Los misterios de la taberna Kamogawa, de Hisashi Kashiwai

23 julio, 2023

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Estoy seguro de que muchos de ustedes recuerdan bien la anécdota de la magdalena que, a modo de recurso literario, empleaba Marcel Proust (1871-1922) en su primer volumen de la serie En busca del tiempo perdido (À la recherche du temps perdu, 1908-1922; De Bolsillo, 2022), Por el camino de Swann (Du côté de chez Swann, 1913). Un fenómeno memorístico capaz de hacernos evocar multitud de recuerdos y sensaciones, por medio de percepciones como el sabor, el olor, y otros sentidos.

Curiosa manera de viajar, ir por la calle, por el campo, o estando en casa, y recordar de repente una serie de situaciones personales que creíamos adormecidas, gracias a la intervención de tal o cual olor o sabor.

 
El escritor japonés Hisashi Kashiwai (1952) no ha sido el primero en seguir la estela marcada por Proust al re-emplear dicho recurso, pero sí que lo ha convertido en el nudo gordiano de su gustoso libro Los misterios de la taberna Kamogawa (Kamogawa shokudo, 2013; Salamandra, 2023). No obstante, Kashiwai lo formula ad contrarium. La vivencia ya se ha producido en algunos de los visitantes de la citada taberna, con lo que ahora, se hallan en pos del alimento que, de una forma segura, les afiance esos recuerdos tan preciados.

El escenario es la antigua capital de Japón, un invierno en Kioto, pues tanto valor da Kashiwai a lo geográfico como a lo atmosférico, a lo material y lo espiritual. El restaurante Kamogawa no es nada glamuroso. Sobre todo, de puertas para fuera. Lo regentan el cocinero Nagare Kamogawa y su hija Koishi. Con la esporádica compañía del gato Hirune, que ha de permanecer fuera del local las más de las veces. Trasladado al español -dato que la traducción no ofrece-, la mascota responde al apelativo de Siesta. Muy oportuno para este felino que va, viene y dormita perezoso, como muchos de los transeúntes. Incidiendo en la fachada, que es la puerta de acceso “engañosa” a lo que dentro se cuece, la taberna Kamogawa es un establecimiento deslucido y sin actividad aparente (capítulo II).

Nagare es viudo, pero dispone de un pequeño altar privado en las dependencias, con el que impedir el olvido o azuzar el recuerdo de su difunta esposa. Esto va a ser una constante que hilvane la trastienda argumental: el deseo, o la necesidad moral, de no olvidar a los fallecidos, en un país donde ya es costumbre rendir tributo a quienes nos precedieron (aquí lo que prolifera es el afeamiento religioso y la conveniencia o no del recuerdo, en función de la ideología política que profesaran los finados).

Japón a los pies del Fujiyama

Pues total, que en la taberna en cuestión se ponen ciegos de platos exquisitos. A buen precio. Porque, a diferencia de la renombrada y desfallecida nouvelle cuisine, allí se ofrecen platos elaborados y dichosos sin la pátina pija y estéticamente minimalista con la que uno se puede morir de hambre por cien euros. No queremos saber nada de gourmets, críticos gastronómicos ni nada parecido, especifica Kioshi (III). Es decir, se pretende la individualidad del local frente a la colectividad de lo organizado, estabulado y publicitado.

Una visita del “tío” Kuboyama pone en marcha todo el engranaje narrativo. La cocina donde se dan la mano el pasado y el presente. Kuboyama desea que Nagare le ayude a recomponer un plato que, hasta ahora, le ha sido imposible reproducir o encontrar en otro establecimiento. Para ello tan solo cuenta con sus impresiones acerca de las circunstancias que rodearon el episodio gastronómico. Todo un rompecabezas. Incluso habrá un futuro cliente que no recuerde para nada el sabor del plato que anhela (VI).

