Para el sábado noche (CXXIX): El James Bond de Roger Moore (II): Solo para sus ojos, Octopussy y Panorama para matar, de John Glen

02 julio, 2023

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¿Se han fijado ustedes en esos videos tutoriales donde un lápiz o pincel va dibujando gráficos o figuras mientras se nos narra el contenido? Supongo que es una nueva manera de llamar la atención, de forma casi indefinida, a toda una generación (tenga la edad que tenga), que ya se ve incapaz de mantener la atención en un video, si no hay un movimiento que lo reclama de continuo. Y aunque los dibujos suelen ser bonitos e ingeniosos, uno no puede evitar pensar que algo muy importante se nos ha ido. Por ejemplo, el sosiego de contemplar una película de acción sin que nos cosan a tiros.

En el artículo dedicado a la primera parte de las adaptaciones de James Bond, protagonizadas por sir Roger Moore (1927-2017), hice mención a la capacidad de estas películas de ofrecer un resultado atractivo en el marco del género de acción, sin por ello perder la compostura (la planificación, el montaje, la música…), ya que no existía la necesidad de apelar al espectador cada cinco minutos. Jamás te perdías, y disfrutabas -por lo general- del conjunto.


También comentaba cómo 007, código por el que también es conocido el célebre agente secreto británico, estuvo casado. Con Teresa Bond (Diana Rigg), tan cual se nos narra en la novela y posterior adaptación Al servicio secreto de su Majestad (On Her Majesty’s Secret Service, 1963; RBA, 1999; Peter Hunt, 1969). Hasta que la muerte los separó.

Solo para sus ojos (For Your Eyes Only, United Artist, 1981) da comienzo cuando James Bond se haya ante la tumba de su fallecida esposa. En la lápida se lee la fecha 1943-1969. El agente es trasladado a Whitehall por helicóptero. Solo que este ha sido amañado y está teledirigido por el villano Blofeld (John Hollis), visto en algunas de las previas aventuras de 007. Bond no se amilana, despacha su imprevisto contratiempo por vía aérea, en un cúmulo de imágenes que unen a la espectacularidad de las escenas con especialista (realizadas sin ordenador), los inevitables insertos con transparencias (hoy día se hace igual, solo que la técnica ha mejorado: no así necesariamente el resto de componentes de una filmación, con frecuencia, sujetos al actual esquematismo narrativo). El resultado es indeleble para los espectadores que fuimos, en cualquier caso.

El reclamo en esta nueva aventura es el ATAC, un mecanismo de cifrado que por su morfología nos recuerda a la máquina Enigma. Se trata de un sistema transmisor para el lanzamiento de misiles. El problema surge desde el Ministerio de Defensa, donde el ministro responsable (Geoffrey Keen), y el jefe de personal del MI 6, Bill Tanner (James Villiers), urgen a recuperar el ingenio, hundido en el interior de un barco espía del MI6, el St. Georges, que ha resultado tocado y hundido por una mina de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), en el Mar Jónico, frente a las costas de Albania.

El actor que interpretaba a M, Bernard Lee (1908-1981), falleció poco antes de su intervención en esta nueva película, con lo que, en las siguientes, fue reemplazado por el igualmente sólido Robert Brown (1921-2003).


James Bond sigue la pista del asesino a sueldo Héctor González (Stefan Kalipha), que ha acabado con la vida del experto en antigüedades marinas y operaciones de rescate Timothy Havelock (Jack Hedley). El círculo de relaciones se estrecha cuando Bond conoce a la hija del fallecido, Melina Havelock (Carole Bouquet).


La película muestra una vistosa carencia al situar parte de la acción principal “a las afueras de un Madrid” que es lo más parecido a cualquier entorno rural pobretón (en realidad, la secuencia se filmó en Grecia, una de las localizaciones principales del relato). No sé si esto ha de ver con la auto-superioridad moral del anglosajón sobre los pueblos latinos, como ello nos llaman, o se trata de un despiste. Me cuesta creer que fuera por falta de presupuesto. El hecho es que las “afueras de Madrid” mostradas, pudiendo haber filmado en Madrid mismo, más parecen un poblacho bananero que uno de los hermosos rincones de la provincia (en los que se ha venido a rodar con cierta frecuencia). Ahora bien, si pasamos esta vergonzosa falla por alto, Solo para sus ojos se convierte en una película muy disfrutable.

