Oppenheimer, de Kai Bird y Martin J. Sherwin, y adaptación de Christopher Nolan

26 julio, 2023

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Portentosa biografía la de Robert Oppenheimer (1904-1967), el científico que luchó contra sí mismo y las élites del poder, tras haber descubierto la bomba atómica y estar en ciernes la de hidrógeno, y que con su voluntarismo nos mostró las claves éticas del futuro tras haber sido vulneradas, no solo por su persona.

Premio Pulitzer en el apartado de biografías, Oppenheimer, Prometeo americano (American Prometheus, the Triumph and Tragedy of Robert J. Oppenheimer, 2005; Debate, 2023), de los historiadores Kai Bird (1951) y Martin J. Sherwin (1937-2021), es un libro que me interesó leer a comienzos de este año, por distintos motivos. En primer lugar, por constituir un friso de la primera mitad de una época sumamente interesante y efervescente, donde ciencia y moral iban a tener sus encuentros y desencuentros; en segundo, por ser un ensayo de la vida, apenas conocida, de su protagonista. Uno de los nombres del siglo XX. Y en tercero, por tener noticia de una adaptación cinematográfica a las puertas.


El libro es exhaustivo como experiencia vital e histórica. El desarrollo de la energía atómica no fue ni es asunto baladí. Por mucho que su comprensión, o falta de ella, haya derivado en una demonización de las ramas más constructivas de su empleo. Aprovecho para recomendar, a quienes estén verdaderamente interesados en la argumentación, los volúmenes Nucleares, sí, por favor (Deusto, 2023), del doctor en física nuclear Manuel Fernández Ordóñez (-), y El futuro fósil (Fossil Future, 2022, Deusto, 2023), de Alex Epstein (1980). Editorial espléndida donde las haya, por cierto.

Toda personalidad es compleja. La de usted, la mía. La de Robert Oppenheimer se lleva la palma. Pero ni más ni menos que la de otros diseñadores del pasado siglo XX. Otra cosa son los logros, entre los cuales destacan aspectos muy positivos, como veremos a continuación.
 
La mecánica cuántica parece estudiar lo que, en teoría, no debería existir y, sin embargo, existe. Lo único que sabemos es que, de momento, funciona. Como la astrología (aún a riesgo de ofender a los ofendidos natos), no se puede constreñir a un laboratorio. Es pura magia. Que a veces se convierte en realidad.

Así es esta ciencia. La teoría va por delante de una práctica que nos la confirma como verdadera. Nos demuestra que la naturaleza, lejos de ser absurda o regida por el mero azar, idea que molestaba tanto al otro gran Albert de esta encrucijada, Einstein (1879-1955) (capítulo V), se organiza por Dios sabe quién, dentro de un aparente desorden. Algo con apariencia de caos la configura.

Imágenes de la película
Físico teórico más que experimental o de laboratorio, ganado para la ciencia merced a la dualidad onda-partícula (VI), Robert J. Oppenheimer fue una de esas personas con un imponente dominio de su -naciente- materia de estudio, y una inusitada capacidad para saber transmitirla en el aula. Pese a lo cual, Oppenheimer consideraba que fui un profesor muy difícil (íd.). Versado en clásicos hindúes y en poesía, tan educado y cortés como impertinente, de carácter tan inquisitivo como asocial, portador de ideas brillantes y cálculos indisciplinados, Robert apenas se dejó comprender fuera de su íntimo círculo de afinidad académica, en el que se encontraba su hermano menor Frank (1912-1985), así mismo, físico de partículas. Tras una grave crisis emocional en 1926, antes de partir a Zurich para completar sus estudios, siendo alumno de Harvard (Cambridge, Massachusetts), envenenó la manzana de uno de sus maestros, en un arrebato de enfurruñamiento. De niño, según testimonio recogido por los autores, Oppenheimer fue encerrado en la nevera de un campamento. En cuanto a sus relaciones femeninas, devienen escuálidas, y traumáticas cuando se afianzan. Judío de educación liberal en la Escuela de Cultura Ética de Nueva York (I), de familia acomodada pero forjada a sí misma, Oppenheimer no podía consentir que otros supieran más que él. Lo que, salvando las distancias, entiendo perfectamente. Mis dos grandes amores son la física y Nuevo México (VI), un lugar en el que, ciertamente, pasaría gran parte de su vida, con su hermano y sus más íntimos amigos (Lawrence).

