Se puede tener poca imaginación, pero otra cosa es estar cerrado, no ya de espíritu, sino, precisamente, de mente. Como si todo esto, la percepción mental de la realidad -en todo su espectro-, por parte de cada individuo, no hubiera sido ya contemplada por la astrología desde hace milenios. Una visión del mundo, pero no el mundo. Naturalmente, hablo de astrología, no de horóscopos, que es lo que mientan siempre los que no tienen puñetera idea de lo que están hablando, reduciendo la cuestión a la mera charlatanería -que la hay-, y pareciendo tener necesidad de “no creer” -lo que ellos achacan a la inversa-, es decir, de no informarse antes de esgrimir sus opiniones. No en vano, el ser humano, además de ser pensante, es el único animal capaz de tropezar dos veces con su propia soberbia.
Por suerte para nosotros, otras publicaciones, y el cine mismo, contrarrestan estas premisas tan reduccionistas, pesimistas y cientificistas.
El Transiberiano es, porque todavía sigue en uso, un tren de carga y pasajeros, con un ramal principal de 9288 kilómetros, acabado en 1904, y que une la Rusia europea con los países del llamado lejano oriente, hasta el Océano Pacífico, incluida Mongolia, China y Corea del Norte (una sarta de dictaduras, por otra parte). Pero lo que nos interesa es esa fascinación que en muchos de nosotros ejerce el medio de transporte del ferrocarril. Una atracción de recogimiento literario, cinematográfico y otros grafismos. En un ambiente cerrado, pero abierto al mundo, por donde discurren multitud de vidas, en paralelo alegórico a la imagen dispuesta por Heráclito (535-470 a. C.), y recogida por el gran Jorge Manrique (1440-1479).
Pánico en el Transiberiano (conocida como Horror Express en los circuitos de exhibición anglosajones, Regia Films-Mercury, 1972), del realizador granadino Eugenio Martín (1925), es una sabia combinación entre ciencia ficción y terror, porque amalgama ambas perspectivas sabiendo aprovechar los recursos a su alcance, ennobleciéndolos. En nuestra sección de El Autocine hemos visto infinidad de veces cómo no es necesario disponer de un gran presupuesto para resultar efectivo, a un nivel tanto narrativo como técnico, visual. Por supuesto, que un presupuesto holgado no hace daño, si está debidamente empleado; esto es, sin sacrificio de la morfología y sintaxis cinematográfica.
Respecto a estos recursos, conviene citar el propio tren, adquirido en Inglaterra para ser empleado en la previa El desafío de Pancho Villa (Eugenio Martín, 1972). Había que trazar el itinerario de un nuevo relato con el que poder sacarle partido. Y se logró. A tal efecto, que Pánico en el Transiberiano llegó a eclipsar al anterior título.
Los demás méritos a los que me refería, han de ver con la envolvente fotografía de Alejandro Ulloa (1926-2002), los bien dispuestos decorados de Ramiro Gómez (1916-2003), la música, entre preciosista y desasosegante, del incipiente John Cacavas (1930-2014), y unos minimalistas pero muy sugestivos títulos de crédito a cargo de Iván Zulueta (1943-2009).
Otro de los relevantes alicientes de la película estriba en la presencia del trío protagonista. Conformado por los ingleses Peter Cushing (1913-1994) y Christopher Lee (1922-2015), y el norteamericano Telly Savalas (1922-1994). Los dos primeros, en una mayor interactuación que en otros títulos donde compartían cartel (cabe recordar la espléndida Noche infernal [Nothing But the Night, Peter Sasdy], filmada aquel mismo año). Serio y envarado el uno, más dicharachero y desenvuelto el otro, conforman una dualidad, escindida finalmente por los avatares de la trinidad.
En su núcleo argumental, Pánico en el Transiberiano juega con el posible origen primigenio del mal. Por parte de una criatura capaz de captar y destruir la esencia humana a través de los ojos (aquello con los que miramos a los demás). Como más tarde harían los vampiros energéticos del espacio en Lifeforce, fuerza vital (Lifeforce, Tobe Hooper, 1985). Más aún, se procede a una inquietante transmigración de los cuerpos: el ser rescatado de su letargo, una vez ha adquirido cierta resistencia, podrá tomar el cuerpo -tal vez el alma- de otros individuos humanos. Lo que emparenta la premisa de Pánico en el Transiberiano con otro relato colosal, el de John W. Campbell (1910-1971) para El enigma de otro mundo (The Thing from Another World, Christian Nyby & Howard Hawks, 1951) y La cosa (The Thing, John Carpenter, 1982), respectivamente.
