Abordábamos
estos días el ciclo de James Bond interpretado por Roger Moore (1927-2017). Por
dos motivos. Porque -si me lo permiten- corresponde con mi infancia y
adolescencia (la tierra tira mucho),
y porque por lo general ha sido menospreciado. Creo haber dejado las cosas en
su justo lugar, valorando la intervención de Moore.
Por supuesto que también guardo muy buenos recuerdos del Bond personificado por el que, para la mayoría, ha constituido la quintaesencia del personaje, Sean Connery (1930-2020); disfrutado igualmente en los años ochenta, en formato de video doméstico (ahora ya dispongo de una pantalla digna de ese nombre, en la que se dan la mano el tiempo y el espacio). En un futuro, que deseo no lejano, retomaré este ciclo fundacional. De momento, lo que sí me gustaría es conmemorar el broche de oro de Connery como agente 007 en Nunca digas nunca jamás (Never Say Never Again, Warner Bros., 1983), dirigida por el laboralmente irregular, pero siempre apreciable, Irvin Kershner (1923-2010).
Como los aficionados a la saga conocen, el título de esta última entrega protagonizada por el actor escocés se debió a su renuncia, enmendada por la presente película, de volver a interpretar a James Bond. La circunstancia es bastante común entre actores. Ellos quieren interpretar a cuántos más personajes mejor, y lo más variados posible. Le sucedió al emblemático Leonard Nimoy (1931-2015) con su indeleble Spock, o a escritores de la categoría de Arthur Conan Doyle (1859-1930) y Agatha Christie (1890-1976), respecto a sus más bienvenidas creaciones. Puedo comprender su postura, aunque siempre me ha sorprendido el hecho de querer desprenderse, a veces con cajas destempladas, de aquello que te ha proporcionado la popularidad y ha sido celebrado por miles de lectores o espectadores. El ser recordado por un personaje en concreto, tal y como están los tiempos memorísticos de usar y tirar, puede parecer injusto para un actor, pero semeja la forma más hermosa y digna de pasar a una posteridad cada vez más frágil y mermada. En cualquier caso, los que nos hemos interesado por Cervantes (1547-1616) o Galdós (1843-1920), no hemos limitado nuestras lecturas al Quijote (1605-1615) y Fortunata y Jacinta (1887), por citar dos obras imprescindibles. Más que nunca, el leer o contemplar determinadas obras de arte, se ha convertido en una actitud de rabiosa personalidad, debido a que existen más distracciones y ofertas que nunca (con ello no quiero decir que todas ellas compartan un mismo nivel cualitativo).
Sea como fuere, Sean Connery volvió a ponerse, como se suele decir, en la piel, curtida aunque vivaz, del agente con licencia para liquidar inconvenientes creado por Ian Fleming (1908-1964). Pero no de cualquier manera. Los derechos de explotación (novelística y cinematográfica) seguían en poder de los productores ingleses Albert Broccoli (1909-1996) y, tras la despedida de Harry Saltzman (1915-1994), Michael G. Wilson (1942). Con una excepción. El argumento de Operación Trueno (Thunderball, 1961; United Artist, 1965), se hallaba, tras una disputa legal, en manos de uno de los guionistas de la adaptación de 1965, el irlandés Kevin McGlory (1926-2006), que a su vez pasó el proyecto de una nueva versión -una vez involucrado el actor- al productor independiente Jack Schwartzman (1932-1994).
El nuevo guión fue elaborado por Lorenzo Semple Jr. (1923-2014), firmante como co autor o en solitario, de títulos tan sensacionales como El último testigo (The Parallax View, Alan J. Pakula, 1974), Con el agua al cuello (The Drowning Pool, Stuart Rosenberg, 1975) o Los tres días del Cóndor (Three Days of the Condor, Sydney Pollack, 1975). La película contó además con la fotografía del gran Douglas Slocombe (1913-2016), responsable, entre otras, de la trilogía inicial de Indiana Jones. Mención especial merece la partitura, calculadamente distorsionada, del espléndido Michel Legrand (1932-2019), entre cuyo plantel de músicos distinguimos el nombre de Herb Alpert (1935), que ya en su día había intervenido en la estupenda partitura de Burt Bacharach (1928-2023) para Casino Royale (íd., John Huston et alii, 1967). Una composición la de Legrand disconforme y de una sonoridad desasosegante. La pesadilla que se muerde la cola. Pero con un tema vocal central sin duda digno de figurar en los anales sonoros de 007. Esto, el mismo año que el compositor francés entregaba esa maravilla que es la música de Yentl (íd., Barbra Streisand, 1983).
Tras una misión que, diríamos, juega con el punto de vista del espectador, a modo de alegoría de la propia esencia cinematográfica (esto es, realidad por ficción), nos reencontramos con James Bond. Por consejo de sus superiores, este ha de someterse a un “reajuste” físico, con lo que Bond trata de hacer una “cura de rejuvenecimiento” poniéndose en forma en una casa de salud campestre. ¿Quiere esto decir que los años de los cócteles batidos pero no agitados, la degustación de féminas o el caviar, han pasado a mejor vida? Ni por asomo (Dios sea loado).