Los principios básicos de la comunicación parecían serle totalmente ajenos, pero jamás se aprovechaba del trabajo de sus alumnos u otros colegas, como si hacían otros (íd.). Esto es, jamás tomó cosas de aquí y allá que asumiera como propias.


Tras su regreso de una Europa cada vez más convulsionada (qué cosa más rara), Robert Oppenheimer es acogido como profesor en Berkeley (California), siendo colega de Ernest O. Lawrence (1901-1958), inventor del primer acelerador de partículas o Ciclotrón, y Premio Nobel de Física en 1939. Tirando del hilo de Paul Dirac (1902-1984), otro Nobel de 1933, Robert predice el positrón (VI), contraparte positiva del electrón; la antimateria demostrada teóricamente por Carl Anderson (1905-1991), en 1932. Siempre captaba la esencia de la cuestión, que después no pulía (íd.). En aquel momento, físicos de todo el mundo competían por resolver los mismos misterios. Pero Oppie, como lo apodaban sus alumnos y allegados, no tenía la paciencia para dedicarse a un problema durante mucho tiempo (íd.). Junto a su pupilo Hartland Snyder (1913-1962), predice la existencia de un agujero negro tras la implosión de una estrella de neutrones (enana blanca, dos a tres veces la masa de nuestro sol). Era una persona con gran capacidad de síntesis y capaz de expresarse con rigurosa y, a veces, cortante claridad. Está todo en su carta natal (disculpen la digresión): signo solar en Tauro, ascendente Géminis, luna en Cáncer, con Neptuno en casa uno, Júpiter (y Venus) en la once, y Mercurio y Plutón en la doce. Cuarta, quinta y sexta vacías, a expensas de los tránsitos. Ilustrativa radiografía para observar con detenimiento.

Por aquellos años de plena inmersión académica, Oppenheimer ya pensaba que solo mediante la disciplina es posible ver el mundo sin la vulgar distorsión del deseo personal (VII). Lo cual dice mucho de lo que van a ser sus compromisos emocionales con los demás, de cara a un trabajo que siempre debía ser lo primero. No obstante su filiación con la literatura, caso de Yeats (1865-1939) o Eliot (1888-1965; en la película lo descubrimos con un ejemplar de La tierra baldía [The Waste Land, 1922; Cátedra, letras universales, 2005, Lumen, 2022]), a sus veintiocho años, Oppie parecía ya buscar un desapego de lo terrenal. No buscaba escapar al más puro reino espiritual. No buscaba una religión, según los autores. Pero es que ambas facetas no tienen por qué ser lo mismo. De modo que yo sí creo que pudiera buscar su encuentro con lo espiritual, deslindado de lo confesional. Pese a formar parte de una religión estructurada y consolidada, la hebrea, Oppie supo ver la diferencia entre esa espiritualidad y la vertiente eclesiástica; incluso cuando abandona unas ataduras políticas que parecían tan fundamentales. Espiritualidad donde el libre albedrío y el karma, la predestinación, parecen contraponerse. Lo que puede ocurrir si no se saben integrar ambos parámetros. Como ya he expuesto en multitud de ocasiones, ambos no son polos opuestos, sino complementarios, aunque parezcan excluirse.

Esto explica el hecho de que pese a relacionarse con individuos de un determinado condicionamiento ideológico, él no era ningún activista político (VII).


El posicionamiento izquierdista se produce cuando Oppenheimer conoce a la estudiante Jean Tatlock (1914-1944), interpretada en la película por Florence Pugh (1996). Advenimiento tan bienintencionado y desinformado como cabía esperar. La visión de la guerra en España (1936-1939), concentrada en un párrafo supuestamente sincrético, es de lo más superflua. Aun así, no se ha podido demostrar que Oppie se afiliara al partido comunista (IX y XXV). Frente a quienes se muestran dispuestos a justificar la escisión de toda una nación bajo las siglas de esa ideología izquierdista, los autores señalan de Oppenheimer que era imposible malinterpretar el intenso amor que sentía por su país (V).