Esta vinculación del ser humano con el cosmos, del cual procede tanto bueno como malo, no deja de constituir un atractivo embalaje vital por el hecho de formar parte de una película de género como la presente.
Pese a la presencia coyuntural de planos cortos y el teleobjetivo (acercamiento poco elegante con la cámara), la puesta en escena de Eugenio Martín es terriblemente eficaz y, como trataba de señalar al principio, estimulante. Lo que se da por sentado, es que nada debe darse por sentado; menos, viniendo de la mutable disciplina científica.
Ahora, presentemos a los protagonistas. El culpable de que este tren narrativo se ponga en marcha es el profesor Alexander Saxton (Christopher Lee), líder de una expedición a Manchuria, China, por parte de la Real Sociedad Británica de Geología (y supongo que de antropología), en 1906, dos años después de completarse el principal ramal del Transiberiano. El hallazgo de un antropoide no catalogado hasta ese momento, es la culminación de su ya laureada carrera. Curiosamente, los prolegómenos de la acción nos son narrados por el propio Saxton, con lo que el resto de la narración adquiere el tono de un flashback o retrospectiva. Saxton se dedica a fósiles y huesos, en palabras de su colega científico, el doctor Wells (Peter Cushing), a su vez, zoólogo y naturalista, siempre en busca de ejemplares raros. La decidida bacterióloga señora Jones (Alice Reinheart), será su ayudante en este viaje.
Lo que ha descubierto Saxton es un espécimen entre congelado y momificado. Todo un cadáver prehistórico bastante bien preservado. Lo embarcan en la estación ferroviaria de Pekín, Shanghái, en su demarcación rusa (no inglesa), con destino a Moscú. Y de allí a Londres. Si es que logran llegar. Porque, no obstante las precauciones dispuestas, el ladrón oriental Grashinski (Hiroshi Kitatawa) manipula el cajón que contiene el cuerpo, u organismo en forma corpórea, desatándose la tragedia (para los pasajeros del tren, el espectador bien que se lo pasa).
Para el monje ortodoxo Pujardov (Alberto de Mendoza), no cabe la menor duda, lo sucedido es obra del diablo. Bajo su capa de fanatismo, este personaje no deja de tener razón. Sin embargo, no me parece a mí que en Pánico en el Transiberiano haya una oposición tan marcada entre ciencia y religión, como tantas veces se ha querido ver, sino entre ciencia y fanatismo (que puede ser tanto religioso como científico). En cualquier caso, más que de religión, yo hablaría de apertura de conciencia. Los científicos protagonistas sí están abiertos a toda la gama científica. Dispuestos a enfrentarse a lo que se les ha venido encima.
¿Y qué es ello? Pues que la criatura cobra vida… para dar muerte. Posee facultades extraordinarias, y más adelante comprenderemos por qué. Tiene que ver con la idea anticipadora, muy en boga entonces como ahora, de que en la evolución humana hubo otras manos aparte de las místicas o meramente terrestres, venidas de quién sabe dónde. Queda por dilucidar, dados los resultados, si para bien o para mal. Lo cual, es una magnífica idea de guión para una película de tan gozosas características, escrita por Armand d’Usseau (1916-1990) y Julian Halevy, seudónimo de Julian Zimet (1919-2017). Como curiosidad, Eugenio Martín firma la película, en la copia en blu ray de que dispongo, remasterizada en 4K, con el americanizado nombre de Gene Martin. Siendo esta una producción de Philip Yordan (1914-2003), mítico guionista de títulos como Brigada 21 (Detective Story, William Wyler, 1951), Johnny Guitar (Íd., Nicholas Ray, 1954), Agente especial (The Big Combo, Joseph H. Lewis, 1955), Más dura será la caída (The Harder They Fall, Mark Robson, 1956) o La caída del imperio romano (The Fall of the Roman Empire, Anthony Mann, 1964). Yordan estuvo muy activo en aquella época como productor de largometrajes en Europa. Incluida una versión de la excelente El día de los trífidos (The Day of the Triffids, 1951), de John Wyndham (1903-1969), dirigida por Steve Sekely (1899-1979) y Freddie Francis (1917-2007) en Inglaterra.
