Dos preguntas. ¿Qué fue Bizancio? Y, ¿qué fue de Bizancio? A ambas responde el realizador Riccardo Freda (1909-1999) con medido desparpajo. Desde la perspectiva del cine más fantasioso, claro está. Fantasioso pero elegante, bellamente recreado. Como se suele decir, si no fue así, debiera haberlo sido.
Para el historiador David Hernández de la Fuente (1974) supuso el mantenimiento de la tradición imperial romana a través del arte, la lengua y la cultura, y la renovación por la sabia de nuevos pueblos. En su libro Breve historia de Bizancio (Alianza, 2014), una buena pieza para hermanar con el clásico Constantinopla (Alianza, 2012) de Isaac Asimov (1920-1992).
En Las mil caras de Teodora de Bizancio (Reino de Cordelia, 2021), Miguel Cortés Arrese (1951) traza una línea entre lo que sabemos de la que llegó a ser emperatriz de la mitad oriental del Imperio Romano, con otras personalidades del porvenir histórico. Para Judith Herrin (1942; Debate Historia, 2009), Bizancio es el imperio que hizo posible la Europa moderna.
No sé si en la actualidad este es un buen halago, pero contextualicemos; su esforzado libro lo merece. Lo que sí sé es que el imperio, junto con su cultura, esto es, su forma de vivir y debatir, desapareció. Como acabará desapareciendo la nuestra, si no lo ha hecho ya.
Con el plano general de una ceremonia religiosa, en el interior de la Iglesia de San Vital, en Rávena (Italia), da inicio Teodora, emperatriz de Bizancio (Teodora, imperatrice di Bisanzio, Lux Films, 1954), apreciable recreación cinematográfica. Un santo día de recogimiento y plegaria, en el que el devoto Justiniano I (482 d. C. – 565 d. C.), interpretado por Georges Marchal (1920-1997), atiende sus quehaceres religiosos como líder político y espiritual del pueblo de Bizancio. Es el máximo representante y adalid del superviviente Imperio Romano de Oriente. Reclama piedad y justicia a Dios, por los pecados cometidos en nombre de la creencia que profesa, el cristianismo, y para iluminar sus acciones de cara al futuro, ahora que ha llegado la senectud.
Analepsis, o sea, flashback. Eficaz concepto dramático por el que conoceremos lo que hasta ahora, al menos en parte, ha sido la vida de Justiniano. Años atrás lo distinguimos como un joven en proceso de madurez, mezclándose con la población. Una ciudadanía representada con la habitual soltura latina. Se va a celebrar la jornada del rey o reina por un día, una festividad pagana, en contraposición con la anterior (que nos ha sido mostrada desde el futuro). Además, una carrera de cuadrigas en el circo de la ciudad nos pone en antecedentes de la estratificación social de este pueblo, dividido entre azules y verdes, dos bandos que representan a patricios y sacerdotes, y a la plebe, respectivamente. De esta guisa, Justiniano pasea de incógnito por el mercado ejerciendo su jefatura, y de paso el ardid clásico de pasar desapercibido, que con seguridad le ha precedido en otras ocasiones de la historia, y que se seguirá empleando, con objeto de testar la opinión y clima de un conjunto de ciudadanos. Recordemos que lo mismo hacía el personaje de Anthony Quinn (1915-2001) en Las sandalias del pescador (The Shoes of the Fisherman, Michael Anderson, 1968).
Junto a momentos que parece inevitable presenciar, como la típica danza femenina, una guardia que no dice ni mu y mandobles de guardarropía, conviven en Teodora otras imágenes muy destacables y llamativas. Como la que procuran los teñidos o pelucas azules que portan los músicos de color -nunca mejor dicho-. O la presencia (breve) de la adivina que constata el odio entre hermanas que se profesan Teodora (Gianna Maria Canale) y Faidia (Irene Papas). ¡O ese oso blanco que bebe de una botella! Totalmente dentro de lugar.