Verbigracia. El veinticuatro de agosto de 1939, la Unión Soviética firmó un pacto de no agresión con la Alemania nazi (Mólotov-Ribbentrop), lo que descolocó a un buen número de simpatizantes comunistas. Las opiniones de Oppenheimer continuaron evolucionando debido a las desastrosas noticias de la guerra. Robert siempre quiso ser libre para pensar por sí mismo (X). Esto le salvó, a pesar de su particular vía crucis.

Tras la inevitable ruptura con la ciclotímica Jean, en 1939, el científico inicia otra controvertida relación con Katherine Kitty Harrison (1910-1972), de ascendencia aristocrática (como muchos comunistas) (XI). Más tarde, Robert inicia una relación adúltera (por ambas partes) con Ruth Tolman (1893-1957) (XXVI).

Entre tanto, Oppenheimer se había transformado a sí mismo mediante el trabajo (XIII). Había pasado de ser un científico prodigio de carácter difícil, a un líder intelectual carismático y refinado (íd.). En junio de 1941, la administración Roosevelt (1882-1945), creó la Agencia de Investigación y Desarrollo Científico para enrolar a la ciencia en propósitos militares. La experiencia intelectual fue inolvidable, en palabras de Hans Bethe (1906-2005) (íd.), Nobel de Física en 1967, el mismo año que falleció Oppenheimer, que nunca fue laureado con esta distinción. De forma paulatina, Robert Oppenheimer iba cortando lazos con el comunismo. No quiero que nada interfiera en mi utilidad para la nación (íd.).


Finalmente, en octubre de 1942, el ya reconocido físico es nombrado director del Proyecto Manhattan, por mediación del general Leslie Groves (1896-1970). Con Groves le unió un recelo inicial, que muy pronto se convirtió en un calculado respeto mutuo. A ojos del general Groves, la ambición personal de Oppenheimer garantizaba su lealtad (XVII).

Para conseguir el éxito, Oppenheimer tuvo que rehacer una parte significativa de su personalidad (XV). Las instalaciones de Los Álamos (Nuevo México) comienzan a ser operativas en marzo de 1943. Openheimer estaba muy empapado de tradicionalismo estadounidense (los versados recuerden el signo solar). Pronto cambió radicalismo por patriotismo (íd.).

La intención era construir el arma antes de que lo hicieran los nazis. Incluso se pensó en la conveniencia de secuestrar a Werner Heisenberg (1901-1976), el colega alemán que ayudaba a los nazis (íd.). Sometido a estrecha vigilancia física y electrónica (XVI), Oppie no quería a ningún miembro reciente del partido comunista trabajando en el proyecto, que a estas alturas, y como ya hemos constatado, consideraba un compromiso semejante al religioso (XVII), que había que elidir.

La posterior realización cinematográfica recoge algunos de los capítulos íntimos de la vida de Oppenheimer, que se entrecruzan con los acontecimientos históricos que andan en construcción. Lo que incluye a una Kitty que ha comenzado a darse a la bebida (XIX), la llegada del venerado Niels Bohr (1885-1962) a Los Álamos, en diciembre de 1943 (XX), o el descubrimiento tardío de dos espías pro-soviéticos en el interior del complejo (XXI). Tras la guerra en Europa, se plantea la viabilidad ética de usar la bomba contra los japoneses. En consecuencia, se establece el debido debate científico-militar sobre el empleo del mecanismo explosivo y sus implicaciones posbélicas. Lejos de su posicionamiento final, Oppie atrae al venerado general George Marshall (1880-1959) hasta su punto de vista (XXII). Conviene tener en cuenta que Rusia tenía previsto declarar la guerra a Japón en agosto de 1945 (íd.). De este modo, acontece la esperada pero temible prueba de la bomba en Alamogordo (Nuevo México), llamada Trinity por Oppenheimer (en el hinduismo, el inicio creador, el final destructivo, y el principio defensivo, personificados por Brahma, Shiva y Vishnu, respectivamente).


Estallan las dos bombas atómicas (XXIII). Pero el científico no podrá volver a ser el mismo. Como recoge la tensa reunión entre Oppenheimer y el presidente Harry Truman (1884-1972) (XXIV), en capítulo reproducido en la película, estando el presidente interpretado por Gary Oldman (1958). Con su levantisca vulnerabilidad, el mismo servirá a sus enemigos la oportunidad de acabar con él (íd.).

