En el
artículo dedicado a la primera parte de las adaptaciones de James Bond,
protagonizadas por sir Roger Moore (1927-2017),
hice mención a la capacidad de estas películas de ofrecer un resultado
atractivo en el marco del género de acción, sin por ello perder la compostura
(la planificación, el montaje, la música…), ya que no existía la necesidad de
apelar al espectador cada cinco minutos. Jamás te perdías, y disfrutabas -por
lo general- del conjunto.
También comentaba
cómo 007, código por el que también es conocido el célebre agente secreto
británico, estuvo casado. Con Teresa Bond (Diana Rigg), tan cual se nos narra
en la novela y posterior adaptación Al
servicio secreto de su Majestad (On
Her Majesty’s Secret Service, 1963; RBA, 1999;
Peter Hunt, 1969). Hasta que la muerte los
separó.
Solo para sus ojos (For Your Eyes Only, United
Artist, 1981) da comienzo cuando James Bond
se haya ante la tumba de su fallecida esposa. En la lápida se lee la fecha
1943-1969. El agente es trasladado a Whitehall por helicóptero. Solo que este
ha sido amañado y está teledirigido por el villano Blofeld (John Hollis), visto
en algunas de las previas aventuras de 007. Bond no se amilana, despacha su
imprevisto contratiempo por vía aérea, en un cúmulo de imágenes que unen a la
espectacularidad de las escenas con especialista (realizadas sin ordenador),
los inevitables insertos con transparencias (hoy día se hace igual, solo que la
técnica ha mejorado: no así necesariamente el resto de componentes de una filmación,
con frecuencia, sujetos al actual esquematismo narrativo). El resultado es indeleble
para los espectadores que fuimos, en cualquier caso.
El reclamo
en esta nueva aventura es el ATAC,
un mecanismo de cifrado que por su morfología nos recuerda a la máquina Enigma.
Se trata de un sistema transmisor para el lanzamiento de misiles. El problema
surge desde el Ministerio de Defensa, donde el ministro responsable (Geoffrey
Keen), y el jefe de personal del MI 6,
Bill Tanner (James Villiers), urgen a recuperar el ingenio, hundido en el
interior de un barco espía del MI6,
el St. Georges, que ha resultado tocado y hundido por una mina de la Segunda
Guerra Mundial (1939-1945), en el Mar Jónico, frente a las costas de Albania.
El actor
que interpretaba a M, Bernard Lee
(1908-1981), falleció poco antes de su intervención en esta nueva película, con
lo que, en las siguientes, fue reemplazado por el igualmente sólido Robert
Brown (1921-2003).
James Bond
sigue la pista del asesino a sueldo Héctor González (Stefan Kalipha), que ha
acabado con la vida del experto en antigüedades marinas y operaciones de
rescate Timothy Havelock (Jack Hedley). El círculo de relaciones se estrecha
cuando Bond conoce a la hija del fallecido, Melina Havelock (Carole Bouquet).
La película
muestra una vistosa carencia al situar parte de la acción principal “a las
afueras de un Madrid” que es lo más parecido a cualquier entorno rural pobretón
(en realidad, la secuencia se filmó en Grecia, una de las localizaciones
principales del relato). No sé si esto ha de ver con la auto-superioridad moral
del anglosajón sobre los pueblos latinos, como ello nos llaman, o se trata de
un despiste. Me cuesta creer que fuera por falta de presupuesto. El hecho es
que las “afueras de Madrid” mostradas, pudiendo haber filmado en Madrid mismo, más
parecen un poblacho bananero que uno de los hermosos rincones de la provincia
(en los que se ha venido a rodar con cierta frecuencia). Ahora bien, si pasamos
esta vergonzosa falla por alto, Solo para
sus ojos se convierte en una película muy disfrutable.
Está la
bienvenida e inesperada incorporación del Citröen 2CV
al listado de vehículos Bond. Incluyendo la persecución del Citröen, cuando el estiloso
Lotus Esprit de James Bond pasa a mejor
vida de forma algo abrupta (por suerte, otro le aguarda a su llegada a Italia).