Tal y como pregona Pujardov, parece que estemos ante una ancestral maldición. Cuyo leitmotiv es determinar el origen del ser humano a través de la evolución. Recolector de memorias visuales, desde el comienzo de los tiempos, merced a esas altas potencialidades hace tiempo aletargadas, el ser revivido es inteligente. Lo cual plantea dudas muy razonables. ¿Y si lo que entendemos por el diablo procediera del espacio? De forma muy significativa, este tan solo se manifiesta en la oscuridad (física, no anímica). Un temor cósmico que se da en un entorno reducido. Con su propio ejército de ciegos servidores.
Entre los pasajeros del tren están el ingeniero Yevtushenko (Ángel del Pozo), la pasajera americana Miss Bennet (Faith Clift), el maquinista (José Jaspe), el encargado de los equipajes (Víctor Israel, sempiterno actor de soporte), la espía Natasha (Helga Liné), que también porta una máscara, pues se muestra como damisela en apuros; y en un vagón privado, los condes polacos Petrovski, Irina (Silvia Tortosa) y Maryan (Jorge Rigaud). El inspector Mirov (Julio Peña) se hará cargo de los extraños acontecimientos, hasta que el jefe de la policía cosaca de la zona rusa, el capitán Kazan (Telly Savalas), entra en escena.
Resulta inolvidable el desenvolvimiento de la criatura por los entresijos de los vagones y las mentes, denotando su afán por sobrevivir, aunque ello conlleve la destrucción de tantas vidas humanas.
Proseguimos con el siguiente título filmado por Eugenio Martín, objeto, asimismo, de una reedición remasterizada en formato blu ray. Una vela para el diablo (It Happened at Nightmare Inn, en su versión inglesa; Vega-Merco-Azor Films para Paramount, 1973) fue escrita por el realizador junto a Antonio Fos (-), autor de buenas piezas de fantaterror, como Ella y el miedo (León Klimovsky, 1964), Joven de buena familia sospechosa de asesinato (Alfonso Brescia, 1972) y Una gota de sangre para morir amando (Eloy de la Iglesia, 1973), redactada, por cierto, junto a José Luis Garci (1944). Cuenta además nuestra película con la fotografía del destacado José Fernández Aguayo (1911-1999), y un acompañamiento musical -más que partitura expresa, como sí sucedía en el anterior ejemplo- de Antonio Pérez Olea (1923-2005).
Lo llaman turismo rural. En 1973 también se practicaba. Al punto de que algunos municipios se ven asediados por los visitantes estacionales, impidiendo, según nos cuentan, el normal desarrollo y disfrute de las actividades cotidianas del entorno. ¿Y si fuéramos un paso más allá? El pueblo de la serranía se convierte entonces en toda una trampa para turistas.
Verbigracia. Una joven viajera arriba al aeropuerto de Madrid. Se trata de May Barkley (Loreta Tovar). De ahí, toma el camino hacia el sur. Tal vez porque se hace mejor el amor. Concretamente, las localizaciones pertenecen a Ronda (Málaga), Grazalema (Cádiz) y El Paular (Madrid). Antes de eso, el relato ha dado inicio con una cita del filósofo Pascal (1623-1662), sobre el fino hilo que separa la virtud del pecado, y viceversa.
En fin, May llega a su rústico destino, donde le aguarda un final de trayecto algo abrupto. Si bien, aunque se pueden eliminar los rastros de las heridas de sangre, no sucede lo mismo con los de un delito.
El caso es que los destinos de varias de estas viajeras extranjeras por una España que descubrió los beneficios del turismo, convergen en la fonda Las dos hermanas. Estas son Marta (Aurora Bautista, huelga decir que muy alejada de sus papeles más tradicionales) y Verónica (la versátil Esperanza Roy). Una de carácter fuerte y decidido, la otra débil, sumisa y algo temerosa.
Entramos de lleno en el recinto de la auto-represión moral: porque no es impuesta, sino profesión de fe, es decir, voluntariamente asumida. Lo espeluznante del caso es que, una vez cogido “el gusto” por el crimen, estricta y escabrosa “limpieza de sangre”, sobreviene la justificación del mismo (como el blanqueo terrorista). Para Marta, ha sido la Providencia. Una señal, o incluso un castigo de Dios. Pero insisto en que no se puede hablar de la sobada represión, porque tal estado pertenece al ámbito de las “cuatro paredes” de Marta y Verónica, ésta última, arrastrada tanto por la pasión (de un joven del pueblo) como por la posesión (de su hermana Marta).
