Michael Anderson (1920-2018) no ha tenido nunca demasiada consideración por parte de los críticos más sesudos, aquellos que han renegado sin ambages de figuras que hoy son consideradas de primera línea, por el simple hecho de pretender haber visto películas suyas que no habían visto (mucho hay que agradecer en este sentido a las facilidades de acceso de material que proporciona la red); los mismos que luego han alabado sin sonrojo a esos autores acusando a otros de ceguera (y es que uno, amigo de las hemerotecas, lleva leído tanto…).
M. Anderson (izq.) y el productor George Pal (der.) filmando El hombre de bronce |
Y por supuesto, la película que nos ocupa, Las sandalias del pescador (MGM, 1968), basada en la novela del interesante novelista australiano Morris West, y en sintonía con otras propuestas muy interesantes que ponían su mirada en los entresijos de comunidades o sociedades hasta hacía poco impensables (espero poder ampliar este campo poco a poco). Anderson dota a la película de un ritmo ajeno a la actual confusión, por medio de una puesta en escena dinámica, dando a cada secuencia un tempo adecuado, y a través de excelentes actores, bien descritos psicológicamente y capaces de trabajar tanto con la voz como con los ojos (lo que incluye las intervenciones de unos ya entrañables John Gielgud, Frank Finlay o Clive Revill).
En el aspecto técnico destaca la partitura de Alex North, que como era habitual en aquella etapa, amalgama expresionismo con un hermoso motivo central, en este caso de corte ruso (y en contraposición con el panorama tristón que se ha abatido sobre el mundo de la Banda Sonora Original desde mediados de los noventa).
Las sandalias del pescador se abre sobre un campo de trabajo en Siberia, de donde es rescatado tras veinte años de confinamiento el preso político y ex arzobispo Kiril Lakota (Anthony Quinn), el cual es inmediatamente devuelto a Roma ya como ciudadano del Vaticano. En este sentido, hasta las temibles e inevitables postales turísticas de Roma tienen aquí un sentido: hace veinte años que Kyrill no las ve. Muestran una Roma colorista, popular y populosa, trasunto de una sociedad que vive cada vez más de espaldas a la Iglesia (o de una Iglesia desconectada del pueblo, como se prefiera). La Historia es cíclica.
Pero causa de ese distanciamiento queda expuesto en la secuencia de la reunión social, donde se evidencia la desintegración moral de una burguesía tan pagada de sí misma como apática. Son las relaciones de alto copete. No en vano, antes de su marcha a Roma, le dice a Kiril el comisario político Kamenev (el gran Laurence Olivier) que quiere mostrarle un mundo que se ha vuelto loco, descubriéndole cuál es la situación política en Asia, cuán fácil es manejar un pueblo al antojo de sus dictadores, y cómo de ese modo, la miseria, aún por distintas causas, está entrelazada, globalizada.
Laurence Olivier |
De igual modo interesan en la narración los entresijos de un Vaticano post-conciliar como lugar de innegable magnetismo, y estado independiente desde los acuerdos de Letrán en 1929. Es indudable, se sea creyente o no, la fascinación de la escenografía católica, con todo el ceremonial “mágico” y ancestral que conlleva. Formando parte ya de dicha maquinaria, Kiril es destinado a la Secretaría de Estado y nombrado cardenal. Pero él ya no es el mismo, no puede serlo viviendo lo que ha vivido. Incluso en determinado momento se planteará la posibilidad de abdicar (que parece el término adecuado) ante la imposibilidad de poder tomar las determinaciones que le dicta su cargo y la situación. La vida imita al arte, como dijo Oscar Wilde (1854-1900).
No en vano, durante la inicial entrevista entre George, el reportero (David Jansen) y el cardenal Rinaldi (Vittorio de Sica), este último le ofrece la exclusiva de la historia de Kiril, en términos de una historia política… con las cortapisas de costumbre, que caso de no cumplirse, el cardenal pasará a los franceses. Toda institución es una jerarquía de poder, y donde hay poder, hablando ahora en términos genéricos, hay peligro de abuso.
