Mostrando entradas con la etiqueta Francia. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Francia. Mostrar todas las entradas

Otros mundos (XXXII): El enigma de la Gran Pirámide, de André Pochan

20 enero, 2024

| | | 0 comentarios
¿Por qué muchas culturas de la antigüedad se decantaron por la estructura piramidal? ¿Es que acaso tuvieron contacto entre sí? No parece probable, salvo en las ocasiones en que dichas culturas coincidieron en el tiempo, ya que no en el mismo espacio. Pero, ¿por qué la forma de pirámide? ¿Surgió esta idea de manera accidental y escalonada en estos pueblos, distanciados por la geografía, pero impelidos por un mismo afán? ¿Es que se trata, tal vez, de una forma y símbolo proclive al ser humano, como los (posibles) organismos antropomorfos que cohabitan en el cosmos? ¿Algo a lo que la naturaleza tiende?


Los prolegómenos de El enigma de la Gran Pirámide (L’ enigme de la Grande Pyramide, 1971; Plaza & Janés, col. Otros Mundos, 1973) nos hablan de la forma triangular, de las mediciones modernas -que se desglosarán a lo largo de todo el volumen-, proponen un atractivo apunte filológico sobre el origen de la palabra pirámide, e indagan en la antigüedad de la Gran Pirámide, que parece el modo más aséptico, y pese a todo, imaginativo, de denominar la que es conocida por el común como Pirámide de Keops, la más grande de las dispuestas sobre la Meseta de Guiza. Por cierto, que el nombre de Keops (fecha de reinado: 2584-2558 a. C.), procede de la denominación de Heródoto (484-425 a. C.), historiador sui generis y geógrafo griego. A su vez, según recoge el temprano historiador egipcio Manetón (s. III a. C.), Keops fue el segundo rey de la IV dinastía, de rama distinta a la III, y número 28 a partir de Menes (reinado c. 3100-3075 a. C.), primer faraón que unificó los territorios egipcios bajo su mando.

En cuanto a nuestro autor, André Pochan (1891-1979), fue un físico y matemático francés que dio clases en un instituto de El Cairo (Egipto), entre 1930 y 1937. Sobrevivió a un campo de concentración durante la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), y aunque algunas de sus conclusiones han sido rebatidas, esto no significa que sea erróneo partir del ámbito científico para poder elucubrar. Con la egiptología más literal se suele uno topar si se exponen algunas teorías paralelas.

Por ejemplo, el libro dedica dos de los capítulos (III-IV) a determinadas apreciaciones fantásticas del pasado. Se trata de mera especulación romántica, pero no por ello deja de tener un marcado atractivo, tan histórico ya como el contenido de las viejas piedras. Pochan determina, además, la datación del monumento hace unos 4800 años, algo más antiguo de lo que lo hace la egiptología oficial. Pero no es tanta la diferencia a la hora de encajar la época del reinado de Keops. Bajo esta máscara de suposiciones, André Pochan sabe distinguirse de lo que él mismo denomina los iluminados piramidales (capítulo I).


En el primer capítulo, el autor nos recuerda que el monumento al que hace referencia quedó pronto desprovisto de sus bloques ornamentales y protectores, salvo algunos ejemplos en la cara norte (y el caso de Kefrén, el “cucurucho” de la pirámide). La Gran Pirámide formaba parte de un complejo, un hipogeo real. La siringa (el acceso a la edificación), se hallaba en la hilera quince. Sin embargo, no ha sido la entrada más transitada, puesto que los visitantes suelen acceder al interior por la llamada puerta de Al-Mamún, practicada en el siglo IX, en la quinta hilera. Abdulah Al-Mamún (786-833) fue un califa abasí, con capital en Bagdad. Su entrada, que ya tiene algo de profanación, fue desescombrada en 1917.

Los gráficos que muestra el presente volumen ayudan a ubicarse por las sinuosidades físicas y hasta anímicas de la Gran Pirámide. Porque su contenido es muy técnico. A partir de estos datos objetivos, Pochan saca sus propias conclusiones, que desglosaremos a continuación. Entre ellas gravita la idea de que la Gran Pirámide pudo ser un templo solar, con la característica de no estar acabado en punta (uno podía permanecer en la plataforma o colocar una estatua o cualquier otro ornamento, como un pináculo -pyramidion- dorado). También cabe la posibilidad de que el monumento no haya servido nunca de tumba, aunque esta fuera (parte de) la intención original; sino que ejerciera de cenotafio, es decir, de templo representativo de la figura a que se dedicaba. No es Pochan el único que ha elucubrado con esta posibilidad, de que, si bien la Gran Pirámide pudo haber sido ordenada como sepultura, ningún gobernante fuera enterrado en ella. Pero sí fue de los primeros. Entre las distintas teorías que tratan de explicar la Cámara “sepulcral” del Rey, o los misteriosos conductos “de aire” de la Cámara de la Reina, destaca la de André Pochan y otros colegas. Según él, dichos conductos podían ser el acceso que permitía el traspaso del ka divino (el alma que proporcionaba fuerza vital tanto en la vida como en la muerte) a los restos representativos -que no orgánicos- del difunto, junto al ba (figura animal que permitía el regreso a los lugares frecuentados en vida). Tales entidades serían capaces de atravesar estos canales “psíquicos”, ya que están obstruidos (no se sabe si en la actualidad o de siempre). Démonos cuenta que, para las antiguas civilizaciones, con más ahínco de lo que sucede hoy en día, la piedra era un material tan tangible como sensible. De igual modo, la Gran Galería que da acceso a estas cámaras, podría considerarse la de los antepasados de Keops, pues consta de veintiocho entalladuras, la última de las cuales correspondería a la de su propia efigie.

Entrada original a la Gran Pirámide

El capítulo segundo del libro se titula Las pirámides ante la historia, y aporta los testimonios de gentes como Heródoto, Manetón, Estrabón (64 a. C. -23 d. C.), Plinio el Viejo (23-79), Al-Masudi (896-956), los viajeros occidentales de los siglos XVIII y XIX, y los arqueólogos ingleses, entre los que sobresale sin demasiado esfuerzo el gran Flinders Petrie (1853-1942). Se incluye la expedición francesa a Egipto de 1798-1801, el poeta y ensayista romántico, empedernido viajero a Oriente, Gérard de Nerval (1808-1855), y una serie de lucubraciones absurdas recogidas por Pochan. A lo que se va a añadir, más tarde (IV), la relevante importancia del nombre, el poder del verbo, por el que nada existe antes de ser nombrado. Es fascinante la supervivencia de este mundo tan ajeno, en principio, a nosotros, tanto en formas como en fondo, en determinados ritos de iniciación, como los de Eleusis (con hasta setenta y dos grados), y algunos emblemas remanentes en una logia de francmasones. Probablemente, sin el alma -o almas- del original. 

El capítulo III (La epidemia piramidal), se centra en lo que el autor no duda en calificar de “piramiditis”, como la pulgada piramidal de David Davidson (1884-1956). No en vano, Egipto ha venido siendo un espacio de ensoñación y clarividencia que frente (o ante) el aspecto científico, constituye un corpus subjetivo a la fuerza. Pochan distingue entre soñadores bíblicos y empiristas castradores de todo lo mágico. Prefiere situarse en un término medio.

Insiste en el capítulo IV (Los autores modernos), con las visiones del abate Moreux (1867-1954), y se presta a una imagen harto sugestiva. La de los constructores vistos como utensilios inconscientes de la Divinidad (¿incluiría esto al faraón?). Como espacio real y material, las dimensiones de la Gran Pirámide guardan relación con datos científicos precisos. Ambas vertientes no son excluyentes. Egipto es un crisol étnico y espiritual, donde cada región disponía de su propia concepción religiosa y dioses particulares, con lo que la síntesis de creencias que intentó Akenatón (reinado 1352-1335 a. C.) resultó infructuosa a la larga (y VII). Ambos faraones, Keops y Akenatón, están emparentados en su culto a un dios único, aquí Jnum, allí Atón. No obstante, predominan dos concepciones, la hermopolitana (el culto a Osiris), y la heliopolitana (el dios sol Ra). Y se explican ambas. En este capítulo incluye Pochan su asombroso fenómeno del relámpago, dado en la cara sur de la Gran Pirámide, por el que se produce un efecto óptico de gran belleza matemática y trascendencia ceremonial.