En efecto, ambas hermanas están asistidas ocasionalmente por Luis (Carlos Piñeiro). Sano, guapo, da gusto verlo. Hasta que, buscando a esa primera inquilina, llega la hermana de esta, Laura (Judy Geeson). De May, le dirán que se ha marchado de la pensión. Pero Laura no queda muy convencida. Conoce a su hermana. Y es que, entre hermanas anda el juego de las polarizaciones en Una vela para el diablo.
Mientras Laura intenta localizar a la suya, Marta y Verónica prosiguen con su purga. En la figura de otra viajera, Hellen Miller (Lone Fleming). Con enorme gracia o descaro, según se mire o se nos haga mirar, la joven se introduce en la fuente de la localidad nada más llegar. Escandalizando a todo el pueblo, según Marta. Lo cierto es que este simpático y castizo émulo de la célebre imagen de Anita Ekberg (1931-2015) en la Fontana di Trevi, es una acción que se funde con los planos combinados de las miradas torvas, lúbricas o atónitas de los lugareños. Más tarde, los vemos sesteando cuando Verónica pasea por las calles, camino de la casa de Luis. Que duerme como un bendito y como Dios lo trajo a este mundo, ligero de equipaje. El caso es que Verónica y Luis se entienden muy bien, para recriminación de la hermana, que intuye que estos dos no se reúnen únicamente para jugar a la canasta. Justo es reconocer, que Verónica se portará bien con el muchacho.
Por su parte, pese a que no tiene ninguna prueba contundente (todavía), Laura tratará de advertir a la siguiente de las visitantes en busca de alojamiento, Norma (Blanca Estrada).
En matemáticas está claro. Dos crímenes son difíciles de ocultar. Tres ni les cuento. Pero cuatro han de ser de una incomodidad supina. Y es que no se puede poner una vela a Dios y otra al diablo (no por separado, sino enlazando ambas convicciones). Y ya que andamos con dimes y diretes, será David quien venza a este Goliat en la resolución de Una vela para el diablo.
Soslayando el disparate de que se nos diga que en el pueblo no hay policía, y los coyunturales y algo bruscos acercamientos con la cámara, cabe decir que el ambiente claustrofóbico está muy bien (re)creado. No por soleado, resulta menos letal (algo que más tarde pondría en evidencia Narciso Ibáñez Serrador (1935-2019) en ¿Quién puede matar a un niño? [1976]).
Junto a las imágenes más gráficas y rigurosas, Eugenio Martín introduce otros planos inquietantes, como la fuente de barro donde reposan tres cabezas de cordero (degollado), que representan, de forma no directa, los tres asesinatos perpetrados hasta ese momento. Destacan, igualmente, las heridas, se diría que gustosas, que Marta se hace con las zarzas, tras contemplar a los muchachos del pueblo bañarse en cueros en el río (aplacando los ardores del estío, pero encendiendo los de ella). Laceraciones infligidas a modo de fustigación, y cilicio que se acompaña con la estampa de una Marta que se exhibe sola ante el espejo de su dormitorio, portando una blusa sin sujetador. Una de esas escasas imágenes -pues no son tantas, a nivel global-, que pueden valer más que muchas palabras, y que tan solo el cine puede y sabe proporcionar.
En resumen, y si me permiten volver al principio, en la época de los universos paralelos, las membranas multidimensionales, los agujeros de gusano, la mecánica cuántica y las supercuerdas, no como ciencia ficción, sino como posibilidad real teórica, reducir toda manifestación inexplicable -por el momento- al reino de lo mental, resulta paradójico, por no decir que ridículo. Y no me refiero a lo expuesto en estas películas, cuyo segundo ejemplo da aviso, precisamente, de la posibilidad perjudicial de lo mental, sino a un nivel general. Eso de que la realidad no existe se ha convertido en un mantra.
Pues bueno. Valgan estas curiosas y notables muestras cinematográficas, junto a otras literarias, expuestas en este blog (mi sección Otros Mundos), para reclamar el espacio de la imaginación y la posibilidad real de lo extraordinario.
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