Por suerte, la danzarina de rigor es la citada Gianna Maria Canale (1927-2001), y la música la pone Renzo Rossellini (1908-1982). Así que todo está salvado. Escrita por René Wheeler (1912-2000), Claude Accursi (1920-1988), Ranieri Cochetti (-) y Riccardo Freda, Teodora, emperatriz de Bizancio cuenta además con una buena fotografía -en una adecuada copia- de Rodolfo Lombardi (1908-1985). Por cierto que Wheeler fue el responsable del guión de Rififí (Du Rififi chez les hommes, Jules Dassin, 1955), o de la bonita historia de los chicos del coro (La cage aux rossignols).
Podemos añadir la circunstancia de que Teodora, que es de origen egipcio, busque refugio en una celda atestada de leones, a los que no teme por ser la digna hija de unos domadores de fieras. Ladronzuela y bailarina, el emperador ha puesto sus ojos y miras de futuro sobre ella. Pero para eso, antes se ha de dar la conversión de regente a enamorado; es más, de símbolo de poder a enjuiciador respetado, alguien capaz de sentir remordimientos por los errores cometidos, como la sentencia al cómico Scarpios (Carlo Sposito). Por algo el patriarca religioso declara que a Dios no le bastan palabras.
Pasiones al descubierto o apenas disimuladas por una gasa o la tela de una túnica, con algún trágico malentendido entre Teodora y Justiniano, que por suerte para el Imperio se subsana in extremis. Personajes en la picota, por su condición social y destino. Y ya sabemos que el amor -o el deseo- es lo que mueve gobiernos, imperios, intrigas y rencores.
La desenvoltura visual y genio argumental de la carrera de cuadrigas destaca refulgente en la película. A vueltas con la lucha de sexos (y clases), y la fortaleza de carácter de los concursantes. Teodora demuestra estar a la altura de estas circunstancias de independencia y fortaleza, allende su posición social. Tan bella como inteligente, como declara el avieso funcionario y segundo al mando, Juan de Capadocia (Henri Guisol), la muchacha se nos muestra como un personaje enérgico y vitalista. Por su parte, Juan es el arriesgado hombre de confianza (divertido doblez retórico) que todo gobernante precisa, deseoso -más que enamorado- de Teodora. Habrá de conformarse con la hermana; no por no merecerlo en cuanto a los atributos que la adornan, sino por estar en conflicto permanente con Teodora.
Existe otro contendiente, el auriga y casi hermanastro de nuestra protagonista, Arcas (Renato Baldini), enamorado -ahora sí- de Teodora.
Subyace otra idea interesante. El buen gobierno de Justiniano y la que va a ser su consorte, en la segunda parte del relato, recuerda que la realización de acciones justas y la buena voluntad, compete a las individualidades, a los caracteres personales aguerridos, y no a los colectivos brumosos y mantenidos, carcomidos y manipulables por las inquinas de alto presupuesto, bajo los pliegues de cualquier credo grupal, sea político o religioso. En este caso, los intrigantes son los gestores de la religión de Bizancio: Juan y sus secuaces, el jefe de la guardia Andrés (Roger Pigaut), y el senador y magistrado Smirnos (Loris Gizzi). Ante los que se posiciona, junto a Justiniano y Teodora, el general Belisario (Nerio Bernardi). La suma de estas tres voluntades sacará al imperio adelante, hasta que las aguas del olvido queden aplacadas por el ingenio legendario de la historia, aquello que ha llegado a nuestros días, poéticamente distorsionado.
Nefertiti, reina del Nilo (Nefertiti, regina del Nilo, 1961), es una buena propuesta para acompañar a Teodora esta Semana Santa. Estoy por asegurar que nos hallamos ante un bien asentado “Estudio 1”, es decir, lo más parecido a una obra de cámara donde cobran más importancia las estrategias de diálogo y la interrelación entre los protagonistas, que los escuetos decorados y las aún más escasas incursiones al campo: como la escena del enfrentamiento final entre los partidarios del avieso sacerdote interpretado con su habitual y procaz aplomo por Vincent Price (1911-1993), y el ejército egipcio, leal a Amenófis (Amadeo Nazzari) y Nefertiti (Jeanne Crain).
Tebas, junto a las riberas del río Nilo. Allí se encuentran dos enamorados. La joven Tanith, antes de ser conocida por la historia como la bella Nefertiti, y el aprendiz de escultor Tumos (Edmund Purdom). El encuentro es desgraciado por unos soldados poco comprensivos. Tumos escapa.