El autor del artículo en la Meseta de Guiza
El capítulo V (Los grandes enigmas) nos recuerda que las grandes pirámides estaban pintadas, así como la orientación de la Gran Pirámide, contraponiendo textos antiguos con mediciones modernas, y la determinación de los equinoccios y solsticios, conjuntamente con la alineación de los dos obeliscos de Heliópolis (de los que tan solo permanece uno). Para Pochan, el monumento muestra una triple intencionalidad, posible tumba de Keops (insisto en el hecho de la posibilidad, pues los historiadores más oficialistas no han hallado nada contundente que haga indicar que esto sea un hecho), lugar de iniciación, y templo del dios solar Jnum. No en vano, se especula con que su forma piramidal y el color rojo de sus muros de revestimiento ayudasen a la captación de las energías solares (y hasta siderales). Luego, se hace un recorrido, entre sucinto y prolijo, por el estado físico de la Gran Pirámide, a través del tiempo y los distintos testimonios que han sobrevivido, y se recala en los meditados calendarios egipcios. Un calendario móvil. El horario del primer día del año se desplazaba con el transcurrir del tiempo, para que su venida fuera lo más exacta posible; otro apartado bien interesante, que denota que los antiguos egipcios estaban mucho más adelantados de lo que creen nuestros modernos egiptólogos. De hecho, el antiguo egipcio (pueblo finalmente conquistado y dispersado) propone a las claras una alianza entre el hombre y la divinidad. Su monumental legado no atestigua necesariamente el orgullo megalómano de los déspotas, sino la pericia y ejemplaridad de una cultura, ciencia y técnica, que nos obliga a revisar lo que concierne al discernimiento y competencias del hombre en la antigüedad, sus técnicas de construcción, y sus conocimientos matemáticos y astronómicos.

El capítulo VI (Las vicisitudes de la Gran Pirámide), se centra en las fases de la construcción y las expoliaciones sucesivas del monumento, entre las que se cuenta el irremisible daño perpetrado por el sultán Saladino (1137-1193), y en menor medida, pero no por ello desdeñable, el patriarca Cirilo de Alejandría (370-444). En el último capítulo, VII (Retorno a los orígenes), Pochan facilita un listado de los reyes de Egipto, desde Menes hasta Diocleciano (244-311), y nos habla de los distintos diluvios universales, comenzando por el de Gilgamesh.


Es inevitable acabar como empezamos. Haciéndonos muchas preguntas. ¿Existe alguna relación entre las pirámides de Egipto y las de Caldea, Etiopía y Meso y Sudamérica? ¿Existirá la cámara sepulcral que relata Herodóto, en la que podrían yacer los restos del finado Keops? Es lo que piensa André Pochan. La historiografía se reviste de leyenda.

El enigma de la Gran Pirámide haría las delicias de un geómetra. Es un relato técnico (las medidas de la Gran Pirámide, la medición de la Tierra por los antiguos egipcios, etc.), y un libro señero que dio que hablar dentro de la presente colección, y en el mundillo de los interesados por estos temas. Lo podemos considerar un volumen-compendio con aire de miscelánea, pero muy exhaustivo, capaz de abrumar por la profusión de datos técnicos, aunque también hace acopio y recoge recuerdos muy valiosos de los cronistas que desfilan por sus páginas; todos tratando de expresar una realidad que hace tiempo se nos ha escapado. Ante a esta divulgación técnica no hay que asustarse, al fin y al cabo, la Gran Pirámide es mucho “toro pasado”. En este sentido, yo veo a André Pochan como un antecedente de la siguiente generación de investigadores del legado egipcio; arqueólogos o no. Me refiero a estudiosos como John Anthony West (1932-2018) -cuyo La serpiente celeste [Serpent in the Sky, 1979; Grijalbo, 2000] recomiendo encarecidamente-, Graham Hancock (1950), Robert Bauval (1948) y Robert M. Scoch (1957). Pese a quien pese, nombres ya importantes en la historia de la egiptología.
 


Para el sábado noche (CXXXI): La noche americana, de François Truffaut

02 septiembre, 2023

| | | 0 comentarios
Nada mejor que dar inicio al presente artículo con unas sabias palabras del gran realizador Alexander Mackendrick (1912-1993), recogidas en su fundamental Hacer cine, manual de escritura y realización cinematográfica (On Film Making, an Introduction to the Craft of the Director, 2004; Alba Editorial, 2023). Resulta un tanto paradójico que el cine sea, por un lado, el más realista de todos los medios y que, por otro, tenga esa enorme capacidad para representar lo irreal, lo fantástico y lo onírico (Verosimilitud y suspensión voluntaria de la incredulidad).
 
Descubrí a François Truffaut (1932-1984), como tantos otros, a través de su personaje de ufólogo francés en Encuentros en la tercera fase (Close Encounters of the Third Kind, Steven Spielberg, 1977), siendo un niño. Poco después comencé a interesarme por su propio trabajo como director e incluso actor. Con el tiempo andaba yo por la Universidad de Filosofía y Letras de Granada, en cuya hemeroteca y videoteca, situada por aquella época en una planta baja que era lo más parecido a unos lóbregos, aunque acogedores, sótanos peliculeros (recuerdo que se accedía por una especie de trampilla en el suelo que daba acceso a escalera de caracol), reposaba un material gráfico y audiovisual bastante competente, incluso ancestral. Más tarde, yo mismo elaboraría una revista de cine para la universidad, en la que abordar las figuras y estilos que más me interesaban, centrados principalmente en el cine de género clásico, europeo y norteamericano, con contadísimas incursiones en la actualidad de aquel momento (estábamos en los sosos años noventa). Recuerdo que me dio por Ingmar Bergman (1918-2007), pero ya se me ha pasado. En cualquier caso, lo toleraba mejor que a Godard (1930-2022), y lo alternaba con Julien Duvivier (1896-1967), John Frankenheimer (1930-2002) o John Ford (1894-1973), que es lo sensato. Y ya que no me iba a dedicar al cine de una forma más directa (tampoco muchos de los que se afanan en él lo hacen), entre otras cosas porque los libros también me reclamaban a voces, al menos decidí divulgarlo lo mejor que pudiera. Y por cierto, que las señales de aquel acceso a la antigua hemeroteca aún son visibles a los ojos más atentos, pese a estar cegado desde hace décadas.


Es difícil de explicar, cuando amas y te identificas con algo que, sin rentarte precisamente, antepones a consideraciones que todo el mundo estimaría preferentes. Godard acertó, justo es reconocerlo, cuando aseguró que el cine era la realidad a veinticuatro fotogramas por segundo. Y Truffaut, al asumir que el cine no constituye una ventana al mundo, sino un escondite; cuanto más restringido es nuestro universo, más facilidad tenemos para resumir este mundo dentro de la pantalla. Lo complicado es elegir, ya que todavía es más difícil rechazar lo que no se conoce y no se quiere utilizar, que asimilar todo lo que se puede aprender (El realizador, aquel que no puede quejarse, contenido en el volumen El placer de la mirada [Le plaisir des yeux, 1987; Paidós, Col. La memoria del cine, 1999).

La noche americana (La nuit américaine, Les films du Carrosse-Warner Bros., 1973) está dedicada a dos actrices del cine mudo, significativas de su desarrollo, las hermanas Lilian (1893-1993) y Dorothy Gish (1898-1968). En definitiva, a los cimientos de lo que hoy es, o ha venido siendo, el séptimo arte. La película logró la codiciada estatuilla al mejor film extranjero, y el premio BAFTA, en sus correspondientes ediciones de 1974. Pertenece a un género muy particular y querido por los aficionados, el del cine dentro del cine, en el que se inscriben, no de forma pura, pues como todo género no queda exento de mixturas, títulos tan emblemáticos como Loquilandia (Hellzapoppin, H. C. Potter, 1941), El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, Billy Wilder, 1950), Cautivos del mal (The Bad and the Beautiful, Vincente Minnelli, 1952), Cantando bajo la lluvia (Singin’ in the Rain, Stanley Donen & Gene Kelly, 1952), El gran cuchillo (The Big Knife, Robert Aldrich, 1955), El desprecio (Le mépris, Jean-Luc Godard, 1963), Así empezó Hollywood (Nickleodeon, Peter Bogdanovich, 1976), Hooper, el increíble (Hooper, Hal Needham, 1978), Sois honrados bandidos (S.O.B., Blake Edwards, 1981), Dulce libertad (Sweet Liberty, Alan Alda, 1986), El juego de Hollywood (The Player, Robert Altman, 1992), Ed Wood (íd., Tim Burton, 1994), o Cómo conquistar Hollywood (Get Shorty, BarrySonnenfeld, 1995), por citar unos cuantos, y muy relevantes, limitados al ámbito cinematográfico y no al teatral.