Una persecución resuelta con bastante gracia, supervisada por el especialista Rémy
Julienne (1930-2021). Y en efecto, la escena resulta divertida y eficaz. Una
buena pieza de acción a la que se suma la persecución por la nieve en Cortina
d’Ampezzo (Italia). El mismo escenario donde se situaba la inolvidable narración
de La pantera rosa (The Pink Panther, Blake Edwards, 1963). La acción en las películas de
James Bond es consustancial, con lo que también sobresale el posterior asalto
al almacén de Ari Kristatos (Julian Glover) en Albania, y las envolventes escenas
filmadas bajo el agua, a bordo del mini submarino Neptuno (diseñado por Peter
Lamont [1929-2020]), capaz de acercar a los protagonistas a los entresijos del
St. Georges, con objeto de recuperar el ATAC.
Por su
parte, Melina escapa al rol de mero ligue. No es una de tantas mujeres
conquistadas por James Bond, sino alguien que le ayuda a llevar a buen término su
misión, y de paso, vengar la muerte de sus progenitores. Además, está la impulsiva
joven que 007 echa de la cama, literalmente: la aspirante a campeona olímpica
Bibi Dahl (Lynn-Holly Johnson). No es para menos, Bond no está para chiquilladas, aparte de que Bibi es la
protegida del empresario Ari Kristatos, padrino o mecenas -hoy emplearían esa
locución repelente de sugar daddy-,
de la gimnasta, patinadora artística en la vida real.
Kristatos
se haya en conflicto con su homólogo Milos Columbo (Topol), al que convertirá
en un falso culpable. Un enfrentamiento que se dirime, en toda su extensión, a
lo largo del tercio final de Solo para
sus ojos, en la escalada al monasterio ortodoxo abandonado de San Cirilo (en
realidad, el Monasterio de Agia Triada, en la llanura de Tesalia [Grecia]). Usado
por Kristatos como base de operaciones. Estas últimas imágenes resultan
espectaculares y confieren un toque muy especial a la acción, puesto que esta se
impregna de un acusado suspense.
Escrita por
Richard Maibaum (1909-1991) y Michael G. Wilson (1942), Solo para sus ojos es una estupenda continuación de la serie,
dejando al margen la movida de la
localización madrileña. El resto de las ambientaciones se sitúan en los bellos
paisajes naturales de Cortina, como ya he referido, y Corfú, en Grecia. El
decorador, como también he señalado, fue el excelente Peter Lamont, responsable,
entre otras, de las películas previas de la saga. La música la compuso Bill
Conti (1942), que entrega uno de sus mejores trabajos. Conti no suele ser
citado cuando hacemos un repaso de nuestros compositores cinematográficos
favoritos, pero lo cierto es que aquel año demostró su gran valía, completada
con Evasión o Victoria (Escape or Victory, John Huston, 1981). No sería hasta 1984 cuando ganara
el OSCAR por Elegidos para la gloria (The Right
Stuff, Philip Kaufman, 1983).
De las tres
películas que completan la filmografía de Roger Moore como James Bond, se hizo
cargo el montador y director de la segunda unidad de los últimos títulos de la
saga, John Glen (1932). Glen fue así mismo el responsable de las dos aventuras
consiguientes, interpretadas por Timothy Dalton (1946), generalmente
despreciadas -como las previas- por la crítica sesuda del momento, pero que, fuera
de estigmas y prejuicios, se han venido revalorizado.
A los
guionistas Maibaum y Wilson, que también se ocuparon al alimón de la última de
las entregas que vamos a reseñar, se unió para Octopussy (íd., United
Artist, 1983) el estupendo novelista George
McDonald Fraser (1925-2008), que con su gracejo volvió a revestir de humor la
película. Lo mismo que había hecho en sus adaptaciones, para mí ejemplares (por
mucho que no se ajusten al pie de la letra del libro), de Los tres mosqueteros (The
Three Musketeers, Richard Lester, 1973) y Los cuatro mosqueteros (The Four Musketeers, Richard Lester,
1974), e incluso de la menospreciada El
guerrero rojo (Red Sonja, Richard Fleischer, 1985).