Siempre había tomado un camino individualista, que el F.B.I., con Hoover (1895-1972) a la cabeza, trata de desacreditar (XXV). Aunque para lealtad, la de Ann Wilson (-), secretaria de Oppenheimer en Los Álamos, que se niega a facilitar información al F.B.I. a través de un amigo de la familia y antiguo profesor, el sacerdote John O’Brian (-).

Detona la cuarta bomba, sobre el Atolón de Bikini (Islas Marshall, Micronesia) (XXV). La actitud de Oppenheimer respecto a la Unión Soviética va a seguir la trayectoria general de la Guerra Fría (XXVI).

Pero la vida sigue. En Princeton, Nueva Jersey. En concreto, en el Instituto Fuld Hall, donde se respiraba un aire distinto al de Berkeley y San Francisco, ciudades más liberales (XXVII). En junio de 1946, Johnny von Neumann (1903-1957) empieza a construir un ordenador de alta velocidad en la sala de calderas de Fuld Hall. Oppie tenía opiniones encontradas sobre el ordenador (íd.). Él y von Neumann presentan el invento al público en junio de 1952. Pese a todo, Oppie consideraba esencial que el instituto acogiera tanto ciencias como humanidades (el nombrado T. S. Eliot, Arnold Toynbee [1889-1975] o Isaiah Berlin [1909-1997]…). Allí Einstein desarrollaba la Teoría de Campos Unificada con objeto de sustituir las “incoherencias” de la física cuántica, es decir, frente al Principio de Incertidumbre establecido por Heisenberg (que era lo que le molestaba de esta teoría). Como físicos, Oppie y Einstein discrepaban. Como humanistas, eran aliados (íd.).

Así llegamos ante el Comité de Actividades Norteamericanas, donde se patentiza la enemistad entre Robert Oppenheimer y Lewis Strauss (1896-1974), presidente de la Junta Directiva del Instituto de Princeton, del que Oppie era director de Estudios Avanzados (XXVIII) (nombrado por Strauss). Comenzada la funesta caza de brujas del macartismo, Frank, el hermano, se ve obligado a trabajar como ganadero en el rancho de Nuevo México.

La detonación de la bomba soviética, el veintinueve de agosto de 1949, pone de nuevo sobre el tapete, lejos ya de la teoría, la posibilidad de una Guerra Fría bajo el signo nuclear, y por consiguiente, el desarrollo de la temida bomba H, termonuclear (XXX).

Oppenheimer se enfrenta a esta posibilidad, lo que no es óbice para que, en los últimos años de su vida, sea homenajeado como la gran figura científica que fue.


Respecto a la adaptación cinematográfica, emprendida por el sobrevalorado Christopher Nolan (1970), varias cosas quisiera señalar. Durante la primera hora, Oppenheimer (íd., Universal, 2023), cuenta de forma muy acusada con algunos de los tics más caros al cine actual (que no moderno). No en vano, cuando se ha de recurrir a la alteración lineal de la narrativa, algo a lo que Nolan es excesivamente aficionado, habiendo encontrado en ello, parece ser, su principal recurso narrativo y cinematográfico, como medio de hacer interesante la historia que se tiene entre manos, es como si no te tuviera confianza en el material con que se cuenta. Algo atribuible al propio realizador, puesto que firma el guión además de la realización. Y Nolan no es precisamente Joseph Mankiewicz (1909-1993). Sus diálogos son secos e informativos.

Esa es la impresión que da Oppenheimer. Al fraccionamiento temporal -insisto que sin venir a cuento: el procedimiento no es malo en sí mismo, pero da la impresión de ser la única distinción y apuntalamiento expositivo con que algunos cineastas cuentan hoy en día-, se suman los insertos a modo de flashes de electrones o lo que sea, molestísimos, porque nada aportan al entramado o personalidad del protagonista, y más parecen programadas llamadas de atención visuales y sonoras, para que el espectador no se aburra y saque el móvil. Tampoco puedo entender la aleatoria alternancia de la fotografía en color y el blanco y negro. ¿Se va a perder el público contemporáneo sin el empleo de tales recursos? La verdad es que no lo sé.