Frente a esta atmósfera, el nuevo Papa decidirá al fin pisar la calle, como un monarca de cuento, para poder ponerse en contacto con la gente, al menos durante unas preciadas horas.
Otro gran acierto de la película (a falta de haber leído la obra original, cosa que no descarto si el tiempo me lo permite algún venturoso día) reside en el personaje del sacerdote David Telemond, interpretado con convicción por Oskar Werner, el cual se encuentra bajo sospecha de sostener opiniones peligrosas para la fe. Kiril solidariza con él, no olvidemos que ha sido un prisionero por sus ideas religiosas, siente respeto hacia el sacerdote, si bien no comprende del todo sus dudas -expresadas más en la forma que en el fondo-, con toda lógica ya que la fe fue lo que le mantuvo a él con fuerzas durante su cautiverio de veinte años. Naturalmente, tras el conflicto se halla agazapada la sombra de la temible Teoría de la Liberación, corriente teológica finalmente exclusivista y de carácter político, en pleno apogeo en aquel momento, y cuyos efectos se han padecido hasta hace muy poco. Telemond es un personaje atribulado, dramático, ya que no alcanza a comprender bien la injerencia del Todopoderoso en los asuntos mundanos: si Dios interviene en todo, no ha lugar para el libre albedrío. Esto lo convierte en un personaje atormentado, cortocircuitado, que recibe más el desprecio de sus congéneres que compresión o aclaraciones. Su anhelo existencial, incapaz de conciliar ciencia y fe, se traduce en una enfermedad somática.
Ese concepto tan innovador hacia un Cristo cósmico, universal, le pongan el nombre que le pongan, era idea muy arraigada en los sixties, porque como comenta Telemond durante su interrogatorio, ni siquiera Dios lo ha dicho todo sobre su propia creación.
Oscar Werner y Anthony Quinn |
Otro personaje interesante, arquetipo si se quiere, es el del mencionado reportero de televisión, el mujeriego George Faber (David Jansen), el cual practica una de las formas más extendidas de la cobardía moderna: el engaño y el autoengaño. En efecto, desea la aventura con otras mujeres y a la vez la estabilidad de un matrimonio provechoso con su esposa, la doctora Ruth Faber (Barbara Jefford). Acierto del guión será dejar en el aire, nunca mejor dicho, la resolución del conflicto. De hecho, de los conflictos personales a los globales hay solo un paso.
Barbara Jefford y David Jansen, ambos a la izquierda |
Como buena obra moderna, Las sandalias del pescador ofrece momentos magníficos, como la autoconfesión de los cardenales Rinaldi y Leone (Leo McKern), diciendo tanto con miradas como con palabras; o las respectivas entre Leone y el propio Papa, a propósito del conflicto con Telemond.
Entre estos momentos, la sorna con que Kiril y el citado Telemond, tras conocer la muerte del anciano Papa (John Gielgud), bromean con la (im)posibilidad de nombrar a un cardenal alejado del núcleo duro de la curia: ¡en cualquier caso será un italiano!, asegura Telemond.
O el extraordinario segmento en que Kiril, reacio en un principio a hablar, relata que él robó para poder ayudar a otro hombre, y recuerda que todos estamos, por el hecho de ser seres humanos, en una continua cuerda floja moral. Es el instante en el que los papables comienzan a conocerse realmente, y no a valorarse por las conveniencias.
Quinn y Leo McKern |
Finalmente, tras la ceremonia de investidura, acontece el sorprendente anuncio y compromiso del nuevo Papa con la Realidad (que no desvelaré), desde la balconada que da a la concurrida Plaza de San Pedro, y predicando así con el ejemplo. Es este un Papa para un mundo en la encrucijada, y como tal actúa, convirtiéndose en el pontífice que devolvió la esperanza (en el cine) a muchos feligreses, y que tal vez encuentre su correlato en la realidad. El excelente final de la película lo es porque es un final abierto.
Michael Anderson durante el rodaje del film |
Escrito por Javier C. Aguilera
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