Está la bienvenida e inesperada incorporación del Citröen 2CV al listado de vehículos Bond. Incluyendo la persecución del Citröen, cuando el estiloso Lotus Esprit de James Bond pasa a mejor vida de forma algo abrupta (por suerte, otro le aguarda a su llegada a Italia). Una persecución resuelta con bastante gracia, supervisada por el especialista Rémy Julienne (1930-2021). Y en efecto, la escena resulta divertida y eficaz. Una buena pieza de acción a la que se suma la persecución por la nieve en Cortina d’Ampezzo (Italia). El mismo escenario donde se situaba la inolvidable narración de La pantera rosa (The Pink Panther, Blake Edwards, 1963). La acción en las películas de James Bond es consustancial, con lo que también sobresale el posterior asalto al almacén de Ari Kristatos (Julian Glover) en Albania, y las envolventes escenas filmadas bajo el agua, a bordo del mini submarino Neptuno (diseñado por Peter Lamont [1929-2020]), capaz de acercar a los protagonistas a los entresijos del St. Georges, con objeto de recuperar el ATAC.


Por su parte, Melina escapa al rol de mero ligue. No es una de tantas mujeres conquistadas por James Bond, sino alguien que le ayuda a llevar a buen término su misión, y de paso, vengar la muerte de sus progenitores. Además, está la impulsiva joven que 007 echa de la cama, literalmente: la aspirante a campeona olímpica Bibi Dahl (Lynn-Holly Johnson). No es para menos, Bond no está para chiquilladas, aparte de que Bibi es la protegida del empresario Ari Kristatos, padrino o mecenas -hoy emplearían esa locución repelente de sugar daddy-, de la gimnasta, patinadora artística en la vida real.

Kristatos se haya en conflicto con su homólogo Milos Columbo (Topol), al que convertirá en un falso culpable. Un enfrentamiento que se dirime, en toda su extensión, a lo largo del tercio final de Solo para sus ojos, en la escalada al monasterio ortodoxo abandonado de San Cirilo (en realidad, el Monasterio de Agia Triada, en la llanura de Tesalia [Grecia]). Usado por Kristatos como base de operaciones. Estas últimas imágenes resultan espectaculares y confieren un toque muy especial a la acción, puesto que esta se impregna de un acusado suspense.

Escrita por Richard Maibaum (1909-1991) y Michael G. Wilson (1942), Solo para sus ojos es una estupenda continuación de la serie, dejando al margen la movida de la localización madrileña. El resto de las ambientaciones se sitúan en los bellos paisajes naturales de Cortina, como ya he referido, y Corfú, en Grecia. El decorador, como también he señalado, fue el excelente Peter Lamont, responsable, entre otras, de las películas previas de la saga. La música la compuso Bill Conti (1942), que entrega uno de sus mejores trabajos. Conti no suele ser citado cuando hacemos un repaso de nuestros compositores cinematográficos favoritos, pero lo cierto es que aquel año demostró su gran valía, completada con Evasión o Victoria (Escape or Victory, John Huston, 1981). No sería hasta 1984 cuando ganara el OSCAR por Elegidos para la gloria (The Right Stuff, Philip Kaufman, 1983).


De las tres películas que completan la filmografía de Roger Moore como James Bond, se hizo cargo el montador y director de la segunda unidad de los últimos títulos de la saga, John Glen (1932). Glen fue así mismo el responsable de las dos aventuras consiguientes, interpretadas por Timothy Dalton (1946), generalmente despreciadas -como las previas- por la crítica sesuda del momento, pero que, fuera de estigmas y prejuicios, se han venido revalorizado.

A los guionistas Maibaum y Wilson, que también se ocuparon al alimón de la última de las entregas que vamos a reseñar, se unió para Octopussy (íd., United Artist, 1983) el estupendo novelista George McDonald Fraser (1925-2008), que con su gracejo volvió a revestir de humor la película. Lo mismo que había hecho en sus adaptaciones, para mí ejemplares (por mucho que no se ajusten al pie de la letra del libro), de Los tres mosqueteros (The Three Musketeers, Richard Lester, 1973) y Los cuatro mosqueteros (The Four Musketeers, Richard Lester, 1974), e incluso de la menospreciada El guerrero rojo (Red Sonja, Richard Fleischer, 1985).