Por otro lado, la película es bastante fiel al libro, y a pesar de su longitud, se las apaña bien para sintetizar, a veces de forma demasiado somera, por medio de una sola imagen o escena, algunos de los capítulos biográficos y emocionales recogidos en la nutrida biografía. Pese a lo expuesto, la película se reconstruye, a mi modo de ver, a partir de una primera hora balbuciente. Cuando toma cuerpo el suspense del interrogatorio en paralelo, de Oppenheimer, por los acólitos de la Casa Blanca y el F.B.I., y el de su rival, el profesor Lewis Strauss (un espléndido Robert Downey Jr.), ante el Senado de los EEUU, cuando se postula como miembro del gabinete del entonces presidente Eisenhower (1890-1969). El “terremoto” con el que Cecil B. De Mille (1881-1959) decía que debía abrirse cada película (no solo de aventuras, aunque principalmente), no comienza hasta los preparativos y detonación de la bomba de prueba Trinity, en pleno desierto de Nuevo México. A partir de ese momento, y del doble careo, la película se concretiza y juega bien la baza del ritmo y la emoción, confrontando escenas y distintos marcos temporales.

Por supuesto que al hablar de ritmo no me estoy refiriendo a la rapidez de la exposición, sino a la adecuación de cada escena y línea de diálogo, con la debida puesta en escena. Algo nerviosa e impersonal en el caso de Nolan. Su preferencia es no dejar la cámara demasiado tranquila para así tratar de conferir inmediatez y destreza al plano. Sin llegar a los abusos de descuartizamiento visual de otros colegas, por descontado. La puesta en escena de Christopher Nolan pretende afanarse en ser clásica (ahora sí, moderna), sin apenas conseguirlo. Ello no obsta para que sobrevengan ideas visuales bastante logradas, como la imagen de las canicas que hacen las veces del plutonio que se precisa para confeccionar el artefacto nuclear, y que se van condensando en el interior de unas peceras, lenta pero inexorablemente.


De la labor de los intérpretes cabe destacar que es excelente en todo momento. Con especial atención a la relación entre el científico (Cillian Murphy) y el general Groves (Matt Damon). La locura enfermiza y esquizofrénica de los personajes femeninos es tratada a vuela pluma, pero es certera respecto a lo que se nos cuenta en la biografía. Incluido el episodio en que la esposa, Kitty (Emily Blunt), no muestra la menor empatía con sus hijos de corta edad, y estos han de ser puestos a disposición de unos amigos (el matrimonio Chevalier), por una temporada, con la aquiescencia de Robert. El cine, como la literatura, o la música a su manera, pero muy esencialmente el cine, siempre tuvo la virtud de desnudar al actor y a nosotros mismos, pues determinados momentos de vulnerabilidad siempre resultan dolorosos en una pantalla.

De forma concisa y diáfana se especifica también la intrusión de la ideología comunista en la vida de buena parte de una generación de norteamericanos (si bien, Nolan recoge la misma idea simplista sobre la Guerra Civil Española que se esgrimía en uno de los párrafos del libro). Un proceso que culmina, salvo en los casos más obcecados, en el descubrimiento como adultos del espejismo ideológico, su cruda materialidad, y abandono de dicha afiliación.

Por su parte, la banda sonora de Ludwig Göransson (1984) es inexistente, como era de temer. Intercambiable con cualquier otra película; sin entidad. El gran hándicap del cine actual sigue siendo el mismo, y Oppenheimer no es una excepción: no contar con compositores de fuste que otorguen diversidad emotiva y revistan las imágenes de una personalidad específica, la que cada película demanda (más allá del uso de la percusión o un aburrido chelo). En contraposición, la fotografía de Hoyte van Hoytema (1971) resulta discreta, casi despojada.

 
En suma, Oppenheimer es una buena muestra de lo que el cine de reciente cuño ofrece, con sus luces y sus sombras, no solo atribuibles al personaje que nos ocupa, sino trasladadas al material cinematográfico con que se nos exterioriza. Lo mejor de la película es que no pierde de vista el componente humano del protagonista. De su interés por el logro científico, encaminado a ayudar y defender a su país, y de su compromiso de que, tras la muerte de tantos civiles inocentes, tal acción no debía volver a repetirse, no podemos dudar en ningún momento.

Escrito por Javier Comino Aguilera


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