Fuerzas poderosas están en contra de nuestros planes, reconoce la atribulada Tanith. Preparada para el Templo desde niña, tú no eres como cualquier mujer, le espeta su padre Benakon, el sumo sacerdote al mando del cotarro doctrinal.
En el otro lado del espejo, está Amenófis, el príncipe de Egipto. Se halla en lucha con los caldeos, pero respeta las reglas de la guerra (que las hay). Pronto será investido faraón. Fernando Cerchio (1914-1974) cumple con el expediente ceremonial en off, estando Amenofis en el campo de batalla. Lo que no está mal, dadas las circunstancias presupuestarias. No es necesario despilfarrar más. Por su parte, Tumos el escultor es su leal amigo, pese a estar en estos momentos en busca y captura por orden de Benakon. Pronto hallará refugio en Amenofis. Pero este desconoce que la mujer seleccionada por el sacerdote para ser su esposa es la amada de Tumos, Tanith. Con lo que el triángulo queda constituido muy a pesar de todos los integrantes.
Impera en el territorio el monoteísmo de Atón, frente al sobado y colérico Amón. Un dios único, tal y como propone el sacerdote caldeo Sefar (Carlo d’Angelo). Es el Dios Sol.
El amor de los dos amantes se consuma al fin, siendo ya Amenofis el nuevo faraón. Pero el sumo sacerdote acecha. Por los tejemanejes de este, guía nada espiritual, Tanith, como queda dicho, acaba siendo la prometida del flamante faraón. Es decir, la nueva reina de Egipto. Consorte a la fuerza, el destino de Nefertiti se debate entre la afección a dos hombres. Uno representa el verdadero amor (Tumos), el otro la grandeza -moral, no solo material- del reino (Amenofis). Lealtad o plena felicidad.
El bien intencionado faraón, aquejado de una indeterminada enfermedad (como Julio César [100-44 a. C.] con la epilepsia), llamada mal de los dioses a falta de mejor término, suma a esta dolencia importuna el mal de amores que se va a presentar, entre la recién adquirida devoción religiosa y la tensa obligación de estado. Nos esperan días oscuros, asume Tumos.
Una vez más, se demuestra, por grosero que parezca, que las gentes son fácilmente manipulables por las élites, políticas y religiosas (salvo que se les toque el bolsillo, ahí sí espabilan). Envuelto en su aureola mística y distraído por sus indisposiciones, el ensimismado, aunque bien intencionado faraón, peca de poco realista. Incapacidad que afecta a muchos gobernantes que dejan de tocar pies en el suelo (gobernantes, sí, pero no líderes).
A lo que suma con cruel certeza el sufrimiento, no menos real, de la enamorada de Tumos, no correspondida, Merith (Liana Orfei). Ella forma parte de aquellas personas a las que la historia no suele recordar. Salvo en el cine.
Nefertiti, reina del Nilo cuenta con la fotografía de Massimo Dallamano (1917-1976) y la música del maestro Carlo Rustichelli (1916-2004). Fernando Cerchio, su director, es recordado por ofrecer varias simpáticas muestras en distintos géneros, como el policíaco de Il bivio (1950) y Lulú (Lulù,1953), la adaptación literaria de Sue (1804-1857) Los misterios de París (I misteri di Parigi, 1957), la aventura de Los amantes del desierto (Gli amanti del deserto, 1957), trajinada producción donde las hubiera, y El sepulcro de los reyes (Il sepolcro dei re, 1960), el western Per un dollaro di gloria (1966), o ya abiertamente en el ámbito de la comedia histórica, Totó y Cleopatra (Totò e Cleopatra, 1963). El relato cinematográfico se debió a los poco conocidos Emerico Papp (-) y Ottavio Poggi (-1983), tomando forma de transcripción caligráfica por los escribas John Byrne (1898-1968), Poggi y Cerchio.
Qué tendrá este cine de cartón piedra que, en su inocencia -que no simplismo pueril-, nos regala momentos de diversión en el más variado espectro. Y sobrevuela (sorpassa) los efectos por ordenador gracias a su afán de relumbrante acción, musicalmente bien aderezada, bizarra responsabilidad, y sus diálogos oblicuos y certeros como una saeta que siempre da en la diana.
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