La noche americana
es, por lo tanto, una película sobre la filmación de una película, donde la tramoya encuentra cauces narrativos y visuales pocas veces vistos (me acaba de venir a la memoria el jocoso empleo que de este recurso lleva a cabo el simpar Mel Brooks (1926) al final de Sillas de montar calientes [Blazing Saddles, Warner Bros., 1974], con todas las “vergüenzas” de la producción al aire; algo con lo que siempre ha jugado el entrañable director). El decorado se convierte así en parte vital y definitiva, que acompaña las interioridades de los actores que por él desfilan, deambulan, se apasionan y padecen. No en vano, la acción da inicio con la representación de una puesta en escena con travelling (desplazamiento lateral de la cámara sobre raíles), en los exteriores del estudio La Victorine en Niza (Francia). Un espacio no menos emblemático.

El equipo técnico y artístico de “A propósito de Pamela”, que es la película que está filmando, posee su base de operaciones en el Hotel Atlantic. Ellos son Ferrand, el director (François Truffaut), Bernard (Bernard Menez), decorador y encargado del utillaje; el productor Bertrand (Jean Champion), el director de fotografía y operador (unificando ambos roles, pues no son la misma cosa), Walter (Walter Bal); la maquilladora Odile (Nike Arrighi), a quienes todos se confían; la imprescindible y avispada Joëlle (Nathalie Baye), ayudante de dirección; el asistente del realizador, Jean-François (Jean François Stévenin), un foto-fija (Pierre Zucca), un regidor (Gaston Joly) ¡y su esposa! (Zénaïde Rossi); hasta un especialista inglés (Marc Boyle) para la escena en que un coche se despeña al más puro estilo, refrendado por el montaje hacia adelante y atrás, del mítico La segunda oportunidad (RTVE, 1978-1979), puesto en marcha por Paco Costas (1931-2018) y Alain Petit (1944), otro de esos recuerdos imborrables de la infancia. Y no menos importante, el joven e impulsivo Alphonse (Jean-Pierre Léaud), uno de los actores principales de la trama, y su esquiva novia Liliane (Dani), que gracias a Alphonse ha encontrado trabajo como scrip (responsable de la continuidad argumental y visual, pendiente de evitar los errores de raccord, esto es, el adecuado encadenamiento entre los planos que van consecutivos). Como Liliane no está por la labor, casi todo el peso de esta tarea recae en Joëlle.


Los entre bastidores se convierten en el embrión de un relato que junta modos, usos y costumbres en la elaboración de una película. En este caso, el típico dramón con ramificaciones trágicas, tan caro al cine francés. De este modo, asistimos tanto a los entresijos del rodaje como a las relaciones que se dan entre el citado equipo técnico y artístico, muy bien dosificadas por François Truffaut, según el caso. Desde una actriz que ha ocultado cierto inconveniente, Stacey (Alexandra Stewart), a la naturaleza personal de su compañero de reparto Alexander (Jean-Pierre Aumont). La interacción del cine con la vida real se convierte, como antes señalaba, en el motor de una ficción que a veces avanza y otras se gripa. Incluida la gestante vida cinematográfica de un chaval (Christophe Vesque). Esta doble vertiente se materializa al auténtico espectador aficionado al cine, posicionado en una butaca lejos del mero concurrente de películas (ya he incidido en otras ocasiones en el hecho de que ver películas y ver cine son dos cosas totalmente distintas, aunque la una pueda conducir a la otra). Lo que, además, nos lleva a descubrir y asumir la fragilidad emocional de los actores. Su necesidad de sentirse pletóricos o melancólicos, antes de actuar y proceder bien con su trabajo, de una forma más incisiva que con cualquier otro profesional.

Truffaut convierte el arquetípico argumento de la ficción en un fascinante recorrido, sin caer en el manual. Emplea la cámara en mano o los planos secuencia cuando es preciso, mostrándolos al espectador. Decisiones de puesta en escena (es decir, sobre dónde colocar la cámara y qué exponer ante ella), evidencian la personalidad de un cineasta que no está al servicio de la pleitesía digital, sino del lenguaje cinematográfico y sus herramientas (que pueden servirse de lo digital, siempre que este no sustituya o tiranice dicho lenguaje). También se atiende a la importancia de los decorados, en los cuales han de interactuar los actores. Las proyecciones del metraje filmado y la posterior labor de edición; allí donde se concreta por vez primera el arduo trabajo, antes del procesado final, con la inclusión de la banda sonora en París. Aquí la música baila una pieza diegética y extradiegética, en las versadas y románticas manos, eminentemente emocionales, del excelso Georges Delerue (1925-1992). Delerue ganó al fin el OSCAR en 1980 por su trabajo, de corte íntimo y clasicista, en Un pequeño romance (A Little Romance, George Roy Hill, 1979). Y siguió alegrándonos la vida con bandas sonoras insustituibles, totalmente personales (aspecto al que me volveré a referir al término de este artículo).

Otros carices son contemplados por el alter ego de Truffaut (¡o de Ferrand!). El encasillamiento de los actores adultos, Alexander y Séverine (Valentina Cortese), las incertidumbres de la joven actriz inglesa en alza, Julie Baker (Jacqueline Bisset), casada con un médico mayor que ella (David Markham), como demostración de esa necesidad de equilibrio entre el reconocimiento externo y la estabilidad interior. Todos atentos a un clima donde sobrevienen días buenos y malos. Como ejemplifica la imposibilidad de Séverine para desarrollar una escena seguida, completando una toma. En el caso de la madura actriz, el bache parece superado, según se infiere del resto de la filmación.


A todo ello se suma el asunto de los seguros (del decorado, los actores…), y los momentos de espera, unas veces mejor aprovechados que otros. Las suspicacias y las inseguridades son sorteadas por un Ferrand que demuestra ser un realizador perspicaz, vivo, flexible y experimentado, como ilustran sus calculadas pero esenciales (de nuevo personales) alteraciones en la planificación, visual y del plan de trabajo. Ora una nueva composición con los actores, ora una situación argumental distinta. Exhibiendo dentro y fuera de la película que se está filmando, planos con grúa, el citado montaje, o las temibles reescrituras de algunos diálogos, encaminadas siempre a enriquecer lo narrado.

De nuevo Mackendrick. Si hay una diferencia [del teatro] con el cine, es que en este lo no dicho se vuelve dramáticamente explícito gracias a la gramática cinematográfica: mediante movimientos de la cámara, tamaños de plano e iluminación atmosférica (El director y el actor, op. cit.).

La esporádica voz en off de Ferrand resulta precisa, y puntúa determinadas sensaciones y acontecimientos, útiles al espectador. Los problemas personales ya no cuentan, el cine ha vencido. Es decir, que Truffaut nos recuerda que, al socaire de la política cahierista, cada obra posee una personalidad propia, buena o mala, y que esta puede sobrepasar o decepcionar las ambiciones de su autor. También es verdad que, para lo que un director puede considerarse un fracaso, para la mayoría del público, o un puñado de personas ajenas al proceso de producción, puede significar un logro, incluso una conexión personal. Sin que se pueda determinar qué mirada ha de prevalecer (son muchos los cineastas que han renegado de una obra notable por motivos estrictamente personalistas). Tales son los andamiajes del cine. Como ese jarrón de hotel que, de forma involuntaria, pasa a formar parte de la propia puesta en escena de una película, incidiendo en el imprevisto azar. En palabras de Ferrán, si no confiáramos en la suerte nos dedicaríamos a otra cosa.

El título de La noche americana responde al procedimiento según el cual, se puede filmar de día aparentando que es de noche, con los debidos filtros en la cámara. Apariencia de verosimilitud que se suma a la gramática del montaje hitchcockiano, en la partición del plano, como ocurre con la imagen fraccionada sobre la cama vacía de July. Lo cual denota sorpresa y angustia en quienes advierten la ausencia de la actriz. Tampoco se olvida Truffaut de su sentido homenaje a la urdimbre de cualquier relato, en la figura de los efectos especiales, como son la creación de distintos sonidos o de la nieve. Y una reivindicación al cine hecho en los estudios cinematográficos. Ahora se abandonan los estudios, las películas se hacen en la calle, sin estrellas y sin guión, comenta Ferrand. Merece la pena que nos detengamos en este aspecto. Ferrand-Truffaut es consciente de que, sin la deuda que tenemos todos los que amamos el cine como una realidad alternativa superior a la real, por vía del legado clásico, ninguno, incluidos los espectadores, estaríamos donde estamos. En este sentido, Ferrand se sabe al sentado al borde del final de una época. A la que por suerte se puede regresar, por medio de todos los testimonios heredados y debidamente conservados.