Gene Fanning (Douglas Wilmer), experto en arte del Foreign Office (el Ministerio de Exteriores), evalúa una reproducción perdida de uno de los huevos decorados de Peter Carl Fabergé (1846-1920), que ha traído consigo el agente 009 (Andy Bradford), antes de morir en cumplimiento del deber (no pudo evitar los consabidos puñales en la espalda), a su regreso de Berlín oriental. Estamos en 1983. Para los que no hayan vivido o desconozcan esta época, Alemania estaba dividida en dos mitades, por el Muro vergonzante de Berlín (1961-1989). La República Federal Alemana, occidental, y la República Democrática -o sea comunista- Alemana, oriental (una de esas ironías crueles con que se adornó la repelente ideología que más muertos ha causado sobre la faz de la tierra).

En estas arenas movedizas que son la zona soviética, continúa en su particular perestroika el general Gogol (Walter Gotell). Tratando de contener a los generales más díscolos de su politburó (también los hay sensatos). Entre los que destaca, por méritos propios, el general Orlov (Steven Berkoff), una (mala) suerte de Vladímir Putin (1952), con todo su bagaje de hijo de perra. Militarista antes que militar, y ofensivo antes que defensivo, Orlov ha organizado un tráfico ilegal de joyas con la ayuda del príncipe afgano exiliado en la India, Kamal Kahn (un selecto y elegante Louis Jourdan), y la bien intencionada empresaria (de marina mercante, hoteles y circos) Octopussy, apelativo dado por su padre, un famoso oceanógrafo. Un entramado que está dando paso a un “plan B”, del que Octopussy está excluida, y que consiste en provocar un incidente internacional (no revelaremos más).

Octopussy posee una casa-escuela en un suntuoso palacio flotante, y hace de protectora benevolente de muchas chicas descarriadas. Un espacio habitado tan solo por mujeres, donde pocos hombres se atreven a penetrar.


El Occidente está en decadencia, dividido, no tienen valor para arriesgarse a una represalia nuclear nuestra, argumenta Orlov. Descrito por Gogol como un demente. Llevará a la no extinta Unión Soviética (1922-1991…) a una crisis sin precedentes. Por fortuna para nosotros, abortada por nuestro agente secreto favorito en el último minuto (incluso segundo) de la trama. La de aprietos desconocidos que habremos sorteado los pobres europeos desde la Crisis de los Misiles (1962).


La pérdida de la réplica de Fabergé hace necesaria la recuperación del original para los contrabandistas de joyas. Se subasta en Sotheby’s. La famosa galería de Londres, con sucursales en otros rincones del mundo. Por él puja Kamal Kahn, acompañado por la perspicaz Magda (Kristina Wayborn).

Una vez más, vuelve a hacer acto de presencia ese fino sentido del humor afín a la serie Bond, especialmente en la etapa de Roger Moore. Ahí está el pulpo venenoso que se adhiere como si fuera un alien, o el cocodrilo-móvil para desplazarse por las aguas del Ganges. Además, los guionistas incorporan una auto-cita cuando el tema musical de James Bond, compuesto por Monty Norman (1928-2022), suena como melodía de un encantador de serpientes en la India. Se trata del enlace Vijay (Vijay Amritraj), que trabaja para el jefe de sección Sadruddin (Albert Moses).

007 no tarda en presentarse ante Kamal. Dirimen sus primeras diferencias en la mesa de juego. Kamal no solo está escoltado por la pizpireta y eficiente Magda, sino por el guardaespaldas y lugarteniente Gobinda (Kabir Bedi, que recientemente ha publicado sus memorias en español, Historias que debo contar [Amok Ediciones, 2023]. En ellas da cuenta de su contento ante esta intervención cinematográfica, aunque echamos de menos que nos narrara más anécdotas de la filmación, o de Ashanti Ébano [Ashanti, Richard Fleischer, 1979]).