En esta novela, que sabe no alargarse en exceso (si bien, cuenta con algunas continuaciones que, me figuro, se acabarán traduciendo al español), los personajes quedan bien caracterizados por vía de los diálogos. Kioshi es franca y directa. Su padre, prudente y experimentado. Y no solo por razones meramente biológicas; esto es, por ser de mayor edad, sino por carácter natal. Nagare se pregunta en determinado momento si la vida hubiera podido ser distinta (II). Un tema que me retrotrae a la película de Edgar Neville (1899-1967) La vida en un hilo (CEA, 1945). Al fin y al cabo, a -casi- todos nos preocupa el transcurrir del tiempo, y si ese tiempo hubiera podido bifurcarse.

Entre los clientes está lo que consideramos gente normal, y hasta un Primer Ministro (III), pues el abanico social abarca a todos los sectores.

 
Clientes destinados a encontrarnos, tal y como lo expresa Nagare (IV). Dado que la taberna no se anuncia de forma ordinaria por la plétora de redes llamadas sociales, el destino, como en la pieza maestra de Neville, es condimento sustancial para esta degustación literaria. De la que participan unos comensales dispuestos, en momentos muy específicos de sus recorridos vitales, a contar con el tiempo necesario para meditar delante de un buen plato cocinado.

Seis son los capítulos que estructuran todos estos conceptos, a partir de una estructura que se repite (pero no se reitera): junto a los escasos clientes habituales, están los visitantes que, tras localizar no sin dificultad el establecimiento, buscan el reencuentro con esas partes de sus vidas que se relacionan con un plato en concreto. A veces, solo cuentan con la denominación, y un vago sabor retenido en la memoria. Esos seis capítulos corresponden a sendos guisos; a saber, naveyaki-udon (sopón con multitud de tropezones), estofado de ternera, sushi de caballa, tonkatsu (cerdo empanado), espaguetis napolitan, y nikujaga (guiso de carne y patatas). A guiso por capítulo… y caso. En un estricto orden cronológico, dictado por las estaciones. Del periodo invernal al primaveral (de 2012 a 2013). Ello no obsta para que se pueda alterar el orden de lectura de los distintos capítulos. Aunque esto no dejaría de ser una alteración aleatoria.

De este modo, Nagare y Kioshi ejercen de muy particulares detectives privados, cuyas mejores armas son el paladar y las pistas que les proporcionan tales clientes entre dimes y diretes, dando una nueva dimensión al pan pan, y al vino vino, a la hora de recrear para estas personas el plato que tanto significaba, o significa en estos momentos.

El aspecto psicológico de los distintos comensales está muy bien trabajado, gracias a sus comentarios en la taberna. Los hay más expansivos y menos simpáticos. Adultos y jóvenes, como Asuka, que desea rememorar en toda su amplitud el viaje que hizo con su abuelo, siendo una niña (V). Más allá de sus circunstancias personales, todos ellos comparten el pleno agradecimiento, no ya por la comida, sino por la recreación del plato en cuestión. En un lugar con nombre, pero sin cartel para anunciarse.

Nabeyaki-udon

En su formidable Historia de la gastronomía (1988 Plaza & Janés; Debate, 2019), el excelente escritor gastronómico, novelista y periodista Néstor Luján (1922-1995), recordaba en su prólogo que la historia de la alimentación va ligada prácticamente a toda la evolución de la vida del hombre. Y que la falta de comida nos consume mucho antes de saber sentarnos y dejar constancia de nuestra hambre por escrito.

Desde El banquete (385-370 A.C., Gredos, 2014) de Platón (4277-347 A.C.), hasta Alejandro Dumas (1802-1870), Josep Pla (1897-1981) o Álvaro Cunqueiro (1911-1981), ilustres escritores y degustadores de la más variada cocina nos han mostrado los beneficios de una buena sobremesa. Viajero jocundo, Luján, al igual que Kashiwai, celebra la existencia de dos formas de viaje sincronizados, el físico y el emocional. Última variante que, a veces, toma cuerpo sin necesidad de salir a recorrer más millas de las necesarias. En definitiva, un trayecto que puede parecer alambicado y extenuante, pero que a la larga nos satisface más que otros de mayor envergadura kilométrica.

Escrito por Javier Comino Aguilera


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