François Truffaut aupó como articulista y ensayista el cine de autor, por el que se ponían de relieve una serie de características individuales que no eran tenidas en cuenta, a la hora de abordar la crítica cinematográfica, con contadas excepciones. Ello presentaba el peligro potencial de enfrentar el talento de un director a las demás circunstancias (generalmente adscritas a un estudio), en la elaboración de una pieza cinematográfica, como si estas, que son precisamente las que reivindica Truffaut en su película, bajo la atenta mirada del director, carecieran de valor, o solo pudiera sobresalir el talento fuera del ámbito de la producción cinematográfica clásica. Era una deriva peligrosa pero que se produjo.

Truffaut escapó a este desvío -o desvarío-, anticipando las trampas y el reduccionismo que tales parámetros suponían. La corriente dio sus frutos, y no fue despreciable su razón de ser en aquella época, aunque bajo cierta pátina aleatoria, dejó fuera a muchos realizadores de valía, ajenos a la bendición de los críticos franceses. Ahora sabemos que el cine es mucho más amplio, y que depende, como se expone en La noche americana, de multitud de idiosincrasias encaminadas a un fin común. La figura del artesano, injusta por definición, ha quedado sobreseída. Pero es que no todo el mundo posee la personalidad en el mismo sitio. Se puede ser autor dentro del sistema de estudios, siempre que se tenga una personalidad cinematográfica que ofrecer. O guionista, decorador y fotógrafo. Unos serán más versátiles que otros; hasta un mismo realizador / personalidad puede mostrar soluciones muy distintas a lo largo de su carrera cinematográfica. No se trata necesariamente de una evolución, puesto que ello conllevaría que los trabajos previos son menos maduros, lo que el propio Truffaut desmiente, sino más bien de ofrecer las singularidades que cada puesta en escena requiere. Así, el auténtico director es fácilmente distinguible de los realizadores que carecen de dicha personalidad, donde reside la auténtica frontera entre una buena película y la que está de moda (no siempre distinguibles por la crítica).

En un momento en que la realización cinematográfica está cada vez más despersonalizada, lo cual se acrecentó a partir de la década de los noventa, parece imperativo volver a retomar el necesario equilibrio entre lo que se muestra y cómo nos es mostrado. Para eso solo hace falta que los nuevos realizadores posean y desarrollen una personalidad específica, y que junto a Christopher Nolan (1970) o Denis Villeneuve (1967), tengan a los autores clásicos de la historia del cine en su panteón de referentes, al igual que un arquitecto conoce la historia de su disciplina desde los inicios, o un literato auténtico (es decir, alguien que dedique tanto tiempo a leer como a escribir), conoce a quienes le precedieron. Si consideramos que el resurgir de dicha personalidad en plena era de lo digital es algo posible, tal vez asistamos al regreso de la política de autor, bien entendida. De momento, no aguardo grandes cambios, por esa falta de conocimiento de los cimientos del séptimo arte por parte de quienes ahora se empeñan en añadir más plantas al edificio.

Escrito por Javier Comino Aguilera


Los cuatrocientos golpes, de François Truffaut

30 julio, 2023

| | | 0 comentarios
La infancia y su pérdida en el camino hacia la madurez es uno de los temas predilectos de los relatos que se nos han transmitido. El camino (Miguel Delibes, 1950), Edad prohibida (Torcuato Luca de Tena, 1958), Los peces no cierran los ojos (Erri de Luca, 2010) o Matar a un ruiseñor (Harper Lee, 1960) son algunos de los libros que lo abordan de una forma u otra. También a través del cine se ha consolidado una mirada personal hacia esa etapa de la vida, ligado sobre todo a la forma de plasmarlo del director. Además, suele ser habitual que nazca en nosotros la necesidad de relatar nuestra propia vivencia, aquella que determinó nuestra propia infancia. De forma reciente lo hemos podido comprobar con Belfast (Kenneth Branagh, 2021) y Los Fabelman (Steven Spielberg, 2023). Pero si tenemos que acudir a una de esas piezas clave en esta temática, no podemos más que llegar a Los cuatrocientos golpes (François Truffaut, 1959), una de esas obras que habla de la desestructura y el desencanto, el mismo que encontrábamos en El guardián entre el centeno (J.D. Salinger, 1951).

Es vox populi para los amantes del séptimo arte que a través del personaje de Antoine Doinel, François Truffaut realizó una serie de cinco películas de inspiración autobiográfica. Recorrió con el mismo actor, Jean-Pierre Léaud, distintas etapa de la vida de ese personaje, finalizando casi veinte años después con El amor en fuga (1978), de forma similar al proyecto que dio vida a la película Boyhood (Richard Linklater, 2014). No obstante, la que alcanzó mayor éxito y renombre fue la primera. También es de sobra conocido que Truffaut se adscribió a la Nouvelle vague con esta película, dedicándola incluso a André Bazin, uno de los fundadores de Cahiers du Cinéma, fallecido un año antes del estreno.

Pero no nos llevemos a engaño. Los movimientos artísticos han dado a luz a una ingente cantidad de obras que no han trascendido. El cine de autor al estilo de la Nouvelle vague es una corriente más, pero el propio Truffaut fue depurándose hasta encontrar una trayectoria personal. Las obras, por tanto, hay que analizarlas según el resultado que aporten, y no por su adscripción a uno u otro movimiento.

El valor de Los cuatrocientos golpes reside en la combinación de contenido y forma. Sin contar una historia rebuscada ni una trama excesivamente impactante, consigue ofrecernos un retrato agridulce de la infancia de su protagonista mostrándonos, a su vez, una visión crítica de la familia, la escuela y la sociedad francesa de mediados de siglo. Además, logrando trascender, porque muchos de los problemas retratados persisten en nuestras sociedades, incluso mutados o derivados en otros.


Antoine Doinel es un muchacho con una vida corriente. No destaca en los estudios y la severidad de los maestros suele recaer sobre él, vive como hijo único en un pequeño apartamento con sus padres, durmiendo en la entrada de la casa, en un saco de acampada. Mantiene con ellos una relación de tira y afloja, entre el reproche y la ternura. Truffaut nos hace partícipes de esos momentos de alegría y complicidad que todos hemos compartido con nuestros padres: alguna confidencia entre padre e hijo, un detalle en forma de dinero para que te compres alguna cosa, acudir juntos al cine, llegar tarde a casa montando alboroto o, simplemente, que te dejen dormir en su cama porque estás enfermo. Pero Doinel no deja de percibir distancia, una distancia que marca Truffaut en pantalla: todo se agrieta en su vida conforme descubre que la injusticia existe o que las mentiras no reciben castigo entre los adultos.

Los cuatrocientos golpes del título pueden entenderse de manera doble. Como la expresión coloquial francesa que hace referencia al cúmulo de trastadas que una persona puede realizar, pero también como los golpes que va dándole la vida a nuestro protagonista. De esta forma, Antoine comete algunas travesuras infantiles que van in crescendo, como una bola de nieve de la que ya no puede escapar. Omitiré los detalles más relevantes para el espectador que quiera verla, pero mencionaré ejemplos menores. Si la película abre con una fotografía erótica que los niños se van pasando y que el profesor caza en manos de Doinel, de manera fortuita, luego él será el responsable de escribir en la pared del aula y ser cazado por tal acto. De la misma forma que hace novillos por iniciativa de un compañero de clase, luego es incapaz de volver a casa por miedo a que lo descubran. Es capaz de mentir, pero con miedo y sin astucia, un pobre niño que trata de salir indemne de las consecuencias, pero estas siempre llegan.


Los remordimientos son una constante en el personaje, pero este se ve incapaz de superar la tentación y tampoco encuentra en ninguna figura adulta el sustento moral y el cariño para sentirse vinculado. Todos lo tratan a partir del miedo, la represión, las promesas materiales (y vacías), la distancia o, incluso, la violencia. Este contraste entre la ternura y la represión es el que provoca que, cuando veamos el destino de nuestro joven protagonista, no podamos más que compadecernos de un niño que ha madurado caminando un sendero errático donde ha pesado más el castigo que la auténtica voluntad de educarlo. La tragedia se hace patente en la escena en que Doinel, entre la sombra y la luz, derrama una solitaria lágrima, consciente del lugar al que ha llegado por ese camino.