Gene
Fanning (Douglas Wilmer), experto en arte del Foreign Office (el Ministerio de
Exteriores), evalúa una reproducción perdida de uno de los huevos decorados de
Peter Carl Fabergé (1846-1920), que ha traído consigo el agente 009 (Andy
Bradford), antes de morir en cumplimiento del deber (no pudo evitar los
consabidos puñales en la espalda), a su regreso de Berlín oriental. Estamos en
1983. Para los que no hayan vivido o desconozcan esta época, Alemania estaba
dividida en dos mitades, por el Muro vergonzante de Berlín (1961-1989). La
República Federal Alemana, occidental, y la República Democrática -o sea
comunista- Alemana, oriental (una de esas ironías crueles con que se adornó la repelente
ideología que más muertos ha causado sobre la faz de la tierra).
En estas
arenas movedizas que son la zona soviética, continúa en su particular perestroika el general Gogol (Walter
Gotell). Tratando de contener a los generales más díscolos de su politburó
(también los hay sensatos). Entre los que destaca, por méritos propios, el general
Orlov (Steven Berkoff), una (mala) suerte
de Vladímir Putin (1952), con todo su bagaje de hijo de perra. Militarista
antes que militar, y ofensivo antes que defensivo, Orlov ha organizado un
tráfico ilegal de joyas con la ayuda del príncipe afgano exiliado en la India,
Kamal Kahn (un selecto y elegante Louis Jourdan), y la bien intencionada empresaria
(de marina mercante, hoteles y circos) Octopussy, apelativo dado por su padre,
un famoso oceanógrafo. Un entramado que está dando paso a un “plan B”, del que Octopussy
está excluida, y que consiste en provocar un incidente internacional (no revelaremos
más).
Octopussy
posee una casa-escuela en un suntuoso palacio flotante, y hace de protectora
benevolente de muchas chicas descarriadas. Un espacio habitado tan solo por
mujeres, donde pocos hombres se atreven a penetrar.
El Occidente está en decadencia, dividido, no tienen valor
para arriesgarse a una represalia nuclear nuestra,
argumenta Orlov. Descrito por Gogol como un demente. Llevará a la no extinta
Unión Soviética (1922-1991…) a una crisis sin precedentes. Por fortuna para
nosotros, abortada por nuestro agente secreto favorito en el último minuto
(incluso segundo) de la trama. La de aprietos desconocidos que habremos
sorteado los pobres europeos desde la Crisis de los Misiles (1962).
La pérdida
de la réplica de Fabergé hace necesaria la recuperación del original para los
contrabandistas de joyas. Se subasta en Sotheby’s. La famosa galería de Londres,
con sucursales en otros rincones del mundo. Por él puja Kamal Kahn, acompañado
por la perspicaz Magda (Kristina Wayborn).
Una vez
más, vuelve a hacer acto de presencia ese fino sentido del humor afín a la
serie Bond, especialmente en la etapa de Roger Moore. Ahí está el pulpo
venenoso que se adhiere como si fuera un alien,
o el cocodrilo-móvil para desplazarse por las aguas del Ganges. Además, los
guionistas incorporan una auto-cita cuando el tema musical de James Bond, compuesto
por Monty Norman (1928-2022), suena como melodía de un encantador de serpientes
en la India. Se trata del enlace Vijay (Vijay Amritraj), que trabaja para el
jefe de sección Sadruddin (Albert Moses).
007 no
tarda en presentarse ante Kamal. Dirimen sus primeras diferencias en la mesa de
juego. Kamal no solo está escoltado por la pizpireta y eficiente Magda, sino
por el guardaespaldas y lugarteniente Gobinda (Kabir Bedi, que recientemente ha
publicado sus memorias en español, Historias
que debo contar [Amok Ediciones, 2023].
En ellas da cuenta de su contento ante esta intervención cinematográfica,
aunque echamos de menos que nos narrara más anécdotas de la filmación, o de Ashanti Ébano
[Ashanti, Richard Fleischer, 1979]).
Kamal es un
villano refinado y metódico, como demuestra la cena dispuesta en su palacio
Monsoon. No sé si Steven Spielberg (1946) se
inspiró en ella para su Indiana Jones y el templo maldito (Indiana Jones and the Temple of Doom, Paramount,
1984). Lo que sí está claro es que tomó prestada la de 20.000 leguas de viaje submarino (20.000 Leagues under the Sea, Walt
Disney Productions, 1954), del citado Richard Fleischer (1916-2006).
