refugiada Karen Hansen (Jill Haworth), Katherine cambia su parecer y planea llevar a la muchacha de vuelta a los Estados Unidos, su país de origen. De alguna manera, ella también es una asilada que se ha quedado sin apenas vínculos familiares. No obstante, este reencuentro con su patria también habrá de postergarse de forma indefinida hasta procurar establecer la de otros, no solo en acres sino en sentimientos.
En un principio, Katherine, personaje central de la adaptación cinematográfica y colijo que del libro, no entiende el problema judío, pero reacciona de la mejor manera que sabe, prestando su apoyo y servicios como enfermera. Los refugiados parecen meros cargamentos para los funcionarios y administrativos. Entre ellos, el bien intencionado aunque intolerante comandante británico Caldwell (el no siempre bien ponderado Peter Lawford). Por suerte, se halla bajo el mando de un superior, el general Sutherland (Ralph Richardson, egregio como siempre), más abierto de miras (las que proporcionan la experiencia del mando y la ecuanimidad; razones más que sobradas por las que finalmente será apartado del mando). Resultan modélicos los encuentros entre Katherine y el general. Todas sus entrevistas y diálogos lo son, merced a Dalton Trumbo. Poseen sustancia, se establecen desde la educación y el respeto mutuos, bajo la bandera de los buenos modales, esos que cada vez escasean más bajo el dominio del impertinente tuteo. No resultan desagradables pese a tratar temas inclementes, y proporcionan la necesaria deriva psicológica en el desarrollo de los protagonistas. Es decir, todo lo contrario de lo que habitualmente se ofrece hoy en día.
Con su determinación, Katherine responde a los comentarios despectivos y las gracietas del comandante Caldwell.
Al tiempo arriba Ari (Paul Newman) a la isla. Es hijo de Barak Ben Canaac (Lee J. Cobb), miembro del Comité Ejecutivo de la Agencia Judía en Palestina. Ari prepara una “fuga” de los que llegaron en el Estrella de David, que ahora pululan arracimados en los citados campos chipriotas. Para eso hace falta un barco. El objetivo es regresar a Palestina, la tierra que les vio nacer o, en cualquier caso, culturizarse. El armador y estraperlista Platón Mandrian (el estupendo Hugh Griffith) les proporciona el transporte que precisan.
Y de igual modo que el imperio británico compró Chipre a los turcos, Palestina se halla entonces bajo su control (qué bien han sabido los ingleses sortear las leyendas negras). Ari lo tiene claro: no tenemos más amigos que nosotros mismos. Cuando conozca a personajes como Katherine matizará este punto de vista.
De hecho, es ella la que toma la iniciativa de besar a Ari cuando, una vez que se han conocido, visitan juntos el Valle de Jezreel. Sin ninguna duda, Dalton Trumbo encuentra su punto fuerte en los diálogos a dos. No solo en el ejemplo presente; ya se sabe que cuando el humano se reúne en manada pierde. Es en esos momentos de rara intimidad entre los protagonistas, que el cine actual ha venido desechando con asombroso afán, cuando la escritura centellea -incluso cuando los personajes se miran pero no se hablan, como habrá ocasión de comprobar-. La planificación de Otto Preminger (1905-1986) es en este sentido ejemplar, como ponen de relieve los preparativos y el asalto a la fortaleza de Acre, para rescatar a los compañeros encarcelados. Recordemos que, en 1918 los británicos asumieron el control en la región tras el desmembramiento del imperio otomano a consecuencia de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), quedando la ciudad costera de Acre incorporada al mandato británico de Palestina.
Los refugiados embarcan con el permiso falso pergeñado por Ari, que se hace pasar con relativa facilidad, dado su aspecto físico, por un capitán británico de nombre Bowden. Pronto se descubre el engaño, y la embarcación permanece varada a la salida del puerto de Chipre, hasta que la prensa y la publicidad cumplen con su cometido, permitiendo la salida a mar abierto y la posterior arribada a Palestina. El navío se llama Olympia, pero con diligencia es rebautizado por sus tripulantes como Éxodo. Es un barco herrumbroso, insalubre y decrépito, pero su simbolismo refulge poderoso y nuevo.