También en este sentido, una de las escenas más reveladoras es aquella en la que Truffaut encuadra al protagonista narrando su propia vida, desvelando al espectador datos desconocidos que sirven para adoptar otra postura sobre lo visto. En efecto, con ese monólogo Truffaut nos revela cómo los niños son personas conscientes de su entorno, capaces de razonar sobre sus propias emociones y sobre las relaciones que tienen y que les han llevado a un destino u otro.


Los adultos que rodean al protagonista son imperfectos y actúan conforme al sistema establecido en la época. Un sistema que demandaba nuevas perspectivas sobre la situación de los niños catalogados como delincuentes, del fracaso escolar o de la forma de impartir disciplina, pero que ha acabado derivando en la problemática contraria dentro del sistema familiar y educativo. Es decir, hemos huido de un extremo, el retratado por Truffaut, para ir al otro, pero sin haber solucionado nada, pues prosiguen los problemas, salvo porque cada vez cuesta más encontrar el arrepentimiento o la inocencia que nos maravilla hoy de Antoine Doinel.

Al final, todos dejamos atrás a nuestros padres y a la escuela, pero es indudable que la marca que nos deja nuestra relación con ambos es indeleble en el tiempo, tanto para bien como para mal. Truffaut nos regaló un retrato justo y no idealizado de la infancia a través de esta película. Una infancia difícil, de las que dejan huella, invadida de los errores que cometió el niño y, sobre todo, los adultos. Pues el fracaso de Antoine Doinel apunta a otro fracaso mayor. Por eso, Los cuatrocientos golpes sobrevive hoy con la fuerza de su época.

Escrito por Luis J. del Castillo



Otros mundos (XXX): Stonehenge, el templo misterioso de la prehistoria, de Fernand Niel

22 noviembre, 2022

| | | 0 comentarios
La historia del misterio a través de los libros nos convoca de nuevo. Son volúmenes que forman parte de un tiempo pretérito y un lugar casi indefinido, pero que se dan puntual cita en nuestra selección de Otros Mundos.

El enigma escogido en esta ocasión es el de Stonehenge, el templo misterioso de la prehistoria (Stonehenge, le mystérieux temple de la préhistoire, 1974; Plaza & Janés, Col. Otros Mundos, 1976). Huelga decir que centrado en el, a su modo, espectacular conjunto megalítico ubicado entre Londres y Salisbury (Inglaterra). Vestigios que plantean cuestiones no resueltas, aunque como veremos, más que aclararse con el tiempo -algunas sí lo han hecho-, estas se han magnificado gracias a los últimos descubrimientos. Pese a todo, interesante es este trabajo del historiador francés Ferdinand Niel (1903-1985), por lo que tiene de compendio histórico, y por los grabados que acompañan al texto, suyos en su mayoría. Un contenido asequible que abunda en aspectos tanto técnicos como históricos, con profusión de mapas, croquis y fotografías.
 
Una de las primeras cosas que llaman nuestra atención es que las piedras que conforman el monumento fueron pulidas, esto es, trabajadas, a diferencia del material de otras construcciones megalíticas. Santuario solar, Stonehenge conserva tres principales trilitos y un dintel, y fue construido sobre santuarios anteriores. Por desgracia, más de la mitad de las piedras que lo componían han desaparecido. Se especula que sus constructores pudieron ser los componentes de la denominada Cultura de Wessex (Wessex Culture), especializados en la ganadería y la agricultura. Conocían el cobre y el bronce, pero no el hierro.

La estampa invoca cierta ruina y desorden. Un aspecto trágico y romántico nos asalta cuando contemplamos esas piedras caídas, vencidas por el tiempo, aunque no por el misterio. Puede que este destrozo se debiera a un seísmo más que a una destrucción intencionada, aunque de todo ha habido. Únicamente cuando la melancolía acampa con ayuda de la lluvia en este singular monumento, el espíritu se puede plantear las primeras y eternas preguntas.

Simpática es la descripción de Niel del paisanaje, esas hordas de visitantes, de las que todos, alguna vez, hemos o habremos de formar parte. No en vano, la llanura de Salisbury se encontraba entonces mucho más poblada que en la actualidad.

Como soy de letras, la parte de las medidas, pesos y proporciones me resulta más abstracta, aun siendo estimulante. Lo que sí queda claro es que el dispositivo de ensamblaje de los dinteles del denominado Círculo de Sarsen (el exterior), es único y muy particular de Stonehenge (capítulo I). Y que nos enfrentamos a nociones que superan los conocimientos de tribus meramente agrícolas y pastoriles (íd.). A su vez, el doble círculo de las piedras azules jamás fue concluido (III). Acierta Niel al asegurar que el mejor material para trabajar la piedra era la propia piedra (íd.).
 

Efectos de perspectivas, jambas díscolas, dinteles arrebolados, monolitos opuestos, trilitos de piedras azules, junturas en forma de V, una interrupción en el círculo de los dinteles… son anomalías que escapan a nuestra comprensión presente. Parece que todo tiene cabida en Stonehenge. Hasta las explicaciones más peregrinas. Cada piedra relevante o formación es objeto de un análisis y una teoría global por parte del autor. Entre las conclusiones más evidentes y extendidas, está que, con toda seguridad, los enormes monolitos fueron transportados por vía fluvial. O que la construcción, en su conjunto, está orientada al sol naciente en el solsticio de verano (I y II). Si bien, como vamos a comprobar, esta perspectiva se ha ido ampliando.

En efecto, resulta crucial la posición del sol en el momento de la observación (II). Tampoco se olvida el autor de la precesión, aunque no la nombra de forma directa (Epílogo). Al punto de que la historia de Stonehenge acaba en la época en que el astro rey no siguió permaneciendo encajonado entre sus muros (íd.).

Tras la descripción del monumento, el segundo capítulo está consagrado a la historia arqueológica de Stonehenge. Esto empezó hacia el año 2300 antes de nuestra era (II), cuando poblaciones de Europa occidental desembarcaron en las playas meridionales de Inglaterra. Es lo que se ha dado en llamar la civilización de Windmill Hill (De la Colina del Molino de Viento). En esta historia destacan nombres como los del británico Íñigo Jones (1573-1652), o el coronel William Hawley (1851-1941), descubridor del Stonehenge “subterráneo”. Mención especial merece el comentario laudatorio del gran Flinders Petrie (1853-1942), que los viajeros -e informados- de Egipto conocemos bastante bien.

Prosigue el autor reflexionando sobre la posible técnica para levantar y transportar masas tan pesadas. El quid de la cuestión. Tres o cuatro siglos después de la llegada del pueblo de Windmill Hill (neolítico), se produce la fusión con las antedichas poblaciones primitivas (mesolíticas). Luego, hacia 1700 a. C., numerosos colonos desembarcaron en las costas de La Mancha y el Mar del Norte. Se amalgamaron en el conjuntado y simpático Pueblo de los Cubiletes. Posiblemente, provenientes del Rin y la Península Ibérica. Estos ya incluyen el uso del metal y el oro.
 

Así, hasta la forma definitiva del monumento, que se estipula hacia el 1300 a. C. Cuando César (100-44 a. C.) pisó Inglaterra, hacía mucho tiempo que los pueblos de los cubiletes y la cultura de Wessex habían sido suplantados por los celtas. Incluso puede que tuviera algo que ver el célebre mago Merlín, según la tradición ha venido perpetuando hasta nuestros días. Motivos hay para ello, pues como antes advertía, el enclave se presta a elucubraciones fantásticas.

En suma, todo un cúmulo -o túmulo- de secretos. Como el de un vasto teodolito destinado a la observación de cuerpos celestes, los orígenes druídicos puestos de moda por otro de los investigadores, William Stuckeley (1687-1765), o las asambleas civiles y religiosas de los bretones (II). Y otras pintorescas teorías. Incluido el posible significado de la palabra Stonehenge (íd.).

Destaca, así mismo, la presencia del monumento en los grabados antiguos: una sección que me ha resultado muy interesante. Junto a la espada grabada en la jamba número cincuenta y tres (íd.).

El tercer capítulo está destinado a la construcción del complejo. Sus posibles rutas de transporte, a veces de lugares muy alejados, y modos de edificación factibles. Pese a que el auténtico problema consiste en inventar un sistema de levantamiento y propulsión (III), el autor especula acerca de que el monumento representa tal suma de esfuerzos, de ciencia, de habilidad y de coraje, que solo pudo provocarla un motivo religioso (íd.).
 