El palacio
de Kamal es escenario de una buena secuencia de intriga, cuando James Bond anda
tras la pista de los tejemanejes de su anfitrión y carcelero con Orlov. Inspeccionando
el palacio, 007 vislumbra los planes de sus oponentes, pero aún no posee todas
las piezas del rompecabezas. Del palacio-prisión escapa como el conde de Montecristo, antes de convertirse en cebo de
toda una cacería humana. Con todos los pertrechos. Bond se verá en parecida
situación cuando se enfrente a los gemelos
del cuchillo (David y Tony Meyer), que han sido comprados por Orlov. Las
duplicidades no acaban aquí. Existen sendos vagones de tren gemelos, que cobran
una señera importancia.
Al
contrario de la Anya de La espía que me amó (The Spy Who Loved Me, Lewis Gilbert,
1977), al menos en un principio, Octopussy le está agradecida al agente por el
hecho de haber ofrecido a su padre, antiguo funcionario del MI
6, la oportunidad de una salida honrosa, tras efectuar un desfalco.
Esto, pese a haber acabado con la vida de esta persona. A Octopussy solo le interesan
sus negocios, y de forma ocasional y aventurera, el matute de las joyas afanadas.
Personalmente,
la película me gusta mucho desde que la vi (fecha de su estreno). El último
tercio es especialmente adrenalítico. Como apuntaba con atino el gran Alfred Hitchcock (1899-1980), en su famosa entrevista
con François Truffaut (1932-1984), el suspense
consiste en que el espectador sepa que existe una bomba. Los guionistas y el
realizador saben llevar este axioma a buen puerto.
La última
película de James Bond protagonizada por Roger Moore fue Panorama para matar (A View
to a Kill, John Glen, 1985). Cuya secuencia de apertura espectacular nos
remite al inicio de La espía que me amó.
Esta vez, en las procelosas nieves de Siberia (Unión Soviética). James Bond rescata
del cuerpo de 003, en esta región desolada, un objeto singular. Estamos en los años
ochenta, el chip ya es parte esencial de
toda computadora magnética, como recuerda Q (Desmond Llewelyn). Y precisamente, en uno de los bolsillos de
003, 007 ha hallado un nuevo chip, insensible a los daños del pulso magnético. Tales
como los de un posible desastre nuclear. Lo que ha de ver con los sistemas de
defensa de los distintos países. Una multinacional anglo-francesa, Industrias
Zorin, se presenta como la única pista, al ser la encargada de su elaboración y
distribución.
El
empresario Max Zorin (Christopher Walken) es de procedencia alemana, y
curiosamente, no profesa un excesivo entusiasmo por la disciplina comunista, a
la que perteneció. Suele ocurrir. Por desgracia, Zorin resulta ser un psicópata
de tomo y lomo. Uno de esos villanos
impagables resueltos a cambiar la faz del mundo, a su imagen y semejanza. En su
pasado alemán destaca la presencia del médico Carl Mortner (Willoughby Gray), un
gran experimentador con esteroides. Y otros aspectos colaterales, de los que
Zorin, como buen “niño del Brasil”, ha formado y sigue formando parte.
007 entra
en contacto visual con el incipiente empresario, una de esas fortunas relámpago
a la sombra del Valle de la Silicona, en el derbi de Ascot (Berkshire,
Inglaterra). Con todas sus damas y sombreros estrafalarios. Y el potro de
Zorin, Pegasus. Allí, James Bond también se relaciona con el entrenador de
caballos de carreras sir Godfrey
Tibbet (Patrick MacNee), uno de los colaboradores del MI
6. Sir Godfrey se
verá obligado a actuar de valet de
chambre de 007, dadas las circunstancias, cuando el agente encubierto acuda
a las posesiones principescas de Max Zorin (lo más parecido a la villa de Hugo
Drax en Moonraker
[íd., Lewis Gilbert, 1979]). Todo un
escenario monumental (el Château de Chantilly, en Francia).