Kamal es un villano refinado y metódico, como demuestra la cena dispuesta en su palacio Monsoon. No sé si Steven Spielberg (1946) se inspiró en ella para su Indiana Jones y el templo maldito (Indiana Jones and the Temple of Doom, Paramount, 1984). Lo que sí está claro es que tomó prestada la de 20.000 leguas de viaje submarino (20.000 Leagues under the Sea, Walt Disney Productions, 1954), del citado Richard Fleischer (1916-2006).


El palacio de Kamal es escenario de una buena secuencia de intriga, cuando James Bond anda tras la pista de los tejemanejes de su anfitrión y carcelero con Orlov. Inspeccionando el palacio, 007 vislumbra los planes de sus oponentes, pero aún no posee todas las piezas del rompecabezas. Del palacio-prisión escapa como el conde de Montecristo, antes de convertirse en cebo de toda una cacería humana. Con todos los pertrechos. Bond se verá en parecida situación cuando se enfrente a los gemelos del cuchillo (David y Tony Meyer), que han sido comprados por Orlov. Las duplicidades no acaban aquí. Existen sendos vagones de tren gemelos, que cobran una señera importancia.

Al contrario de la Anya de La espía que me amó (The Spy Who Loved Me, Lewis Gilbert, 1977), al menos en un principio, Octopussy le está agradecida al agente por el hecho de haber ofrecido a su padre, antiguo funcionario del MI 6, la oportunidad de una salida honrosa, tras efectuar un desfalco. Esto, pese a haber acabado con la vida de esta persona. A Octopussy solo le interesan sus negocios, y de forma ocasional y aventurera, el matute de las joyas afanadas.

Personalmente, la película me gusta mucho desde que la vi (fecha de su estreno). El último tercio es especialmente adrenalítico. Como apuntaba con atino el gran Alfred Hitchcock (1899-1980), en su famosa entrevista con François Truffaut (1932-1984), el suspense consiste en que el espectador sepa que existe una bomba. Los guionistas y el realizador saben llevar este axioma a buen puerto.


La última película de James Bond protagonizada por Roger Moore fue Panorama para matar (A View to a Kill, John Glen, 1985). Cuya secuencia de apertura espectacular nos remite al inicio de La espía que me amó. Esta vez, en las procelosas nieves de Siberia (Unión Soviética). James Bond rescata del cuerpo de 003, en esta región desolada, un objeto singular. Estamos en los años ochenta, el chip ya es parte esencial de toda computadora magnética, como recuerda Q (Desmond Llewelyn). Y precisamente, en uno de los bolsillos de 003, 007 ha hallado un nuevo chip, insensible a los daños del pulso magnético. Tales como los de un posible desastre nuclear. Lo que ha de ver con los sistemas de defensa de los distintos países. Una multinacional anglo-francesa, Industrias Zorin, se presenta como la única pista, al ser la encargada de su elaboración y distribución.


El empresario Max Zorin (Christopher Walken) es de procedencia alemana, y curiosamente, no profesa un excesivo entusiasmo por la disciplina comunista, a la que perteneció. Suele ocurrir. Por desgracia, Zorin resulta ser un psicópata de tomo y lomo. Uno de esos villanos impagables resueltos a cambiar la faz del mundo, a su imagen y semejanza. En su pasado alemán destaca la presencia del médico Carl Mortner (Willoughby Gray), un gran experimentador con esteroides. Y otros aspectos colaterales, de los que Zorin, como buen “niño del Brasil”, ha formado y sigue formando parte.

007 entra en contacto visual con el incipiente empresario, una de esas fortunas relámpago a la sombra del Valle de la Silicona, en el derbi de Ascot (Berkshire, Inglaterra). Con todas sus damas y sombreros estrafalarios. Y el potro de Zorin, Pegasus. Allí, James Bond también se relaciona con el entrenador de caballos de carreras sir Godfrey Tibbet (Patrick MacNee), uno de los colaboradores del MI 6. Sir Godfrey se verá obligado a actuar de valet de chambre de 007, dadas las circunstancias, cuando el agente encubierto acuda a las posesiones principescas de Max Zorin (lo más parecido a la villa de Hugo Drax en Moonraker [íd., Lewis Gilbert, 1979]). Todo un escenario monumental (el Château de Chantilly, en Francia).