En el reciente documental Stonehenge, la verdad oculta (Stonehenge, the Hidden Truth, Freemantle-Wild Blue Media, 2021), de Kate Dooley (-) y Paul Olding (-), se añaden algunos puntos sobre las íes. Lo hacen por medio de técnicas novedosas como los georadares, la tomografía de resistividad eléctrica o la luminiscencia óptica.

De hecho, en el documental destaca el trabajo del arqueólogo Vincent Gaffney (1958) y el geofísico Richard Bates (-), basado en la detección de todo un arco de anomalías subterráneas, que desvela una estructura oculta en los aledaños, los llamados Muros de Durrington. Dos partes de un mismo complejo monumental, ya definido el origen de las piedras de Sarsen y las piedras azules, donde se acrecienta la importancia del solsticio de invierno, por encima del de verano. Si todo esto se verifica, Stonehenge sería tan solo la antesala o punta de un iceberg mucho más grande. Donde tiene cabida una función religiosa, de conmemoración de los difuntos, además de astronómica. Fernand Niel tenía razón.
 
Escrito por Javier Comino Aguilera




El autocine (XCVIII): El exotismo en el cine. Estambul, de Norman Foster, Pepe le Moko, de Julien Duvivier, Argel, de John Cromwell, Casbah, de John Berry, y Marruecos, de Joseph von Sternberg

15 junio, 2022

| | | 0 comentarios

Lo exótico, filmado en un estudio, posee una fascinación casi eterna, que a veces la realidad no proporciona. Recrear un ambiente de alternativa y subyugante irrealidad está en la esencia misma del cine, asumida y recogida de la época del Romanticismo, cuando se nos proponían relatos de evasión ambientados en lugares y tiempos pretéritos. Crear la ilusión de lo real-irreal, como dos polos que convergen en uno, en un ámbito narrativo caracterizado por su lógica interna (que incluye lo ilógico), es opción creativa que se diferencia de las reglas que nos da la vida, como bien supo sintetizar François Truffaut (1932-1984). Una bien ganada característica que opera en el séptimo arte por encima de cualquier otro. ¿Quién no prefiere la Casablanca fabricada en el estudio de la Warner que la real? ¿Cuál es más auténtica? Exóticamente hablando. Y con un sano objetivo. El de sacarnos de nuestras habituales casillas.

Thriller de pretensiones simpáticas con héroe en apuros, Estambul (Journey into Fear, 1943) es una acostumbrada realización RKO, en presupuesto, intenciones y duración, con la particularidad de haber sido puesta en escena por el grupo Mercury, la compañía teatral neoyorquina que dirigieron y diseñaron Orson Welles (1915-1985) y John Houseman (1902-1988), y que acogió a los actores Joseph Cotten (1905-1994), Everett Sloane (1909-1965) o Agnes Moorehead (1900-1974), entre otros muchos. En suma, la práctica totalidad del elenco de esta película, basada en una novela del reconfortante y muy reivindicable Eric Ambler (1909-1998), Viaje al miedo (Journey into Fear, 1943; Bruguera, 1980; RBA, 2010), pertenece a la citada compañía, que ya colaboró con el estudio en la inapreciable Ciudadano Kane (Citizen Kane, Orson Welles, 1941). La novela fue adaptada, esta vez, por el propio Joseph Cotten, probablemente en la vía del tren eléctrico propuesto por Welles, aunque no en el mismo vagón, y mucho menos al mando de la locomotora.

Estambul, la ciudad más relevante de Turquía, es un enclave ya escindido por el Bósforo al separar la parte europea de la asiática, es decir, la zona de Anatolia que igualmente pertenece a Turquía.

En un motel de la capital, Sofía, un hombre se acicala y sale de su habitación con un arma bajo el abrigo. Es un espacio que apenas disimula su inmundicia entre garitos y bailarinas, y una actitud, la de ir armado, que flota en el ambiente. Luego nos reencontraremos con este personaje. Entre tanto, el agente de la ley, o de sus rescoldos, Kopeikin (Everett Sloane), recibe al matrimonio Graham, formado por Howard y Stephanie (Joseph Cotten y Ruth Warrick). Howard es comerciante en armas, pero como él mismo asegura, no es un entendido en el manejo, pese a ser ingeniero en artillería naval. Únicamente las diseña, en la línea pulcra del hombre honesto que no se ha visto jamás en excesivas dificultades. Por desgracia, la vida se le complica cuando es implicado en el asesinato ocurrido en un club nocturno. Y esta es solo la punta del iceberg de estas procelosas aguas. Para salir del aprieto, Kopeikin le presenta al coronel Haki, de la policía secreta de Estambul (Orson Welles), que lo va a interrogar. Contra todo pronóstico, Haki no va a ser el malo de la película, aunque se tiende a la ambigüedad (es cumplidor pese a no ser trigo limpio).


La víctima pertenecía al mundo del espectáculo, pero existen sospechas fundadas de que el verdadero objetivo del asesino fuera Howard Graham. Y de que el peligro aun no haya transcurrido. Este asesino a sueldo, ha sido nuestro hombre del hotel, un tal Peter Banat (Jack Moss), pagado a su vez por un agente nazi llamado Muller (Eustace Wyatt). ¿Por qué? El motivo de esta amenaza es un misterio. ¿Competidores comerciales? ¿Desbancada armamentística pro Eje? Howard tendrá que confiar en una treta dispuesta por el coronel para salir con bien del territorio y la amenaza contra su vida. De esta manera va a parar al Watasia, un carguero de modestas dimensiones, pero peligros inabarcables. Doce pasajeros con sus distintas historias y circunstancias se incorporan al barco. Se dirigen a puerto franco. Parece el medio más seguro para sacar a Howard de Turquía. Con lo que, se impone el paseo de reconocimiento por cubierta y el ojo avizor por los resquicios de los camarotes, todos de primerísima ínfima clase.

Abocado a esta situación entre cómica y dramática, Howard entabla contacto con los heterogéneos pasajeros del barco. ¿Estará a bordo su potencial verdugo?

Con medios austeros, aunque filmada con el suficiente desparpajo, Estambul lega imágenes divertidas, como la de un Howard volcando el salero en la mesa del comedor del barco, cuando tiene delante al que él supone que quiere matarlo. O el parlamento del pasajero Matthews (Frank Readick) sobre el socialismo, tratando de evitar reunirse con su esposa (Agnes Moorehead).

El carburante que mueve el motor de este barco es el de un hombre solo ante una situación desesperada. Viaje al terror, ciertamente, donde, huelga añadirlo, las apariencias engañan. ¿De quién se puede uno fiar?


De narrativa balbuciente, también depara Estambul algún otro plano estéticamente connotativo, como el que muestra a Howard descendiendo -al fin- del Watasia, por la escalera de embarque, cumplida su arriesgada misión, o la escena final del tiroteo en la cornisa de un hotel, más lujoso que aquel con que se iniciaba el relato, bajo la copiosa lluvia. Además del detalle del fonógrafo que reproduce un vinilo rayado, y que supongo en la novela.

El caso es que Norman Foster (1903-1976) no es un realizador muy conocido, apenas alargó su sombra más allá de los estudios, pero cuenta con algún trabajo estimable, como La fuga (Íd., 1944), de producción mexicana. Estambul se beneficia, eso sí, del concurso de grandes técnicos y creadores, como el músico Roy Webb (1888-1982), el fotógrafo Karl Struss (1886-1881), los decoradores Albert D’Agostino (1892-1970) y Mark-Lee Kirk (1895-1969), y el montador Mark Robson (1913-1978), que también pasaría a la dirección, con desiguales pero nada despreciables resultados (e incluyo los años setenta).

He preferido iniciar este recorrido con Estambul para proceder a continuación con las distintas versiones de una misma obra. Lo interesante de una adaptación como Pepe le Moko (Pépé le Moko, Paris Films, 1937), dirigida por el valioso Julien Duvivier (1896-1967), estriba en que en la redacción del guion participa el responsable de proporcionar el material de partida. La novela, Pépé le Moko (1931), que contó con una continuación, Pépé le Moko se venge (1939), provenía en este caso de Detective Ashelbé, seudónimo de Henry la Barthe (1887-1963). El lugar donde se van a desarrollar los hechos es la Casbah de Argelia, algo así como una ciudadela inexpugnable y superpoblada. Tal y como expone en la película el comisario Janvier (Philippe Richard), la constituyen callejas en forma de emboscada, con nombres extraños. Junto a patios aislados como celdas, donde la mujer, por cierto, tiene su propio terreno y predominancia. Al punto de guiar el rumbo postrero del protagonista principal. Las noticias vuelan de terraza en terraza, y hay espías en todos los tejados. En suma, una civilización que hace equilibrios a pie de un desierto que desemboca en el azul del Mediterráneo.