Esto sucede
tras la visita de James Bond a la capital francesa, París, donde se entrevista
con el detective privado Achille Aubergine (Jean Rougerie), en pleno
restaurante de la Torre Eiffel (cuando estuve allí me complació contemplar fotos
de la película). Otro toque de humor que añadir a la saga, dado que el
detective semeja a un paródico y pagado de sí mismo Hércules Poirot.
Es notable
la inspección a las cuadras de Pegasus, y el descubrimiento de otros recovecos
sorprendentes. Allí se halla el secreto de un monopolio internacional que
controlaría -como sucede con el medio ambiente en la actualidad- toda la
producción y distribución de microchips, frente al referido Valle de la
Silicona (San Francisco, EEUU); término
acuñado en 1971, y centro de la producción electrónica e innovación tecnológica
de Norteamérica.
A la
estimulante San Francisco se encamina James Bond, en pos de los planes de
Zorin. Su enlace para la ocasión –casi siempre funesta-, será el agente Chuck
Lee (David Yip), de la CIA. La
investigación y el suspense prosiguen, aupadas por la excelente partitura de
John Barry (1933-2011), inspeccionando la estación de bombeo de la Zorin Oil. Y
algún interregno con la espía rusa Pola Ivanova (Fiona Fullerton). Al contrario
de lo que va a acontecer con la protagonista principal femenina, aquí sí
estamos ante otro de los reposos del
guerrero. Los rusos se hayan en plena distensión gorvachoviana, en todos los sentidos, vertical y horizontal.
También ellos le tienen el ojo echado al díscolo Zorin (como Gogol hiciera con Orlov
en la película anterior). El general Gogol le llega a espetar a Zorin que nadie escapa a la KGB.
En efecto, Max
Zorin fue uno de ellos, hasta que decidió establecerse por su cuenta (y
riesgo). Pero no hay cuidado, Bond se la saber dar con queso también a los soviéticos. Solo tres días restan para
que acontezca el maquiavélico plan de Zorin, llamado Mainstrike (traducido como Hallazgo
Principal). En él parece involucrado, al menos de forma indirecta, el Departamento
de Geología y Minas de San Francisco. Donde trabaja como geóloga del Estado Stacey
Sutton (Tanya Roberts). Una vez que ambos hacen de la necesidad virtud, las
pesquisas llevan a Bond y Stacey, cuyo padre ha sido arruinado por Max Zorin, hacia
una mina de plata abandonada, situada en plena Falla de San Andrés. En
concreto, junto al Lago de idéntico nombre, anejo a la falla (la misma que
servía a los inicuos planes de Lex Luthor en Superman [íd., Richard Donner, 1978]). En
realidad, se trata de un sistema de fallas monumental que acaba en el golfo de
California.
Demasiado
tarde averigua la compañera y mujer de confianza de Zorin, May Day (Grace Jones),
que los psicópatas no quieren a nadie, salvo a sí mismos. El emocionante final
acontece en el que se suele considerar el emblema principal de la ciudad de San
Francisco. El hermoso y cinematográfico puente Golden Gate.
Panorama para matar es un buen
compendio de lo que vino siendo el personaje de James Bond interpretado por
Roger Moore. Ciertamente, no existe en la película un desarrollo argumental
novedoso, repitiéndose algunas de las estructuras narrativas vistas antes. Pero
es no quiere decir que la película sea insustancial. Ninguna película tan bien
hecha lo es. Al cúmulo de nuevos escenarios, se suma la antedicha partitura de
John Barry, que a mí siempre me causó, y me sigue causando, un indefinible
estado de nostalgia jubilosa, una exaltada melancolía. Gozosa por haber vivido
aquellos tiempos, en que el futuro y el mundo adulto y sus instituciones, parecían
tan radiantes y prometedores.
En otra
ocasión abordaremos otros títulos de la saga. Los relatos de James Bond siempre
tuvieron la excelencia de la visión de futuro. Para los espectadores de la
época, era sinónimo de aventuras, multiplicidad de escenarios atractivos y una
calculada acción. Solo me resta lamentar que los divertidos libros de memorias
de sir Roger Moore no se hayan
traducido al español, demostrando el escaso interés que el mundo editorial
continúa mostrando hacia determinadas figuras queridas del mundo del cine. Con notables
excepciones, claro está.
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