Llegados al puerto de Haifa, cada cual sigue su estrella y rumbo. El joven Dov Landon (Sal Mineo) se convierte en terrorista, bajo las órdenes del hermano de Barak, Aquiba (el característico David Opatoshu), y su grupo denominado “Los luchadores de Lijún”. Una familia enfrentada cuyo eslabón intermedio -que no más débil- es precisamente Ari.
Flaco favor hacen estos “luchadores” al conjunto de su pueblo y a su causa, aunque Dov piensa que es el modo de conseguir autonomía, prestigio entre los suyos y respeto para los demás. El respeto que les ha sido negado bajo mil y una maneras, y que todavía hoy pervive. La Partición de Palestina aún no ha sido aprobada. Desde su punto de vista, ellos son lobos rodeados de corderos. Armados frente a la sumisión.
Estas células extremas procrean, pero están destinadas a la extinción. Su principal objetivo es dañar las instalaciones británicas en suelo palestino. Por lo que sabemos de Dov, este responde al patrón clásico, juventud, arrojo y falsas divisas, con el agravante de que estuvo prisionero en Auschwitz (Polonia) y ha desarrollado un fuerte componente de culpabilidad tras su permanencia allí.
Mientras tanto, se desarrolla la vida en los kibutz, como Gan Dafna. No tan idílicos como se pretendió, pero sí un buen intento. Aquiba es, como queda dicho, el tío de Ari. Este último prefiere profesar en la Haganá, una organización paramilitar de autodefensa judía, que se enfrenta abiertamente a los métodos expeditivos del “Lijún”. Batalla frente a palabras, siembra del terror frente a la de la esperanza sostenida por la retórica; anarquía frente a aclimatación, logros por vía diplomática o logros inmediatos y brutales. Para Aquiba, no hay nación que no haya nacido de la violencia. A lo que Ari contesta que antes que tener una patria, hay que tener un pueblo. Una diferencia que ha permitido que los hermanos Barak y Aquiba no se hablaran en diez años. Por eso, cuando al fin se ven las caras, sobran las palabras, en una de las escenas más emotivas de toda la película. Junto a ese doble entierro que clausura el relato -no las vidas de los protagonistas-, y que es doble por ser dos los cuerpos, y dos las religiones que va a reposar juntas.
Con la proclamación de la Declaración de Independencia, por los miembros de las Naciones Unidas, el veintinueve de noviembre de 1947, el Estado de Israel se constituye no sin dificultades. Nuevos enfrentamientos aguardan a los participantes de este nuevo éxodo.
A pesar del enfrentamiento ideológico y material, la esencia de la narración la constituye un amor que no ha podido ser. Dos, en realidad. Tan solo prevalece el de la tierra. Lo que, viniendo de quienes han sido considerados como ciudadanos del mundo, también por ellos mismos, posee un mayor valor. Es el apego a un terreno, que todos necesitamos. El pueblo judío se muestra bien compenetrado, no ya con la tierra que lo vio nacer y desarrollarse, pues nacer han nacido en todas partes (incluido Rusia, de donde dice proceder Barak), si no con la tierra que les ha dado su desarrollo cultural y espiritual.
Hemos pasado por una guerra (estamos pasando por otra). ¿Qué hemos aprendido? A seguir cometiendo los mismos errores. A dar carta blanca a cada nuevo tirano. Que existen humanos buenos por naturaleza y otros que no lo son, y que contra estos más vale precaverse con algo más que buenas intenciones. Gente que busque el dominio de los demás existirá siempre, nos guste o no. En este sentido, Éxodo es una consecuente y hasta feliz respuesta.
La excelente película fue producida y dirigida por Preminger, y contó con la edición del magnífico -era hombre- Louis R. Loeffler (1897-1972), la fotografía de Sam Leavitt (1904-1984) y los elegantes créditos de Saul Bass (1920-1996). La música, equiparable a la que Elmer Bernstein (1922-2004) compusiera para Los Diez Mandamientos (The Ten Commandments, Cecil B. de Mille, 1956), o Miklós Rózsa (1907-1995) para Ben-Hur (Íd., William Wyler, 1959), se hizo muy popular, y pertenece a Ernest Gold (1921-1999).
En efecto, aquella guerra acabó. Pero no las guerras entre seres humanos.
No lo conocía pero sin duda pinta bien interesante. Gracias por el descubrimiento.
ResponderEliminarBesos
Gracias a ti por tu interés.
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