Adelanto que, en la que es la mejor adaptación de la novela de La Barthe, se nos expone un currículum bastante menos romántico que el de otras versiones posteriores. Lo cual incluye el pasado de la joven Giselle, apodada Gaby (Mireille Balin). Más que turista, es una entretenida. Respecto a Pepe, según el inspector Slimane (Lucas Gridoux), cabe achacarle treinta y tres robos, dos asaltos (a bancos), y quince condenas. Más otros desvalijamientos. Actúa con despejada impunidad. Es seguro de sí mismo, sibarita, aunque no en exceso, con manifiesto atractivo para las mujeres. Temperamental, es decir, con corazón y, por lo tanto, no exento de algún punto débil. Simpático y aterrador, en palabras de Gaby. Ha costado la vida a cinco de nuestros inspectores. Slimane no quiere ser el sexto, así que espera el momento oportuno, es paciente. Te detendré, Pepe, está escrito. Algo de fatum subyace en este relato, en efecto. Sin embargo, Pepe cuenta con un arma más: la admiración que le profesan los demás. Entre ellos, el joven aprendiz de malo Pierrot (Gilbert Gil), por usar la terminología de Pedro Lazaga (1918-1979).

Los diálogos son brillantes. Como la idea de esa hucha cerrada que es la Casbah. Dichos diálogos se alternan con encuadres expresivos del rostro de los actores, y composiciones corporales que son una compostura asimétrica de la realidad y sus contornos. Esta primera versión cuenta, además, con los mejores escenarios exteriores y decorados interiores de todas las propuestas. El entramado de la Casbah queda muy bien expuesto, y uno no se pierde en este retruécano. La cámara resulta ágil y se potencian, junto a los referidos primeros planos, el exotismo estético del plano medio tirando a largo. Imágenes que se combinan bien con las de la ciudad, tales como el zoco.

Prolegómeno de ese destino, envuelto en oropeles, será la tensa espera hasta la aparición del desaparecido Pierrot. Dos años lleva Pepe prisionero de la Casbah, su jaula de oro.


Destaca, así mismo, el plano general de la resuelta Inés (Line Noro), atravesando de noche las terrazas, para advertir a Pepe de su inminente (y frustrada) detención. O el cenital de los agentes que se disponen a ello. Sumamente ilustrativo es el cruce de miradas entre Gaby y Pepe, la primera vez que se ven. A modo de ráfaga visual que semeja un flechazo. En su segundo encuentro, dichas miradas quedan más sostenidas por la planificación, la atracción va en aumento, al imposible son, por cierto, del inmortal Take the A-Train de Billy Strayhorn (1915-1967). Digo imposible porque la tonada fue compuesta en 1941, así que debe tratarse de un añadido sonoro a posteriori. En el encuentro final, ambos personajes se dirigen las miradas, pero ya no se ven. Al margen de que la conclusión propuesta por La Barthe y Duvivier, seguramente en consonancia con la novela, es distinta al del resto de adaptaciones. En lo que al personaje de Pepe se refiere.

El mejor momento no ha de ver, pese a todo, con Pepe y Gaby, sino a cuando Madre Tania (Marguerite Boulch, Frehel) recuerda su pasado ante Pepe como cupletista, es decir, cuando rememora su juventud, congelada en una fotografía y un gramófono. Cuando tengo morriña cambio de época. A lo que se añade la escena magistral del interrogatorio, o mejor sonsacamiento, de Pepe a Max L’Arbi (Marcel Dalio), que acaba de venderle a las autoridades.

Por su parte, Argel (Algiers, United Artist, 1938), inmediata respuesta norteamericana a la francesa, es una producción de Walter Wanger (1894-1968), meritorio productor a quien se deben grandes obras, sustraídas principalmente de la cantera de la serie B. Sin ir más lejos, La diligencia (Stagecoach, John Ford, 1939), o La reina Cristina de Suecia (Queen Christina, Rouben Mamoulian, 1933), está última para Metro Goldwyn Mayer, por citar solo un par de ellas.

De John Cromwell (1887-1979), por lo general ninguneado por la crítica, vale lo dicho para Foster, probablemente con mayor holgura. Esta sería la segunda versión de la novela. Y veremos una tercera.

Como peculiaridad sobresaliente, hemos de destacar que en los diálogos intervino aquí el fabuloso novelista James M. Cain (1892-1977), corriendo la adaptación final a cargo de John Howard Lawson (1894-1977), responsable, por cierto, de Bloqueo (Blockade, William Dieterle, 1938), ambientada en la Guerra Civil Española (1936-1939), y estando la fotografía asignada a un profesional de la envergadura de James Wong Howe (1899-1976).

He de decir que lo mejor de Argel estriba en su primer segmento; de hecho, se concentra en los primeros minutos de la proyección. Sin que esto suponga una descomunal merma cualitativa del resto de la puesta en escena. Pero como sucedía en el caso anterior, el inicio es formidable.


Por este arranque, sabemos que la Casbah es un barrio de Argel encerrado en sí mismo. Un mundo más extraño de lo que haya podido imaginar, en palabras del comisario (Paul Harvey) a un foráneo. De hecho, es lo más parecido a estar en otro mundo. Un componente exótico, por descontado no exento de peligro, que realza su inconformidad. Ahora bien, lo que en la película de Duvivier se nos mostraba con voz incorporada a una sucesión de imágenes, aquí se narra más bien a través de una panorámica que, de forma ocasional, fija -intercala- su atención en algunos focos. Jungla apenas irrigada por ocultas callejuelas, donde se dan cita gentes de todas razas y tribus, vagabundos y marginados. Y donde habita Pepe le Moko (el notable Charles Boyer), requerido por la justicia francesa.

Pese al peligro y la podredumbre, el comienzo no puede ser más poético; algo tópico, pero sugestivamente expuesto, sin duda. Una zona límite, un universo paralelo, laberinto de casas superpuestas que habría hecho las delicias del expresionismo alemán.

Pepe trafica en perlas, su antigua profesión, según comenta él mismo. Pero puede ampliar su espectro “profesional”. El quid estará en tratar de echarle el guante, los más benevolentes, o la zarpa, los más ambiciosos (no necesariamente los más arriesgados), colgándose de paso una medalla que, con todo, se puede dar la vuelta.

El conflicto dramático no vendrá a causa de este tráfico estraperlista, sino de la colisión de ambos mundos. Pepe y su hábitat, por un lado, y el amor surgido en la otra orilla que le proporciona Gaby (Hedy Lamarr). Algo que va más allá de un espejismo amoroso inicial. Estupendo personaje es el de Inés, no sé por qué llamada Agnes en la presente traducción al español, aquí encarnada por Sigrid Gurie (1911-1969), enamorada dramáticamente de Pepe.

Incidiendo en una situación particularmente dura, Argel vuelve a sorprendernos durante el asesinato “asistido” del traidor Regis (el característico Gene Lockhart). Y en el hecho de que, pese a la bravuconería, podemos comprobar que Pepe es humano, falible, como demuestra su pesar ante la muerte del joven Pierrot (Johnny Downs), al que tenía en cierta estima. El amor imposibilitado a tres bandas es el único triángulo posible que propone Argel.


Poco más se podía hacer con la historia de Henri la Barthe, salvo ponerle música. Y eso es lo que hicieron en Universal cuando adquirieron los derechos para una nueva adaptación, escrita esta vez por Leslie Bush Fekete (1896-1971) y Arnold Manoff (1914-1965), con composiciones del gran Harold Arlen (1905-1986) y el letrista Leo Robin (1900-1984), y arreglos de Walter Scharf (1910-2003). Con el actor-cantante Tony Martin (1913-2012), que las canta e interpreta a Pepe, el estupendo Peter Lorre (1904-1964), encarnando al omnipresente inspector Slimane, y el sobresaliente Thomas Gómez (1905-1971) como Prefecto de Policía. De la dirección se encargó un buen profesional, John Berry (1917-1999), del que recuerdo con especial cariño El amor de don Juan (Don Juan, 1956).