Tales intenciones saludables son como el núcleo dramático que se va a desarrollar dentro de la clínica: un simulacro. 007 no las cumple a rajatabla. Una impostura sarcástica que el baqueteado agente trata de sobrellevar con fino humor, frente a una operación de enmascaramiento que va a tener en jaque a las principales potencias. El complot ha sido ideado por SPECTRA, una organización definida por su propio líder, el villano Blofeld (Max Von Sydow), como dedicada al terrorismo, la venganza y la extorsión. Demostrando que la realidad es más apasionante que las simulaciones, tal y como da a entender 007 a sus quisquillosos jefes. He pasado mucho tiempo ensayando, no practicando, se queja. Es la vida lo que te pone a prueba. Es decir, la acción.
De este modo, James Bond entra en esta nueva aventura por mero azar, pese a estar apartado, al compartir el mismo espacio que los conspiradores, el sanatorio Rutland. El objetivo de su estancia allí es, como queda dicho, rehabilitarle y reeducarle en los beneficios de una alimentación sana y equilibrada (por suerte no lo convierten en vegano a la fuerza). Como contraindicación, tal planteamiento curativo provoca a 007 un severo desequilibrio en cuerpo y espíritu. Tan inevitable como es a veces contar con un superior pejiguera y obtuso (M), pese a ser interpretado por el gran actor Edward Fox (1937). Al punto que habrá de ser el Secretario de Asuntos Extranjeros, lord Ambrose (el excelente Anthony Sharp [1915-1984], de intervención breve pero bienhallada), quien lo llame al orden, para que haga intervenir a los agentes doble cero en la crisis que se plantea. SPECTRA vende tanto a las fuerzas rebeldes de rigor como a los gobiernos supuestamente legítimos. Armas y misiles. Y en esta tesitura, un oficial de las fuerzas armadas estadounidenses llamado Jack Petachi (Gavan O’Herlihy), ha sido captado y, como Bond, “reajustado” (en su caso, con éxito), para ser parte integral e imprescindible de un maquiavélico plan, donde una vez más, la tecnología cobra gran importancia narrativa.
Decía que Petachi resulta imprescindible, pero por eso mismo, prescindible, al firmar esta primera circunstancia su sentencia de muerte. Es la ley de los criminales, matar a los asesinos (tontos útiles, compañeros de viaje o cabezas de turco). La maniobra terrorista se denomina Las lágrimas de Alá, por motivos que son explicados sobradamente, y cuyo pilar consiste en la extorsión y siembra de terror por vía de la ubicación de dos artefactos nucleares prestos a estallar en lugares desconocidos, en el momento justo (en que no se produzca el pago). Dos misiles crucero equipados con sendas cabezas termonucleares que han sido sustraídos de una base militar en toda regla. De forma harto ingeniosa, a la alteración del curso de ambos misiles le ha echado un ojo Jack Petachi, cuando se pretendía un vuelo de prueba (otra simulación). Al mando de esta operación morrocotuda está Nº 1, es decir, Maximillian Largo (un formidable Klaus Maria Brandauer), seguido muy de cerca por su acólita y mujer de confianza, Nº 12, Fátima Blush (Bárbara Carrera). La simpática actriz (que recuerdo muy bien en el programa Un día es un día de Ángel Casas [1946-2022], para RTVE, 1990), otorga a Fátima una acusada carga de sádica y enajenada profundidad, que reviste al personaje tanto como sus llamativos atuendos. La nº. 1 en mis memorias, ironiza ante ella James Bond, antes de zanjar su explosiva relación. Respecto a Largo, se trata de un peligroso y sibilino maniaco, industrial y filántropo –suele ocurrir-, proveniente de Bucarest, Rumanía. Se le ve venir precisamente porque nunca se le ve venir.
En cuanto al escenario de la trama, uno de los principales reside en Nassau, las Bahamas. Allí, Nigel Fawcett (Rowan Atkinson) es el enlace de Bond en la Embajada Británica. Correrá mejor suerte que Nicole (Saskia Cohen), que ha de vérselas con Fátima, en clara desventaja. Townsend no es más que un novato, para colmo tartamudo, señalando su inexperiencia, y reforzando el carácter cómico del personaje, interpretado por quien ya apuntaba maneras. De las Bahamas, en pleno Caribe, la acción se traslada al sur de Francia, en Niza, donde Bond es recibido por su colega Félix Leiter (Bernie Casey), de la CIA, y por la agente 326, la referida Nicole.
Visualmente sobresalen otros elementos, como el logotipo con la bandera amarilla y negra que identifica a los miembros involucrados en SPECTRA (aún sin saberlo). O el empleo de un transmisor adosado a una botella de oxígeno. También el magnífico juego de planos con una de las bombas, cuando esta es robada. Llama particularmente la atención el escenario de esa fortaleza habitada por buitres, que se sitúa en Palmira, Siria, al norte de África.
James Bond prosiguió su camino, aunque para mi gusto, ajustándose a un tiempo cinematográfico excesivamente digitalizado, perdiendo su esencia aventurera e incluso el compromiso fantástico, bajo un manto de realismo extremo. No está de más la variedad, pero los cimientos siguen siendo insustituibles.
Escrito por Javier Comino Aguilera
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