Esto sucede tras la visita de James Bond a la capital francesa, París, donde se entrevista con el detective privado Achille Aubergine (Jean Rougerie), en pleno restaurante de la Torre Eiffel (cuando estuve allí me complació contemplar fotos de la película). Otro toque de humor que añadir a la saga, dado que el detective semeja a un paródico y pagado de sí mismo Hércules Poirot.

Es notable la inspección a las cuadras de Pegasus, y el descubrimiento de otros recovecos sorprendentes. Allí se halla el secreto de un monopolio internacional que controlaría -como sucede con el medio ambiente en la actualidad- toda la producción y distribución de microchips, frente al referido Valle de la Silicona (San Francisco, EEUU); término acuñado en 1971, y centro de la producción electrónica e innovación tecnológica de Norteamérica.


A la estimulante San Francisco se encamina James Bond, en pos de los planes de Zorin. Su enlace para la ocasión –casi siempre funesta-, será el agente Chuck Lee (David Yip), de la CIA. La investigación y el suspense prosiguen, aupadas por la excelente partitura de John Barry (1933-2011), inspeccionando la estación de bombeo de la Zorin Oil. Y algún interregno con la espía rusa Pola Ivanova (Fiona Fullerton). Al contrario de lo que va a acontecer con la protagonista principal femenina, aquí sí estamos ante otro de los reposos del guerrero. Los rusos se hayan en plena distensión gorvachoviana, en todos los sentidos, vertical y horizontal. También ellos le tienen el ojo echado al díscolo Zorin (como Gogol hiciera con Orlov en la película anterior). El general Gogol le llega a espetar a Zorin que nadie escapa a la KGB.


En efecto, Max Zorin fue uno de ellos, hasta que decidió establecerse por su cuenta (y riesgo). Pero no hay cuidado, Bond se la saber dar con queso también a los soviéticos. Solo tres días restan para que acontezca el maquiavélico plan de Zorin, llamado Mainstrike (traducido como Hallazgo Principal). En él parece involucrado, al menos de forma indirecta, el Departamento de Geología y Minas de San Francisco. Donde trabaja como geóloga del Estado Stacey Sutton (Tanya Roberts). Una vez que ambos hacen de la necesidad virtud, las pesquisas llevan a Bond y Stacey, cuyo padre ha sido arruinado por Max Zorin, hacia una mina de plata abandonada, situada en plena Falla de San Andrés. En concreto, junto al Lago de idéntico nombre, anejo a la falla (la misma que servía a los inicuos planes de Lex Luthor en Superman [íd., Richard Donner, 1978]). En realidad, se trata de un sistema de fallas monumental que acaba en el golfo de California.


Demasiado tarde averigua la compañera y mujer de confianza de Zorin, May Day (Grace Jones), que los psicópatas no quieren a nadie, salvo a sí mismos. El emocionante final acontece en el que se suele considerar el emblema principal de la ciudad de San Francisco. El hermoso y cinematográfico puente Golden Gate.


Panorama para matar es un buen compendio de lo que vino siendo el personaje de James Bond interpretado por Roger Moore. Ciertamente, no existe en la película un desarrollo argumental novedoso, repitiéndose algunas de las estructuras narrativas vistas antes. Pero es no quiere decir que la película sea insustancial. Ninguna película tan bien hecha lo es. Al cúmulo de nuevos escenarios, se suma la antedicha partitura de John Barry, que a mí siempre me causó, y me sigue causando, un indefinible estado de nostalgia jubilosa, una exaltada melancolía. Gozosa por haber vivido aquellos tiempos, en que el futuro y el mundo adulto y sus instituciones, parecían tan radiantes y prometedores.

En otra ocasión abordaremos otros títulos de la saga. Los relatos de James Bond siempre tuvieron la excelencia de la visión de futuro. Para los espectadores de la época, era sinónimo de aventuras, multiplicidad de escenarios atractivos y una calculada acción. Solo me resta lamentar que los divertidos libros de memorias de sir Roger Moore no se hayan traducido al español, demostrando el escaso interés que el mundo editorial continúa mostrando hacia determinadas figuras queridas del mundo del cine. Con notables excepciones, claro está.



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