Lo cierto es que en la película de Duvivier, Pepe-Gabin también cantaba una alegre canción. El argumento se presta, y el día menos pensado lo convertirán en un musical.

Es aquí que sabemos con precisión que Casbah es la palabra argelina que significa fortaleza. La historia se inicia con la visita turística a un decorado magnífico, pero combinado con panoramas reales. El escenario parece más sólido que en la anterior propuesta. El guión resulta chispeante y el ritmo dinámico. Es difícil echar a perder una buena historia.

A continuación, asistimos a la canónica presentación del lugar. Física y espiritual, por parte del comisario de turno (Curt Conway). Pese a todo, deviene la más lánguida. Ya sabemos. Una atractiva sucesión de cafés en callejuelas tortuosas y estrechas. Dédalo solo traspasado por una esporádica visita a un yate donde paran los amigos de Gaby (Marta Toren).


Como sucede con Roma, todos van a parar a Pepe, un Robin Hood torcido. En la Casbah todos son sus fieles amigos, según otro inspector (John Bagni). Aunque habría que discutir el concepto de amistad. En cualquier caso, Pepe sabe muy bien que se encuentra solo, además de aislado materialmente en dicho entorno. Recordemos que, en realidad, se haya prisionero por una ley mayor que la de la seguridad del Estado, la de la propia Casbah. Puede ser detenido, pero no salir de ella. Propuesta de doble filo, como toda arma. Pecera en la que él es el pez más grande. Solo el amor verdadero (¿por una mujer? ¿unas joyas?) será capaz de sacarlo físicamente de allí. Y aquí entra en escena madame Gaby frente a una Inés al borde de un ataque de nervios (la maravillosa Yvonne de Carlo) que, pertinaz, asegura a Pepe que le quiere. O sea que también se haya atrapada.

Sobresale en Casbah (Íd., 1948), la escena de Pepe y Gaby en la azotea, por la noche, mientras este entona de forma despreocupada y feliz Está escrito es las estrellas. Ambos personajes son seguidos por una bonita panorámica. Instante que contrasta con Gaby en compañía de un novio medio idiota, Claude (Herbert Rudley), personaje realmente plano en el guión por inoperante (no es que los anteriores tuvieran una presencia muy determinante, pero sí más cuerpo). Así mismo, el plano cenital que muestra a Slimane a solas en el lugar donde antes hubo un baile. El mismo espacio que después atravesará Pepe, también solo, en busca de su estrella. En la Casbah, Pepe ya no se divierte.

Claro que cabe la posibilidad de que Gaby lo haya estado utilizando, como le hace creer la policía, en lo que es uno de sus disparos más certeros, pero por suerte los personajes se separan sabiendo al menos esta verdad, que son objeto de una fascinación real.

Parte de la gozosa serie B de los estudios (al contrario que la película de Duvivier, serie A), Casbah acrecienta los componentes románticos en todos los sentidos. Los marginados por la ley también pueden sufrir por amor.

Aquí el desenlace tiene lugar en un aeropuerto, símbolo de los tiempos, en lugar de en el más apasionante enclave portuario y marítimo. Si bien, como contraste, la muerte se presenta de forma más mezquina, por la espalda.

Solo me atrapa la aventura, especifica Gaby. Sin embargo, enamorarse es un lujo, como le recuerda su amiga Madeline (Virginia Gregg). ¿No lo ha sido siempre? Elocuente imagen es la larga escalera que sube Gaby cuando cree a Pepe muerto.

Dejo Marruecos (Morocco, 1930) para el final, aunque cronológicamente sea la primera. Se trata de una producción de Paramount, realizada por Joseph von Sternberg (1894-1969), que da inicio con una bella estampa en sus títulos de crédito. Algo así como una postal, que prontamente cobra vida merced al valeroso guion de Jules Furthman (1888-1966) y la expresiva fotografía de Lee Garmes (1898-1978), ejemplares colaboradores que realzan la obra Amy Jolly, die frau au Marrakesch (1927), nombre de la protagonista, del novelista franco-alemán Benno Vigny (1889-1965).

Los personajes de esta pasión desatada con fuertes ribetes interiores (remordimiento, deseo, pasión), y exteriores (la conclusiva travesía por el desierto), son el legionario Tom Brown (primerizo pero ya magnético Gary Copper), y la estrella estrellada de vodevil Amy Jolly (más experimentada pero igual de imantada Marlene Dietrich). Para completar el triángulo amoroso se dispone de Monsieur la Bessiere (Adolphe Menjou), ciudadano del mundo con posibles y aptitudes de pintor. Se permite el lujo de escoger a sus amistades, dice una conocida, la señora Caesar (Eve Southern).

Más que en discordia, esta figura geométrica está en tensión continua por cada uno de sus vértices. La que se deriva de tomar la decisión de aceptar lo que más conviene y cierta estabilidad económica -aunque no emocional-, o poco menos que la perdición, pero con el éxtasis garantizado, como los fuegos de artificio.


Por algo desfilan los legionarios con su habitual y ancestral gallardía. Mantienen el orden mientras lo desorganizan, por medio de cierto desorden interno (emocional o administrativo). Así, la estancia en Marrakech supone para Tom una toma de contacto con una cultura distinta y con el amor (y todo lo que este conlleva: un engorro, vamos). Más en profundidad lo segundo que lo primero, la inmersión cultural. Y antes del Código Hays (1934-1967), lo que se nota y agradece. Buena cuenta de esta libertad la da la forma “muda” en que Tom se entiende con una prostituta nada más llegar a Marruecos.

Por su parte, en la actitud de Amy se aprecia un esculpido cansancio vital. Decididamente, esta no es su primera historia. Con relativa seguridad, tampoco la última. Aunque sí la más profunda. No obstante, pese a estar de vuelta de (casi) todo, es su primera vez en Marruecos. Hierática, jugando y besando con la androginia en su espectáculo, proclive a bienvenidos temas procaces y un eterno doble sentido, Amy se muestra altanera, léase superviviente, antes de sucumbir mediante la facilidad con que le entrega a Tom la llave de su apartamento, mientras este también se entiende con la señora Caesar. El joven soldado está muy solicitado.

El encuentro de los amantes es una calculada pose hasta que vence la naturalidad. Hasta darse el lujo de mostrar lo que el uno siente por el otro. Expresión máxima del amor. Los celos son el gatillo o resorte que los va a poner en marcha a ambos, irremediablemente. Destinado a un paso fronterizo, Tom encuentra en Amy un personaje más sólido, con la vida más hecha y apostura más madura. Ella parece desmentirlo cuando mantiene en el espejo la nota que él le ha dejado escrita, en una primera ruptura.

El final es tan excelente como desolador, dramática y visualmente. A los personajes “se los tragan” las arenas del desierto, como sucede con los romances tórridos, los amores con visos de imposibles y las pasiones incontroladas y fatales. Para uno mismo y para terceros, todos damnificados. A pesar de los pesares, en el cine siempre se puede soñar con los ojos abiertos, hasta que te devora el plano.

Escrito por Javier Comino Aguilera


Lo más visto esta semana

Aviso Legal

Licencia Creative Commons

Baúl de Castillo por Baúl del Castillo se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported.

Nuestros contenidos son, a excepción de las citas, propiedad de los autores que colaboran en este blog. De esta forma, tanto los textos como el diseño alterado de la plantilla original y las secciones originales creadas por nuestros colaboradores son también propiedad de esta entidad bajo una licencia Creative Commons BY-NC-ND, salvo que en el artículo en cuestión se mencione lo contrario. Así pues, cualquiera de nuestros textos puede ser reproducido en otros medios siempre y cuando cuente con nuestra autorización y se cite a la fuente original (este blog) así como al autor correspondiente, y que su uso no sea comercial.

Dispuesta nuestra licencia de esta forma, recordamos que cualquier vulneración de estas reglas supondrá una infracción en nuestra propiedad intelectual y nos facultará para poder realizar acciones legales.

Por otra parte, nuestras imágenes son, en su mayoría, extraídas de Google y otras plataformas de distribución de imágenes. Entendemos que algunas de ellas puedan estar sujetas a derechos de autor, por lo que rogamos que se pongan en contacto con nosotros en caso de que fuera necesario retirarla. De la misma forma, siempre que sea posible encontrar el nombre del autor original de la imagen, será mencionado como nota a pie de fotografía. En otros casos, se señalará que las fotos pertenecen a nuestro equipo y su uso queda acogido a la licencia anteriormente mencionada.

Safe Creative #1210020061717